Los zombis son una gran industria cultural. Literalmente, grande. En los Estados Unidos se estima su valor anual en una cifra que ronda los cinco o seis mil millones de dólares. Esto, hace tres décadas, resultaba impensable. Los zombis están en todas partes. Incluso triunfan por todo lo alto en la gran pantalla, cuando en otro tiempo eran el vagón de cola del género de terror. La fiebre cinematográfica de los zombis, la que aún vivimos, estalló en 2002, con las películas 28 Days Later y Resident Evil. También ha habido best sellers sobre zombis en el mundo editorial, ya fuesen novelas o cómics. La serie de TV más vista de los últimos años trata sobre zombis. Hace setenta u ochenta años, las películas de zombis eran el cementerio de elefantes para intérpretes que habían caído en desgracia o cuyas carreras nunca habían llegado a despegar. Y hace cuarenta años eran la plataforma donde buscaban empleo actores desconocidos que todavía no podían optar a otra cosa. Pero hoy hasta las mayores estrellas de Hollywood aceptan trabajar en una película en la que haya muertos vivientes, o «infectados», que viene a ser lo mismo.
La culpa de todo la tiene, la tenía, la tuvo y la tendrá un solo hombre: George Andrew Romero. He leído en varios sitios que Romero «inventó» el género cinematográfico de los zombis. Eso, dicho así, no es cierto. Ya se rodaban películas de zombis antes de que el propio George Romero naciera. Pero eso es casi lo de menos; también se hacía música antes de que naciese J. S. Bach, y Bach no inventó la música. Pero casi.
Existen dos tipos de cine de zombis, y casi diría que dos tipos de cine de terror: el de antes y el de después de Romero. Para ser más preciso, el de antes y el de después de Night of the Living Dead. Fue la primera, la más influyente, la más rotunda y, probablemente, la mejor de sus películas. Aquel largometraje lo cambió todo, pero Romero no lo sabía, ni tampoco lo pretendía. Como muchas ideas geniales, la suya fue producto de las circunstancias; Romero ha dicho una y mil veces que nunca pensó que su primera película fuese de zombis: «Para mí, los zombis eran aquellos muchachos del Caribe». Y tenía razón. Los zombis eran cuerpos, muertos o vivos, manejados por un brujo mediante el vudú; «monstruos de clase obrera», los llamaba él, «los que hacen todo el trabajo pesado mientras el amo vive en su castillo». Y aun así, su película, en la que no se mencionaba la palabra «zombi» ni una sola vez, hizo que el significado popular del término cambiase. Por más que él nos lo ha recordado, nunca le hemos hecho el menor caso, y en pleno 2017, zombis son lo que George Romero creó.
Los otros zombis, los auténticos, están en los libros de historia y en aquellas películas todavía más viejas que las suyas. Casi nadie recuerda ya lo que es un auténtico zombi, y Romero ha muerto sin dejar de recordarlo. Pero esa es la impronta de un revolucionario: su poder es tal que llega a escapar de sus manos. Él a sus muertos vivientes los llamaba ghouls, el término habitual que se usaba en Estados Unidos en los años sesenta para designar a criaturas salidas no se sabe muy bien de dónde. Pero porque no sabía cómo llamarlos: «Pensé que estaba creando un nuevo tipo de monstruo: los vecinos. Los vecinos que vuelven a por ti. Cuando ya no quede sitio en el infierno, los muertos volverán caminando». Una particular relectura de la frase de Sartre, aquella de «el infierno son los otros». Y no dejarán de serlo ni siquiera cuando hayan muerto.
Como sucede a veces con tipos abiertamente misántropos, George Romero parecía un tipo simpático. No demasiado simpático, que es marchamo sospechoso. Pero lo bastante como para que uno lo viese hablar y sintiese un agrado instantáneo. Quizá contribuía la cruda sencillez, propia de individuo mil veces decepcionado, con la que hablaba sobre sí mismo y sobre su carrera. Como cuando desde el principio, con la sonrisa culpable de un escolar travieso, se quitaba méritos respecto a aquella película que lo hizo entrar en la historia. Romero, siempre lo dijo, quería haber filmado una adaptación de I Am Legend, la novela de ciencia ficción de Richard Matheson. Como eso no estaba a su alcance, cambió los vampiros mutantes de la novela por muertos vivientes, simplemente para que Matheson no pudiera decirle: «Eh, me has robado la idea». Que se la había robado. Cuando ambos se encontraron, lo primero que Romero hizo fue levantar las manos («Como si yo pensara golpearle», recordó Matheson) y asegurar que no había ganado un dólar con su exitosa película. Matheson nunca le guardó rencor. Le dijo: «Bueno, mientras no te hayas hecho rico, está bien».
