En junio de 1936, cinco meses después de que Eduardo VIII (1894-1972) accediese al trono británico, el semanario argentino Caras y caretas revelaba algunos detalles sobre su real asiento. «El trono inglés se compone de dos piezas: el sitial del monarca, vetusto sillón cubierto por rico y artístico dosel, y otro asiento, mitad sillón, mitad taburete, para uso de la cónyuge del soberano, o para el rey consorte si el reinado corresponde a una dama». Cuando su abuelo heredó la Corona en 1901, pidió que el taburete fuese sustituido por un sillón idéntico al suyo. Para cumplir su deseo sin romper la tradición —«la suprema jerarquía del monarca exigía que ningún asiento igualase al suyo en elevación»—, los artesanos fabricaron un trono una pulgada y media más pequeño que el original.
El asiento fue retirado cuando su nieto se puso al frente del último gran imperio colonial. El soberano tenía cuarenta y un años y estaba soltero, algo que no ocurría desde hacía dos siglos. «Habrá que esperar a que se case para volver a colocar el asiento correspondiente a la futura consorte», escribía el cronista Francisco Grandmontagne sobre la butaca que habían ocupado Alejandra de Dinamarca y María de Teck, la abuela y la madre del rey. «Aunque rebajado en pulgada y media, el sillón ofrece gran atractivo a las numerosas princesas en estado de merecer existentes en las cortes europeas». La coronación se celebraría en mayo de 1937: un aplazamiento que daría tiempo al monarca para elegir esposa «entre las muchas dispuestas a compartir el tálamo real (su cama)».
Pero Eduardo VIII ya tenía una esposa, la de otro hombre. Y si el periodista hubiese estado en Londres y no en San Sebastián, desde donde firmaba la crónica, habría sabido que se trataba de Wallis Simpson (1896-1986), una americana divorciada, casada por segunda vez y «en el otoño de su belleza». La aristocracia sabía de su existencia desde hacía años, pero los medios británicos callaron hasta que la situación fue insostenible. El rey abdicó en diciembre de 1936. No había ley divina ni humana que aceptase como reina a una arribista americana, de origen humilde y con dos caballeros a sus espaldas. Jorge VI inventó un título honorífico para su hermano, el ducado de Windsor, pero le prohibió volver a Gran Bretaña a menos que fuese invitado. Eduardo y Wallis se casaron en el exilio. No volvieron juntos a Buckingham Palace hasta 1967.
La lectura sentimental de los acontecimientos es que el monarca abdicó por amor: «¡La novela romántica del rey!», titulaban los periódicos tras su renuncia. Pero la evidencia histórica demuestra que ni sabía ni quería reinar, y que su indisimulada simpatía por la Alemania nazi (1) era una amenaza para la política internacional británica y, con el paso del tiempo, para la supervivencia de la democracia en Europa. Los biógrafos discuten sobre si Wallis fue la causa fatal o la excusa perfecta para apartar a Eduardo del trono. Una revista resumía el enredo después de su abdicación: «Si la edad de la señora Warfield [su apellido de soltera] hace que, pasados algunos años, el idilio se trunque, siempre tendrá el exrey que agradecer a su actual amiga el haberle liberado de una responsabilidad demasiado grave para él».
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Eduardo era el niño golfo de la Corona. Su familia y amigos lo llamaban David, el último de sus siete nombres. Estudió en academias navales y pasó por Oxford sin pena ni gloria. Aprendió a respetar a la muerte en la Primera Guerra Mundial, pero no le dejaron luchar. Durante los años veinte y treinta recorrió los Dominios británicos: Australia, Sudáfrica, la India… «¡El mejor agente comercial del imperio!», le decían. Tenía fama de seductor y de esnob: llevaba trajes estrechos, pañuelos de seda y calcetines de rayas. Con treinta años seguía comportándose como un adolescente, era mujeriego y débil de carácter, un candidato más que dudoso al trono de Inglaterra. «En su búsqueda desenfrenada de vino y mujeres, y de cualquier capricho egoísta que tenga a cada momento, se está lanzando en brazos del diablo», se quejaba su secretario, Alan Lascelles, en una carta dirigida al primer ministro Stanley Baldwin después de un viaje a Canadá en 1927. Nada que ver con su hermano Alberto, un crío discreto y tartamudo que terminaría sustituyéndolo en el trono. Su dificultad para hablar inspiró la película El discurso del rey (Tom Hooper, 2010).
