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Frédéric Beigbeder: «Van a desaparecer el secreto y el azar. Y, con ellos, la literatura»

Fotografía: Bruno Arbesú

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Nunca se lo hemos confesado. Lo que más nos sorprendió, la primera vez que tuvimos ocasión de acribillarle a preguntas, fue lo simpático que parecía. En aquel tiempo, hace ya casi una década, Frédéric Beigbeder seguía marcado por su imagen pública de enfant terrible televisivo. De histriónico hasta el hartazgo, de niño bien empeñado en sobreactuar su lado canalla, de espadachín filocomunista con contrato millonario en Young & Rubicam. En las distancias cortas, el escritor se reveló como un hombre sensible y hasta pudoroso, que tal vez protegía su fragilidad tras un vistoso escaparate, igual que dos de sus mejores amigos en el microcosmos literario de París, Michel Houellebecq y Amélie Nothomb.

Por aquellos días, Beigbeder se hallaba en plena metamorfosis. Acababa de ser detenido a las 2:40 de la madrugada por esnifar cocaína sobre el capó de un descapotable. Algo cambió durante su detención. Dice que, en aquella minúscula celda, le vinieron las primeras frases de Una novela francesa. Dejó de escribir a golpe de eslogan y se puso a hacerlo de veranos vascofranceses durante los años de Giscard. Del divorcio de sus padres como herida original. De hermanos con los que no sirve de nada competir, porque uno siempre termina perdiendo. Decir que se ha reformado sería faltar a la verdad, pero Beigbeder, que acaba de estrenar los cincuenta, ya no parece ni la misma persona ni el mismo escritor. La cita es en Chez Georges, un bistró parisino con solera pegado a la Place des Victoires. Encima de la mesa del restaurante, cual imagen religiosa, cuelga un retrato de Jean Cocteau, con el que comparte polifacetismo, gusto irrefrenable por la polémica soft e innegable bulimia creativa.

Desde el año pasado escribes una columna en el suplemento Icon. Sabrás que la última despertó cierta polémica. En ella te metías con los directivos de las tecnológicas. ¿Qué tienes contra ellos?

Lo que decía es que el mundo está controlado por esos geeks de gafas gruesas, que fabrican los algoritmos que nos gobiernan. Los ingenieros informáticos se lo tomaron a pecho y recibí toneladas de mensajes que me recriminaban que los injuriase así. Creo que es una parte de la población que no está nada acostumbrada a la crítica. No han entendido que, cuando uno se vuelve poderoso, siempre le llueven las críticas. Entiendo que, al no tener costumbre, les resulte muy desagradable. Pero debería quedarles claro que, si aspiran a convertirse en los reyes del mundo, la gente se va a mofar de ellos. Es algo que viene en el mismo lote.

No es tu primera polémica. Supongo que, a estas alturas, las reacciones de indignación de los demás ya te resbalan…

En realidad, las considero un homenaje a la fuerza de la escritura. Cuando escribes algo que molesta a la gente, hasta el punto de hacerles reaccionar de esa manera, significa que has ganado. Quiere decir que has hecho bien tu trabajo. Yo soy partidario de una escritura que despierte, que sacuda, que haga reír y que moleste. Y amo la sátira, por lo que siempre exagero un poco. Cuando digo que esos informáticos no perdieron la virginidad hasta los veinticinco años y que se han pasado media vida masturbándose, se sobreentiende que estoy exagerando. Si luego esos tipos se molestan y no entienden que lo que digo parte del absurdo y de la caricatura… De todas formas, Mark Zuckerberg y los señores que han creado Google o Apple prefiguran un mundo al que no estoy seguro de seguir queriendo pertenecer…

¿En qué sentido? ¿Qué cambios observas desde que empezó su apogeo?

Observo que les da completamente igual la noción de la vida privada. Hoy en día se considera que, si te molesta exponer tu vida privada, será porque tienes algo que esconder o que reprocharte. Me parece un planteamiento fascista. Es algo que me da mucho miedo.

Igual que en ciertos países protestantes que viven sin cortinas. Cuando alguien instala una en su ventana, es porque esconde algo…

Exacto. Asistimos a una generalización de ese modelo de sociedad. Otra cosa que me da mucho miedo es que esos tipos planifican la vida de los demás. El principio de buscadores como Google es proponerte búsquedas similares a las que ya has realizado en el pasado. Cada vez más, la máquina adopta el lugar del usuario y decide por él. Por supuesto, hoy tenemos acceso a más información que nunca, pero siempre a través de una preselección maquinal. La compleción de este sistema llegará cuando la máquina decida a qué restaurante tienes que ir o con qué mujer debes ligar. En vista de los últimos avances, ya no estamos muy lejos de eso. Dos cosas van a desaparecer: el secreto y el azar. Y con ellos la literatura. Desaparecerá la coincidencia, el hecho de que una mujer se cruce con un hombre en un lugar y una hora determinados, por simple casualidad. Y, para mí, sin secreto y sin azar deja de haber literatura.