Si Romero no fue recordado como un plagiador es porque no lo era. Ya su primera película llevaba el sello del revolucionario. Imitó el argumento de Matheson, pero le dio una vuelta de tuerca. Situó la acción en una granja aislada. Cambió el momento de la novela, cuando el mundo ya ha sido invadido, por otro momento clave, cuando la invasión apenas acaba de comenzar y nadie sabe a lo que se enfrenta. Cambió el propósito del argumento: de explicar el cambio en la sociedad, la revolución inevitable y la resistencia también inevitable, a fijarse en los efectos devastadores que un cataclismo tiene sobre la frágil civilización. Romero describía la manera en que el miedo y la desesperación enturbian las relaciones entre seres humanos.
La película, realizada con medios paupérrimos, se convirtió en un éxito porque el público nunca había visto nada semejante. Y aun así, durante muchos años, George A. Romero fue una rareza, un cineasta al que no entendía casi nadie. Night of the Living Dead era otra rareza. De hecho, el mundo del cine tardó un par de décadas, o más, en empezar a imitar su revolucionario concepto. Hoy, 24 Days Later, The Walking Dead, World War Z, son meras reinterpretaciones de lo que Romero hizo en 1968. No, él no fue el creador del género de los zombis. Él fue simplemente el hombre que lo cambió de arriba abajo hasta dejarlo irreconocible.
Antes de Romero, los zombis cinematográficos eran meras herramientas en manos de seres malvados: brujos, magos, científicos dementes, nazis, criminales. Se los manejaba mediante el vudú, o mediante algún rito sustitutivo del vudú pero casi igual de mágico a efectos narrativos: la energía atómica, la hipnosis, la química, la intervención alienígena. Ese era el concepto tradicional de «zombi», un títere, así como el concepto tradicional de vampiro implicaba colmillos, beber sangre o morir de un estacazo. Los zombis, y casi todos los monstruos de la pantalla, eran una representación del Mal. Bien eran malvados ellos mismos, bien eran manejados por mentes malvadas, bien eran el producto accidental de la codicia, el egoísmo o la negligencia de la raza humana. A veces los monstruos no eran malvados ni productos del mal, pero se volvían peligrosos por culpa de la desesperación o el miedo, y como la criatura de Frankenstein, caían en el lado oscuro. Pocas amenazas del cine fantástico escapaban a la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Incluso los inescrutables pájaros de la famosa película de Hitchcock parecían tener una intención; las gaviotas y los cuervos no atacaban de manera irracional. Unas vigilaban desde el cielo, con paciencia, decidiendo dónde y cuándo iban a abalanzarse sobre los humanos. Los cuervos se reunían en torno a un colegio, esperando a que saliesen los niños, y hasta entonces permanecían inmóviles. Los pájaros de Hitchcock eran una mente pensante y la habilidad de Hitchcock consistía en tenernos en vilo respecto a su naturaleza: ¿eran realmente malvados, o se limitaban a enviarnos una advertencia sobre lo que le estábamos haciendo al planeta? La película insinuaba, pero no daba respuestas claras: en cualquier caso, el Mal representado por los pájaros tenía alguna razón de ser, aunque no se nos comunicara de manera expresa.
Los zombis de Romero, en cambio, no tenían un plan. No pensaban. Eran aún más irracionales que cualquier ave o mamífero. Despreciando el dolor y el peligro, actuaban movidos por un ansia irrefrenable de devorar carne humana. Sin premeditar, sin pretender, de forma automática. Los muertos vivientes de Night of the Living Dead no podían serte simpáticos, pero tampoco antipáticos. Poseían menos personalidad que un insecto. No eran nada. Eran un agente neutro de nuestra desgracia, o como decía Romero: «Era una especie de castigo; algo estaba sucediendo y no sabíamos el qué. Y no creí que fuese importante que lo supiéramos. Lo importante es que estaba sucediendo esta cosa extraordinaria, y que las personas estaban ahí, en el primer piso, en el segundo piso, viviendo esta agonía. ¿Quién es el jefe? Las personas se pelean entre ellas, cada cual pensando en sus propios intereses. Y eso es, en realidad, sobre lo que han tratado todas mis películas de zombis».
