Marek Hamsik, capitán del SSC Nápoles, se acerca con su cresta mohicana a la curva norte del Olímpico de Roma. Pequeño ante la grada, Marek se perfila frente a la marabunta de hinchas napolitanos que rugen, protestan y lanzan botes de humo y bombas de palenque cuyos estruendos son como chutes para mantener la exaltación de los tifosi. En esa curva no hay mujeres, no hay niños, no hay mayores. Solo tipos de entre veinte y cuarenta años, con gorras, vaqueros y capuchas; cuerpo atlético y tatuajes en los brazos. En esa curva solo hay ultras. Y no quieren que empiece el partido.
Uno destaca sobre los demás porque está encaramado a la valla que delimita la grada. En los estadios italianos, a día de hoy, es impensable retirar las vallas que en España llevan abolidas más de una década. El sujeto es Gennaro de Tommaso, más conocido como Genny a Carogna (Genny «el Carroña»), capo de los ultras del Nápoles, hijo de Ciro de Tommaso, camorrista del clan de los Misso. Es el encargado de parlamentar con Marek, el capitán napolitano. «No se juega el partido», expone el Carroña. Marek trata de convencerle. A su lado, algunos miembros —en silencio— de la seguridad del estadio, algún periodista y un puñado de personas no identificadas ni identificables que no intervienen en la negociación. El jugador y el ultra discuten si va a tener lugar el encuentro, la final de la Copa de Italia del año 2014 que enfrenta al Nápoles y a la Fiorentina y que se disputa en Roma. El ministro del Interior observa la escena desde el palco, incapacitado para intervenir. Tampoco la policía se pronuncia. La última palabra sobre si la final se va a jugar o no la tiene el Carroña.
La escena descrita deriva del encontronazo que, horas antes, brindaron a la ciudad los ultras napolitanos y los de la Roma (cuyo equipo nada tenía que ver con el partido pero estaban en su territorio). Un par de autobuses de los angelitos napolitanos aparcaron donde no debían y se toparon con sus equivalentes romanistas, a los que profesan leal odio. El asunto empezó a golpes y acabó a disparos. Uno de ellos entró en el pecho de Ciro Esposito, un ultra napolitano del barrio de Scampia, cuartel general hasta hace nada, por cierto, del clan camorrista Di Lauro. El asesinato (que como veremos enseguida perpetra todos los códigos ultras) encolerizó a los napolitanos que, ya en el estadio, se niegan a que se juegue el partido. Finalmente se llega a un acuerdo: el encuentro se va a disputar pero tanto los ultras del Nápoles como los de la Fiorentina estarán en silencio los noventa minutos en señal de repulsa. La decisión la retransmite en directo la televisión italiana. De nuevo unos señores con traje se acercan a la curva —esta vez sin el jugador— y el Carroña les hace un gesto afirmativo con la cabeza: «Se juega». Los narradores de la tele italiana lo explican y festejan: «Se va a jugar, finalmente la curva del Nápoles acepta que se juegue el partido, así que habrá final». Otro periodista no tiene más que añadir: «Supongo que los jugadores tendrán que volver a hacer los ejercicios de calentamiento». El ministro del Interior se larga del palco.
El capítulo tuvo lugar el 4 de mayo de 2014 y puede servir para aproximarnos a lo que son, representan y pueden los ultras en Italia. No en el fútbol italiano; en Italia. Fueron ellos quienes decidieron si arrancaba el partido, discutiéndolo con los jugadores ante la mirada —en absoluto atónita— de policías y políticos, habituados a tan valleinclanescas escenas. Fue, finalmente, un tipo apodado el Carroña quien definió la situación. Y fueron los periodistas de la televisión púbica quienes lo comentaron con la naturalidad con que se canta un penalti.
No fue esta final —ni mucho menos— el único partido que los ultras italianos han saboteado. En 2004 la curva sur de la Roma detuvo el clásico contra la Lazio porque corrió el rumor de que un niño había muerto a manos de la policía en los incidentes previos al partido. Los capos romanistas hablaron a pie de campo con Totti, el capitán del equipo, y el partido no se celebró. Sí se celebró la marimorena fuera del estadio tras la suspensión. Eso sí.