 

Frédéric Beigbeder para JD 1

Déjame hacer de abogado del diablo. Tal vez lo que desaparecerá es la literatura tal como la entendíamos hasta ahora. Es decir, la literatura que sigue el modelo del siglo xix.

Sí, tienes razón, aparecerán nuevas formas literarias. Lo que pasa es que, detrás de la desaparición de la que hablo, también se esfuma algo todavía más importante: la humanidad. La idea de que un hombre libre y no controlado por la máquina decida sus actos, sin depender del poder creciente de un algoritmo. Es algo que reivindican abiertamente esos directivos, que se sitúan en lo poshumano o lo transhumano. No quieren ser animales mortales a quienes les suceden cosas azarosas. Ellos quieren controlarlo todo, del nacimiento a la mortalidad. O a la inmortalidad, mejor dicho. La verdad es que siento una gran inquietud por esta especie humana en plena transformación.

¿Y qué haces? ¿Cómo resistes frente a eso?

Pues lo observo y me río. En eso consiste el trabajo de escritor. No me considero ni un rebelde ni un resistente. Escribir es lo máximo que puedo hacer. Yo creo en la definición de la literatura que dio Stendhal. Para mí, la literatura tiene que seguir siendo un espejo. La novela es un espejo que refleja el mundo. Me gusta esa imagen. Primero, porque me permite observarme a mí mismo, lo que me da una excusa perfecta para seguir comportándome como un narcisista. Y segundo, porque me permite tender ese espejo a mis contemporáneos para mostrarles lo que sucede a su alrededor.

Como decía antes, también podemos hacer una crítica a la literatura, que muchas veces sigue pegada al modelo decimonónico. Especialmente, la francesa. Por ejemplo, el último premio Goncourt, Canción dulce, se inspira en un suceso y habla de las diferencias de clase en el París contemporáneo. Es decir, igual que la novela del siglo xix.

Sí, eso es verdad. Pero ¿cuál es la alternativa? La literatura francesa ya vivió su momento de renovación con el nouveau roman y no funcionó. Ya pasamos por ese periodo experimental y el resultado fue un aburrimiento considerable. Con la nueva generación que encabezó Michel Houellebecq, se regresó al modelo de Balzac, el del realismo y la descripción de la sociedad y de la ciudad. Creo que es una etapa necesaria, porque la experimentación había ido muy lejos en la fase anterior. Diría que fue una etapa, igual que el cubismo o la abstracción en las artes plásticas, que alcanzó un punto de impasse. Topó con los límites de lo que es legible. A mí, por lo menos, me parece un coñazo tener que leer cien páginas de descripción sobre una silla.

Lo que dices es que seguimos necesitando personajes, relato, psicología, cierto apego por el protagonista…

Yo creo que sí. Después se puede innovar dentro de ese marco, como hicieron autores que me gustan mucho, como Bret Easton Ellis o David Foster Wallace. Una cosa no impide la otra. Hablar de la realidad contemporánea no imposibilita que se creen formas de expresión nuevas ni que se integren aspectos que, tradicionalmente, han quedado al margen de la literatura. Yo escribí un libro que sucedía en el World Trade Center poco después del 11 de septiembre de 2001 [Windows on the world]. Y también un cuento que transcurría en un aeropuerto [Spleen en el aeropuerto de Roissy-Charles-de-Gaulle]. Y otro que transcurría íntegramente en un club nocturno [El primer trago de éxtasis].

Hasta no hace tanto, tenías a la crítica de tu país en contra. ¿Consideras que fueron injustos contigo?

Si le haces esa pregunta a cualquier escritor, te responderá siempre que sí. En realidad, todo lo que quiere un escritor es que le den inmediatamente el premio Nobel y que las mujeres se le tiren encima cuando pasea por la calle. Y, en ese sentido, no siempre hay justicia, aunque yo no me puedo quejar. Sé que hay gente a quien no le gusto, pero insisto en que lo más importante es provocar una reacción. Nunca he sentido que se me tratara con verdadera injusticia. Tal vez solo en el sentido opuesto al que apuntas: puede que, por lo menos al principio, mi éxito fuera una injusticia. Tal vez el éxito de 13,99 euros fuera una injusticia, porque no estoy seguro de que lo mereciera. No es lo mejor que he escrito. Diría que se recompensó la caricatura, la violencia, la pornografía, lo ultrajante de aquella sátira. Es eso lo que sedujo.