Wallis Simpson conoció al príncipe de Gales en enero de 1931, en una fiesta organizada por la vizcondesa Thelma Furness, amante de Eduardo (2). La enjuta norteamericana estaba casada con el empresario Ernest Aldrich Simpson y ambos tenían un divorcio en su haber. En el caso de ella se trataba de un piloto estadounidense alcohólico, ausente e infiel. Su segundo marido le garantizó un buen trampolín en la vida social londinense. Durante los tres años siguientes, el príncipe estrechó su relación con los Simpson y les abrió las puertas de Fort Belvedere, su casa de campo y picadero al este de Londres. En enero de 1934, la vizcondesa se fue a Nueva York durante tres meses. Días antes de partir, las dos mujeres se encontraron en el Ritz y hablaron sobre el príncipe. Según la señora Furness, Wallis le comentó que «el pequeño hombrecito» iba a estar muy solo. «Bueno, querida, cuida de él mientras estoy fuera», respondió ella. La señora Simpson prometió que lo haría, «pero dudaba de que él estuviese necesitado de consuelo», bromeaba en sus memorias.
Eduardo visitaba cada vez más la casa de los Simpson en Bryanston Court, cerca de Hyde Park. Muchas noches, Ernest se retiraba pronto y Wallis se quedaba con el príncipe hasta la madrugada. En agosto de 1934, la mujer se fue de crucero con Eduardo y algunos de sus amigos. El señor Simpson no fue con ellos. Durante el viaje, la tía de Wallis presenció las insinuaciones del príncipe. ¿Qué opinaba su marido de aquello? «Se siente halagado por la atención del príncipe», respondió ella. El príncipe «era agotador» y Ernest había llorado alguna vez porque estaba celoso, pero tenía la situación «bajo control». Un informe policial desclasificado en 2003 aclara el origen de su paciencia: la situación económica del matrimonio había empeorado tras el Crack del 29 y el señor Simpson esperaba obtener «algún beneficio» de su amistad con el príncipe. «Ha mencionado que espera que le nombren barón. Es muy hablador cuando bebe». Wallis estuvo bajo vigilancia desde que empezó su amistad con el futuro rey. El documento revelaba otro detalle valioso: en 1935, Wallis «se mostraba celosa» de una mujer que Eduardo había conocido durante una visita en Austria. «Mrs. Simpson teme perder el afecto del POW [prince of Gales], algo que quiere evitar por motivos financieros. Es extremadamente cuidadosa y está pasando todo el tiempo posible con POW y manteniendo a su amante secreto en segundo plano». Bingo. Su conquista era un vendedor de coches llamado Guy Marcus Trundle. Según los agentes era un tipo «aventurero, atractivo, bien educado y buen bailarín».
Los corrillos hablaban de otro documento improbable, el dossier China. El informe recogía los pormenores de un viaje de la joven Wallis a Hong Kong, donde habría aprendido las exóticas técnicas sexuales con las que había embaucado al príncipe. Todo el mundo lo había leído pero nadie lo había visto. Para Michael Bloch, editor de The Letters Of Edward And Wallis (1992), la rendición del monarca respondía a otros motivos: «Sus cartas eran infantiles, imploraban afecto y protección. Las de ella eran sensibles, cariñosas, reprobatorias, posesivas…». Habían establecido una relación madre-hijo. La propia Wallis se referiría a Eduardo como «Peter Pan» cuando hablaba con su marido. El historiador británico Michael Alpert se suma a la teoría del trauma infantil: «Un psicólogo diría que su obsesión con Wallis Simpson, fuente de su masiva carga de resentimiento contra su familia, tuvo su origen en los comportamientos de sus padres, Jorge V y la reina María, quienes habían sido incapaces de mantener relaciones naturales e íntimas con sus hijos. La reacción del futuro Jorge VI fue el tartamudeo; la del príncipe de Gales, contrariar a su padre». En noviembre de 1934, Eduardo invitó a Wallis a una fiesta en Buckingham Palace. Su padre se negó a conocerla y prohibió su entrada en la Corte. Su hermano Alberto y su esposa la evitaron a toda costa.
El duque siempre dijo que nunca durmió con ella hasta después de su matrimonio, pero el personal de Fort Belvedere los había visto juntos en la cama. En septiembre de 1934, sir John Aird apuntó en su diario que lo había visto recién levantado y «¡¡con su labio superior todo rojo!! Es lo que es y no hay duda». El príncipe estaba cegado por la señora Simpson. La inundaba de joyas y la llevaba de vacaciones sin el señor Simpson (varias veces en 1935). «La seguía como un perro», «era su esclavo», observaban con disgusto sus consejeros y secretarios. Al menos estaba feliz y bebía menos que antes. «Necesitaba una mujer que le dirigiese, incluso le dominase», explica Michael Alpert. Alguien que se sentase una pulgada y media por encima de él. Los biógrafos coinciden en que Eduardo estaba obcecado y Wallis no estaba enamorada. «Al principio estaba deslumbrada por el glamour real, después se sintió genuinamente atraída por su encanto. Era agradable y sensible, pero no le quería. Sentía devoción por él, era protectora, era leal, pero nada más», resume Philip Ziegler (Edward VIII. The Official Biography, 1990).