Otro caso: en 2013 la policía prohibió a los ultras de la Nocerina desplazarse a Salerno para presenciar el clásico salernitano. La medida indignó a los radicales, así que exigieron a sus jugadores que boicoteasen el partido. Oficialmente la plantilla rechazó tal demanda, pero a los veintiún minutos de juego el partido se suspendió: el entrenador de la Nocerina había hecho los tres cambios en diez minutos y a continuación se le lesionaron cinco jugadores seguidos. Tremenda coincidencia. Una más: en 2012 el Génova perdía por 0 goles a 4 en casa contra el Siena, resultado que le acercaba al descenso. En el minuto 51 los ultras genoveses saltaron al césped y obligaron a sus jugadores a quitarse las camisetas. «No las merecéis», les dijeron. El delantero Giuseppe Sculli (de quien ahora hablaremos por sus vínculos con la mafia calabresa) acabó llorando. Cuarenta minutos después se reanudó el partido y al finalizar, los jugadores dejaron sus camisetas al pie de la grada de los ultras.
Los ultras mandan en los estadios italianos entre otras cosas porque son casi los únicos que van al campo. Quitando partidos sonados (derbis o encuentros con mucho en juego) los laterales de las canchas transalpinas lucen pelados en contraste con los, normalmente, abarrotados fondos. Allí se ubican los ultras y el relleno, esto es, jóvenes que no son estrictamente ultras pero que adoptan su estética y su forma de entender el fútbol en el estadio: de pie y animando sin parar. Pero sobre todo los ultras mandan porque se les ha permitido hacerse con el poder. Y en Italia ocurre que casi cualquier cosa un pelín organizada y con un poco de poder, desafía al Estado. A veces uno se pregunta por qué en Italia se empeñan en seguir teniendo Estado, si todos se la juegan a la mínima. En el caso de los ultras, hasta hace un par de años, apenas se han encontrado trabas. Controlan estadios, se pegan con la policía y amenazan a periodistas y jugadores. Todos se llevan muy fuerte las manos a la cabeza pero después nadie hace nada, en un ejercicio puramente italiano ante los desmanes. El teatrillo de la indignación inmediata como sustitutivo de las soluciones reales a largo plazo. Cada vez que hay un incidente con ultras en Italia se pone el grito en el cielo, pero luego nada.
Sí se luchó contra ultras y hooligans en Inglaterra o en España, donde leyes especialmente destinadas a frenar su actividad (y cuyos efectos colaterales han arruinado a más de un aficionado que nada tenía que ver con el movimiento) han reducido el «ultrismo» a casi nada en Reino Unido y a poco en España, al menos si lo comparamos con Italia.
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El 24 de mayo de 2009 Paolo Maldini, il Capitano, dejaba el AC Milan después de veinticinco años como jugador del equipo rossonero. Su lealtad es un fenómeno paranormal en el fútbol moderno: Maldini solo jugó para el Milan, lo hizo 973 veces convirtiéndose así en el jugador con más partidos en la liga italiana. Tan épicos números no bastaron para la curva sur de San Siro. El día de su despedida, los ultras milanistas sacaron una pancarta en la que se leía: «Por tus veinticinco años de gloriosa carrera, siéntete agradecido por aquellos a los que has definido como mercenarios y mendigos». La frase hacía referencia a una ocasión en la que Maldini llamó a los ultras del Milan «mendigos», por haber silbado a los jugadores tras una derrota. Hubo otro roce entre el capitán y los jugadores, cuando Maldini defendió la contratación de Fabio Capello como entrenador en contra de la preferencia de los ultras, que no querían un exromanista y exjuventino en el banquillo. En realidad, cuentan, Maldini se negaba a pagar viajes y demás prebendas a los ultras y estos se la devolvieron amargándole la despedida, donde además de la pancarta desplegaron una enorme bandera con el dorsal de Franco Baresi, anterior capitán del club. Hasta ahí llega el poder de muchos grupos ultras italianos: los jugadores les financian desplazamientos y material y los clubes les facilitan entradas e instalaciones. Los huevos de la serpiente se incuban en Italia en pos de gradas llenas, colorido y apoyo al equipo, que, de otra forma, vería sus estadios silenciosos como cementerios. A otro nivel, ocurre también en España. Vaya si ocurre.