Cuando relees ese libro, ¿ya no te gusta?

En realidad, siento ternura por él, porque me recuerda a mi juventud. Supongo que es una etapa que debía atravesar para llegar a las novelas que he escrito más tarde. Aunque también encuentro que ha envejecido un poco mal. Y que, a veces, resulta demasiado brutal, le falta un poco de sutileza… Pero, a la vez, lo sigo encontrando divertido. En aquella época estaba muy enfadado. Estaba amargado, frustrado y deprimido por mi oficio de publicista. Me vengué a través de la escritura. Fue un desahogo, una liberación extraordinaria a nivel personal. Cuando el lector se adentra en las páginas de 13,99 euros, le entran ganas de destrozarlo todo. Mis novelas posteriores son más sosegadas y no tienen esa misma fuerza, que era una consecuencia de la ira. De todas formas, todos mis libros son muy imperfectos. Uno siempre escribe para corregir el libro anterior. Si se escribe, es para mejorar el fracaso precedente…

Cuando abres uno de tus viejos libros, ¿te entran ganas de cambiar algo?

Tampoco es que me relea todos los días… Solo lo hago cuando se publica uno de mis libros en edición de bolsillo. Siempre hay que echar un vistazo para evitar errores. Suelo hacer una cosa que también hacen muchos otros escritores, aunque nunca lo confiesen: siempre cambio alguna palabra, alguna referencia que ya no se entiende. O actualizo algún pasaje en concreto. Por ejemplo, en El amor dura tres años, cuando Marc Marronnier se intenta suicidar, es Mozart quien le salva la vida. En la versión de bolsillo lo cambié por Michel Legrand, porque acababa de participar en la adaptación cinematográfica que rodé. Me apetecía que el libro y la película fueran coherentes.

¿Y los títulos? ¿Alguna vez te apetece cambiarlos? Por ejemplo, ahora ya no pensarás que El amor dura tres años

Sí, es un título que ahora me parece falso, en lo que respecta a mi vida privada. Pero, de todas maneras, creo sigue siendo un buen título. A un título no se le pide que sea una verdad universal, sino simplemente que llame la atención. Y, en el fondo, sigo sospechando que ese título contiene mucha verdad. La sociedad de consumo, que tanto defiende el individualismo y un hedonismo frenético, me sigue pareciendo incompatible con un amor duradero. Al sistema le interesa más contar con solteros infelices, porque estos siempre consumen más.

¿La soltería es el estado civil óptimo para el capitalismo?

Claro, porque transforma al ser humano en un consumidor dócil, que intenta sustituir la felicidad por el consumo. Esa es la teoría que fundamentó mis novelas de aquella época, a principios de la década pasada. En aquel momento, me sentía muy influido por los altermundialistas, por los grupos contra el consumo y la publicidad, que fueron muy poderosos en Francia.

Es un movimiento que parece haberse extinguido…

Más bien se ha transformado. Por ejemplo, lo que defiende Jean-Luc Mélenchon, candidato a las próximas presidenciales, se parece bastante a lo que defendían aquellos grupos.

Lo curioso es que, cuando se observa la sociología de los votantes de Mélenchon, no hay demasiados obreros ni representantes de las clases humildes. Se trata más bien de clases medias que participan plenamente en el consumismo del que habla. Tal vez votan por él para sentirse menos culpables…

Yo respondo perfectamente a esa definición… [risas]. De hecho, es un reproche que me han lanzado muchas veces: aprovecharme del mismo sistema que denuncio. Nunca se me ha dado demasiada importancia, porque se me considera un cómplice de ese sistema. En el fondo, yo creo que es un reproche que se podría hacer a toda persona que viva en un país occidental. Estamos todos embarcados en el sistema. Algunos se sienten más culpables y otros, menos. Dentro del primer grupo, hay quien recicla frenéticamente, hay quien colabora con organizaciones humanitarias, hay quien vota a Podemos…

Me gustaría hablar de una parte menos conocida de tu biografía. En 2002 fuiste jefe de comunicación del Partido Comunista Francés (PCF) y de su candidato a las presidenciales, Robert Hue. ¿Por qué diste ese paso?

Fue una manera de intentar actuar frente a la impotencia que sentía. 13,99 euros hablaba de un tipo que se siente prisionero y no llega a escapar de su situación, fascinado y asqueado como está por el confort material. Y ese era también yo. Fue una propuesta llegada del Partido Comunista, a la que no me pude negar. Todo empezó porque una vez leyeron varias páginas del libro en un congreso del partido. Me sentí muy adulado, la verdad. Me sentí prácticamente como Karl Marx. Después me invitaron a una reunión en su sede, en la plaza del Colonel Fabien, un edificio impresionante obra de Oscar Niemeyer

¿Qué consejos les diste?

