Cuando nací me envenenaron la cabeza. Me dijeron que peleara, pero no soy de esos. Decían que era un blando, pero no me importaba. Era el débil engañando a los ciegos. («If I Could Fly»)
Tubos de neón en la salita, mullets, baterías electrónicas, barcos de guerra ingleses tomando unos islote a trescientos kilómetros de Argentina por los ovarios de la Thatcher, arte «conceptual», más laca de la que puede soportar una capa de ozono, hombreras para llevar siete loros, loros Sanyo de diez kilos para llevar sobre los hombros, yuppies de Wall Street con corbatones de payaso, yuppies de Galicia con la cabeza barnizada de gomina, los pelotazos, y a enterrar la cabeza en montañitas de farlopa… Los ochenta y sus atentados éticos y estéticos merecen un bis en la Ley de Memoria Histórica, aunque, a diferencia de los crímenes franquistas, los crímenes de todas las movidas del mundo moderno (entonces) han sido debidamente pagados y cobrados. Unos pagaron con la muerte el exceso de estupefacientes y sexo sin protección, otros fueron enviados a las mazmorras del ostracismo, y todos nosotros, también culpables, como el que compra una radio robada, penamos nuestra debilidad ante la ignominia en el peregrinaje de los sábados por la tarde a Ikea, con el nene mayor demostrándonos su desprecio en cada monosílabo y la peque devorando una tras otra las sagas enteras de Peppa Pig, Dora la exploradora y La patrulla canina en el DVD del reposacabezas. Justo detrás de nuestra nuca, donde a algunos con algo más de suerte les pegan el tiro de gracia.
Llegué a la ciudad con la cabeza llena de sueños. La ciudad era segura, pero no estaba preparada para mí. («Wrong»)
Boy George, el verdadero protagonista de esta historia, pagó su ascenso a la iconografía ochentera con algo de muerte, todo el ostracismo y con la cárcel. Pero todavía queda trecho hasta llegar al penal de Pentonville y a su De Profundis particular. Quien eludió el sida, esquivó sobredosis como el gambitero que se quita de encima defensas numantinas y afrontó —a la fuerza ahorcan— el pozo de la vanidad superlativa vivida en el semiolvido merece atención al detalle y acaso una pizca de redención. Al fin y al cabo, los ochenta, él y todos nosotros somos hijos de la más pura tradición judeocristiana, y en este relato hay mesianismo, hay culpa, travesías por el desierto y una Sodoma en llamas.
Bien, queda lo suficientemente claro que nadie trazó vínculos demasiado sólidos con el pop FM de los ochenta. O eso es lo que dicen, lo que decimos, ahora que todo a nuestro alrededor es vintage y que abrazamos la mística del gastrobar y que todos somos Richard Avedon o Annie Leibovitz. Pero es indiferente lo que queramos hacer con el pasado. Él sigue, agazapado en las sombras, esperando el momento adecuado para recordarnos que todo aquello existió. Que los sintetizadores nos frieron el cerebro, que nos volvimos adictos a ellos, esclavos de ellos. Para cuando Boy George puso el pie en el primer peldaño de la escalinata hacia la fama mundial los sintes ya infestaban cada vinilo y cada casete, y si te llamabas Patrick Bateman cada CD y cada DAT también. Como los GIF animados en manos de un webmaster amateur veinte años después, todos los sintetizadores eran necesarios, muchos no eran suficientes. En ese orden de cosas Culture Club, la banda de George, perpetraron crímenes de lesa humanidad agitando una coctelera letal de soul, reggae y azúcar de colores. Entre 1982 y 1984 despacharon hasta catorce singles y colocaron la mitad en el podio de las radiofórmulas del mundo occidental, con asalto incluido a las listas americanas, poco amigas de albergar en las cúspides de sus pirámides a artistas británicos que no se llamasen Beatles, Rolling Stones o Led Zeppelin.
¿Cómo pudo salir todo tan mal? No era así en las revistas («Wrong»).
