En el estreno de Toro Salvaje, la famosa película que Martin Scorsese había rodado en torno a su vida y carrera, Jake LaMotta se sentó en una butaca junto a su exmujer Vickie, que también aparecía retratada en el film. Abrumado por el brutal retrato que de él mismo se veía en la pantalla, y cuando la proyección todavía no había terminado, LaMotta se giró hacia Vickie y, con un susurro, le preguntó: «¿De verdad yo era así?». Vickie, sin inmutarse, respondió: «Eras aún peor». LaMotta tardó en asimilar lo que acababa de ver, pero al final cedió a la evidencia: «La película me hace quedar mal. Pero después me di cuenta de que contaba la verdad. Yo era así. Ahora ya no lo soy, pero entonces sí era así. Era un pedazo de cabrón».
A Scorsese, él mismo lo confesó, ni siquiera le interesaba el boxeo. «Jake quizá cree que la película trata sobre él, pero no. Es sobre una brutalidad que puede ocurrir en cualquier sitio: sobre el ring, en un dormitorio, o en una oficina». La idea de dirigir Toro Salvaje le había venido de Robert De Niro, quien leyó la autobiografía de LaMotta mientras trabajaba en el rodaje de El Padrino. El actor le habló del libro y de la fascinación que había sentido por el personaje de LaMotta. Scorsese compartió aquella fascinación, y en Toro Salvaje pretendía plasmar la historia de un hombre brutal y excesivo, pero no por el hombre en sí, sino por el concepto mismo de la violencia desatada y su origen. LaMotta, en efecto, parecía troquelado a propósito para construir un drama en torno suyo. «Es un hombre elemental», dijo Scorsese, y el propio boxeador rememoraba así sus años jóvenes: «Era un niñato, bueno para nada». Como individuo, LaMotta fue cuestionable y excesivo durante una buena parte de su vida; carismático siempre; simpático, franco, directo, y también agreste, difícil, veteado de defectos. Nunca intentó ocultar quién había sido, ni las máculas que salpicaban su trayectoria. El cine, que todo lo invade cuando la imaginación colectiva sucumbe a sus encantos, terminó de hacer casi imposible el poder desligar al deportista del personaje. Jake había participado de forma activa en la producción de la película; él mismo ayudó a entrenarse a De Niro, con quien disputó cientos de asaltos de entrenamiento, y de quien dijo que podría haber sido boxeador en otra vida. Se tomó con deportividad, aunque no sin saborear el vinagre de la verdad sobre sí mismo, el que sus actos, en especial los menos edificantes, quedasen inmortalizados en celuloide. No así, por cierto, su hermano Giuseppe LaMotta, «Joey», que demandó a la productora, disgustado con la descripción que el guion y Joe Pesci habían perfilado en torno a su figura. Pero Jake no desmintió nada ni trató de escapar de su propia sombra.
Giacobbe LaMotta, que así era su nombre completo, creció en Manhattan, en un edificio infestado de ratas: «Durante la infancia, la pobreza no te afecta, porque crees que el mundo entero es así». Y, lo que era peor, creció rodeado de violencia desde muy pequeño. Su padre, un frutero siciliano, le pegaba; a él, a su madre y a sus hermanos. En las calles no encontraba mucha más paz, así que pronto se adaptó a ley de la selva que imperaba en su barrio; cuando unos matones del colegio se metieron con él, terminó persiguiéndolos, picahielos en mano, dispuesto a demostrar que era más peligroso que cualquiera que pretendiese infundirle miedo. De ahí a la delincuencia juvenil, el camino fue como un tobogán engrasado. En una ocasión dejó inconsciente a un corredor de apuestas, golpeándolo con una tubería de plomo, para robarle el dinero. Sus andanzas terminaron llevándolo a un reformatorio donde, como algunos otros púgiles célebres, aprendió a boxear y consiguió canalizar sus energías hacia un camino más positivo, cuyo destino irremediable ya no era la cárcel, sino el triunfo deportivo. Eso sí, también como púgil tuvo sus momentos oscuros. En una ocasión, perdió un combate a propósito a cambio de dinero y de una oportunidad para disputar el título mundial. Investigado por las autoridades federativas, puesto que nadie se creyó aquella derrota, dijo que había perdido por culpa de una rotura de bazo que se había hecho mientras entrenaba. Fue inhabilitado durante varios meses y se le impuso una fuerte multa, mil dólares de la época, por haber peleado ocultando que padecía una lesión. Sin embargo, tiempo después, durante una vista ante la comisión del Congreso que investigaba los amaños en el boxeo, tuvo que reconocer por fin que había hecho un pacto con el conocido mafioso Frank «Blinky» Palermo y que había fingido sufrir un KO. Tampoco muy edificante fue aquella pelea en la que, deliberadamente, hizo lo posible por llenar de marcas el rostro de su rival, Tony Janiro, solo porque su mujer, de manera casual, había comentado que le parecía «guapo».
