Arte y Letras

Cuando el amor era un poliedro sin fin

Cuando el amor era un poliedro sin fin 1
Parte de The Bloomsbury Group. De izquierda a derecha: Desconocido, David Garnett, Vanessa Bell, Oliver Strachey, Dora Carrington, Duncan Grant y Barbara Bagenal. Imagen: Tate Archive. poliedro

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«Su belleza es tan increíble que me casaré con ella. Cuando tenga veinte años, yo tendré cuarenta y seis. Creo que será todo un escándalo». David Garnett quedó tan conmocionado la primera vez que vio a Angelica que escribió estas palabras a su amigo el pintor Lytton Strachey. Si hubieran salido a la luz, el escándalo no habría tenido que esperar. Porque aquel día que Garnett se enamoró, Angelica acababa de nacer. Era tan solo un bebé. De una belleza imposible. Pero un bebé.

Un cuarto de siglo después, el súbito enamorado cumplía su profecía. Se casaron. Aquello era imparable desde que la muchacha había caído en sus brazos. Desde que se besaron en el coche tan ostentoso con el que iba de visita atravesando, como un cabal lero andante, los angostos caminos que llevaban a la granja familiar. En aquella casa, Charleston, Angelica perdió la virginidad. En la misma cama donde solía soñar con el futuro H. G. Wells. Pero el futuro todavía tenía muchas sorpresas reservadas para la hija pequeña de Vanessa Bell. Entre otras cosas, la revelación que le haría comprender por qué su tía, Virginia Woolf, no quería que se casara con aquel viejo amigo de sus padres. No. No era por la edad. Era por las complicaciones del amor.

El amor de David Garnett venía de lejos. Ya lo había intentado con la madre de Angelica, Vanessa, la hermana de Virginia Woolf. Y no lo había conseguido. En parte porque Vanessa era fiel a su amante, Duncan Grant. Pero también porque no estaba interesada en un trío. Y Duncan hacía tiempo que mantenía una relación con David, el perfecto pansexual.

La capacidad de conquista de Garnett solo quedaba superada por la de su compañero, aquel pintor de ojos transparentes y perfil de Apolo. Duncan Grant, que había enamorado a su primo Lytton Strachey. Que hizo perder la cabeza a John Maynard Keynes —«el amor de mi vida», dijo el economista—. Que volvió loco al jefe de policía de Firle. A Adrian Stephen. A todos y cada uno de sus modelos. Duncan Grant, que deslumbró al mundo. Él, que podría haberse enamorado de su figura en el espejo. Porque jamás hubo un hombre tan hermoso ni tan enigmático como Duncan Grant.

Duncan Grant. David Garnett. Vanessa Bell. Parecía una historia de tres vértices, pero había más. Cupido iba a tejer un laberinto en Charleston House. Más que un triángulo, el amor era un poliedro sin fin.

Fueron Virginia Woolf y su esposo Leonard quienes descubrieron el secreto que guardaban aquellas praderas en el sur de Inglaterra. Alquilaron en Firle una casa —«inconcebiblemente fea», escribiría Virginia después—. Decía el doctor Johnson que quien está aburrido de Londres está aburrido de la vida. Y eso le sucedía a Virginia. Pero algo tenía East Sussex que la hizo resucitar de su dolor. En enero de 1912 los Woolf ya habían dado con otra propiedad más sugerente: una villa en Asheham que parecía una casa encantada. Los fantasmas debían de ser muy amigables porque los Bloomsbury abandonaron todo para pasar el verano en aquella mansión con tanto carácter. Allí fueron felices Virginia, su hermana Vanessa, sus esposos, sus hijos, sus amantes y sus amigos. Fue el prólogo perfecto para Charleston House y su explosión de amor. Y de promiscuidad. Promiscuidad intelectual. Solo hacía falta una guerra para que el resto de la troupe acabara allí.

