—¡Que viva la menstruación! —grita un ciudadano soviético a otro en plena calle.
—¿Qué dices, camarada? Querrás decir «la Revolución».
—¡¿Qué más da?! ¡El caso es que corra la sangre!
Es imprescindible abrir cualquier buena recomendación con chistes de rusos. Y lo es porque esa cultura tan cercana y a la vez distante está llena de una gracia natural que asusta, y eso es precisamente lo que he venido a hacer aquí, ayudarte a olvidar a los brasas de los suplementos recomendando el aluvión de publicaciones que se prepararon para conmemorar el centenario de la Revolución rusa. Nadie ha podido escapar de la lista de recomendaciones, pero he aquí que, lejos de pedir que se compren las «novedades» en Amazon o La Casa del Libro, como sucede en otras partes, voy a tratar de hacer algo útil.
No es que Babelia no lo haya hecho ya, es que nadie se va a meter entre pecho y espalda veinte obras sobre el tema. Y viendo la extensión de la mayoría, ni siquiera cinco.
¡Dos! ¡Solamente le hace falta leer dos obras para considerarse al día sobre la unión de repúblicas bajo la bandera de los sóviets y sus usos y costumbres!
La historia
Obviamente, con dos obras uno no se convierte en un experto. No se trata de eso; nadie quiere ser ya experto en historias de algo, son temas demasiado extensos para abarcarlos un individuo solo. Pero, no obstante, todos los años sale algún nuevo estudio o investigación sobre la Revolución soviética. Evidentemente, no aporta ningún dato nuevo, sino que todo lo que se dice se narra con otras palabras, más bonitas, más atractivas para el público lector, que año tras año lo va flipando y admitiendo los palabros de nuevo ingreso de este vocabulario nuestro.
De todos modos, no es una cuestión lingüística, no iré por ahí. El denominador común de todas esas publicaciones se encuentra en su bibliografía: ningún trabajo sobre el tema está completo si su autor no ha leído una mínima parte del ambicioso proyecto sobre la Historia de la Rusia soviética de Edward Hallett Carr. Un chorro de tomos que fueron publicados en los años cincuenta por Macmillan & Co., cuya edición castellana corrió a cargo de la vieja Alianza Editorial durante los años setenta y ochenta, y que podemos encontrar hoy resumidos —muy, muy resumidos, casi como un insulto— en el breve volumen de Alianza La Revolución rusa. De Lenin a Stalin (1917-1923). Por unas cochinas rupias puede usted entender el trasfondo de toda esa época y sin marearse con fechas exactas ni discusiones internas de cada reunión de la Komintern. ¡Adquiéralo en su kiosco habitual!
Ni Uniliber ni Iberlibro. Es imposible, hoy en día, encontrar todos los ejemplares de la inmensa obra de Carr. Muchos estudiosos y aquellos que persiguen la colección apuntan a tres tomos. Y no andan por el mal camino, solo que se equivocan de medio a medio. Son tres volúmenes, sí, pero solo del primer tomo dedicado a los años 1917-1923 —La Revolución bolchevique— hay un segundo tomo para los meses comprendidos entre los años 1923 y 1924 —El Interregno, con un único volumen—, un tercero para los años 1924-1926 —El socialismo en un solo país, dividido a su vez en dos volúmenes— y un cuarto para el periodo de 1926-1929 —Bases de una economía planificada, cuyo tomo es una completa locura, dividido en tres partes y cada parte, a su vez, compuesta de entre dos y cuatro volúmenes—.
A día de hoy, no hay noticia de ningún erudito, investigador o ente de inteligencia desmedida que se haya chupado —y retenido— la información de todos los volúmenes de esta colosal obra. Mucho menos en España, donde algunos de los libros se pueden encontrar todavía por el módico desembolso de un salario digno completo —en Amazon, por ejemplo, los de Iberlibro son levemente más accesibles y, que yo sepa, tan reales y tangibles que el repartidor te los hace llegar a la puerta de casa—.
Leer todo esto sería lo ideal para saber todo lo que uno debe saber de la Revolución rusa, pero, como somos humanos, yo propongo algo más abarcable y hago notar que con dos libros sería más que suficiente para tener una idea clara de lo que hubo en aquella lejana Rusia visto desde sus propias entrañas.
Los motivos internos
Hasta hace bien poco, para encontrar un ejemplar de la Historia de la Revolución rusa de Trotski en España había que acudir al archivo de textos de Trotski digitalizados libremente en la red. No entraré en discusiones sobre las traducciones de estos documentos —que, siendo gratis, bastante es que estén traducidos—. También se podía encontrar el libro dividido en dos volúmenes bajo el sello de la editorial SARPE. Un par de ejemplares con una buena traducción, no mal trabajo de edición y un papel amarillo del año 85 que puede cortar la carne y casi llegar hasta el hueso. En serio, he visto ejemplares firmados con sangre.