Si el ascenso de Culture Club fue meteórico, casi instantáneo, su autoinmolación se gestó a fuego lento, entre el egotrip y las adicciones de Boy y la relación de este con el batería Jon Moss. Las proverbiales bombas de relojería que se alojan en el seno de toda banda multiplatino. En 1986 el Club de la Cultura les explotaba en la cara, y cada mochuelo a su olivo. Como se puso de relieve cuando George, un año después, debutó en solitario, el mundo no les iba a echar de menos. Ser los reyes de una escena de usar y tirar tiene su riesgo. Todos, menos él, abandonaron los escenarios para dedicarse a tareas meramente pecuniarias dentro de la industria. Sin el «líder carismático», los restos de Culture Club no encontraron su lugar en el mundo, y Boy no era capaz de darles brillo —o maquillaje— a las canciones sin sus tres escuderos. De nuevo, la historia de siempre. Los lanzamientos del Karma Chameleon, a excepción hecha de algún sencillo a remolque de sus días de gloria, no volvieron a ver ni de lejos los primeros puestos de las listas de ventas. Lo intentó tratando de guardar la ropa y nadar en aguas similares a las de su exbanda (Sold, High Hat), probó a encajar en la escena electrónica escudado en el proyecto Jesus Loves You (The Martyr Mantras), e incluso se echó encima ropajes pseudorockeros (Cheapness and Beauty) cuando la chavalada grunge dominaba la tierra. Pero con cada lanzamiento era más evidente la absoluta desconexión entre el público y el ídolo caído. De High Hat, su segundo álbum en solitario, declaró que «sufrió una muerte lenta». Era un mal presagio, pero tremendamente certero. Todavía le quedaba la baza de la reunión. Hasta en tres ocasiones, entre 1998 y la actualidad, el barco de Culture Club hizo por salir a flote. Tras dos intentonas fallidas, incluyendo un amago de tour sin Boy al frente, los cuatro amigos entendieron que, efectivamente, «the war is stupid», y desde 2014 vienen jurando que esta vez sí que sí, aunque Tribes, el que será su primer disco de estudio en casi veinte años, no termina de encontrar la rampa de salida. Puede que en 2018.
Mis amigos dicen que soy maravilloso, pero es hora de afrontar la realidad («The Deal»).
Entre tanto a George no le ha quedado otra que vivir de las generosas rentas de Culture Club y bolos de DJ para la parroquia gay de Londres. Suficiente para cubrir vicios caros y minutas de abogados que le saquen las castañas del fuego si los vicios caros se le van de las manos. Aun así, en 2002, cuando ni siquiera Gran Bretaña esperaba nada de él, cuando las discográficas no estaban dispuestas a ponerle un estudio de grabación por delante, Boy llamó a filas al multiinstrumentista y productor Kevan Frost y juntos recapitularon temas de sus discos en solitario y aportaron alguna canción de nuevo cuño. En formato acústico, con los coros morenos de Sharlene Hector y algunos arreglos de cuerda como únicos aditivos, presentaron para quien quisiera escucharlo —casi nadie— U Can Never B2 Straight. La mutación unplugged y el buen tino a la hora de elegir las canciones a rescatar obraron lo que parecía imposible; que Boy George propusiera música apta para todos aquellos que huían de Boy George como del mismísimo Satanás. No solo eso, superado el shock inicial —¿De verdad estoy escuchando a Boy George?, ¿al puto Boy George?—, la experiencia se convierte en trastorno obsesivo-compulsivo. En especial el tramo central del álbum, donde autobiografía y penitencia se suceden y fusionan en la confesión de quien sabe que la ha cagado. Una y otra vez. Y otra más. Y otra. Pequeñas joyas de pop y soul blanquito para el más honesto e implacable sumario de errores, torpezas y desengaños que ningún ángel caído del pop ha grabado nunca. El del artista que puso una tonelada de pintalabios y rimmel entre el público y la procesión que le campaba por dentro. El relato de la biopsia emocional que ni Ricky Martin ni George Michael tuvieron ganas o narices de escribir. Demasiado gay incluso para sus compañeros gays. Pero Boy, fracasado en cuanto tiene que ver con las relaciones interpersonales, nefasto gestor del disparate de la fama, acierta en U Can Never B2 Straight a sincerarse, asume su calamidad y su fragilidad. Acaso iban de la mano. Cada canción está dedicada a un amor perdido, a amigos que se perdieron o a marginados que preferirían perderse. Es aquí donde, por sorpresa, nace lo que debería ser el legado musical y personal de Boy George, lo que Boy de verdad tenía que contarle al mundo, aunque para cuando se encerró con su lugarteniente Frost a dar forma a sus «obras selectas» en el estudio el mundo estuviera poco dispuesto a prestarle atención. Su mejor disco, la mejor colección de canciones de la que ha sido capaz, no trascenderá. Así se escribe la historia. La escribe quien gana. Y el joven andrógino que cantaba «Do you really want to hurt me?» gana siempre a este hombre de mediana edad que a duras penas logra conservar algo de aquella androginia detrás del sobrepeso, las ojeras y la alopecia.
