Cuando cuento que mi abuelo mató a su cuñado, que mi bisabuela no supo nunca que yo tenía hermanos o que hasta que no tuve unos nueve o diez años no comprendí bien que mis hermanos tenían otro padre, la gente empieza a entender que la familia sea un tema recurrente en mi obra literaria. Por si fuera poco, mis padres se llevan diez años, lo que provocó que mi abuela hiperventilara cuando le contaron que mi madre se había quedado embarazada y que tenía, además, dos hijos de un matrimonio anterior, pero ni trabajo, ni casa. Ahora que tengo veintinueve años y he construido mi propia familia, lo he hecho casándome con un hombre que tiene catorce años más que yo, una hipoteca y una hija de nueve años. Me he convertido en madrastra, y mi padre es el padrastro de mis hermanos, que son solo hermanos por parte de madre. La mayoría de la gente dice que mi hermana y yo nos parecemos, aunque cada una se parece a su propio padre. Cómo no voy a hablar de la familia.
La familia, durante siglos, ha sido una entidad sagrada en la sociedad. Hoy en día quizá sigue sobrevalorada, pero no tenemos tanto miedo a romperla y volver a construir una hecha de retazos. Antes, en cambio, la familia estaba por encima de todo salvo de los intereses. Cuántos hombres y mujeres se habrían divorciado hace cincuenta o cien años, nunca lo sabremos. Hace treinta, todavía era un problema en la comunidad precisamente porque la familia, dentro de la organización de la sociedad, es una institución más. Estamos agrupados, tenemos nuestras obligaciones y deberes, obedecemos a ciertos roles que, aunque poco a poco van evolucionando, todavía responden a modelos antiguos y ya desfasados. Simone de Beauvoir decía que la familia es un nido de perversiones, y eso que Simone de Beauvoir no tuvo lo que podríamos decir una situación familiar habitual. Su matrimonio con Sartre no respondía a los cánones de la época y su actividad intelectual la situaba fuera de la vida más tradicional.
Cuando imaginamos una familia, según dónde hayamos nacido, nuestro ideario responderá a una serie de tópicos, de lugares comunes, de situaciones habituales dentro del día a día. Eso significa que, dentro de la sociedad, organizada en distintas familias y lazos de diversos tipos —amistad, compañerismo, camaradería, amor, genética—, las familias quedarán definidas por el tipo de pueblo al que pertenecen. La guerra que habita dentro de las casas españolas, o latinas, o mediterráneas, no sabría cómo acotarlo, es una guerra sorda, instalada y aceptada. Ciertamente, la idea de familia española —por cercar la búsqueda— es estrafalaria, almodovariana, escandalosa y bizarra. La ficción siempre se ha encargado de mofarse de las particularidades de la familia española y la ha caricaturizado, pero, desde luego, las caricaturas lo único que hacen es ampliar una realidad que ya existe. De modo que sí, la familia española es esperpéntica, cinematográfica, literaria. El conflicto, aunque pueda convertirse en tabú durante décadas, siempre acabará por surgir. Lo llevamos en el carácter. Nada de familias civilizadas y tranquilas, nórdicas, sofisticadas. El conflicto familiar español es ligero, precisamente porque se trata de una cuestión de carácter. Un melodrama cotidiano. Pero eso no es lo único que nos define: la tragicomedia, la representación final, siempre se da alrededor de una mesa con comida. Aunque antes ha habido una cocción lenta.
Por una parte, durante décadas el hombre ha estado en el mundo laboral mientras que la mujer se ocupaba de todo lo que ocurría dentro de la casa. Así, la familia se ha dividido entre lo que está bien, lo que está mal y lo que tu padre no podía saber. El pater familias ha abusado de su poder, ha conseguido manejar las situaciones incluso con su ausencia, como en Mujercitas, en la que el padre, pese a no convivir con su mujer e hijas, sigue siendo la medida moral de la casa. Las mujeres dentro de las casas han enredado y deshecho los nudos de toda la comunidad. Se han rebelado y subyugado a la opinión pública tantas veces como hayan sido necesarias. Finalmente, cuando ya no han podido más —y la escena es muy cinematográfica—, toda esa culpabilidad y ese rencor enterrado ha salido de la peor de las maneras a escena. Y, sin embargo, no hay ningún tipo de grieta en el seno familiar: unas horas más tarde, tras el reventón, todos volverán a su papel y seguirán como si nada.
La relación entre madres e hijas es siempre un nido de conflictos y perversiones. Cuando la hija se convierte en adulta, la lucha es constante y, sin embargo, pese a esa tensión notoria y general, ninguna de las dos renuncia a la convivencia. Porque la familia española, ibérica, mediterránea, latina, es una familia unida, encerrada en sí misma, que ahoga pero consuela. Por otra parte, el carácter latino es temperamental, fuerte, lleno de ira contenida. De modo que las relaciones entre los miembros de una familia que conviven son siempre estallidos llenos de palabras mayores, rencores y despechos. Y cuanta más brutalidad, mejor es la relación. Esta es, ciertamente, una medida de afecto que extrañará a nórdicos y a sociedades como la británica.