En aquella época, el Partido Comunista se estaba extinguiendo. La gente se preguntaba para qué podía servir. El eslogan que ideamos fue: «Ayude a la izquierda a seguir siendo de izquierda». Era una manera de recordar que el papel de la izquierda era frenar el ultracapitalismo, apoyar la justicia social y la redistribución de la riqueza… Recuerdo una rueda de prensa multitudinaria para presentar el programa electoral. El mismo día, el Partido alquiló parte de la sede para acoger un desfile de moda. Tuve una frase desafortunada que despertó un escándalo: «Han pasado de Pravda a Prada». Creo que una parte de mí actuó con sinceridad y la otra, no. Tengo un problema, y prefiero confesártelo, puesto que vamos a tener que hablar bastante rato. Utilizo mucho eso que los franceses llamamos «segundo grado», que implica no tomarse las cosas al pie de la letra. Observo la vida con ironía, hasta el punto de que, a veces, me parece un problema de orden psiquiátrico. Veo la vida como una sucesión de capítulos cómicos. Como siempre estoy haciendo bromas, la gente no me toma en serio. Pero, de todas formas, yo mismo tampoco me tomo a mí mismo demasiado en serio. Soy, a la vez, un testigo y un payaso.

Frédéric Beigbeder para JD 3

Lo curioso, en tu caso, es que ese desapego no se ha transformado en misantropía, como sucede en tantos casos. Al revés, parece que te guste bastante la compañía de los demás.

Es verdad. No soy un misántropo, aunque admiro a quienes lo son. Me gustaría ser como esos escritores que vivieron apartados de todo: Flaubert en su mansión de Normandía, Salinger atrincherado en su casa de New Hampshire… Me parece el summum de la confianza en uno mismo: decidir que resulta innecesario hablar de tu trabajo, porque tu trabajo ya habla por sí solo. Esa es, para mí, la imagen del escritor superior: tener tal confianza en tu arte que todo el resto se vuelva innecesario. El problema es, en efecto, que a mí me gusta la compañía de los demás. Y me gusta hacer muchas cosas: dirigir una revista, presentar un programa en la tele, realizar una película, colaborar en un programa de radio… Es mi manera de estar en el mundo, conectado con mi época. Justo tenemos ahí un retrato de Cocteau, que también desempeñó muchas actividades distintas a lo largo de su vida. Cuando le preguntaban si se definía como poeta, cineasta o ilustrador, él solía responder: «Solo busco un rincón frío en la almohada». Me identifico mucho con esa frase. Creo que, si solo escribiera novelas, me terminaría aburriendo.

Volviendo al Partido Comunista, aquella experiencia terminó con un fracaso considerable…

Sí, fue un fracaso total. Hue solo consiguió un 3 % de votos. Ahí terminó mi carrera en la política. Lógicamente, nunca me volvieron a proponer nada parecido. Recuerdo muy bien aquella noche electoral de 2002. Más que por ese resultado catastrófico, por el paso de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta de las presidenciales. Fue un cataclismo observar que un cuarto de la población era capaz de votar por la extrema derecha racista, xenófoba y antisemita. Fue un choque terrible y un motivo de inquietud que todavía no ha terminado. El éxito del Frente Nacional nos recuerda los capítulos más sombríos de nuestra historia. Ese sentimiento de miedo al extranjero, de atracción por los demagogos y los populistas… Mi última novela, Oona y Salinger, no era solo una historia de amor entre dos jóvenes. También hablaba del contexto histórico de los años cuarenta. Fue una manera de recordar que esa década guarda muchos parecidos con la actualidad. Hoy presenciamos de nuevo cómo ciertos países se vuelven nacionalistas y proteccionistas, asistimos a una crisis sin fin que provoca un paro estratosférico, somos testigos de todas esas historias de racismo y de religión… Donald Trump y el brexit nos recuerdan que la historia siempre se repite. Y cuando uno sabe lo que viene después, no le apetece demasiado que se repita.

¿Qué encarna Donald Trump para ti?

En el plano personal me parece un tipo horripilante, por supuesto. Pero, como novelista, me parece un personaje fantástico. Parece salido de las obras de Rabelais. Es Ubú rey, prácticamente un Quijote… Cada etapa de su ascensión ha estado caracterizada por el mismo factor: todo el mundo estaba plenamente convencido de que no sucedería lo que, al final, terminó sucediendo. Primero, se creyó que no ganaría. Y luego, que no se atrevería a aplicar su programa. Lo que estamos viendo es que sí piensa hacer todo lo que prometió y, encima, a toda velocidad. No podemos comparar lo incomparable, pero eso es exactamente lo que sucedió con Hitler.