Puedo oír la voz de mi padre. Oigo su risa en el viento, diciendo: «Chaval, nunca llegarás a nada». Tenía razón, nunca seré nada («Wrong»).
George O’Dowd nació con las cartas marcadas; con ese no sé qué que muy pocos tienen pero que todos anhelan. Y estos últimos son legión, y les toca ver los toros desde la barrera e idolatrar a los Boy George de la vida, que no solo tienen el don especial sino la vocación de entregárselo a las masas. Boy, desde luego, lo tenía. Fue famoso antes de ser famoso; deambulaba por la escena punk londinense de finales de los setenta engalanado con puras celebraciones del travestismo. Puras declaraciones de intenciones; aquí estamos mi homosexualidad y yo y nadie puede hacer nada por evitarlo. Aunque algunos lo intentaran y Boy, su maquillaje y sus galas de príncipe de los suburbios tuvieran que verse más de una vez esprintando Támesis arriba (o abajo) delante de una turba de skinheads.
No importaba. George estaba a dos castañuelas electrónicas de abandonar el Principado del Todo Londres y convertirse en la reina de todas las reinas. Pero eso, el travestismo, los millones de discos de blue-eyed soul vendidos, las portadas de las revistas, no significaban nada para un recio irlandés como don Jeremiah O’Dowd, padre de la criatura. Como tantos de su generación, la ética de trabajo de Jeremiah no pasaba por subirse a un escenario «disfrazado» como una dama de la noche; ni hacerse rico a base de música afeminada era lo que el pater familias entendía por «te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Así que, sí, Jeremiah tenía razón; en esa escala de valores, su hijo nunca llegó a nada.
Puedo oír la voz de mi madre. Oigo su llanto en el viento, diciendo: «Boy, mi niño, eres capaz de cualquier cosa» («Wrong»).
Mamá era más indulgente. Las madres suelen serlo. Y a menudo coquetean con la clarividencia. En el documental 1970s Save Me From Suburbia, Dinah O’Dowd se sienta al lado de George para repasar la vida de este chico. Su juicio no es severo, no hay rencores en su mirada, apenas algún reproche soterrado y disculpado por la mala cabeza del chaval. Sí hay un poso de tristeza en su gesto, incluso en las sonrisas que dedica a su retoño. La pena de quien ha asistido, casi siempre desde la distancia, y eso duele más, al derrumbe de ese hijo que, sin lugar a dudas, tenía el potencial para hacer cualquier cosa que se propusiera. Boy lo hizo. Boy brilló como las estrellas más rutilantes de su generación. Fue, durante los quince minutos de rigor, tan grande como todos aquellos semidioses que moraban en las paredes de su habitación de Eltham. Bowie, Bolan, Iggy, Siouxsie, Patti, Ferry… Greñudos e invertidos todos ellos para papá O’Dowd; los gustos extravagantes del niño para mamá O’Dowd.
Esta droga te va a matar, querido. Esto no es vida. Este dragón que perseguimos («If I Could Fly»).
