Shortcuts. En los arcenes de un país en guerra
La verdad es que no está nada mal, doce dólares la noche por una habitación con ventilador y baño compartido con nadie; somos los únicos huéspedes del único hotel de Kobani.
La ciudad «mártir» kurda por antonomasia es parada obligatoria para todo aquel que viaja camino del frente de Raqqa (hablaremos de la burocracia de la guerra otro día), pero también para los que la visitamos antes y durante el desastre de 2014. Hoy es el después; los restos de aquella brutal batalla librada contra el monstruo asoman entre calles y casas reconstruidas. O al revés: lo nuevo brota entre el escombro.
«Aquí había un cráter gigante», hemos comentado donde hoy hay una plaza. Los restos de aquel coche bomba seguían en su sitio, a pocos metros del paso de la frontera turca. Lo mismo que los de ese otro que volaron hasta el segundo piso de un edificio sin tripas.
Hemos visto ropa tendida entre el escombro, pero también colgada en las perchas de las tiendas del bazar. «Todos los días vemos algo nuevo», nos decía Jalid, el chavalote con el que hemos pasado todo el día. Aunque queda mucho por hacer, el que haya trece escuelas y un huevo de casas de té, o incluso un centro para mujeres que huyen de la marginación endémica a esta parte del mundo, no es noticia. Al mundo le importa un cojón Kobani. Supimos dónde estaba porque el ISIS la puso en el mapa, como Mosul en Irak, o Sirte en Libia. Nos hemos acostumbrado a que nos escupan la destrucción en directo catódico, sin contexto ni vaselina. Lo que ocurra en el antes y el después ni siquiera es historia.
Hemos hablado de todo esto en el comedor del hotel Kobani en el que, como en muchas otras estancias de la ciudad, preside un retrato de Arin Mirkan. ¿Recordáis a aquella chavala kurda que prefirió morir llevándose por delante a unos cuantos hijos del monstruo antes que caer en sus manos? Arin es una heroína y le han hecho una estatua gigante, y alada, a la entrada oeste de la ciudad.
También ha salido el tema de John Cantlie, periodista freelance inglés al que el ISIS convirtió en su corresponsal de guerra, suponemos que bajo coacción. Tras cuatro años en el infierno, seguimos suponiendo, dicen que murió en Mosul el mes pasado. Junto a las de Alepo o Mosul, Kobani fue una de sus coberturas.
Hemos pagado seis dólares por una cena que incluía pollo, ensalada, humus y ese yogur líquido que los kurdos llaman «dau». A diferencia de en otras partes de nuestro periplo, la plantilla del hotel Kobani no nos ha resultado especialmente hospitalaria. Como ocurre con el turismo, las masas de periodistas acaban con la paciencia y la curiosidad de los desgraciados que sufren la guerra a diario.
Pero aquí es lo contrario: hace años que no viene nadie, y quizás ellos sigan viendo el comedor vacío.