Cuando tenía catorce años me dieron un premio por ser buena alumna, se llamaba «Por los caminos de Tito», y nos hacían ir a los spomenik como de excursión. Cuando éramos pequeños tampoco es que nos hicieran mucha gracia, eran mamotretos de hormigón, como el de Kragujevac. Allí teníamos que hacer gilipolleces de recitar, cantar y guardar silencio, igual que la catequesis en España. Daba un poco de vergüenza, incluso. Nosotros íbamos de excursión como cualquier otro teenager del mundo, pensando en con quién te sentabas al lado en el bus y en ligar un poco. A mí todo esto me daba grimilla, salvo el de Jasenovac, con esa flor tan imponente, y porque allí nos ponían una película. Tampoco entendía tanta importancia, si realmente eran monumentos a derrotas o huidas de los partisanos. (Tamara, nacida en 1972)
De pequeño fuimos una vez con la escuela al spomenik de mi pueblo, en Valjevo. Pero era más en plan pícnic que otra cosa, porque había un parque alrededor. Me imagino que nos hablarían del tío de la estatua, pero no me acuerdo. Estábamos más por correr por ahí. En el colegio sí que nos hablaban de Tito, de que era un héroe, y a mí lo que me hacía gracia es que no solo era el mejor matando alemanes, sino que también nos contaban que de niño era la hostia, un tío superhumilde y guay. Su infancia es lo que más me llamaba la atención. Aunque en mi casa, como mi bisabuelo había sido diputado monárquico, mi padre me decía que lo que venía en los libros tampoco me lo creyera mucho porque había gente que pensaba distinto, por eso nunca me tomé muy en serio lo del socialismo, aunque tampoco recuerdo a ningún compañero decir nunca «¡Ay, qué gran hombre era Tito!». (Milorad, nacido en 1980)
El Moma de Nueva York albergará en julio una exposición sobre la arquitectura yugoslava de la segunda mitad del siglo XX. Toward a Concrete Utopia: Architecture in Yugoslavia, 1948-1980. Era un modelo que estaba basado firmemente en la ideología. De todos estos proyectos, quizá su faceta más reconocida fuera de los círculos de personas interesadas en la arquitectura sean los monumentos de guerra.
Spomenik significa monumento, sin más, en serbocroata. Spomenici sería su plural. Pero fuera del sudeste europeo, merced a los contenidos virales de internet, se los conoce como spomeniks. Comoquiera que se nombre, se refiere a los monumentos erigidos en Yugoslavia para conmemorar las batallas de la II Guerra Mundial. Estas fotos siguen rulando, a menudo acompañadas de incredulidad, sorpresa y la sensación compartida de que parecen los vestigios de una civilización extraterrestre extinguida.
El culpable, entre comillas, fue Jan Kempenaers, un fotógrafo belga. Estaba trabajando en el Sarajevo de posguerra cuando dio con ellos en una enciclopedia, le llamaron la atención y comprobó a su vez el desinterés de los locales por ellos. Se marchó de Bosnia con fotocopias y documentación sobre ellos, pero olvidó el tema. Cuando, años más tarde, se encontró todos los papeles, decidió volver y hacer un trabajo artístico.
Entre 2006 y 2007 cogió una guía de Yugoslavia de 1975 y recorrió el territorio fotografiando estos monumentos o lo que quedaba de ellos. Tras las guerras de los noventa, muchos de ellos quedaron abandonados a su suerte por las nuevas administraciones, fueron saqueados, estropeados y también destruidos a conciencia por lo que representaban: el régimen comunista. Su libro se tituló Spomenik; los ejemplares empiezan a costar ya más de cien euros.
Vladala Putnik, de la Universidad de Belgrado, estudió el fenómeno del impacto de estas fotografías en internet, que le permitieron al autor exponer en Nueva York y París. Llevó sus fotos a capitales importantes, pero a ninguna de los Balcanes. Los spomenik eran un tabú por lo que representaban: la unión de todas las nacionalidades de Yugoslavia para dejar atrás el pasado y construir a un nuevo hombre socialista. Según investigó Putnik, los que han sobrevivido en buen estado representan tragedias muy particulares, como el de Sumarice, en Kragujevac.
En esta localidad, el 16 de septiembre de 1941, el general de la Wehrmacht Wilhelm Keitel autorizó a sus tropas en Yugoslavia a que realizasen matanzas entre la población civil por cada ataque partisano. La orden decía que, por cada soldado alemán muerto, debía asesinarse a cien civiles. El 28 de septiembre, una ofensiva partisana les costó la vida a diez soldados alemanes del 920º Batallón Landesschützen. El comandante Franz Böhme ejecutó la orden que tenía y tirando por lo alto.