Pero todo empezó a torcerse muy pronto, o quizá cuando Malcolm McLaren le susurró al oído algo parecido al mantra alentador de la madre («Chaval, puedes llegar muy lejos») selló el destino de George. Boy no hizo prisioneros. Durante los primeros años en Culture Club su ofensiva se limitó a ganarse el favor de medio planeta. No solía consumir ningún tipo de droga, ni siquiera alcohol, y en cierta ocasión declaró que prefería una taza de té al sexo. Pero si la fama puede convertir al hijo de una obrera de Tupelo, Mississippi, en un personaje al que los millonarios excéntricos miran con humildad, a Boy se lo llevaron por delante el exceso de atención y el hedonismo estrepitosamente mal entendido. Antes de grabar el cuarto disco de la banda, tras el fiasco de Waking Up With The House On Fire, Boy se autoexilió en Manhattan con su amigo Marilyn, hijo del Blitz y los Nuevos Románticos, una versión de club de after del propio Boy, pero mucho más entrenado que Boy en los misterios de la química psicoactiva. George recorrió el camino que vaticinan todas las abuelas: del alcohol pasó a la marihuana, de ahí a la cocaína y la heroína, y vuelta a la farlopa. Para cuando se quiso dar cuenta se encontraba en el backstage del Artists United Against Apartheid Concert sin grupo, con diez kilos menos, el maquillaje derretido por un sol inclemente y los evidentes estragos del caballo en su salud y su estado mental. Nada que no hiciera Lennon en su Lost Weekend, aunque la corte de Boy solo constaba de gays y transformistas de la escena neoyorquina aún más pasados de rosca que él. Demasiados Harry Nilsson y ninguna Yoko Ono en el horizonte. Durante aquella época se drogó más que todos los entrevistados de Por favor, mátame juntos —llegó a consumir dos gramos de heroína al día—, se folló a todo lo que se le puso por delante en plena pandemia de sida y su aura de buen chico algo peculiar, el de la voz dulce, el que se paraba a saludar a cada fan y repartía autógrafos con alegría y jolgorio, mutó en sarcasmo y desplantes.
He sido un yonqui, un mentiroso, un fraude («Wrong»).
Ni los skinheads, ni coquetear con la sobredosis, ni el virus de inmunodeficiencia humana le tumbaron. Tampoco le parecieron grandes lecciones vitales. Boy continuó tropezando en la misma piedra hasta hacerla añicos y encontrar una nueva en la que seguir tropezando. Pero eso, tropezar, tuvo que resignarse a hacerlo fuera de los focos de los estadios y de aquellas celebraciones de la hipocresía que fueron los conciertos por África, por el sida, o por cualquier causa que congregara a un puñado de millonarios drogadictos —y a sus respectivas legiones de fans— para celebrar que habían nacido en este lado del mundo. Durante buena parte de los años noventa y de la primera década del nuevo milenio, los titulares que la prensa dedicaba a Boy George ya no nacían del interés por saber del cantante o de un nuevo single llamado a competir con los de Madonna, U2 o Depeche Mode, sino de su espiral descendente y decadente hacia terrenos por desgracia muy familiares para cualquier estrella en pleno ocaso. Es fácil perderse cuando vuelves a casa desde el boulevard de la fama. Boy se perdió. De la fama quedaban las actitudes despóticas, el «lo quiero, lo tengo», y una buena cartera de camellos que ayudaran a aplacar la confusión y el terror que acompaña a la nada cuando te levantas solo en la mansión y los únicos polvos blancos que hay encima del tocador han sido sintetizados de la hoja de coca. Pero aún tendría que fajarse con la droga más dura y destructiva de todas: el amor vivido desde la dependencia emocional y la necesidad de llenar huecos que no es posible llenar sin antes pasar por terapia.
Ve a decirles a tus amigos que estoy loco, que no sé lo que necesito («Unfinished Business»).