Cabe distinguir dos movimientos de hinchas radicales: los hoolingans y los ultras. Los primeros nacieron en el Reino Unido y durante los setenta y los ochenta reventaron Europa como niños de speed en un Toys ‘R’ Us. Hijos del thatcherismo, clase obrera y mucho alcohol, las llamadas firms dejaron peleas para el recuerdo, encabezadas por salvajes del West Ham, Chelsea, Manchester United o Millwall, andanzas que han inspirado películas (Football Factory, I.D. o Green Street Hoolingans) y mucha literatura (sin ir más lejos, Irvine Welsh relata en todas sus obras alguna tropelía hooligan). El movimiento se extendió por todo el norte de Europa y pronto Holanda y los países escandinavos tuvieron su cota de locos de grada y calle. El traspaso de poderes llegó en los años 2000 y se extiende hasta la actualidad: el hooliganismo ha abandonado la isla de su graciosa majestad y se ha instalado en Europa del Este: Polonia, Rusia, Hungría o Bulgaria cuentan ahora con los hinchas más violentos, radicales y peligrosos de Europa. Son muñecos de gimnasio, tatuados y casi siempre con estética skin o portero-discotequera. Gustan de las artes marciales y de ver un partido en Moscú en febrero sin camiseta. Entre sus distracciones más selectas está la de organizar peleas en lugares predeterminados fijando el número de contendientes y en las que no se pueden usar armas ni golpear al caído. En las gradas, prefieren cantar lo que el alcohol les dicte antes que gastar energías en banderas o coreografías. A diferencia de los hoolingans primigenios —en su mayoría apolíticos— los radicales del Este suelen conformarse en grupos de extrema derecha.
El segundo movimiento radical fue el ultra, que tomó la Europa sureña. Nació en Italia, a finales de los años sesenta, y apareció como resultado de la pasión con la que deciden afrontar los italianos las cosas poco importantes. El más humano de los países, como lo definió el periodista Santiago Segurola, organizó la entrega por el calcio (como denominan al fútbol) en sus gradas y aprovechando la convulsa década que vivían (con las Brigadas Rojas desafiando al Estado y la Mafia disfrutando de los mensajes políticos que repetían que no existía), alumbró los primeros grupos de jóvenes descontentos que se autodenominaron ultras. La cuestión entonces era dar colorido a las gradas, coordinar los cánticos y animar al club, pero pronto se superaría todo eso. El asunto partió de Milán, donde en 1969 apareció la Fossa dei Leoni del Milan y los Boys del Inter. De ahí a Roma, Turín, Nápoles y pronto al resto del Mediterráneo: Francia, España, Portugal y, sobre todo, los Balcanes, Grecia y Turquía, donde habitan los ultras más tremebundos. La estética ultra también es diferente a la del hoolingan del Este. Los ultras más ortodoxos son profesionales del postureo, apasionados de las zapatillas deportivas (casi siempre Adidas), de los vaqueros ceñidos, los polos Fred Perry, Lonsdale o Brandity las gorras. El vestuario alcanza su cota más cool con los denominados casuals, ultras que necesitan pasar desapercibidos (normalmente por motivos policiales) y que visten con elegancia inaudita, con las marcas Stone Island o Lacoste entre las preferidas. Por cierto, los casuals nacen en el hoolinganismo británico y los hereda posteriormente el movimiento ultra. En cuanto a las gradas, las de los ultras son espectáculos de color, banderas, mosaicos (llamados tifos) y bengalas. Las peleas no son tan frecuentes y casi nunca organizadas. Es más, lo que suele ocurrir es un intercambio apresurado de botellazos, palos y pedradas disuelto por los antidisturbios, el grupo más poderoso y temido por todos y conocido entre los radicales como los Acab (All Cops Are Bastards). En cuanto a política, la cosa se diversifica, ya que hay grupos de extrema derecha, de extrema izquierda y apolíticos (no hay ninguno de centro izquierda o liberal moderado). En Italia, a diferencia de España, la mayoría de grupos antepone el fútbol a la política y solo algunos tienen marcadas tendencias. Pero ni siquiera en estos últimos prima la ideología: uno de los grandes desafíos del Estado italiano para acabar con sus ultras es que estos, cuando se ven amenazados hacen frente común. Algo que en España no lograron hacer en su día los ultras: sucumbieron también ellos a las dos Españas y ambas les helaron el corazón.