Su carrera como boxeador, pese a todo, fue brillante y épica. Juzgar al hombre es una cosa; juzgar al deportista, otra distinta. La música de Wagner no pierde estatura porque su autor fuese un individuo sin escrúpulos, ni las partidas de ajedrez de Alexander Alekhine son menos bellas porque el antiguo campeón mundial simpatizase con el repugnante partido nazi. Jake LaMotta, que durante sus últimas décadas reconoció que había sido un mal ejemplo en tantas cosas, fue otras veces un buen ejemplo, en especial sobre el cuadrilátero. Era un luchador, en el sentido literal y en el sentido metafórico del término. La leyenda, inexacta pero no por ello indigna, cuenta que nunca fue tumbado; en realidad, sí besó la lona más de una vez, pero eso no desmerece el espíritu combativo del «Toro del Bronx». Esa leyenda tenía un fundamento; LaMotta siempre atacaba, siempre lo daba todo, y aguantaba ráfagas de golpes que hubiesen tumbado a muchos otros hombres. Su pundonor competitivo era difícil de igualar. Hoy hablamos de Michael Jordan, de Rafael Nadal, y con razón, pero lo del Toro del Bronx estaba en otro nivel, y en ocasiones rayaba la insensatez suicida. Su antiguo entrenador, Al Silvani, dijo que LaMotta era más peligroso cuando estaba más metido en problemas: «Se quedaba arrinconado contra las cuerdas, hacía como que estaba inmóvil como una zarigüeya, y de repente, y esto no es una exageración, te lanzaba siete, ocho, nueve, diez ganchos de izquierda». Todos los boxeadores profesionales son duros, pero Jake LaMotta entraba en una categoría especial de dureza. De sus ciento seis combates, ganó ochenta y tres; perdió diecinueve, y solamente en cuatro de ellos no consiguió llegar a la campana final.
Más que por ninguna otra cosa, la historia lo recordará por su rivalidad con el que, para muchos, fue el mejor boxeador de todos los tiempos: Sugar Ray Robinson. Si rebuscan entre la prensa especializada, verán que en casi todas las listas de los más grandes púgiles de la historia, Robinson ocupa a menudo el primer lugar, eclipsando a colosos como el mismísimo Muhammad Ali. Pues bien, LaMotta y Robinson pelearon nada menos que seis veces, entre 1942 y 1951; el Toro del Bronx perdió cinco de ellas, pero pudo presumir de haber sido el primero en derrotar al divino Ray, que hasta ese momento había contado por victorias todos y cada uno de sus primeros cuarenta combates. De hecho, LaMotta fue el único boxeador capaz de ganar a Robinson cuando este se encontraba en su cénit. Con su modestia habitual, que esto sí lo tenía, LaMotta diría: «Tuve suerte de ganar aquella pelea», aunque no se olvidaba de recordar que, en otro de sus enfrentamientos, la decisión de los jueces, que le otorgaron a Robinson la victoria, le parecía más que discutible. Así era él: atribuía a «la suerte» su victoria sobre el más grande, y reclamaba para sí lo que en el historial contaba como derrota.