Tomó a todos los civiles varones que pudo entre judíos y antifascistas, pero a vuelapluma. Entre los detenidos había monjes, sacerdotes y alumnos del colegio con sus profesores. No se sabe con exactitud cuántos fueron fusilados. Se estima que un mínimo de dos mil trescientas personas. Entre ciento cincuenta y trescientos eran los niños de la escuela. Böhme tuvo que responder por este crimen en Núremberg, pero se suicidó saltando por la ventana de su celda. Un parque de trescientas cuarenta hectáreas recuerda este suceso. Se inauguró en 1953, pero fue reuniendo monumentos en su interior durante años. El más famoso es el que recuerda a los niños y sus maestros, conocido como «vuelo interrumpido».
Llegaron a levantarse doce mil monumentos en Yugoslavia dedicados a las víctimas de la II Guerra Mundial. De aquella guerra surgió el mito que forjaría la nación. Todas las nacionalidades se unieron, mano a mano, sin importar el origen de cada partisano, para expulsar al invasor fascista, un enemigo cruel y despiadado.
La gran mayoría se levantaron entre los años sesenta y setenta, las décadas consideradas como la Edad dorada de Yugoslavia. Fueron años de expansión económica y sobre todo de generosos préstamos llegados desde Occidente. Tito se convirtió en una especie de caballo de Troya en el campo comunista cuando rompió con Stalin y la URSS. Un chiste local recuerda con amargura el crecimiento que experimentó la república socialista gracias a las facilidades que se le dieron para que se endeudase: «¿Por qué tuvo éxito Yugoslavia? Porque pidió prestado. ¿Por qué fracasó Yugoslavia? Porque pidió prestado».
Antes, los comunistas yugoslavos fueron fieles seguidores de Stalin. Tras la ruptura de Tito con él, en Yugoslavia se persiguió y purgó a los estalinistas. Se ideó la fórmula del comunismo autogestionario, como recordaba el historiador François Fejtö, prácticamente de la noche a la mañana. Sería la vía yugoslava hacia el socialismo, soberana e independiente, que cristalizaría en el Movimiento de los Países No Alineados, inaugurado en Belgrado en 1961.
Nunca tuvo el régimen de Tito tan clara su identidad como en aquella nueva era que se abría. Yugoslavia era el paraguas con el que los pueblos balcánicos se defendían del imperialismo soviético y, en menor medida, del occidental. Internacionalmente, proyectaba una línea política que trascendía los bloques del capitalismo y el socialismo real y que contribuyó decisivamente a la articulación del derecho al desarrollo que complementa el de autodeterminación promulgado por Naciones Unidas.
En este contexto, los comunistas yugoslavos también proyectaron hacia el interior una identidad nacional que legitimase el Estado. La memoria partisana de la II Guerra Mundial se convirtió en un mantra, era algo sagrado. No en vano, los partisanos yugoslavos rechazaron al invasor nazi con muy poca o nula ayuda militar sobre el terreno de los aliados. El lema es que lo lograron ellos solos.
Pero había un problema. En Eslovenia se recibió la llegada de las tropas nazis con vítores y aplausos. En Croacia los fascistas locales, los ustacha, accedieron al poder y cometieron un genocidio de serbios, judíos y gitanos dentro de las fronteras de su Estado. También hubo bosniacos que lucharon con el Eje, así como la mayoría de albaneses. Y los serbios tuvieron una guerra civil durante la guerra entre chetniks, monárquicos que combatían a los nazis pero también colaboraron con ellos, y partisanos. En un conflicto tan complejo, establecer una memoria oficial era una tarea muy delicada. Ya la breve historia de la monarquía yugoslava antes de la guerra, la primera experiencia de un Estado que los englobase a todos, fue un rosario de desencuentros e inestabilidad.
Por eso, el rasgo más distintivo de estos spomenik tuvo dos vertientes que coincidían en sus propósitos. Por un lado, lo más importante era que no molestasen a los vencidos. Por el otro, había que diferenciarse del arte soviético. Tito tomó el expresionismo abstracto occidental como contrapunto al realismo soviético y cómo la vía más apropiada para expresar el duelo por una masacre sin aludir expresa o directamente a sus autores. Las caprichosas formas que describían esos bloques de hormigón eran perfectas, porque solo daban una imagen de modernidad y optimismo en aquella época. Servían al fin y los propósitos del comunismo yugoslavo: superar los problemas interétnicos para siempre y establecer el nacimiento de un nuevo hombre, el socialista, y una nueva nacionalidad, la yugoslava. Por eso el lema nacional era: Bratstvo i jedinstvo (Unidad y fraternidad).