Sin pareja conocida, al menos nada que se prolongara en el tiempo, encadenando tormenta tras tormenta y albergando una duda eterna sobre las intenciones de los que se acercan a ti. Una vida disfuncional solo puede engendrar las relaciones más disfuncionales. A la salvación por el amor desesperado, el que acepta migajas a cambio de respirar un poco de cariño o de compañía, o el que busca la juventud perdida en un tal «Julian» («un marica que se odia a sí mismo es su peor enemigo»). Noches de modelos nórdicos y cocaína que para George terminaron en una condena de quince meses en la prisión de Pentonville. Porque en lo sentimental el único prisionero que hizo George fue el modelo y escort noruego Audun Carlsen, al que azotó con unas cadenas y mantuvo esposado durante horas en su casa de Londres. Boy alegó estar en pleno brote psicótico como consecuencia de un consumo excesivo de cocaína. Esta vez, a diferencia de anteriores affaires con la justicia, casi siempre relacionados con su adicción, siempre resueltos amistosamente o con pequeños trabajos sociales, no pudo evitar recorrer el mismo camino que su idolatrado Oscar Wilde un siglo antes, aunque la balanza de las evidencias fue mucho más rigurosa con el dramaturgo que con el cantante pop. El jurado vio hematomas, vio cadenas y esposas, y escuchó el relato de una exestrella cocainómana que no negaba los hechos. «Fui condenado por mi propio testimonio», declaró Boy a The Guardian. «Me dejó humillado y traumatizado», denunció Carlsen. No hubo más que hablar. Durante 2009 pasó cuatro meses encarcelado, tiempo, en teoría, suficiente para que el icono ochentero meditara y acabara por ver la experiencia como «un regalo para empezar de nuevo y saber lo que quería hacer con mi vida». «Llegué sobrio a la cárcel. Pero sabía que tenía mucho trabajo que hacer. Me puse en forma, reflexioné sobre cómo recuperar mi carrera, cómo volver a sentir respeto por mí mismo», comentó años más tarde. Aquel, sin embargo, no fue su primer pleito por «amor». En 1997, Kirk Brandon, líder de Theatre of Hate, demandó a Boy por hacer públicos detalles de su relación en la autobiografía Take It Like a Man. No consiguió nada. Si revelar su homosexualidad o sus practicas sexuales pudieron afectar o no a su carrera es algo que Brandon tendría que haber discutido con su almohada o dentro de su armario. Boy contraatacó con «Unfinished Business»: «Chaval, conozco tus secretos. Aunque vayas por ahí pavoneándote y te lleves mujeres a la cama. Eres el mismo tipo duro que lloraba en mis brazos y me besaba cuando se apagaban las luces». Otra querella. Más costas que pagar para Brandon. Andar en misa y repicando puede tener su precio.
Leí tu carta y no podía parar de reír. Tú y yo éramos tan parecidos. Una rebelde, no una cara más en la multitud. («Letter From a Schoolfriend»).
Siempre que un ser humano se enreda en una serie de catastróficas pifias hay alguien dispuesto a afirmar que «en realidad, era buena gente». Todos somos buena gente. Y dada su posición en la constelación de los ochenta o en la de los tabloides, la buena gente que Boy George llevaba dentro pudo conducir a otro nivel los pequeños actos de insurgencia cotidiana que para el resto de mortales han de circunscribirse a tomar del brazo a un anciano y ayudarle a cruzar un paso de cebra. Aunque no quiera cruzar. Ya querrá. Palabrejas como visibilidad, empoderamiento u otros conceptos del neolenguaje 2.0 eran el fondo de armario de George desde que se presentó ante las masas empapado de ambigüedad. El gesto de un artista de esos más populares que Jesucristo es a menudo tan valioso como cien campañas del colectivo LGTB. Un reflejo, quizá no un modelo de conducta, pero sí un modelo de liberación para cientos de miles de adolescentes homosexuales atrapados en comunidades muy lejos de la supuesta tolerancia y aceptación de tal época como esta en que vivimos.
