Cine y TV

YouTube mató a la estrella del celuloide

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Michel Gondry durante el rodaje de Rebobine, por favor, 2008. Fotografía: Cordon.

En 1981 Eric Zala, Chris Strompolos y Jayson Lamb tenían doce años, una Betamax y el largo y lánguido verano sureño por delante. Vivían en Biloxi, a orillas del Mississippi, donde las magnolias. Pocos meses antes se había estrenado En busca del arca perdida, el gran taquillazo de una década de la que aún seguimos tirando como un chicle Bazooka. Los chavales vieron la película de Spielberg y se quedaron tan pasmados que decidieron hacer un remake por su cuenta, algo que todos hemos soñado alguna vez, hacer una peli a  lo loco y a ver qué pasa. Pero ellos lo hicieron de verdad. En su pueblo y sin un céntimo. Como la película no salió en VHS hasta el año siguiente, consiguieron el guion, se hicieron con fotos en revistas de cine, buscaron carteles, reunieron todo lo que encontraron y la reprodujeron enterita. De memoria. Plano por plano. Metieron en la movida a toda su familia (un hermano de Zala hizo hasta doce papeles), prendieron fuego al sótano de la casa de la madre, rompieron con novias, se pelaron entre sí. El rodaje les llevó seis años. Cuando empezaron en el 81 tenían que ponerse vaselina con ceniza para simular la barba de tres días, y cuando acabaron eran unos muchachotes de dieciocho con pelo por todas partes. La peli se llamó Raiders of the Lost Ark: The Adaptation, y es probablemente la suecada más larga de la historia.

Veinte años después, en 2008, Michel Gondry estrenó Rebobine, por favor (Be kind, Rewind) en Sundance y Berlín. Be Kind, Rewind es una peli muy buenista, muy blanca y muy adorable sobre el amor al cine en la que quizás lo mejor sea Jack Black con unas gafas como las de Soraya Sáenz de Santamaría y un aspecto inquietantemente retromoderno (¿ya se llevaba lo retro hace diez años?) y su punto asustaviejas de siempre. Recordemos que al empezar la peli Jack Black está un poco desquiciado porque cree que la planta eléctrica en la que trabaja le provoca migrañas. Así que se le ocurre sabotearla pero algo le ocurre porque al día siguiente, al ir a la tienda de alquiler de vídeos donde trabaja su amigo (Mos Def), desmagnetiza los vídeos. Aparece una clienta, Mia Farrow, que quiere alquilar Ghostbusters, y qué pueden hacer. Pues un remake con una cámara de andar por casa y cero presupuesto. Y rapidito. A Mía Farrow le gusta tanto el remake que Black y Def  deciden repetir (además no quieren que el dueño de la tienda se entere de que los vídeos están en blanco). Se lían a hacer remakes de toooodas las pelis de la tienda: El Rey León, Paseando a Miss Daisy, 2001: una odisea del espacio. Como les lleva un par de días rodar cada cinta dicen al cliente en cuestión que la película «viene de Suecia (Swede)», y por eso tarda en llegar (y cobran veinte dólares el alquiler). Embarcan a amigos, a la familia, al barrio entero a hacer las pelis «de Suecia» (suecadas), con las chorradas que todos tenemos por casa, cartones, bolsas de plástico, ingenio, y ganas.

La peli de Gondry funcionó bien, tiene ese encantador aire de juguete parcheado de todo lo que hace, quizás en algunos momentos un aire falsamente ingenuo que puede rechinar algo. Michel Gondry, ese sí que viene de una familia rarita. Su abuelo inventó el clavioline (una especie de sintetizador) y su familia vive en el campo, todos alrededor de una septuagenaria tía maestra; hay por ahí un primo cuarentón que vive con la mamá, gatos, geranios, tazas rotas. Fue con ese primo solterón con quien Gondry de pequeño inventó una máquina para hacer dibujos animados, así lo cuenta en L´Épine dans le Coeur (2009) en la que explica los pequeños trucos de animación que se le ocurrieron entonces y a los que ha seguido recurriendo al hacer películas ya de adulto, como en Rebobine (y que en ocasiones resultan más caros de producir que si se hicieran por ordenador, todo hay que decirlo).

Con motivo del estreno de Rebobine, por favor la galería de arte Deitch Projects del SoHo cedió su espacio para que Gondry montara pequeños sets de rodaje. La galería prestaba también cámaras a los asistentes con la intención de que hicieran su propia peli (de no más de quince minutos) en los sets. El evento duró unas pocas semanas pero la iniciativa  de préstamo de sets ha continuado rulando por otros países y pelis tipo Rebobine de autores amateur se han montado desde el Gorky Park de Moscú hasta Buenos Aires, donde el año pasado se llevó a acabo en La Usina del Arte. Hay un puñado de festivales anuales como el Swede Fest que se celebra en diciembre en Fresno, California, y otro en Tampa y en Palm Beach. La consigna del festival es muy sencilla: pelis sin presupuesto, de no más de cinco minutos y para todos los públicos.