Este fue el gran hallazgo de Romero. Ideó una película de terror en la que no existía el Mal. Aunque se mencionaba la posible influencia de la contaminación atómica como origen del fenómeno de los muertos que volvían de la tumba, la hipótesis era presentada de manera deliberadamente peregrina, como si el propio guion nos impulsara a dudar. Nadie parecía responsable de la aparición de los muertos vivientes; estaban ahí, eso era todo. Aunque Romero inventó así el ahora llamado «apocalipsis zombi», es irónico. La palabra «apocalipsis», que hoy empleamos como sinónimo de fin del mundo, en realidad significa «revelación». Los zombis de Romero no constituían ninguna revelación; no eran Godzilla o las hormigas gigantes de Them! avisando sobre los peligros de la energía nuclear. Habían aparecido como si fuesen una enfermedad, o una catástrofe natural. No había un significado o un mensaje que extraer de su aparición. No tenían mucha más consciencia que un mosquito, pero tampoco nada ni nadie los manejaba. No se los podía culpar de sus acciones. No eran malvados. Por no merecer, no merecían ni el menosprecio: «nunca podría burlarme de los zombis; ellos nunca te engañan, ellos nunca te mienten».
El Mal, en Night of the Living Dead, eran los supervivientes de ese apocalipsis. Los propios protagonistas de la película. El concepto revolucionario de Romero fue el de utilizar los muertos vivientes como excusa para resaltar los peligros que entrañan los vivos; una idea que los publicitarios de The Walking Dead resumieron mucho después con la frase «combate a los muertos, teme a los vivos». Ese es el principio general que el género zombi heredó de Romero, un principio general que una vez asimiló —en algún momento que rondaba el cambio de siglo— ya no abandonó nunca. Todas estas películas, series, cómics y libros recientes en los que estamos pensando, transcurren en el mismo universo creado por Romero. 28 Days Later era casi un remake de Night of the Living Dead, aunque cometía el error capital sobre el que Romero siempre había advertido: los zombis no deben correr en una película, jamás. Sí, ya sé que eran infectados, pero si tiene usted más de quince años supongo que entiende que la diferencia es ninguna. El libro World War Z es como una elaboración extensa de algunas secuencias de la película, y toda la serie The Walking Dead es como la prolongación de su segundo acto del film, aunque sustituyendo casi todo el trasfondo social por elementos de melodrama y culebrón. En cualquier caso, ese es el mundo de Romero: la amenaza de los muertos vivientes es aterradora, sí, pero previsible. Son autómatas, y una vez los observas, sabes por dónde pueden salir. La de los otros seres humanos, en cambio, no es previsible. Los zombis te devoran, pero no se ensañan contigo; se limitan a saciar su hambre como buenamente pueden. Son los otros supervivientes quienes te pueden torturar, violar, esclavizar. Los humanos, a veces, ni siquiera necesitan ser malvados para hacerte daño; les basta con ser cobardes, o sencillamente con ser estúpidos. Quién puede olvidar el descorazonador final de Night of the Living Dead; parafraseando de nuevo a Sartre: el infierno es la estupidez de los otros. «Son los seres humanos quienes me desagradan», dijo Romero. Con esa sola idea puso patas arriba cuarenta años de películas de zombis; o mejor dicho, los cuarenta años de antes, y los cuarenta de después.
