Agatha Christie es la responsable de que mucha gente sepa cuántos segundos necesita el arsénico para acabar con una persona, o la dirección exacta en la que un puñal inflige una herida mortal. También es la culpable de que en ficción los mayordomos siempre despierten nuestra suspicacia, y la responsable de que tantos y tantos lectores pensemos que la peor inversión para una familia británica acomodada es contar con un jardinero, pues según los códigos de la edad de oro de la novela de crímenes es solo cuestión de tiempo que mate a alguien.
Cuando nos referimos a Agatha Christie hablamos de una autora que en su tiempo solamente compitió en venta de ejemplares con la Biblia y William Shakespeare. Generaciones enteras de lectores han caído en el juego de seducción de este sencillo entretenimiento mental de pista verdadera o falsa que es la literatura de detectives, una ficción con un poder de atracción enorme y que con la aportación de los distintos autores desarrolló una colección de clichés y convencionalismos que todo lector acaba por conocer. Los creadores de ese juego llamado Cluedo supieron ver de manera preclara que la ficción criminal clásica, más que literatura, es un juego mental de mover piezas: el juego del arsénico, el puñal y el mayordomo. ¿Por qué es tan atractivo para el lector el camino emprendido por Conan Doyle y continuado por Agatha Christie y Georges Simenon? Porque ningún juego de adivinanzas puede ser más atractivo que el que se construye sobre nuestro material más primario: la vida y la muerte.
Y sin embargo el mayor misterio de Agatha Christie no fue ninguna de esas novelas de vigencia eterna en las que un detective que sabe todo finge no saber nada para que el lector disfrute uniendo un hilo imposible. Ese misterio que supera a El asesinato de Roger Ackroyd y Muerte en el Nilo sucedió en realidad, y además fue protagonizado por la propia autora en 1926, cuando contaba treinta y cinco años.
Alrededor de las 10 de la mañana del 3 de diciembre de 1926, Agatha Christie besó a su hija Rosalind (nombre tomado de la protagonista de Como gustéis, como homenaje personal a su único competidor en ventas por aquella época, William Shakespeare) y condujo su Morris hasta las cercanías de Guilford. A partir de ese momento, Agatha Christie desapareció y nadie supo más de ella en once días en los que el Reino Unido compartió preocupación por el incierto destino de su ídolo. Para ofrecer más dramatismo a la cuestión, cuando la policía halló el coche de la escritora el vehículo parecía cuidadosamente accidentado, es decir, más que un coche abandonado constituía uno de esos semilleros de pistas contradictorias que Hércules Poirot encuentra en sus novelas. El Morris Cowley de la escritora estaba al borde de un pozo, con las luces encendidas. En su interior, como en cualquier buena novela de crímenes, encontraron una bolsa de ropa, un abrigo de pieles y un permiso de conducir caducado: el de la propia Agatha Christie. Para aumentar la atmósfera de misterio, el vehículo apareció junto a una laguna llamada Silent Pool (nombre en sí seductor y con no poca simbología), que además arrastraba la leyenda de que unos niños habían muerto en sus aguas.
Estarán de acuerdo en que como arranque de una novela no está nada mal: una escritora de novelas de detectives desaparece en misteriosas circunstancias sin dejar rastro. Pero buscando bien dentro de la historia hay más ingredientes clásicos: esta autora deja en casa a un marido que unas semanas antes le ha anunciado el divorcio, y que tiene una amante. Cualquier buen lector de Agatha Christie sabe que teniendo un hecho y un posible móvil (no pocas personas acusaron directamente al marido infiel), solamente resta encontrar el cadáver, un arma y alguna prueba incriminatoria. Los once días que Agatha Christie estuvo desaparecida el Reino Unido fue un mar de conjeturas, con cualquier ciudadano estableciendo conexiones y formulando hipótesis. Como nunca se ha llegado a esclarecer el hecho del todo, los fans de Agatha Christie (millones en todo el mundo, como imaginarán) no han dejado de jugar a los detectives y ofrecer explicaciones de lo ocurrido. La discusión no se centra en torno a quién lo hizo —quintaesencia de las novelas de misterio, averiguar quién es el responsable de la fechoría— sino por qué lo hizo, ya que desde hace años parece bastante claro que la desaparición de la reina del crimen fue voluntaria.
Cuando el hecho ocurre, Agatha Christie es ya una escritora tremendamente popular: saborea el éxito de su sexta y probablemente mejor novela, El asesinato de Roger Ackroyd. La búsqueda de la escritora fue la primera de Inglaterra en usar soporte aéreo. Más de mil efectivos de la policía fueron movilizados para su rastreo, y quince mil voluntarios tomaron parte en las batidas. Una de las cuestiones más curiosas del caso Christie es que también sirve para demostrar la credibilidad que la sociedad de la época concedía a los escritores de novelas de detectives. Dos de sus compañeros escritores fueron invitados a formar parte de la investigación: el faraón de la novela de crímenes, Sir Arthur Conan Doyle, y una novelista de la época que ha quedado relegada a las cunetas de la historia de la literatura llamada Dorothy L. Sayers. A los escritores de novelas de detectives, en aquellos días, se les suponía una mente tan magnífica como la de los personajes que habían creado, algo que bien pensado no tiene demasiado sentido, pues es como suponer que Walter Scott podría luchar como Ivanhoe o que Daniel Defoe habría sobrevivido a una isla desierta como Robinson Crusoe lo hizo. El autor de Sherlock Holmes, que por aquel entonces estaba ya plenamente embaucado por las ciencias ocultas, preparó una sesión de espiritismo con una de sus médiums habituales para intentar que los espíritus le ofrecieran alguna pista sobre el paradero de su competidora en librerías. Incluso utilizó un guante de la autora como cebo para las criaturas del más allá, pero la cuestión quedó en nada. Sus experimentos con la ciencia oscura no ofrecieron ningún avance a la investigación.