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Jorge V falleció en enero de 1936. Si el rey hubiese vivido seis meses más, el príncipe habría renunciado a la Corona antes de que cayese en sus manos. El reinado comenzó fuerte: el nuevo soberano faltó a uno de los actos de su proclamación para verlo desde una ventana junto a su «ramera yanqui».
Eduardo nunca se había interesado por el papeleo, pero cuando accedió al trono pidió revisar los documentos cotidianos del Gabinete de ministros. Muchas cajas no las abría y otras desaparecían durante semanas. El Gobierno empezó a preocuparse: no sabían «quién en su “exótico círculo” había tenido acceso a los documentos», pero estaban alarmados por «las inclinaciones de su camarilla». Corría el rumor de que Wallis había tenido un romance con el embajador nazi en Londres, Joachim von Ribbentrop, pero «nunca se encontró nada en los archivos alemanes de la guerra que indicase que la señora Simpson, o cualquier otra persona, pasase al Gobierno alemán información obtenida de los papeles que guardaba el rey» (Philip Ziegler, 1990). Dos cosas sí eran ciertas: que varios agentes extranjeros estaban al tanto de su relación —«el rey discute con ella todos los asuntos»— y que el monarca ignoraba sus compromisos para estar con Wallis.
En febrero, Ernest, que se había mantenido en silencio mientras Eduardo «patrocinaba» sus negocios, le preguntó directamente si pensaba casarse con su mujer.
¿Crees que sería coronado sin Wallis a mi lado?.
En mayo, el matrimonio Simpson apareció en público por última vez; Ernest se fue de casa en julio; los amantes se pasearon por el Mediterráneo en verano; el rey alquiló una casa para su futura esposa en octubre… Un momento. En septiembre, Wallis pasó unos días lejos del rey y le envió una carta: «Estoy segura de que juntos provocaremos un desastre […]. Quiero que seas feliz. Estoy segura de que yo no puedo hacerlo y, honestamente, tampoco creo que tú puedas hacerme feliz». Quería volver con Ernest. El rey la llamó por teléfono y amenazó con cortarse la garganta. «Su romance se convirtió en una espiral que fue más allá de su control. No porque ella estuviese apasionadamente enamorada de él, sino porque sus súplicas desesperadas por ser liberada se encontraron con su chantaje emocional», opina Anne Sebba, autora de That Woman (2011). El libro contiene varias cartas inéditas que Wallis envió a Ernest entre 1936 y 1937. «No hay un día que no piense en ti […] Estoy pensando en escapar, quizá para siempre», le escribía. No quería casarse con el rey.
Los Simpson se divorciaron en octubre. El proceso fue una farsa. Ernest se había apartado silenciosamente y había empezado a salir con Mary Kirk, amiga de la infancia de su mujer y dama de honor en su boda. Para proteger el honor de Wallis y sortear la estricta ley inglesa, la pareja se dejó pillar in fraganti en una habitación de hotel. La ofensa del marido era incuestionable y Wallis obtuvo el divorcio provisional. La sentencia debía ser ratificada seis meses después, justo a tiempo para la coronación. Ernest y Mary terminaron casándose (y divorciándose).
El 16 de noviembre, Eduardo citó al primer ministro para hacerle una pregunta que el político no quería escuchar: ¿cómo podía casarse con Wallis? Como líder supremo de la Iglesia de Inglaterra no podía hacerlo con una divorciada; como rey, si lo hacía en contra de la opinión de sus ministros obligaría al Gobierno a dimitir y provocaría una crisis constitucional. Eduardo propuso un matrimonio morganático: Wallis sería su esposa pero no sería reina. La posibilidad fue rechazada por los ministros, los líderes de la oposición, los gobernadores de los Dominios, la reina madre y hasta Dios (a través del arzobispo de Canterbury). Uno de sus secretarios le recomendó casarse después de ser coronado. El rey rechazó la idea. «Asistir a la ceremonia de coronación albergando en mi corazón la secreta intención de casarme en contra del dogma de la Iglesia habría sido como ser coronado con una mentira en los labios», reconoció años después. El rey tomó una decisión: «No marriage, no coronation».