George Romero nunca pudo deshacerse de la alargada sombra de su titánico debut. Lo intentó, pero los medios no estuvieron a su alcance. Fue un director irregular, capaz de combinar secuencias brillantes con otras pasmosamente formularias, y hasta mediocres, en una misma película. Pero también fue un tipo inteligente. Quizá no fue tan buen director como hubiese querido —desde luego no tuvo los recursos—, pero hasta en sus filmes menos conseguidos podemos encontrar ideas interesantes, y no digamos en aquellos que le salieron mejor. Cuando tenía que regresar al mundo de los zombis, más por necesidad económica que por ganas, lo hizo de forma autoconsciente y sarcástica. Dawn of the Dead, la secuela de Night of the Living Dead, estrenada diez años después, ya no transcurría en una granja, sino en un centro comercial. Más brutal y sangrienta que la antecesora, era como una parodia que Romero hacía de sí mismo, pero repleta de ingenio y con una afilada carga de crítica mordaz a la sociedad de consumo que no escapó a nadie. Repleta de vaivenes, como casi todo su trabajo, pero nunca hueca. Por entonces Romero ya tenía asumido dónde estaba su techo de cristal. Había tenido problemas para que se aceptasen sus películas alejadas del mundo zombi. La peculiar Hungry Wives, en la que una mujer casada harta de su rutina se introduce en la brujería, fue recibida con más complacencia crítica que con ganas de comprar una entrada, aunque hoy algunos la reivindican como una película feminista. En The Crazies, Romero, no contento con inventar los zombis modernos, también inventó los infectados rabiosos; es gracioso que hoy algunos fans se empeñen en separar ambas cosas cuando en su día a Romero lo acusaron precisamente de copiarse a sí mismo. La interesante Martin, en la que un adolescente se convence a sí mismo de que es un vampiro, también fue precursora de películas posteriores, como aquella de Nicolas Cage. Romero estaba inventando futuros subgéneros y futuras ramificaciones del terror casi sobre la marcha, pero le traicionaban a veces sus escasos recursos económicos, y otras veces la poca puntería de sus encomiables aunque no siempre certeras ambiciones. Es fácil menospreciar sus largometrajes por el envoltorio, como sucede con aquella estrambótica Knightriders en las que veíamos torneos medievales protagonizados por motoristas, y en la que podrán ver a un joven Ed Harris que todavía se partía el cobre en producciones pequeñas. En cualquier caso, sea mejor o peor el envoltorio del momento, la misantropía de Romero, tanto o más descarnada que la de Hitchcock o Wilder, está allí. ¿Eran estos mejores cineastas que él? Sin duda, pero no por ello eran también filósofos más ácidos.
Romero no tuvo la carrera que hubiese querido tener, ni tampoco la que hubiera merecido. A nadie se le escapaba que había perdido el entusiasmo, o que lo perdía por temporadas. Era sabido que tenía muchos problemas para financiar sus proyectos. Hoy todo serán alabanzas, pero durante mucho tiempo fue solamente apreciado por los fans del terror, y ni siquiera por todos, sino por aquellos que apreciaban el cine de zombis. Ahora, en los tiempos de World War Z y The Walking Dead, es fácil reconocer a George Romero como un pionero. Estoy convencido de que pensó alguna vez que había nacido antes de tiempo. De que si se hubiese estrenado hoy quizá hubiese llegado a dirigir superproducciones, lo cual le hubiese permitido refinar mucho más su estilo como cineasta. En el cine, demasiado dinero puede matar la creatividad, sí, pero demasiado poco hace que la semilla apenas consiga brotar. Paradójicamente, cuando Romero contó con más medios fue para hacer remakes o secuelas de sus películas más célebres, pero casi nunca para llevar a la pantalla nuevas ideas. Y era un hombre lleno de ideas; no es que lo diga yo, basta con ver o leer cualquier entrevista suya. Tanto quería aplicar sus ideas que rechazó la oferta de dirigir episodios de The Walking Dead porque el argumento ya estaba escrito. En su día, Sony rechazó su guion para adaptar su videojuego estrella Resident Evil, directamente basado en las películas de Romero. Esto le dolió mucho, porque eran ellos quienes lo habían buscado a él, después de que los hubiese impresionado rodando un anuncio del juego; siempre bromeaba con que no se había hecho rico con las ideas de Matheson, y ahora otros sí se hacían ricos con las suyas, pero sin dejarle meter cabeza.
A nuestro querido George Romero, le gustara a él o no, se lo recordará siempre por ser el padre de todo un género. No, él no inventó el cine de zombis, pero inventó un género nuevo al que también llamamos de zombis, aunque no deberíamos llamarlo así. Así pues, si han leído o escuchado que Romero era el padre de los actuales zombis, quizá sea una ligera imprecisión terminológica, pero no es una exageración. Fue el padre, literalmente, de todos los zombis de nuestro tiempo. Y, aunque esto se diga menos, uno de los hombres que abrió nuevos caminos para todo el cine de terror. Vean cualquier película de terror del siglo XXI, y después vean Night of the Living Dead. Y después vean películas de terror anteriores a Night of the Living Dead. Es fácil ver todo lo que este hombre hizo cambiar con una película. Después, vean el resto de sus películas; a veces mejores, a veces no, pero siempre interesantes. Es lo que tiene cuando una persona tan inteligente como él hacía algo, que rara vez verás su trabajo y te irás con las manos vacías. El mundo no deja de perder gente brillante, pero no deja de mantener, si quiere, sus brillantes herencias. Lo mejor que podemos hacer es evitar que caigan en el olvido.
Un análisis fantástico. Muchas gracias. Le dio marco a una de mis viejas fascinaciones.
Artículo lúcido y claro, prudente.
Muchas gracias
28 days later.
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