La realidad siempre es más deslucida que la ficción, porque la vida nunca tiene el brillo de la literatura, y en el caso de la desaparición de Agatha Christie la cuestión no iba a ser diferente. Después de una lluvia de teorías que ha durado décadas, en la que se ha especulado con explicaciones como la amnesia temporal a causa del accidente automovilístico, la posibilidad de la tentativa de suicidio y alguna que otra teoría entre mágica y espiritual, existe consenso suficiente de que con su dramática desaparición Agatha Christie simplemente quiso dar una lección a su marido infiel, que habría planeado un fin de semana de placer con su amante. Decepcionada por el fracaso de su matrimonio, no se le ocurrió mejor forma de chafar el fin de semana de placer adúltero a Archie Christie que provocar que la policía le interrogase durante horas mientras miles de personas en todo el Reino Unido intentaban encontrarla. El desenlace fue casi decepcionante: al parecer, durante toda su desaparición, Agatha Christie residió en un balneario llamado Harrogate. La autora, con su genial capacidad creativa, ideó un guiño efectista para dotar a su fuga de un mensaje: en el balneario donde fue finalmente localizada, se registró con el nombre de la amante su marido, Teresa Neele. Un gesto sencillamente magistral, sutil, a la altura de una mente como la suya, distinguida por un brillante y original sentido de la tristeza.
Muchos fans de Agatha Christie afirman que la policía no estuvo a la altura en la investigación de la desaparición de su ídolo, pero eso es porque sus lectores esperaban una policía como la de las novelas. Supongo que los guardias simplemente hicieron lo que tenían que hacer, lo que se hace en el mundo real, pero la gente esperaba que apareciese de alguna parte una gran mente que hilara todas las pistas y acabase reuniéndolos en el salón de una casa victoriana para ofrecer una preciosa explicación del caso. Lo más llamativo de esa investigación policial que se pone en duda es que Agatha Christie mandó una carta a su cuñado contándole dónde estaba, pero cuando los efectivos se desplazaron al balneario no hicieron más que comprobar el listado de huéspedes del hotel, y ahí, recordemos, el nombre que figuraba no era el de Agatha Christie sino el de la amante del marido. La localización final de la desaparecida tiene además un punto ridículo que desmerece al conjunto de la historia: fue un intérprete de banjo de la orquesta que amenizaba las veladas del balneario quien llamó a la policía, tras reconocer a la escritora en «aquella señora que bailaba “Yes, we have no bananas”».
Siempre habrá algún exégeta exquisito, uno de esos demasiado-listos-para-ser-cierto que diga que Agatha Christie o Conan Doyle no son más que literatura popular, pronunciando sus nombres con una mueca de asco. Como si la etiqueta popular sirviese para desprestigiar sus libros. Autores como estos han sido y son la cantera de los lectores, los guardianes de la lectura real. Pero además contribuyeron a crear una sintaxis única de la trama que sigue vigente. Las últimas novelas de mérito que han visitado mi escritorio que respetan, actualizándolo, el código de la edad de oro de la novela de detectives son La verdad sobre el caso Harry Quebert, del suizo Joël Dicker y La transparencia del tiempo, del cubano Leonardo Padura. Ambas observan las enseñanzas de estos grandes como si de repetir un catecismo se tratara. Los creadores de la novela de detectives han hecho mucho más por la literatura y los lectores que esa larga lista de sesudas moderneces que la mitad del mundo, con buen juicio, no ha considerado nunca leer, y la otra mitad finge conocer sin haberlas leído. Me apetecería dar nombres, pero frenaré mi lengua para que no lluevan piedras. Por eso hay que buscarles por todos los medios si desaparecen. Localizarles por tierra, mar y aire, o jugando con nuestra mente a esos maravillosos acertijos del arsénico, el puñal y el mayordomo.
Claro que hay más literaturas pero ésta será siempre para mí una de «mis» literaturas. De la Gran Dama tengo mi selección: Diez Negritos, Roger Ackroyd, Orient Express, Guía de ferrocarriles y, cómo no, Telón.
No sé qué novelas de Agatha Christie ha leído el autor, pero no recuerdo yo que hubiese muchos asesinos mayordomos o jardineros. Más bien al contrario: el asesino era el que no esperabas.
Por lo demás, lo que demuestra el paso del tiempo -sí, ese juez implacable- es que la Christie ha sobrevivido. Y lo ha hecho porque pese a lo que digan sus críticos es buena literatura. Los asesinatos eran entretenidos pasatiempos pero tiene mucho más: esas mujeres enamoradas, esos hombres perdidos, ese sentido de la justicia; y sobre todo, esa familiaridad con la maldad. Algo que en la novela moderna parece no existir, pero que Agatha Christie sabía que existía y conocía bien. No me pregunten por qué ni cómo.
Agatha Christie es la culpable de mi afición a la novela policiaca y a la novela negra. Bendita sea.
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