Trump también parece un producto del sistema del que hablabas antes…

Puestos a escoger a un millonario, los estadounidenses podrían haberse decantado por cualquier otro. Bill Gates, por ejemplo. Al final, escoger a un geek hubiera sido menos grave. Trump es una caricatura de la plutocracia mediática impulsada por la televisión. No es que esté obsesionado por los años treinta y cuarenta, pero hay otro paralelismo. Hitler ganó en tiempos de la invención de los medios de masas, como la radio y el cine, que la propaganda nazi utilizó de manera muy astuta, porque la población de aquella época todavía no había aprendido a decodificarla. En el caso de Trump, ha sucedido lo mismo con las redes sociales. Es curioso, porque una mañana dice una cosa y, al día siguiente, lo contrario. Y a nadie parece importarle lo más mínimo esa incoherencia. La caricatura de la oligarquía que Trump encarna se convierte, poco a poco, en un totalitarismo tiránico y bárbaro, llegado de un país que, hasta ahora, considerábamos que nos había liberado de este tipo de opresión…

Como sabes, siempre se te ha tratado de enfant terrible. ¿Es una etiqueta en la que te reconoces?

En realidad, fui un niño muy obediente, bastante buen alumno. Pero entiendo por qué se suele decir eso. Siempre me ha gustado oponerme al destino que otros decidieron por mí. Es decir, se me instó a escoger un oficio serio, en lugar de ejercer de saltimbanqui. En el entorno burgués en el que crecí, ser un literato no se considera, precisamente, un gran éxito. Todavía menos al principio, cuando mis libros no se vendían. Dicho todo esto, nunca me he considerado un enfant terrible. Hay escritores mucho más desobedientes que yo. De acuerdo, me gusta salir de fiesta y una vez terminé en la cárcel por consumir drogas. Pero de ahí a llamarme enfant terrible, no lo sé… Entiendo que me hayan pegado esa etiqueta de insolente y chistoso. Es una manera de descalificarme. Diga lo que diga, me tratan como un borracho y un drogado, y así no tienen que escuchar lo que estoy diciendo. Lo curioso es que, a fin de cuentas, da cierta libertad vivir detrás de esa máscara. Resulta cómodo y práctico, porque puedo hacer lo que me venga en gana. Si no me llamaran enfant terrible no podría decir las estupideces que digo. Tengo la sensación de que otros escritores tienen la obligación de ser mucho más serios.

En cualquier caso, sí has sido el enfant terrible de tu familia. Por lo menos, respecto a tu hermano Charles, empresario y político de derechas, con imagen de yerno perfecto. No sé qué diría un psicoanalista de vuestro caso…

Ya que sacas a Freud a colación, me gustaría decir una cosa. Freud habló mucho del padre y de la madre, cuando yo creo que la identidad de un niño se define mucho más respecto a sus hermanos. Si tienes un hermano perfecto y a quien se le dan estupendamente las matemáticas, es muy probable que tú tires por las letras, que seas menos perfecto y que intentes ser más original que él. Para mí, el papel de mi hermano mayor es infinitamente más importante que el deseo de acostarme con mi madre y asesinar a mi padre. Es posible que Freud se equivocara…

¿Qué tipo de relación mantienes hoy con tu hermano?

Nos queremos, pero no nos vemos mucho. No estamos de acuerdo en nada en absoluto, así que no hablamos de cosas que puedan dividirnos. Y, de ese modo, acabamos hablando de cosas bastante profundas. Cuando no puedes hablar de política ni de nada que pueda provocar fricciones, acabas hablando de cómo están tus hijos, de lo que vas a comer por la noche, del tiempo que hace hoy… Y, al final, he entendido que eso no está tan mal. Por ejemplo, mi hermano Charles apoya a Donald Trump. Si nos ponemos a hablar de este tema, terminaremos peleándonos como tertulianos en un plató de televisión. Será un diálogo estéril. Por eso he entendido que es mejor que nos hagamos preguntas más importantes. «¿Cómo te va todo?». «¿Cómo está tu hija?». «¿Tienes una amante?» [risas].

Paul Auster opina lo mismo que tú: «Hablar del tiempo es algo que nos une como especie. Es como decir: “Yo soy humano y tú eres humano”».

¡Cuánta razón! Ahora que vivo la mitad del año en el País Vasco francés, me doy cuenta de que hablo cada vez más de la meteorología. En Guéthary, a la gente le importa un pimiento quién será el próximo presidente de la República. Prefieren saber si mañana va a llover. Si has visto la puesta de sol hace un rato, y si te ha parecido más o menos bonita que la de ayer. En París, en cambio, ni siquiera vemos el cielo. He entendido que no es un tema superficial, en absoluto. A fin de cuentas, soy como un viejo jubilado que habla del tiempo con su panadera. Ya ves que, como enfant terrible dejo bastante que desear.