En ningún país de Europa ni del mundo se construyeron tantos monumentos —mucho menos de expresionismo abstracto— en tan poco tiempo como sucedió en Yugoslavia en aquellos años. La idea era bienintencionada en términos de reconciliación y de elevar las miras al futuro sin rencores, pero también tenían su reverso tenebroso. Simbolizaban deliberadamente que el país estaba regido por un solo partido, la Liga de los Comunistas, que, por mucho que se diferenciase del modelo soviético, seguía siendo una estructura de poder monolítica. Por eso los spomenik dominaban todas las montañas, valles, zonas áridas o costas marinas. Siempre estaban presentes, en cada punto, recordando por qué mandaba quien mandaba, por un sacrificio heroico ante el mal absoluto, los nazis, que adquiría matices prácticamente sagrados. Por si había dudas, muchos tenían anfiteatros alrededor y estaban preparados y destinados para albergar clases, eran como grandes aulas al aire libre.
La fascinación que ejercen estos monumentos la ha puesto de relieve el trabajo que ha realizado Donald Niebyl, un biólogo estadounidense de Illinois que, fascinado en su día por las fotografías de Kempenaers, comenzó a reunir información sobre cada spomenik y también los fotografió en una serie de viajes. Los resultados de su trabajo y documentación los ha hecho públicos en la excelente web Spomenik Database.
Niebyl es cauto y cuidadoso. Sabe que esos monumentos para muchas personas, particularmente los yugoslavos represaliados y disidentes y sus descendientes, simbolizan los intentos de legitimación de un régimen opresivo. Me asegura que para él no son más que «fantásticas piezas artísticas». «Sin embargo —matiza—, no tienen nada que ver ni con mi historia ni con mi herencia, su futuro no depende de mí ni debería, lo que se haga con ellos deberían decidirlo aquellos a quienes les afectan, aquellos a quienes conmemoran, las comunidades a las que pertenecen y los gobiernos que median en sus relaciones».
Su preocupación por su destino se debe al abandono que sufren. De los miles que hubo, solo quedan en pie unos pocos cientos, a menudo, salvo excepciones, en mal estado. Hay que entender, recuerda Niebyl en su web, que después de las guerras de desintegración de Yugoslavia no solo se cambió el nombre de calles, también el de ciudades y los festivos del calendario. Se quiso borrar todo rastro de la herencia partisana o comunista.
Hoy en día, este proceso sigue imparable en las élites de cada república, donde los Gobiernos se asientan en fuertes sentimientos nacionalistas contrarios a los lemas comunistas de unidad pese a las diferencias. Hace dos meses el Ayuntamiento de Zagreb votó cambiar el nombre a la plaza del Mariscal Tito por el de República de Croacia. No fue un cambio fácil, los defensores del viejo nombre ensalzaban a un Tito «gran estadista» y «líder del movimiento antifascista». Los promotores, en cambio, veían «un dictador» cuyos recuerdos debían desaparecer como «satisfacción a todas las víctimas del terror comunista yugoslavo titoista de la guerra y de la posguerra».
En Serbia también se van retirando calles con alusiones socialistas. E incluso en Bosnia, en Sarajevo, también ha habido iniciativas para eliminar el nombre de Tito. En los años noventa, los nacionalistas serbios propusieron trasladar el cuerpo de Tito a Croacia, «donde pertenecía» (el mariscal era croata). Según Balkan Insight, los croatas reaccionaron con horror y rechazaron el cuerpo de quien había «cometido un genocidio» en su propia nación. La ciudad bosnia de Tuzla se ofreció para albergar la tumba del difunto líder, pero al final no se movió. Del mismo modo, a día de hoy, también se producen rehabilitaciones de personajes con un pasado fascista e incluso colaboracionista con los nazis como los serbios Draza Mihajlovic, Milan Nedic o Dimitrije Ljotic.
En este clima político, no solo los vándalos destruyen los spomeniks, también por acción y omisión los Gobiernos locales y regionales colaboran en su deterioro y abandono. En Spomenik Database, con una intención meramente documentalista, Niebyl enumera y detalla la historia de cada monumento y todos los daños y pintadas que los han estropeado. Actualiza la base de datos cada día, y ya tiene fichas de casi un centenar.
