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Jaime Gil de Biedma, tu vecino de enfrente

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Jaime Gil de Biedma, 1983. Fotografía: Elisa Cabot (CC).

De Jaime Gil de Biedma teníamos hasta ahora su intimidad (Diarios. 1956-1985, 2015), su obra completa, su correspondencia (El argumento de la obra, 2013), su conversación (Conversaciones, 2015) y su vida entera (Jaime Gil de Biedma, 2004). Ahora por fin tenemos, si acaso, lo más valioso: sus lecturas. La primera edición de El pie de la letra data de 1980. Son sus ensayos reunidos. Tras una ampliación en 1994 y una inclusión en una suerte de obras completas que Literatura Random House editó en 2001, ahora Lumen publica estos valiosos escritos, otros que andaban dispersos y dos inéditos en un solo volumen. Como ocurre con Historial de un libro, de Cernuda, El pie de la letra es imprescindible para entender la técnica y estilo de Gil de Biedma a partir de la crítica a otros literatos, como también su concepción de la poesía y de la figura del poeta.

Porque si Cernuda escribió y escribió, también en Historial de un libro, sobre el poeta, Gil de Biedma escribe en sus ensayos sobre los poetas. Cernuda —pararrayos celeste, faro posromántico, pequeño dios—, sobre todo en su última época, versó sobre demonios, escritores, músicos, pintores o personajes históricos en búsqueda de perpetuar su noción de poeta como elegido, ente alumbrador de los hombres que se mantiene lejos de experiencias mundanas, condición que ya refleja desde poemarios tan tempranos como Un río, un amor (1929) o Los placeres prohibidos (1931). En cambio, las máscaras de Gil de Biedma, poeta de total herencia cernudiana, no son otras que las personas del verbo, que pelean por la identidad a través de dimensiones dobles como las de Pandémica y Celeste, Narciso y Calibán, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el bohemio y el burgués, el hijo de dios y el hijo de vecino.

Ser hijo de vecino es reconocerse como uno entre tantos; lo contrario es la unicidad, sentirse hijo de dios. En El pie de la letra, Gil de Biedma lo explica bien y cuenta que precisamente cuando comenzó a leer a Cernuda llegó a una conclusión sobre «lo que debía hacerse en poesía» que giraba en torno a esta dualidad:

Pensaba yo que la fundamental experiencia del vivir está en la ambivalencia de la identidad, en esa doble conciencia que hace que me reconozca —simultánea o alternativamente— uno, unigénito, hijo de dios, y uno entre tantos, un hijo de vecino. El juego de esas contrapuestas dimensiones de la identidad, que solo en momentos excepcionales logran reposar una en otra, que incesantemente se espían y se tienden mutuas trampas, cuando no se hayan en guerra abierta, configura decisivamente nuestra relación con nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás. Era ésa la experiencia, creía yo, que debe servir como supuesto básico a todo poema contemporáneo.

También en este ensayo relata cómo el lanzamiento de la tercera edición de La realidad y el deseo a finales de 1958 llegó en un momento clave para él y para el resto de sus más allegados colegas de generación. Habla, en concreto, de José Ángel Valente y de Francisco Brines cuando dice que fue el primero de estos dos el que le advirtió que «Cernuda, entre todos los poetas del 27, era el más próximo a lo que nosotros intentábamos hacer», que no era más que «librarse de ese tipo de poesía personal subjetiva». La sentencia no es baladí: «Cernuda es hoy por hoy, al menos para mí, el más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27, precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27».

El punto de partida era, al mismo tiempo, una coincidencia y una contradicción: «Si Cernuda asume la realidad de la experiencia común y de la propia identidad vecinal sin reconocerse en ellas, nosotros, en nuestra poesía, intentábamos asumir una y otra para reconocernos». Con todo, le resulta paradójico a Gil de Biedma cómo en algunos aspectos Cernuda es «radicalmente moderno» y, sin embargo, sigue cultivando «la radical otredad del artista desde la leyenda de malditismo y marginación», como apunta Graciela Ferrero en su artículo «Luis Cernuda en dos poetas futuros: Jaime Gil de Biedma y Luis García Montero», publicado en la revista Abehache.

En este sentido, el poeta barcelonés señala —casi acusa— directamente a Cernuda como un hijo de dios, mientras que él asume que su identidad está compuesta por dos personalidades ambivalentes que luchan entre sí a medida que va pasando su vida. El lector cómplice (¡no el hipócrita!) puede asistir a esta evolución al leer Las personas del verbo, pues ya lo dijo él mismo: «En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo».

Abro la antología: en Compañeros de viaje (1959), su tercer poemario, ya reflexiona sobre vivir la vida bajo una condición vecinal o, en cambio, divina. Esto es perceptible en su poema «Arte poética», cuya cuarta estrofa reza: «Es sin duda el momento de pensar / que el hecho de estar vivo exige algo, / acaso heroicidades —o basta, simplemente, / alguna humilde cosa común»; también en «Idilio en el café», poema fundacional de lo que más tarde vendría a ser el personaje Jaime Gil de Biedma. En él ya asistimos a «ciertos bares» durante el transcurso de la noche (y a besos callejeros) con un background urbano; también recorremos hoteles tranquilos de las afueras donde se cita una pareja para celebrar otro aniversario más, cuando ya no se quieren demasiado (en «Vals de aniversario»). Ese sabor amargo a rutina y hastío lo catamos también en «Sábado», «Domingo» y «Lunes», un tríptico poético atravesado por un cansancio que no puede ser otro sino el de un hijo de vecino que deambula por la ciudad carretera abajo, como «los raudos autobuses», para acabar, una vez más, fatigado en la oficina.