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¿Por qué te marchaste a Guéthary, siendo tan parisino como eras?

Porque allí logro concentrarme e incluso aburrirme. He entendido que quiero envejecer allí. La vida es más sana y menos cara. El aire es respirable. Me ha hecho entender por primera vez a los ermitaños, yo que era tan alocado y tan juerguista… Sigo siendo un escritor muy urbanita, pero creo que estoy empezando a cambiar. Por primera vez de mi vida, entiendo a Tolstói.

¿En qué momento empezaste a cambiar?

Hace unos diez años. En 2007 empecé a ir a Guéthary para investigar sobre los aspectos olvidados de mi infancia. Y allí, me di cuenta de que lograba concentrarme de una manera distinta. Me compré una casa y empecé a escribir en ella. En París lograba escribir un artículo, el texto de un prompter televisivo o una sección radiofónica, a lo sumo, pero no una novela. Me di cuenta de que no me apetecía escribir a las tres de la madrugada en el asiento trasero de un taxi. Ahora me levanto temprano y me pongo a escribir. A los cincuenta años he descubierto que la inspiración surge de la disciplina. Antes creía que tenía musas… El alcohol, las drogas y las chicas guapas eran mis musas. Estaba sumido en una agitación histérica, y mi literatura surgía de ahí.

Se nota. Tu forma de escribir ha cambiado mucho en los últimos años…

Se ha vuelto más aburrida, ¿no? [risas].

No, se ha vuelto mejor. Antes, al cabo de cincuenta páginas, el libro ya parecía agotado, igual que lo estaba el lector.

Tienes razón, era como un número de claqué… Ahora creo que antes no escribía novelas, sino fragmentos inconexos, robados en un lado o en otro. Escribía a la velocidad de la ciudad, como un espía tomando notas. Tenía cuadernos y más cuadernos donde apuntaba frases sueltas. Ahora siento una serenidad. Diría que tengo más confianza en mí mismo. Por ese motivo, tengo menos necesidad de contar chistes todo el día. Durante mucho tiempo, sentí vergüenza, porque no me sentía legítimo. Sentía demasiada adoración por la literatura para creer que merecía ocupar un asiento en su interior. La presión de la biblioteca me aplastaba. Nunca he sentido la angustia de la página en blanco, pero sí la de los grandes escritores que me han precedido…

¿Cuándo cambia eso?

Cuando escribí Una novela francesa. Hasta entonces, nunca había entendido que mi generación también tenía una historia que merecía ser contada. Formo parte de una generación que no ha vivido ninguna guerra, pero que sigue teniendo derecho a contar su propia historia. Tenemos derecho a hablar de ese vacío, de esa amnesia, de otro tipo de dolor. Por ejemplo, me costó mucho entender que el divorcio de mis padres era mi guerra particular. Es el primer libro donde me presento, donde digo que no soy Octave [el protagonista de 13,99 euros] sino Frédéric, un chico nacido en Neuilly-sur-Seine que iba a pescar gambas con su abuelo durante los veranos. Ese fue un momento fundamental para mí.

Tu compatriota Annie Ernaux dice que todo escritor debe llegar a hasta el fondo de su historia personal si aspira a convertirse realmente en escritor. ¿Eso es lo que te pasó?

Tampoco creo que sea obligatorio para todo el mundo, pero en mi caso sí fue muy importante. Fue eso que decía Kafka: un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que existe dentro de cada uno de nosotros. Odio ese término que tanto usan los escritores, la «necesidad» de contar una historia, pero en el fondo resulta acertado. En un momento dado, me dije que debía dejar de intentar gustar a una serie de lectores imaginarios y escribir el libro que necesitaba escribir. Me dije: «Deja de esquivar el libro que te constituye». Entendí que terminaría saliendo, un día u otro…

Has dicho que tu detención por consumo de cocaína en 2008 fue un punto de inflexión.

Tampoco es que fuera el caso Dreyfus, pero sí fue importante. Me da mucha rabia decir que la policía tiene razón, pero en mi caso ese arresto funcionó. Te encierran en una celda sin reloj, sin móvil y sin revistas para distraerte, así que tarde o temprano te sientes obligado a preguntarte: «¿Qué estoy haciendo aquí?». Y te respondes: «Estás aquí porque has hecho algo prohibido». Y entonces surge otra pregunta: «¿Por qué tengo la necesidad de hacer cosas que están prohibidas?». Odio el castigo y la cárcel, que me parece una tortura innoble, pero en mi caso funcionó. Fue un incidente sin importancia, pero que me obligó a decirme a mí mismo: «Deja de tomarte por alguien que no eres, por uno de los personajes de tus novelas». Entendí que no era Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street. Entendí que, en realidad, era mucho más aburrido y banal.