De todos ellos, quizá el más importante sea el de Tjentiste, en Bosnia, donde se produjo la batalla de Sutejska. En 1943, 127.000 soldados del Eje perseguían a 22.000 partisanos por los montes bosnios de Zelengora. Los yugoslavos fueron atrapados en el valle del río Sutjeska, pero, pese a la inferioridad numérica, lograron romper las líneas y escapar hacia el oeste a través de las montañas con Tito al frente. Murieron siete mil partisanos en el lance. En 1983, casi ochenta mil personas subieron al spomenik a celebrar el 30 aniversario de la batalla. Desde entonces, cayó en el olvido y se fue estropeando hasta que en 2011 fue parcialmente reconstruido con fondos de la UNESCO. En la actualidad, desde 2014, alberga un festival de rock, el OK Fest, que hasta ahora ha tenido de cabezas de cartel locales a grandes grupos de la región como los serbios Partibrejkers, el montenegrino Rambo Amadeus, los eslovenos Laibach o los bosnios Dubioza kolektiv. En lo musical, la unidad yugoslava nunca se ha roto.
Uno de los que rompe la uniformidad del expresionismo abstracto de los spomeniks es el de Valjevo, en Serbia. Del que hablaba el citado Milorad en la introducción de este artículo. El monumento reproduce una de las fotografías más impactantes de la II Guerra Mundial en Yugoslavia. El partisano Stjepan Filipovic, comandante croata de una unidad de partisanos, fue capturado y ahorcado en Valjevo. La fotografía recogió el momento en el que, con la soga al cuello, instantes antes de morir, levantó los dos puños y desafió a los alemanes gritando: «Smrt fašizmu, sloboda narodu!» («¡Muerte al fascismo, libertad para el pueblo!»). En su pueblo natal en la costa dálmata croata, Opuzen, su estatua fue volada en 1991 en el inicio de la guerra entre Serbia y Croacia. Ha habido intentos por parte de sus habitantes de volver a erigir el monumento, pero sin éxito. Por lo menos, en el Opuzen European Film Festival, la estatuilla de premio es un Filipovic alzando los puños.
En Macedonia, en la ciudad de Prilep, el spomenik lo construyó el escultor más deseado del momento, Bogdan Bogdanovic, autor de los más importantes, pero su obra no gustó al consejo municipal. Esta localidad macedonia fue tomada por tropas búlgaras en abril del 41. En su defensa se levantaron unos sesenta militantes de las juventudes comunistas, que tomaron una comisaría y cortaron las líneas telefónicas de la ciudad. En represalia, los soldados detuvieron a mil ciudadanos de Prilep y les torturaron y ejecutaron. La consecuencia fue inmediata: toda la ciudad se alzó contra la ocupación.
Tras batallas feroces, la ciudad fue liberada el 2 de agosto de 1944 por la 5ª Brigada Partisana de Macedonia, pero solo nueve días después los nazis la volvieron a conquistar. La expulsión definitiva tardó unas semanas, el 3 de noviembre de 1944. Al inicio de la guerra, Prilep tenía veinticinco mil habitantes. Tres años después, ocho mil. Bogdanovic, en 1961, llevó a cabo su proyecto conmemorativo, pero las autoridades locales le echaron en cara que no era lo suficientemente «victorioso». El arte de vanguardia es lo que tiene.
Cada historia tras estos bloques de hormigón lleva a la reflexión o evoca pasajes de la historia inenarrables. El spomenik de columnas de Bihac, por ejemplo, en Bosnia, recuerda a todos los serbios y judíos asesinados por el alcalde ustacha Ljubomir Kvaternik, alrededor de quince mil personas. Pero cincuenta años después, en los noventa, el sitio de la ciudad les costó la vida a cinco mil. Las tropas serbias de la Krajina, desde Croacia, les bombardearon con napalm en 1994.
El spomenik de Petrova Gora, en Croacia, recuerda la fortificación que construyeron los serbios para protegerse del genocidio de los ustacha. Dio cobijo a quince mil personas, hombres, mujeres y niños, que tenían un hospital subterráneo excavado en la montaña. Resistieron a los fascistas hasta mayo de 1942, cuando tuvieron que evacuar el fuerte y huir por las montañas. En total, veintisiete mil personas de esta región fueron enviadas al campo de concentración de Jasenovac, donde fueron exterminadas. Un 30% de la población de la zona. En la actualidad, el complejo de homenaje está destruido. Cuenta Niebyl que es un peligro adentrarse en el edificio, los huecos del ascensor no tienen protección y todo está oxidado y corroído.