Ella nunca fue él. Por lo que recuerdo, nunca fue de un sexo concreto. Ella nunca fue él, aunque los niños eran crueles en el colegio. Tendrías que ser idiota para no darte cuenta de que ella nunca fue él («She Was Never He»).
Pongamos como ejemplo a un tal Antony. Un chico nacido en Chichester, Inglaterra, y criado entre Ámsterdam y la bahía de San Francisco. Antony encontró la vía de escape de una vida que presumía llena de marginación y bromas pesadas en los ojos azules de George que le miraban desde la MTV o desde los pósteres de su cuarto. Alentado por el descaro de Boy George o Marc Almond y sintiendo que la música se le escapaba dedos abajo y garganta arriba, lo vio claro. Con los años, Antony, de apellido Hegarty, hizo suyo en parte el discurso libre de miedo al rechazo y a los prejuicios que George abanderaba y, junto a su banda The Johnsons, llevo a una nueva dimensión la etiqueta pop de cámara. Y es de bien nacidos ser agradecidos, por lo que cuando le llegó su momento, el delicioso I Am a Bird Now, contó con Boy George para cantarse el uno al otro «You Are my Sister». «Me salvaste la vida», le espetó Antony, ahora Anohni, a George en una entrevista. Antony no le salvó la vida a George, pero compartió foco con él. La estrella en ciernes que acoge bajo su ala a la estrella olvidada. No solo eso, le dio la oportunidad de demostrar al millón de almas que compraron o piratearon I Am a Bird Now que aquel cantante de los años ochenta servía para algo más que para producir tonadillas pegadizas e intrascendentes. Y la comunión entre el llanto eunuco de Antony y la voz ya madura, profunda, de George fue la excepción que confirma la regla de que los duetos son meros trámites simbiótico-promocionales en los que ambos partenaires ceden espacio y peso específico a cambio de un cheque mayor. La historia de amor (platónico) con Antony es el tipo de evento inesperado que ayuda a superar el mantra del «no soy nada» que a menudo entonan esos que solo tienen pasado.
Silencio igual a muerte, eso es lo que se dice. Pero la rabia y las lágrimas no se llevan el dolor («Il Adore»).
Boy utilizó la misma canción, «Il Adore», para cerrar Cheapness and Beauty y U can never B2 Straight. Ningún artista homosexual que abrevara en los garitos de ambiente aún no gentrificados de Nueva York, Londres, Berlín o incluso Madrid puede abstraerse al camposanto de caídos por el virus del sida. No es el fin de fiesta deseado, pero esa hilera de cruces de los martirizados por la enfermedad que «castigaba» el sexo sin control y los chutes de heroína es parada obligada no solo en la biografía de George O’Dowd sino en la de cualquiera que viviera para contarlo. Quizá en aquellos funerales no sonaran las gaitas de «Amazing Grace», quizá sonara Gloria Gaynor, Frankie Goes To Hollywood o, por qué no, esta «Il Adore» de Boy George. Según Paul Flynn en su libro Good as You: From Prejudice to Pride – 30 Years of Gay Britain es «lo más cerca que ha estado nadie de componer un himno nacional del VIH en Gran Bretaña». La despedida al amigo que fue «como el espectáculo de luces más maravilloso que hayas visto jamás», y ahora «en esta habitación blanca y fría, es difícil imaginarle como solía ser». Ese amigo era Stevie Hughes, fotógrafo y maquillador, que, en palabras de Boy a la revista POZ, «estuvo ocultando su enfermedad casi hasta el día en que entró al hospital para morir». «Una tarde», continúa Boy, «estábamos en la habitación de la clínica y nos reíamos por todos esos años de ocultación». «Chica, si todo el mundo lo sabía», le dijo Boy con toda su flema al amigo moribundo. Culpa, homosexualidad y sida. Por un instante, al final del baile de gala de los ochenta muchos homosexuales llegaron a interiorizar el mensaje ultracatólico de las plagas bíblicas y el castigo divino. Años huyendo del gueto gay para acabar en el gueto del VIH. Boy, que ha admitido haber practicado sexo sin protección con hombres seropositivos, tal vez no crea en las siete plagas, pero debería cuidar esa flor que tiene en el culo, que en su caso es la maldita Rosa de Inglaterra. A pesar de bailar con el diablo a la luz de la luna y ser consciente de todas las veces en que su cabeza estuvo bajo la guillotina, no es de esperar que comparta banco en misa con McNamara ni con tantos otros que cambiaron el caballo por la secta. No hace falta. El hombre que «nunca llegaría a nada» resultó ser un tipo cabal a su manera, comprometido y generoso. Como dicen los que no tienen nada bueno que decir en los tanatorios, un buen amigo de sus amigos.