De repente, te encontraste ridículo por primera vez…

Sí, un poco. O tal vez simplemente estaba de bajón de cocaína y temblaba de pura angustia… [risas]. No he cambiado de opinión sobre la droga, aunque no me apetece que mis hijas hagan las mismas tonterías que yo. No quiero que se conviertan en dependientes, que es lo más terrible de la droga. A mí la droga me parece bien, pero siempre que sea en un contexto de joie de vivre, hedonismo y convivencia. Si es una experiencia alegre y ocasional, me parece estupenda. Pero, no sé, a partir de cierta edad… Ay, qué moralista estoy quedando en esta entrevista… Solo diré que a mí me gusta mucho desobedecer. Y cuando la droga se convierte en algo sistemático, deja de interesarme, porque me pongo a desobedecer a ese sistema.

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Desde 2013, también diriges la revista Lui, con la que has resucitado la desaparecida cabecera erótica creada en 1963, para la que posaron estrellas como Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Jane Birkin y hasta Isabelle Huppert. Su resurrección vino acompañada de cierta polémica. La asociación Acrimed, por ejemplo, te acusó de defender un machismo cool y de proponer un regreso «al antifeminismo de los años sesenta».

Soy un hombre heterosexual. Y eso significa que funciono de una determinada manera: me gusta la seducción, el erotismo, las imágenes sexis… ¿Eso me convierte en un falócrata y un misógino? Yo no lo creo. Lui es una forma de oponerse a la heterofobia, ese nuevo fenómeno cada vez más extendido. Aspiramos a defender la masculinidad en todos sus aspectos, a partir de la igualdad y del respeto, pero sin tener que destruir el erotismo. Igual que existe un movimiento feminista, ¿no podemos contar con otro masculinista? Yo no considero a las feministas como adversarias. He entrevistado a las Femen y a Pussy Riot para la revista. Creo que hombres y mujeres deben reflexionar sobre la forma adecuada de amarse, sin recurrir al machismo, pero tampoco al aislacionismo. Entre lo que dice Trump y la vida monástica, debe de haber un punto medio. Además, hay muchas mujeres que se quejan de que los hombres ya no osen seducirlas, por miedo a quedar como unos cutres. Lui es una revista elegante, literaria y divertida, que intenta demostrar que se pueden publicar fotos sexis sin rebajar a la mujer al nivel del objeto.

El argumento de tus opositores es que no existe una revista como Lui para las mujeres, donde los hombres aparezcan desnudos en portada. Y que, probablemente, no es ninguna casualidad que no exista…

Pues que se lo inventen. Yo creo que el deseo masculino pasa por la imagen, por la construcción visual. Tal vez es más básico que el femenino, que se suele decir que es más misterioso. Pero bueno, prefiero que lo dejemos estar, porque la generalización que acabo de hacer será considerada, por algunas feministas, como degradante.

¿Dirías que el feminismo está adoptando una deriva puritana?

Hay que hablar de feminismo en plural, que es algo que he aprendido estos últimos años. Hay, por lo menos, dos: uno que defiende el sexo y la prostitución, y otro que es más virtuoso, moral y puritano, que considera que toda mujer desnuda es una injuria. Yo pienso que no es casualidad que, desde hace varios milenios, los artistas representen la belleza a través de cuerpos desnudos de mujer. Para mí, es lo más bello que existe sobre la faz de la tierra. Lo que digo es que me gustaría poder ser heterosexual sin tener que excusarme por ello. Entiendo que, después de tres milenios sin igualdad, sea un asunto complicado. Pero me parece importante que podamos seguir diciendo cosas como «Te quiero» o «Quiero acostarme contigo» sin que las mujeres lo consideren una ofensa. Desear no es un insulto, no es sexista. Lo que es sexista es decir que piensas coger a una mujer por el coño…

Ya que hablas de prostitución, ¿lamentas haber firmado el Manifiesto de los 343 cabrones, que defendía a los clientes de la prostitución frente a la ley francesa que los penalizó en 2013?

Lo que dijimos es que nos parecía violento detener a personas que se encuentran en la miseria sexual. Van a ver a putas porque, si no, no follan. Si encima les ponemos una multa, la humillación es doble. Puede que fuera una estupidez, pero fue una acción prácticamente de compasión. Pero, bueno, es un asunto sobre el que hoy resulta imposible ser audible…

Se te reprochó ver este problema desde el punto de vista del cliente y no de la prostituta, que muchos consideran la víctima de esta situación.