En Brezovica, Kosovo, sorprende la historia de los partisanos Eljhami Nimani y Branko Sotra en las montañas de Sar. La unidad fue aniquilada en dos ocasiones y disuelta, pero volvió a formarse una y otra vez. En una ocasión, los soldados trabajaron en minas de cromo, mineral necesario para fabricar motores de aviones. Sorprendidos por los italianos, la mayoría fueron asesinados en la mina. Pero los supervivientes volvieron a reunirse, absorbieron a partisanos llegados de Albania, y combatieron sobre todo por Macedonia. Doce miembros de la unidad fueron nombrados Héroes Nacionales y cinco llegaron a generales del Ejército Popular Yugoslavo. El spomenik hoy está lleno de pintadas y el complejo sobrevive porque la gente sigue yendo al parque con sus hijos.
Las historias son infinitas y recorren cada pequeño municipio de todo el sudeste europeo. Un servidor, en Vlasenica, Bosnia, se encontró con una cueva donde se habían refugiado partisanos de Novi Sad. Los nazis no llegaron a cogerlos y los locales de la aldea de Secovici presumían de ser el único pueblo de toda Yugoslavia que resistió al invasor alemán. El único pueblo de Europa que no pudo tomar Hitler. Aún quedaba un cementerio que familiares de esos soldados procedentes de Vojvodina acudían a visitar con cierta frecuencia. Años después, me dijeron en Belgrado que había muchos pueblos que presumían de ser el único que no tomaron los nazis. Eso demuestra la importancia que tenían, sentenciaban entre risas, en un país donde persisten grandes diferencias culturales entre campo y ciudad.
Lo que sí que estaba esa tierra era marcada por la violencia. En Vlasenica, en 1941 se produjo la masacre de Rasica Gaj. Musulmanes locales enrolados en las fuerzas ustachas detuvieron y asesinaron entre setenta y doscientos serbios prominentes de la zona. Una de las primeras matanzas indiscriminadas de la II Guerra Mundial y que llenó las filas partisanas de voluntarios serbios. En los noventa, sin embargo, hubo un campo de concentración en la región, el de Susica. Un hangar en el que se detuvo a ocho mil prisioneros musulmanes, en su mayoría. Muchos de ellos torturados y asesinados.
El pasado, la memoria de las víctimas y los heroísmos se enfrentan en la región al dilema de que determinados crímenes no se pueden olvidar, pero tampoco es justo que las próximas generaciones carguen con ellos, como explicó en estas páginas Borja Lasheras, enviado de la OSCE a Bosnia En cuanto a los spomeniks, ha habido iniciativas de conservación con la colaboración de Eslovenia, Serbia, Croacia y Macedonia, como el proyecto Unfinished Modernizations: Between Utopia and Pragmatism, pero aún insuficientes.
Quienes fueron represaliados bajo el comunismo no toleran que, en unos países que sufren tanto para salir adelante, se gaste un duro en el patrimonio comunista que consideran origen de su ruina. Para el discurso nacionalista imperante son vestigios incómodos de un pasado sin diferencias, y para los nostálgicos del comunismo, la muestra de un pasado que han idealizado, puesto que, aunque vivían más humildemente, durante las décadas de la edad dorada tuvieron otras expectativas vitales mejores que las actuales.
Excelente artículo. Muy interesante.
Tal vez parezca superficial, pero lo que veo es que para dar origen a tremenda tragedia era necesario -además de la crisis del veintinueve en Alemania y la competición callejera de los comunistas-, un nacionalismo delirante como lo fue el nacionalsocialismo. La resistencia yugoslava hizo posible la momentanea y forzada unión de todos los afectados que tuvo un destello de esperanza política allá por los sesenta, pero los nacionalismos, como el resfrío que se presenta por zonas bien delimitadas, son imbatibles. Y todavía andan por ahí. Volviendo al tema de las esculturas, agradezco al autor y a Jot Down por tal divulgación. Es un gusto leer cada artículo. Una ultima digresión: dicen que el arte une a los individuos a través de las emociones sin distinción de raza, sexo, credo o color. En este especifico caso parece que a nada sirvió porque son demasiadas abstractas y nadie puede reconocer en ellas a su héroe autóctono. Muy buen artículo
Magnifico documento. Muchas gracias
Felicidades por el artículo. Una acotación: Brezovica, Kosovo (Serbia).
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Fantastico artículo. Muchas gracias.
Enorme artículo. Felicidades y muchas gracias.
Gracias
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