La guerra entre ambos púgiles fue una de las grandes rivalidades en cualquier deporte, pero no estuvo marcada por el rencor. Media docena de batallas entre dos hombres sobre el cuadrilátero son muchas batallas, pero ambos ironizaban al respecto, y con buen tono. Robinson dijo: «Nos enfrentamos tantas veces que estábamos a punto de casarnos. Pero, ya sabes, golpeabas al tipo con todo lo que tenías, y él reaccionaba comportándose como si estuvieses loco». LaMotta, con un evidente aunque divertido juego de palabras, también hizo su propio resumen: «Peleé tantas veces contra Sugar que me sorprende no haber terminado con diabetes». Y eso que el sexto y último enfrentamiento entre ambos terminaría siendo bautizado como «la masacre de San Valentín», debido al inhumano castigo que un agotado pero contumaz LaMotta soportó durante los asaltos finales, negándose a caer, como quien tuviese sobre sus hombros el destino del mundo entero. Parecía, como tantas otras veces, pero aún más, un hombre dispuesto a soportarlo todo sobre el cuadrilátero: «Peleaba como si estuviese metido en una jaula y su vida dependiera de ello», dijo de LaMotta el mítico entrenador Ray Arcel. Cuando el árbitro tuvo por fin el buen juicio de detener la pelea en el decimotercer asalto, el Toro hacía, más que nunca, honor a su sobrenombre. Era ya poco más que un saco de entrenamiento para Robinson, pero se mantenía en pie, para asombro (y, por qué no, espanto) de los espectadores. LaMotta perdió, pero sobrevivió: «Los tres boxeadores más duros a los que me he enfrentado han sido Sugar Ray Robinson, Sugar Ray Robinson y Sugar Ray Robinson». También Ray reconoció el espíritu de LaMotta: «Jake nunca paraba de venir hacia ti, nunca paraba de lanzar golpes, nunca paraba de hablar». En cualquier caso, y teniendo en cuenta que Robinson se retiró con ciento siete KO a su favor, Jake tenía motivos para sentirse satisfecho cuando recordaba que el mejor peso medio de la historia nunca lo mandó a dormir, ni siquiera durante aquel tremebundo 14 de febrero: «Pero Robinson nunca me tumbó, ¿verdad?». Sonreía de oreja a oreja siempre que lo recordaba.
LaMotta consiguió ceñirse el título de los pesos medios después de años batiéndose el cobre entre las doce cuerdas; se lo arrebató al francés Marcel Cerdan, quien, por cierto, nunca pudo disputar la revancha. Cuando Cerdan regresaba a Estados Unidos para volver a pelear contra LaMotta, el avión de Air France en que viajaba se estrelló contra una montaña de las islas Azores; los cuarenta y ocho ocupantes del aparato murieron. Hacia el final de su carrera, LaMotta dio el salto a la división de los semipesados con irregulares resultados, pero cabe hacer notar que nadie volvió a ganarle por KO después de que lo hubiese hecho Sugar Ray. Pero insisto, ningún cinturón de campeón alcanza para describir lo que LaMotta era sobre la lona: un gladiador.