Siempre me preocupa que se trate a una persona adulta como si no supiera lo que está haciendo. Las prostitutas son, algunas veces, víctimas de un tráfico de personas que me resulta espantoso. Pero, otras veces, son personas adultas que han decidido ejercer ese oficio a conciencia. ¿Quién tiene derecho a decidir en su lugar que son víctimas inconscientes?

Se te tiene por un holgazán y por un hombre mundano, aunque en realidad trabajas muchas horas a la semana. Dicen que es un clásico de quienes aspiran a apaciguar una ansiedad. ¿Es tu caso?

Depende del día en el que me pilles. Acabo de pasar una semana en Guéthary durante la que no he hecho prácticamente nada, aparte de escribir. Cuando vengo a París, en cambio, tengo jornadas laborales dignas de un estajanovista. Hoy he tenido varias citas profesionales, he pasado la mañana en la redacción de Lui, he preparado mi sección de los viernes en la radio pública francesa… Supongo que sí responde a una angustia. No puedo negarlo. Pero también te diré que estoy cambiando. Cada vez me gusta menos estar desbordado. No me gusta que no me dejen controlar mi libertad y empiezo a protegerme mucho más. Antes me resultaba imposible decirle que no a alguien. Me sentía tan halagado de que alguien se interesara por lo que hago que nunca lo conseguía. Desde hace algún tiempo, he aprendido a decir que no.

Cuando dices que la semana pasada no trabajaste y que te limitaste a escribir, ¿significa que no lo consideras una verdadera actividad laboral?

En realidad, escribir también pasa por no hacer nada. Es sinónimo de caminar, de estirarse en una hamaca y dejar pasar las horas. Un tipo que observa el cielo desde su tumbona es un escritor en pleno trabajo, aunque sea difícil hacérselo entender a mi mujer cuando me pide que la ayude un poco más. «Te juro que estoy trabajando, chérie…». En el fondo, el de escritor es el único oficio que te permite tener una excusa perfecta para levantarse tarde y para hacer la siesta.

Frédéric Beigbeder para JD 6

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13 Comments

  1. Alvaro

    Le he reconocido alguna vez paseando por Gethary…Ahora que se que no muerde quizá le salude la próxima vez…

  2. Máximo

    Original.
    Un (filo)comunista que no se come a los niños crudos.

    • Francisco

      Ser filocomunista en Francia está tirado, igual que en cualquier democracia liberal,…en Cuba ya debe de ser un poco más complicado y en Corea del Norte, dificilísmo…

  3. les bars s'enchaînaient sous notre déchaînement

    A mi este hombre siempre me ha parecido un patán con grandes momentos de lucidez, como en esta misma entrevista.

    Disfruté mucho con 99f en su momento, pero era muy joven, supongo que ahora no me resultaría tan bueno. Para mi, su mejor obra es «Nouvelles sous ecstasy», justamente porque es un compendio de historias cortas, que es lo que mejor se le da.

    Alguien me recomienda algo interesante que haya escrito desde 2010?

  4. Alguien sabe si sus articulos de ICON estan disponibles en internet?

    Gracias.

  5. aliado ciberfeminista fantas

    «Yo no considero a las feministas como adversarias. He entrevistado a las Femen y a Pussy Riot para la revista»

    50 añazos y no se ha enterado del mundo en el que vive. A la mínima le buscarán un lío y seguirá hablando de Marx, de Le Pen y de Trump… Criaturita

  6. Fernando González

    El «Zafón» francés: un ex-ejecutivo de marketing y mal novelista que se ha forrado gracias su postureo intelectualoide. Lo de «épater le bourgeois» ya es muy rancio.

  7. Divertido y simpático, este «enfant terrible». Nunca lo leí, pero siempre me ha gustado su personaje. Será porque yo podría ser su….abuela? Tengo 89 años.

  8. Francisco

    A mí me dan mucha envidia los franceses,…cuando leo entrevistas tan lúcidas como las de Virginie Despentes, Houellebecq o este mismo señor, me pregunto por qué en este país todo es tan cutre, tan plagado de lugares comunes, tan de odio de camarillas rancias que se disputan no sé muy bien qué…

  9. José González

    Muy buena entrevista la de Alex Vicente.

  10. … mucho,mucho más que eso, pues tendremos dichas gafas como propiedad o capacidad natural de nuestros ojos, veremos a través de los muros y de los cuerpos, etéricamente; por tanto, la ocultación y la privacidad e intimidad irán desapareciendo lentamente; es un enorme paso evolutivo, no una marcha atrás, en absoluto. Salud y saludos.

  11. Pingback: Beigbeder nun aparcadoiro escuro – A PEQUENA NOVELA GALEGA

  12. Pingback: El amor dura tres años , | D LOBOS

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