Por suerte para nosotros, la editorial Capitán Swing ha editado la obra en un magnífico tomo con tapas duras y papel de Biblia que, si bien corta lo suyo también, es mucho más manejable y puede lucir precioso en la estantería de nuestras librerías. Lectores, les presento a mi amigo «Rechazo», no se dejen avasallar por él, pero reconozcamos que la prosa de Trotski, sea del año de edición que sea, no hay traductor que haya logrado «suavizarla» un poco para su mejor digestión.
Lo importante es que todos estamos bien y dispuestos a enfrentarnos a esos textos abigarrados y colmados de motivos internos entre bolcheviques, mencheviques y demás palabrería y fauna, que después el bueno de Carr explicaría con hermosas palabras de historiador y no de politólogo soviético. En todo caso, Trotski se propone hacer algo que nadie por entonces se atrevía a hacer —y con razón, ya sabemos cómo acaba eso—: explicar los verdaderos motivos de la necesidad de una revolución a nivel nacional de la que prácticamente toda la Rusia de los zares hablaba.
Es una verdadera lástima que cada párrafo de esta obra vaya irremediablemente encadenado al anterior y al siguiente, porque es imposible querer enterarse de algo sin perder el hilo cada vez que hacemos un alto —más que necesario— en su lectura. Pero, sin lugar a dudas, es imprescindible para comprender dónde surge la cuestión nacional que daría paso al comunismo soviético y, de forma irreprimible, a la propia actitud de la sociedad rusa de entonces y de hoy.
La lengua es el instrumento más importante de contacto entre los hombres y, por tanto, de vinculación de la economía. Se convierte en lengua nacional con la victoria de la circulación mercantil que unifica una nación. Sobre esta base se establece el Estado nacional, que es el terreno más cómodo, ventajoso y normal para las relaciones capitalistas.
Nada más que añadir, señoría. Y sí, he seleccionado un fragmento en el que defiende los usos del capitalismo porque Trotski, damas y caballeros, no era un idiota, y sí un tío lo suficientemente lúcido como para no hacer ascos a las relaciones de creación y circulación del capital; es decir, a las relaciones del poder económico emergente en la Europa del momento. Lean y juzguen por ustedes mismos, pues puedo asegurar que muy pocos a día de hoy se han enfrentado a esta obra como hay que hacerlo: desnudos y sin prejuicios.
El delirio
Año 1957. Dos periodistas soviéticos reciben un encargo: recorrerse una Unión Soviética perfecta según los designios de sus dirigentes e investigar cómo de bien está evolucionando todo para ofrecer una perspectiva de futuro. Como de todas formas no podían decir que la cosa iba mal por algunas partes del país porque eso no era posible, los tíos decidieron escribir el reportaje sin salir de la redacción y se encontraron con que el futuro tendría toques de ciencia ficción… pero de verdad. Según su «visión», las enfermedades más graves como el cáncer o el VIH desaparecerían con pirulas, la superpoblación no sería un problema porque estaríamos colonizando la Luna y Marte y quién sabe si algún asteroide más, Armageddon no se habría rodado porque un rayo de la muerte de la hostia estaría preparado para evitar que pensásemos en posibles cataclismos saurios, los coches funcionarían con electricidad y habría televisores planos.
Consuela ver que acertaron en algo.
Cincuenta años después, a alguien se le ocurre que tal vez es momento de coger aquel Reportaje desde el siglo XXI y comprobar cuán optimistas se mostraron los muchachos. O cuánto de «socialismo soviético» había detrás de sus palabras y mostrar un poco qué es lo que la Rusia de los sóviets había estado ocultando. Y no me refiero a los gulags o toda aquella barbarie que emergió de golpe cuando se vino abajo la censura, sino a la realidad con la que convivía una gran mayoría de la ciudadanía más allá del Volga.
Pues el señor Jacek Hugo-Bader, polaco raruno y reportero habitual del diario Gazeta Wyborcza, convence a la dirección del mismo para que le pague un viaje de locos con una tartana a través de la inmensidad rusa, desde Moscú hasta Vladivostok. El tío agarra y se marca un Humbert Humbert estepario con lo peorcito de los 4×4 del mercado mundial que, según refleja en su crónica, más allá de los Urales cualquiera podría arreglar con un martillo y una botella de vodka.
El relato empieza con jijís y jajás por todas partes, como era de esperar de una nación atestada de borrachos, supersticiosos y demás fauna variada. Pero, a medida que va avanzando en el camino, las cosas se van mostrando más en sintonía con lo que otros reporteros ya recogieron en sus crónicas previas. Aleksiévich, Grossman o Chaves Nogales entre otros destacaron el sufrimiento del pueblo ruso durante la guerra, pero ¿y después? Tras la disolución de la URSS, nadie sentía necesidad de reprimir su sexualidad en favor de la supervivencia ni administrar la carne de sus hijos muertos para poder comer durante el invierno. Afortunadamente, eso pasó.