La prensa británica estaba impaciente: había hecho un pacto de silencio sobre la vida privada del rey, pero los periódicos americanos llevaban meses aireando la relación entre su compatriota y el soberano de Inglaterra. El 2 de diciembre se rompió el alambre. El obispo de Bradford, Alfred Blunt, dio un sermón en el que manifestaba su deseo de que el rey fuese «más religioso». Los editores vieron una clara referencia a su relación con Wallis y engrasaron las imprentas. La noticia dividió a los británicos, pero ganaban por mucho los enemigos del escándalo. Mientras todo esto ocurría, Theodore Goddard, abogado de Wallis durante su divorcio, viajaba a París para convencerla de que se apartase del rey. La americana había huido de Londres porque la «machacaban» en la Corte. Goddard volvió a Londres con una mala noticia: Wallis estaba dispuesta a desaparecer, pero él la seguiría a cualquier parte.
Eduardo VIII renunció al trono el 10 de diciembre. La abdicación se hizo efectiva al día siguiente. Esa misma noche la BBC emitió un discurso que, al parecer, había sido grabado horas antes: Baldwin no quería que Eduardo hablase en directo por miedo a que «cometiese una imprudencia».
Me ha resultado imposible soportar la pesada carga de la responsabilidad y desempeñar mis funciones como rey sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo […]».
Wallis escuchó el mensaje debajo de una manta; Eduardo embarcó en plena noche hacia el continente; Jorge VI concedió a su hermano el título de duque de Windsor, pero «ni su esposa ni sus descendientes» recibirían el tratamiento de Su Alteza Real.
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Los amantes estuvieron separados hasta que el divorcio de Wallis fue definitivo. «Solo unas líneas para decirte que te amo más y más, vida mía… tiene que haber un gran almacén de felicidad para nosotros después de estos meses infernales», escribía el duque en abril de 1937. Unos días después envió un telegrama a Hitler para felicitarle por su cumpleaños. Wallis recibió la confirmación de su divorcio en mayo. La pareja se casó el 3 de junio en el castillo de Candé (Francia), prestado por el millonario Charles Bedaux. Un clérigo inglés ofició el enlace en contra del criterio de la Iglesia anglicana. Ningún miembro de la Familia Real acudió al enlace.
Los duques visitaron al Führer en octubre y el Gobierno británico se preguntó si, después de todo, abdicar no era lo mejor que Eduardo había hecho por el imperio. Durante su viaje al retiro de Hitler en Obersalzberg (Baviera), el líder alemán se lamentó de que su renuncia había supuesto «una grave pérdida» para Alemania. Besó la mano de Wallis y el duque se fotografió con la cúpula del Tercer Reich y la mano en alto. En Londres, el saco de las afrentas estaba a punto de estallar. Cuando los alemanes invadieron el norte de Francia en 1940, el matrimonio se trasladó de París a Biarritz y después a España. Alemania pidió al régimen español que retuviese al duque y tratase de atraerlo a la causa nazi. Eduardo llegó a decir que «si se bombardeaba con eficacia Inglaterra» la paz llegaría pronto. La rocambolesca Operación Willi estaba en marcha: Hitler pensó en devolverle la corona y convertirlo en su «rey títere» si Alemania ganaba la guerra. Pero el duque se trasladó a Portugal en junio y Winston Churchill, primer ministro desde hacía un mes, aprovechó para nombrarle gobernador de las Bahamas y enviarlo lejos de Europa.
Después de la guerra el matrimonio regresó a París. El duque no volvió a ocupar ningún puesto oficial y la pareja se dedicó a la vida ociosa (con cargo a las arcas británicas). Cenaban con artistas y diplomáticos. Mimaban a sus perros pug. Eduardo asistió al entierro de su hermano (1952) y de su madre (1953). La esposa de Jorge VI culpó a Wallis de la muerte de su marido a los cincuenta y seis años: un cáncer de pulmón acabó con él, sin duda debido al estrés causado por el peso de la corona y a su adicción al tabaco para aplacarlo. Durante esa década, los duques hicieron caja con sus autobiografías: A King’s Story (1951) y The Heart has its Reasons (1956). En 1967, Wallis fue invitada a un acto con la familia real, el centenario del nacimiento de la madre de Eduardo. Isabel II, sobrina del duque, decidió concederle un lugar que se le había negado durante treinta años. También lo hizo en 1986, cuando Wallis falleció e Isabel permitió que fuese enterrada junto a su esposo en el cementerio de los reyes en Berkshire. Wallis lo había acompañado hasta su muerte en 1972. Enamorada o no, le fue leal.