Soy arte. ¿No lo ves? Mírate y después mírame a mí. Yo soy arte, tú eres una parodia. Porque me atrevo. Porque tú no («Ich Bin Kunst»).
Cantaba Nacho Vegas, otro que de tormentos sabe un par de cosas, que «… casi conocí en una ocasión a Michi Panero, y eso es más de lo que ninguno soñaríais en mil vidas». Las mil vidas que el hombre o la mujer de a pie no pueden vivir, porque ya las viven tipos como Boy George. Con tiempo para todo. Para ascender, para caer, para lamentarse, resurgir, quizás caer de nuevo. En un año sabremos si Boy y Culture Club renacen o abortan, si Boy ha llegado con su barca por fin a aquellas «aguas tranquilas» o si de nuevo tirará al monte. Y nos podremos encontrar con él en sus canciones o en la prensa amarilla. Esa sí es una decisión que el que contempla el show desde la butaca de patio puede tomar. Aunque bien pensado, no son decisiones excluyentes. Como las de Boy George. Las malas decisiones nunca excluyeron a las buenas y, de hecho, es la única razón por la que has leído hasta aquí.
»Las malas decisiones nunca excluyeron a las buenas y, de hecho, es la única razón por la que has leído hasta aquí…»
Así es.
Buen artículo.
Muy buen párrafo sin duda ese último.
Cómo anécdota ¿Quién puede olvidar a M. A. Barracus y el resto del equipo bailando al ritmo de Boy George?
Memoria histórica? Malas decisiones? culpa juedeocristiana? Sin pareja conocida? Disfuncional? Ultracatolicismo? Nacho Vegas?
Vamos que le estáis poniendo a bajar de un burro, lo que no hicisteis con el otro George…
Solo faltó decir que es un degenerado del capitalismo…
En fin, también hay que recordar que Culture Club fue el primer grupo «diverso»; Y Boy George de egotrip nada, anda que no ha ayudado a gente a lanzar sus carreras en su sello More Protein Records o la introducción del dub, el dancehall y el lover´s rock en la new wave…
Salud camaradas y que Dios os bendiga!
https://www.youtube.com/watch?v=aqk169i2HMM
Tienes razón. Escriben De Profundis, pero Sin profundizar en nada
El chaval sigue igual, pidiendo vuelo en primera clase, hotel 5 estrellas y 10 000 euros por actuación en España.
Apunte sobre la intro: Ojalá las Malvinas estuvieran a 300 kilómetros del continente. Si se viaja en barco, los 200 kilómetros que faltan son el suplicio supremo y el duelo definitivo entre el miedo y el frío. Esas son las aguas donde se marean los que no se marean.
Estoy convencidîsimo de que si las Malvinas no las hubieran reclamado nunca nadie allí no vivirìa ni dios. Los británicos son así, con tal de mantener el espíritu imperialista son capaces de pelearse de frío en un islote de mierda en mitad del Atlántico. De hecho, la porción de tierra más remota del planeta, la que está más alejada de cualquier otra porción de tierra, también en el Atlántico, pertenece al Reino Unido. Tristán de Acuña, se llama el lugar… Y por cierto, buscan habitantes.
Los 80 fueron muy chungos, si, pero muy grandes!
Una década inolvidable para lo malo y para lo bueno.
Y Boy George, una referencia más.
Buen artículo.
De aqui a 30 años, a ver quien se acuerda de los que cantan ahora!