Hugo-Bader encuentra otra cosa durante su viaje, algo que tal vez esperásemos, pero hacia lo que volteamos la cara en busca de historias más de nuestro siglo. En El delirio blanco, que es como se ha traducido al castellano, nos muestra una realidad cruda y sin maquillaje que disimula lo mal que Rusia se ha tratado a sí misma durante un tiempo que creyó encaminado a un futuro fantástico y maravilloso, y sin enfermedades ni nada que no pudiera ser arreglado con una pequeña dosis de colores de unicornio. Algo vamos asentando la cabeza ya cuando entramos de lleno en el capítulo de la entrevista con Miss Seropositiva, la chica con VIH que fue modelo de una campaña publicitaria para la prevención de la transmisión del VIH. Parece algo muy redundante, pero cuando tratamos con los rusos, y con Miss Seropositiva, sobre todo, nos encontramos con que follar con condón es poco menos que escupirse uno en la cara y perder el respeto por uno mismo y por la persona con la que se comparte el coito.
El mundo al revés, ¿verdad? El camarada Kaláshnikov nos recuerda amablemente que no, que de rarezas está el mundo lleno, pero fuera de sus fronteras. En un mundo civilizado, si alguien tiene un accidente en carretera, lo natural sería desconfiar y huir mientras el acelerador del coche funcione. Y que efectivamente sea así, porque, si te detienes a ayudar, un bulto agazapado entre la nieve te asaltará y se acabó la carretera para ti mientras el accidentado resucita para llevarse tu vehículo.
Pero no todo son anécdotas ni chascarrillos a lo largo de la crónica. No hay adjetivo que sea capaz de plasmar la ansiedad y miedo que describe en torno a las zonas de pruebas nucleares por las que pasa —porque esa es otra, revienta el contador Geiger y el tipo sigue adentrándose en el infierno de Dante—. Nueve epígrafes tiene el capítulo dedicado a ello y, como en la Divina comedia, a medida que profundizamos en ellos van apareciendo peores muestras de dignidad humana —no encuentro eufemismo más suave para lo que he leído—. Los periodistas del 57 creían que el cáncer se erradicaría en el futuro como la tuberculosis, y que, con una píldora, todo arreglado. Los cánceres que describe Hugo-Bader en las proximidades del Polígono —la zona de pruebas por la que pasa— harían perder toda esperanza a la medicina actual si la radiación normal fuera la que allí refulge. Ojalá me equivoque, pero ese reportero ha debido ver tumores que ni imaginaríamos.
El título del libro, como uno puede sospechar, recae en la responsabilidad rusa para dar la talla con los abusos del vodka. Lo que tal vez alguien se esté preguntando es por qué demonios considero El delirio blanco el único libro de lectura obligatoria junto a la Historia de la Revolución rusa de Trotski. Si bien es un documento menor, lo que narra es simplemente todo lo que les falta a los libros supuestamente imprescindibles: la realidad de a pie de una sociedad machacada y subsumida bajo el control mental durante la época soviética; El delirio blanco es un parque temático de lo que ha quedado de la Rusia postsoviética, y es una verdadera lástima que haya pasado desapercibida la edición de Dioptrías —aunque ha alcanzado las nada desdeñables cuatro cifras de venta— entre tanta investigación de chichinabo, recurrente y oportunista.
No obstante, y mientras no nos toque a nosotros, ¡que viva la Revolución!
Chevengur
Svetlana Aleksiévich sí que ha descrito con sus miles de entrevistas lo que ha ocurrido tras el final de la era soviética. No entiendo por qué dice que sólo ha tratado en sus obras del sufrimiento durante la guerra (en especial en La guerra no tiene rostro de mujer). Víctimas de Chernóbil o El final del Homo Sovieticus son sólo un ejemplo del estado en que la era soviética ha dejado a los rusos. Conviene leerla para saber los traumas que dejó la Revolución en la Rusia postsoviética y cómo vivieron los rusos la transición, entre desolación, abandono, oportunismos y miserias.
Excelente articulo. El fin del homo sovieticus sin duda mi vademécum
Le recomiendo La Revolución Rusa de Chistopher Hill ( creo que es de Ariel).Un clásico.
Según su «visión», las enfermedades más graves como el cáncer o el VIH desaparecerían con pirulas…
Dudo que dijeran eso porque el VIH no se conocía en 1957.
Que duro debe haber sido vivir en Siberia.
He leído el delirio blanco y es acojonante.