Jake LaMotta ha muerto a los noventa y cinco años; muchos más, quizá, de los que él hubiese esperado durante su juventud. Era una de las últimas leyendas vivas de una era que ya suena a mitología clásica; la era del boxeo novelesco, de aquellas epopeyas deportivas y humanas en las que se confundían el cuadrilátero y la vida, de un boxeo que era literatura por escribir. Quizá se deba a la perspectiva del tiempo, pero aquellos púgiles, sus biografías, sus circunstancias, sus éxitos y fracasos, sus rivalidades, sus ascensos y sus hundimientos, se han convertido en metáforas y arquetipos, como sucede con las grandes novelas del pasado. El Toro del Bronx era bien consciente de la naturaleza poliédrica de su legado; de sus heroicidades, como de sus villanías; de sus logros, como de sus equivocaciones; del peso de sus orígenes y de su infancia sobre toda una existencia repleta de tormentas. La madurez, mejor o peor, alcanza a todos los que viven lo suficiente, y LaMotta, como ha empezado a hacer Mike Tyson después que él, empezó a mirarse en el espejo, o a mirar en el espejo aquello que aún quedaba de su pasado. De lo que aprendía sobre sí mismo nos hablaba a los demás. No fue un intelectual, ni un santo, pero había vivido mucho y con mucha intensidad, sus mensajes rara vez estaban vacíos; hay quien pasa por el mundo sin aprender las lecciones de lo vivido, y hay quien las aprende a fuerza de golpes, para después transmitirlas como mejor es capaz. En su vejez, escuchar a un hombre como LaMotta no hubiese tenido tanto sentido si hubiese sido un hombre perfecto. Merecía la pena escucharle precisamente porque había estado muy lejos de ser perfecto, y él lo sabía muy bien. Fue protagonista y testigo de una época fabulosa que otros hemos conocido en blanco y negro, o en tinta sobre papel, pero que él vivió en sus carnes, y nunca mejor dicho. Se ha ido, pero siempre nos quedará ver sus combates, y aprender la primera, y no sé si la más importante, de sus lecciones: no importa cuánto o cuán fuerte te golpeen, sino lo dispuesto que estás a no permitir que te tumben.
«Para ser un campeón, tienes que creer. Y no quiero decir “creer”. Quiero decir creer, creer, creer». Jake LaMotta, 1922-2017. Descanse en paz.
Quién pudiera reír como llora Jake LaMotta.
Aquel artículo de Rubén Uría es probablemente el mejor homenaje que se le puede hacer al raging bull. Releerlo, y citarlo, como hace usted. Aunque para ser un homenaje al boxeo, y a LaMotta, debería incluir 15 capítulos, y no 12.
LaMotta en el 12º asalto aún estaba calentando…y su prolongada vida ha demostrado que la metáfora es ajustada.
Bravo.
Lo reconozco, cuando leí la noticia de su muerte, me pregunté cuánto tardaría Jot Down en sacar su artículo sobre él. No os llamo previsibles, sino acertados, por la magnitud del personaje, -alimentada por la grandiosa película de Scorsese-, y por la elección de su autor, sin olvidar, más bien felicitarle, por la calidad del artículo. Me has dejado con ganas de más, como le dice a Sugar en el film, sigo en pie esperando leer más..
-»Eh, Ray, yo no me he caído, no me has derribado, Ray…me oyes, no me has derribado, Ray.
Bravo.
Una frase grandiosa: no importa cuánto o cuán fuerte te golpeen, sino lo dispuesto que estás a no permitir que te tumben.
E.J, eres quien ha logrado aficionarme al boxeo con todos tus artículos sobre el tema, especialmente los de Tyson, y hoy en día incluso entreno a boxeo.
Estaría bien un artículo sobre la evolución reciente del mundo del combate. Parece que el boxeo va a la baja y disciplinas como el MMA o BJJ se están imponiendo.
De modo, que la virtud principal de este hombre en la vida fue la de encajar golpes y más golpes sin caerse, al tiempo que repartía a su vez todos los que podía a otro como él. Por lo expuesto aquí, en los ratos en los que no estaba subido a un ring, se limitó a ser un miserable y parece ser que también en eso fue un «campeón», motivo por el que aquí hay tantos celebrándolo. ¡Muy bonito!
Consola Remellers : Eres como Pilar Rahola.
Gracias por seguir escribiendo de boxeo,yo me aficionè al boxeo cuando vi
en 1963 a José Legrà en el Frontón Fiesta Alegre derrotar a Ben Layachi y
me di cuenta que el boxeo era el noble arte por mucho que digan los moralistas.
Excelente, entretenida, atrapante narración de la vida de un gran luchador. Creo que un personaje como Marcel Cerdan, con su pluma, sería también una fascinante nota.
Felicitaciones y un buen 2021, que con poco lo será..