Lo cierto es que la mayoría de las suecadas que se presentan son muy blancas o muy nerds o de adolescentes con mucho tiempo libre, aunque hay un puñado de colegas que se hacen llamar Dumb Drum que hacen remakes muy currados, con algo más criterio y un punto de ambición cinematográfica que, si bien no es lo que esperas en una suecada, las hace más entretenidas. Pero por alguna razón, las suecadas no acabaron nunca de cuajar. Al menos no como Gondry esperaba. Y es que algo ocurrió en el zoo de San Diego en abril del año 2005. Dos amigos, Jawed Karim y Steve Chen sacaron una camcord y rodaron un viídeo frente a la jaula de los elefantes. Karim, de veintipocos años entonces, miró a cámara, hizo una broma sobre lo larga que eran las trompas de los elefantes, luego dijo que no tenía nada más que decir y eso fue todo. El vídeo duraba menos de un minuto, era sosísimo, había mucho ruido de fondo (¡cabras!), la luz era regulera. El 23 de ese mismo mes colgaron el vídeo en la plataforma que junto con otro colega, Chad Hurley, acababan de fundar dos meses atrás: YouTube. Y ese fue el primer vídeo que se subió nunca en YouTube.

En realidad la intención de los tres amigos era algo diferente de la que imaginaría cualquiera, intención sobre la que corren tres leyendas urbanas. Los tres amigos se habían conocido cuando trabajaban en PayPal, y una noche de fiesta a Karim se le ocurrió que estaría bien montar una página de citas en la que la gente subiera vídeos de sí mismos y los otros usuarios las calificaran (probablemente de ahí viene el chiste tontito de las trompas de los elefantes). Según otra versión, el tema se les ocurrió al ver a Janet Jackson sacarse la pechuga con pezonera en la Superbowl del 2004; cuando todos fueron corriendo a compartir el vídeo cayeron en la cuenta de lo complicado que resultaba. Y la tercera versión cuenta que se les ocurrió durante una fiesta de empresa de PayPal. Alguien grabó un vídeo de la  jarana y al día siguiente se dieron cuenta de que no había forma de compartirlo (por cierto que a PayPal han acabado por llamarla la «PayPal Mafia» porque de ahí han salido megasuperempresarios como Elon Musk —fundador de Tesla— o Reid Hoffman —fundador de Linkedin—).

A los pocos días de lanzar YouTube se dieron cuenta de que la gente la usaba para todo tipo de historias, no para citas ni guarradas (YouPorn salió muy, muy poco más tarde) pero qué más da, la cosa funcionaba. Y muy bien. Tanto que empezó a salirse de madre y en apenas seis meses Nike colocó un anuncio con Ronaldinho. En seis más las visitas eran unas dos mil millones diarias. Google no tardó en comprar YouTube, claro. Y el resto ya sabemos cómo ha sido. Los gatos, los unboxing, los tutoriales de maquillaje, los bebés, las charlas TED, los vídeos virales, gente cantando fatal, gamers, Barbie.avi. Y, como era de esperar, las películas de bajo presupuesto. Quién va hacer un corto casero o no o lo que sea ahora si no es para colgarlo en YouTube y no en un Festival de Suecadas. Cuatro gatos. Cuatro.

En 2015 se rodó Raider!: The Story of the Greatest Fan Film Ever Made de J. Coon y T. Skousen, sobre los chavales que hicieron la adaptación de la peli de En busca del arca perdida allí en el sur. Los chavales aparecen treinta años después, algunos de los amigos de la peli original llevan esos mismos años sin verse. Se han reunido para rodar la única escena que no pudieron cuando eran niños, la escena de la pelea en el avión. Entonces no tenían dinero y ahora, después de conseguirlo mediante un crowdfunding, se proponen rodar la escena y rematar, por fin, la peli de sus vidas. Zala recuerda cómo el beso que le da a la chica en la película fue el primero que dio en su vida. Cuentan a cámara el lío que fue todo aquello, las peleas entre ellos, los castigos de los padres, mientras preparan la secuencia del accidente de avión. Con el mismo entusiasmo que treinta años atrás. Están mayorcitos, son ya padres de familia, cuarentones, pero todavía les quedan las ganas de hacer cine, de currarse el tema, de hacer un homenaje, de dejar algo bien hecho. De buscar el arca perdida. Encontrarla es lo de menos.

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3 Comments

  1. Qué historia! Muy buena, con un final enternecedor.

  2. Josué Nig

    Que final tan bueno, me encantó.

  3. Pingback: Olvídate de mí - Revista Mercurio

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