Pero como se trata de Italia, aunque sean pocos los grupos politizados, los que lo son, lo son a la tremenda. Y he aquí que salen a relucir los Irriducibili de la Lazio y las Brigate Autonome Livornesi, del Livorno. Los primeros son el grupo neonazi por excelencia, apadrinados por la mismísima nieta de Mussolini. Estos muchachos, que ocupan la curva norte del Olímpico de Roma, no se podían creen lo que tuvo lugar en el mercado de fichajes de 1992: su club, que portaba el grimoso honor de ser el único de Italia en el que nunca había jugado un calciatore negro, fichó a Aaron Winter, jugador negro y —extra bonus— judío. Dos en uno para los fascistas del fondo norte. En un partido de esa temporada, los jugadores de la Lazio se acercaron a sus ultras tras vencer el derbi contra la Roma para lanzarles las camisetas. La del bueno de Aaron voló hacia la grada y tan pronto llegó a los hinchas, regresó de vuelta al césped. Una de las imágenes más simbólicas y tristes que se ha visto en un campo de fútbol. El jugador, por cierto, era insultado por sus propios ultras cada partido. En el otro polo están los ultras del Livorno, equipo de la ciudad del mismo nombre, cuna del Partido Comunista Italiano y la ciudad más roja del país, donde en las municipales siempre empatan dos partidos: los dos comunistas. De esa curva salió un chaval llamado Cristiano Lucarelli que se hizo ídolo vitalicio después de rechazar fichar por el Inter por una millonada a cambio de quedarse en su ciudad con el equipo en segunda. A Lucarelli lo convocaron en 1997 con la selección sub-21 de Italia para medirse contra Moldavia en, precisamente, Livorno. Lucarelli marcó un gol, corrió hacia sus ultras y se levantó la camiseta azzurra mostrando la cara del Che. Nunca volvió a ser convocado. Los de la Lazio, por cierto, también tenían a su Lucarelli particular, el inefable Paolo Di Canio, que celebraba los goles haciendo el «saludo romano» ante sus chicos de la curva. Un día, en un programa de televisión italiana, le preguntaron: «Paolo, ¿qué haces si te llamo comunista?». «Te llevo a los tribunales», respondió. «¿Y si te llamo fascista?». «No te llevo a los tribunales».
Dirigir un grupo ultra también es —en ocasiones— un negocio. Hay un montón de ganancias en el merchandising de la tifoseria y en la reventa de entradas. Todo este poder, esta enorme influencia y peso, explica muchas veces que puedan parar partidos, humillar a jugadores y acceder a entrenamientos y concentraciones para hablar con la plantilla si algo no les gusta. Forma parte de la normalidad del fútbol italiano. Se acepta.
En ocasiones el nivel criminal de los ultras sube un peldaño. Ocurre por ejemplo con los napolitanos, con claros lazos que se enredan en asuntos de la Camorra, la mafia de la ciudad. El propio club ha estado muchos años bajo sospecha y a Maradona, flamante fichaje del Nápoles en los ochenta, no le faltó de nada de parte de los capos mafiosos, Ferrari de bienvenida incluido. En Sicilia ocurre lo mismo. O parecido. Retomamos a Giuseppe Sculli, aquel delantero del Génova que acabó llorando. Resulta que Sculli es nieto de Giuseppe Morabito, un gran capo de la ’Ndrangheta, la mafia calabresa. Jugó una temporada en el Messina (equipo siciliano) donde coincidió con Gaetano D’Agostino, hijo de un arrepentido de la Cosa Nostra a su vez amenazado y que, curiosamente, la única vez que no tuvo que pasar la temporada escoltado fue la que jugó en el Messina. ¿Sus ultras pidieron una tregua a la mafia? Por cierto, Morabito, el abuelo de Sculli, estuvo en busca y captura muchos años. Finalmente la policía lo detuvo adivinen dónde: sí, viendo un partido de su nieto en el estadio.