Sin ir más lejos, su recuerdo de las «Noches del mes de junio» (también este perteneciente a Compañeros de viaje) retrata una experiencia del todo vecinal: sin máscara alguna de por medio, contemplamos a un jovencísimo Jaime Gil de Biedma en su faceta de estudiante de Derecho en Salamanca, sentado frente a un escritorio y mirando la noche desde su ventana abierta de par en par, ansiando salir a la calle e intentando conjugar esas «altas horas de estudiante solo» con «la calentura», sin tener siquiera «un alma que llevarse a la boca».

También es hijo de vecino Gil de Biedma en su faceta de «burguesito en rebeldía», «hijo de padres propicios», tal y como apunta José Teruel Benavente en su trabajo «Dialogismo e identidad en la poesía de Jaime Gil de Biedma». Juegan aquí dos máscaras enfrentadas: la del burgués y la del bohemio, pues aún en Compañeros de viaje intenta el poeta solidarizarse con los perdedores de la Guerra Civil, un bando al que —por naturaleza— no pertenece en absoluto («señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de poesía social», como dirá más adelante en «En el nombre de hoy», perteneciente a Moralidades). Así, se excusa y pide disculpas a sus compañeros por haber nacido «en la edad de la pérgola y el tenis» en «Infancia y confesiones», por veranear de forma infinita en «Villa Estefanía o en La Torre del Mirador» mientras el mundo continuaba girando ahí fuera. No reniega ni renuncia a su «pequeño reino afortunado», pero sí lo ataca desde la posición del perito en haciendas y bienes que no ignora la decadencia e hipocresía de su propia clase social.

Es en Moralidades (1966), su cuarto libro, donde podemos distinguir mejor la pugna entre estas dos dimensiones, pues sus personajes aquí se acusan, se rechazan y se vengan de ellos mismos. Quizás el mejor ejemplo de esta tentativa de reconocimiento a partir de la doble personalidad sea el tan celebrado «Pandémica y celeste»: en él expone la necesidad de experimentar los dos tipos de amor (el pandémico, esto es, el furtivo, infiel, fugaz, el de una sola noche) y el celeste (que es el verdadero, eterno y perenne) para discernir entre uno y otro, porque, al fin y al cabo, «no es la impaciencia del buscador de orgasmo» lo que tira de su cuerpo hacia otros, sino que nuestro poeta también persigue «el dulce amor». Esta premisa se desarrolla a lo largo de ocho estrofas, a través de las cuales Gil de Biedma riñe consigo mismo, debatiéndose entre vivir el amor como un hijo de vecino o como un hijo de dios y asumiendo, finalmente, su doble identidad, que es lo que nunca hará Luis Cernuda.

Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
—con cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.

La segunda crisis de su vida coincide con la transición entre un poemario y otro (otra vez: «En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo»), entre el final de su juventud y el principio de su madurez, entre Moralidades y Poemas póstumos. También hay un giro: «Contra Jaime Gil de Biedma», «Después de la muerte de Gil de Biedma» y «De vita beata», todos ellos pertenecientes a Poemas póstumos, son ejemplos de los rasgos de su identidad como hijo de dios, que resume José Teruel Benavente:

(…) ¿quién es nuestro personaje como hijo de dios? El que se arrepiente de todo aquello, el que promete ya no hacerlo, aquel que ahonda sueños en la memoria y nos recuerda de la mano de Auden que hay siempre una clave privada, un secreto perverso, el poeta del amor celeste y la sordina romántica, el que tiende a confundir belleza con significación, el complacido y literario noble arruinado que, como en la novela de quien fue un joven rico y díscolo, implora la fuerza de poder vivir sin belleza, sin fuerza y sin deseo.

A través de la ironía y del monólogo dramático, «Contra Jaime Gil de Biedma» representa el desdoblamiento del yo poético entre el afán de una nueva vida serena y la imposibilidad de reconciliación en comparación con el tono a veces complaciente y tolerante de la dimensión del hijo de vecino de «Pandémica y Celeste». Dicho de otra manera: entre «¡Si no fueses tan puta!» y «Para saber de amor, para aprenderle, / haber estado solo es necesario» hay un buen trecho. La batalla contra sí mismo es más severa en el primero, tanto es así que abundan los insultos (inolvidable «pelmazo», «memo», «inútil», «puta»…).

Será en «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma» cuando el poeta mate a su personaje poético para que el hombre viva, aunque eso significase dejar de escribir. Lo dice en Conversaciones:

Llega un momento que, en mi caso, esa identidad es reconocida y asumida; finalmente me reconozco en una identidad, después de muchos años creándola a través de mis poemas. (…) Ahora bien, escribir poesía es, por encima de todo, imaginación, lo cual implica cierto distanciamiento. En el instante en que una identidad inventada es de verdad asumida, el ciclo se cierra. Es decir, uno de los motivos por los que no escribo poesía es porque el personaje de Jaime Gil de Biedma que yo inventé y logré asumir ya no me lo puedo imaginar.

De esta forma, Jaime Gil lo recuerda desde la distancia, como hijo de dios, («En el jardín, leyendo»), y «en paz al fin», tras su muerte. Ya sin dolor, asume como algo pasado «el último verano» antes del invierno, «el infierno de meses / y meses de agonía / y la noche final de pastillas y alcohol / y vómito en la alfombra». Su despedida será «De vita beata», broche final de Las personas del verbo:

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Jaime Gil de Biedma deja de escribir porque ya ha inventado y asumido su identidad, porque era necesario matar al personaje para vivir con un único argumento: envejecer y morir cual hijo de vecino. Probablemente Cernuda nunca podría haber hecho eso.

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