Hoy en día, que presumiblemente somos una sociedad más serena, reflexiva y pacífica, la sorpresa llega cuando de pronto te ves a ti misma recurriendo a los métodos de tu madre y tu abuela, a la explosividad. Quizá ya no amenazas con sacarte la zapatilla, cosa que en mi casa era muy común, porque has encontrado otras técnicas, pero sigue habiendo, de vez en cuando, y en cuanto se convive con las generaciones anteriores, una tendencia al esperpento. En otras culturas aquello que les desagrada formará parte de sus vidas de un modo discreto. Y en nuestra cultura también, la mayor parte del tiempo, pero, a lo largo de toda una vida, todo saltará por los aires en más de una, dos y tres ocasiones. En mi familia, recuerdo especialmente tres momentos cruciales en los que la mayoría se dividió. Hermanos, tíos, sobrinos, primos. Todo el mundo dijo cuanto tenía que decir, rumores que se habían ido guisando en las cocinas, en susurros, a la hora de la siesta, con discreción, con alguna que otra insinuación malintencionada. Pero en algún momento u otro la verdad ha salido a la luz, y no en calma, precisamente.
El tabú y mantener las formas ha estado siempre a la orden del día. Sobre todo, porque en una sociedad como la nuestra, en que la familia sigue siendo uno de los pilares fundamentales de nuestra organización, enemistarse con los de tu misma sangre te convierte en marginal. Nadie quiere asumir la incompatibilidad con padres, hermanos y abuelos. Es una renuncia para la que no nos han educado. Y, sin embargo, la relación es, siempre, un «ni contigo ni sin ti». La mayoría de mujeres que se han visto obligadas a convivir, en su edad madura, con sus madres, lo han reconocido: en cuanto comparten día y noche, acaban discutiendo. Pero ninguna de ellas —de nosotras— tomaría la decisión de romper con los lazos —a veces útiles, a veces amables, a veces devastadores— con la progenitora.
La familia española no es una familia templada. Se repele, se odia, se critica, se maltrata… y, sin embargo, se protege y se venera como si tuviera una entidad propia con unas dinámicas que nadie puede modificar. La relación entre hermanos podría ser un buen ejemplo: todo el mundo se ha amenazado, herido y odiado con sus hermanos, pero, en cuanto alguien ajeno a la familia ha osado criticar cualquier minucia de ellos, nos convertimos en los primeros y más fervientes defensores de los nuestros. La familia nuclear es perversa, como decía Beauvoir, precisamente porque no queremos renunciar a ella pese a todas sus imperfecciones. Hoy en día, con una dinámica todavía más compleja por los divorcios y las nuevas familias enlazadas, la guerra está servida. A la relación entre unos y otros hay que añadir las guerras todavía más silenciosas y todavía más feroces de las madres y las madrastras, de los hijos siempre preparados en las trincheras, de la sobreexplicación de cualquier conducta. Almodóvar es el rey de las situaciones angustiosas y, por qué no, cómicas en la distancia que se dan en el ámbito doméstico. Sus personajes femeninos están cargados de material real: la familia española no se soporta a sí misma. La comedia ligera ha querido reírse de las situaciones más absurdas e incomprensibles con actrices como Carmen Machi o Chus Lampreave, y el espectador se ha convertido en cómplice de ciertas escenas porque le son del todo conocidas.
Desde luego, a Simone de Beauvoir no le faltaba razón, la familia ciertamente es un nido de perversiones, y eso que no tuvo que negar haber escrito inicios de textos como el mío para poder seguir conviviendo con su familia en cierta armonía. La familia española es extravagante y grotesca, en la ficción y en la realidad; gritona, soez y malcarada… pero que nadie se atreva, desde fuera, a criticarla. El refranero no hace más que sujetar la realidad: la familia te lleva a la peña, pero no te despeña.
Este excelente escrito me ha causado un respingo al inicio de cada parágrafo, porque a cada voz de desaprobación (perversa, esperpento, soez, grotesca, etc.etc) se me presentaba un componente de la mía, creo que más alargada que la suya, con sus usos, costumbres, sonrisas o no, y, sobretodo, verbo. Usted ha mencionado la tensión madre-hija, yo agrego la de padre-hijo, más o menos la misma de Homer y Barth. Con respecto a las familias nórdicas, especialmente la americana, creo que “perversas” es una categoría adecuada, porque jamás entendí cómo pueden obligar a sus hijos a marcharse siendo adolescentes. ¡Pobres niños! Muchas gracias por la lectura.
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