Historias de la mafia aparte, los grupos ultras italianos son muchas veces grupos criminales en sí. En 1992 la Sampdoria jugaba la final de la Copa de Europa contra el Barça (que ganaría el equipo blaugrana) y antes de disputarla el alcalde de Génova convocó en una reunión a los líderes de los ultras de los dos equipos de la ciudad: Sampdoria y Génova. Les pidió por favor que si la Samp perdía —como hizo— los del Génova no llenaran la ciudad de pintadas de burla, como ya había ocurrido en la final de la Recopa de 1989 entre los mismos equipos. Ambos aceptaron y el Ayuntamiento se ahorró un dinero en limpieza.
Aunque cueste creerlo, como telón de fondo de todas estas historias yace un código de conducta ultra, una especie de normas de honor que los grupos deben obedecer. Entre ellas está no usar armas de ningún tipo en las peleas (que no siempre cumplen), no abusar numéricamente (que no siempre cumplen) y defender la pancarta del grupo sean cuales sean las consecuencias (que no siempre cumplen). Lo de la pancarta no es broma: en 2005 el grupo ultra del Milan, la Fossa dei Leoni, regresaba de un viaje a Eindhoven y en el aeropuerto les esperaban escondidos un par de ultras de la Juventus. Siguieron hasta su casa al encargado de custodiar la pancarta. Allí le apuntaron con una pistola (se pasaron el código de no usar armas por el forro) y le robaron el estandarte. Tal fue el deshonor de la pérdida que la Fossa dei Leoni se disolvió al día siguiente.
Ese mismo año, en diciembre, el Nápoles recibió a la Roma en su estadio y a los ultras locales se les ocurrió la feliz idea de lanzar un conejo a la red que cubría las cabezas de los ultras romanistas. Acto seguido, comenzaron a disparar petardos y bengalas contra el animal para hacerlo reventar y regar de vísceras y sangre a los hinchas visitantes. Por suerte para el conejo, no lo lograron. En 2001 los ultras del Atalanta (equipo de la ciudad de Bérgamo) se desplazaron a Milan en motos. Una enorme comitiva de miles de Vespas conducidas por ultras. Una de las motos fue secuestrada por los ultras del Inter y posteriormente lanzada grada abajo. No hubo heridos, a excepción de la propia Vespa.
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Si bien los ultras italianos siguen campando casi a sus anchas, en 2007 ocurrió algo que hizo reaccionar a los italianos. En el derbi siciliano entre Catania y Palermo, el policía Filippo Raciti resultó muerto cuando el ultra Antonio Speziale metió en su coche un petardo de gran potencia. Meses después, el horror cambió de lado: Gabriele Sandri, ultra de la Lazio, moría de un disparo de un policía que insistiría posteriormente en que fue «un trágico error». Los ultras no se lo creyeron e incendiaron Italia: todos los grupos se unieron y pusieron en jaque al Estado, provocando incidentes inéditos en numerosas ciudades. El Gobierno —se puede decir que por primera vez— se puso serio e implementó medidas a tener en cuenta: comenzaron las prohibiciones para viajar a estadios donde son previsibles enfrentamientos y se ideó la polémica tessera del tifoso («carné del hincha»), un documento personal e intransferible obligatorio para adquirir entradas. Se acabó la compra-venta de tickets y el anonimato para los ultras. La medida tiene en pie de guerra a los radicales y en un principio parecía estar funcionando. Pero después llegó el Carroña, que mientras negociaba encaramado a la valla del Olímpico lucía una camiseta en la que podía leerse «Speziale libero» (libertad para Speziale, el ultra que asesinó al policía en Catania), decidió que sí se jugaba y ocurrió lo que siempre ocurre en Italia: niente. Que traducido significa nada.
Livorno ha tenido fama de ser roja, pero lo de que «siempre empatan dos partidos en las municipales: los comunistas» no se de donde ha salido.
Según la Wikipedia, el actual alcalde es del Movimiento 5 Stelle y anteriormente solia ganar el de izquierdas, pero el segundo en los últimos años fue el candidato del centro-derecha.