Francisco Grandmontagne no se enteró de nada. Murió después de enviar la historia del taburete a Buenos Aires.
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(1) The Sun publicó en 2015 una película casera filmada en 1933 en la que Eduardo hacía el saludo nazi junto a su cuñada y sus sobrinas, la princesa Margarita y la futura Isabel II.
(2) El duque asegura que la fiesta fue en noviembre de 1930 (A King’s Story, 1951), pero los biógrafos coinciden en que se celebró el 10 de enero de 1931. Según sus memorias, la primera conversación que tuvieron fue sobre los sistemas de calefacción en Estados Unidos.
Para ver el transfondo de la extraña relacion con el nazismo, hay que tener en cuenta que la familia real inglesa tenia una fuerte relacion con Alemania
La famosa reina Victoria era hija de una princesa alemana, y fue casada con su primo el aleman Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. Por ello, por las normas tradicionales de la monarquia, la dinastia reinante en Inglaterra dejo de ser Hannover (a su vez, de origen aleman) y paso a ser la Sajonia-Coburgo-Gotha.
Durante la I guerra mundial contra Alemania, el nieto de Victoria Jorge V se cambio el nombre para disimular el hecho de que los monarcas de Inglaterra eran alemanes y que el kaiser era familia, y se inventaron que se llamaban la casa de Windsor, que llega hasta hoy.
La propia esposa de Jorge V y madre de nuestro protagonista Eduardo VIII era inglesa pero de origen aleman tambien.
Por ello no es extraño que Eduardo (y quizas otros) se sintiera bastante aleman, «ario» si lo que quieren ver de esa manera, y tuviera simpatias poco disimuladas por un nacionalismo aleman.
Los propios cuñados del duque de Edimburgo eran príncipes alemanes ligados en mayor o menor grado al nazismo o al ejercito del III Reich.
Es normal, el marido de Isabel II Felipe es casi tan royal, como ella, todos sus familares tambien son reyes de algo. La familia materna es descendiente tambien de la reina Victoria (Isabel y Felipe son primos segundos). Y la familia paterna viene de los reyes de Grecia, los Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, que a su vez estan muy ligados a Dinamarca y diversos principados alemanes.
(con ese nombre de la familia, podemos entender por que a la reina Sofia aquí la pusieron simplemente «de Grecia»)
En las primeras páginas del espléndido libro que leí en italiano (desconozco como fue traducido en español), titulado “I cannoni d’agosto ₌ Los cañones de Agosto” que relata con maestría los preludios de la primera guerra mundial, la autora, Bárbara Tuchman, historiadora, se apresura para a hacernos conocer los lazos de parentela de todos los reinantes de los países que después entrarían en ese absurdo conflicto, incluido el zar de Rusia. En él se nombran los apellidos de las casas reinantes, como lo ha hecho usted, pero me ha quedado la duda del origen del vocablo Windsor. ¿De dónde lo sacaron?
Windsor es el nombre de una ciudad y un castillo-palacio que emplea la familia real inglesa desde hace mucho tiempo como residencia alternativa fuera de Londres, algo parecido a lo que pasaba en España con La Granja o El Escorial. Supongo que era un lugar que les traia amables recuerdos.
El rey de Inglaterra Jorge V y su primo el zar Nicolas II eran tan parecidos q eran casi gemelos (Nicolas II no descendia de la reina Victoria)
http://elzo-meridianos.blogspot.com.es/2011/04/el-zar-y-el-rey-de-inglaterra-primos.html
El enemigo de Jorge V, el kaiser, tambien era nieto de la reina Victoria, asi como Eugenia de Battemberg, esposa de Alfonso XIII y abuela de Juan Carlos I
El mayor problema de todo esto es que la reina Victoria fue portadora de hemofilia, que afecto a las casas reales rusas y española.
creo q proviene de la denominacion del castillo de Windsor. Parece ser q les propuso este nombre, para hacer olvidar a los ingleses su ascendencia alemana, un alto funcionario d la corona
Me parece que en efecto, fue así y que en realidad todos esos reyes eran de la rama Hannover, alemana.
De ese duque, y para su tiempo, siempre he admirado su habilidad para escurrir el enorme coñazo que debe ser hacer de rey, pero viviendo como un rey, casarse con alguien que realmente le gustaba y darse la vida padre. Yo lo aplaudo.
Un gran articulo de original perspectiva rico en matices y cuchicheos. Incidir un poquito mas en las conexiones entre la alemania imperial y la Britania Imperial de verdad habria sido de agradecer pero alargaria en exceso el texto.