Y la guerra llegó. Y reclamó a sus jóvenes. Y David Garnett y Duncan Grant se negaron a sumarse. Objetarían para no acabar ni en la cárcel ni en el frente. Era una posibilidad en 1914, siempre que se hicieran a cambio trabajos útiles para el esfuerzo militar del país. Así que Garnett y Grant decidieron ponerse a cultivar en Suffolk, en un lugar llamado Wissett Lodge. Y cultivaron frambuesas. Hasta que las autoridades dijeron que la mermelada era deliciosa pero no lo suficientemente patriótica como para sustituir una trinchera. Cuando todo parecía perdido, llegó el golpe de suerte: Virginia encontró Charleston House.

«Me gustaría que dejarais Wissett y vinierais a Charleston» —escribía en una carta a su hermana—. «Es una casa muy bonita, con habitaciones grandes. Una de ellas tiene una gran ventana y podría servir perfectamente de estudio para pintar. Además hay un jardín lleno de encanto, con un estanque, árboles frutales y un huerto. Ahora está todo un poco silvestre, pero seguro que podéis hacer que sea perfecto. La pareja que lleva la casa tiene muchos animales…».

Aquel parecía el refugio ideal. David y Duncan podrían alegar que trabajaban la tierra y que cuidaban del ganado. Vanessa estaría cerca de su hermana y criaría allí a los dos niños que había tenido con su todavía marido, Clive Bell. Europa había perdido la cabeza, pero ellos la iban a sentar en East Sussex. Y en 1916 el alegre trío se trasladó.

Un día de octubre en el que las nubes densas habían decidido fundirse con el suelo, un conductor llevó a la excéntrica comitiva: Vanessa, sus dos hijos, la enfermera, la cocinera, el ama de llaves, Duncan, David y Henry —el perro de la familia—. Aquella era una granja sólida y sin fantasmas. Eran los espíritus de los Bloomsbury los que estaban destinados a quedarse allí. En las paredes que pronto pintarían Vanessa y Duncan inspirados por Robert Fry, el apóstol del posimpresionismo. Al poco tiempo, habían convertido la mole de los tiempos isabelinos en una granja de la Provenza. Como si al abrir una puerta se pudiera aparecer en el taller de Cézanne en Aix en Provence. Tiñeron las paredes de colores vivos para que pareciera que siempre estaba atardeciendo. Las llenaron de motivos mediterráneos siempre a punto de florecer. Crearon un universo sensorial que invitaba a compartir. Las ideas. La inspiración. La piel. El placer.

Se adivina en las fotos en las que posan en grupo. Alegres y despreocupados. En las imágenes en blanco y negro en las que ríen disfrazados para unas funciones caseras que ahora pagaríamos por ver. O en las que desfallecen entre el sol de agosto y los orgasmos multiplicados. Se intuye en los retratos en los que aparecen desnudos y provocadores, jugando a ser dioses griegos en el jardín. En las escenas cotidianas de Duncan Grant rodeado de gatos y de niños. De Clive Bell, todavía marido de Vanessa, que siempre estaba de visita aunque oficialmente no residía allí. De los Woolf, que vivían a menos de cuatro millas. De Maynard Keynes, que tenía una habitación con una espléndida librería —llena de literatura anticapitalista, como si quisiera conocer a su enemigo—. Su felicidad sin ataduras quedó atrapada en las pinceladas de los cuadros que pintaron Vanessa y Duncan en el estudio —el de la gran ventana que tan bien supo anticipar Virginia Woolf—. Aquella comunidad sin normas y sin reproches vibraba con una energía única. Algo que los atravesaba y los unía. Algunos dirán que era una cantidad ingente de esa materia elusiva llamada amor.

En aquel Charleston House donde la única ley era la del hedonismo, parecen ahora ridículas las camitas austeras y diminutas que todavía se conservan en las habitaciones. Catres ascéticos en los que no pudo caber tanta pasión. Quizá era mejor amarse junto al estanque. Bajo la sombra de las higueras. O inspirando el olor de la lavanda del muro sur. O en la biblioteca de la primera planta. O sobre el suelo del estudio de pintura siempre bañado por la luz. O al calor de los fogones cuando Grace, la cocinera, trasteaba en el huerto. Amarse en cada esquina. Amarse en cada árbol. Amarse en todas partes. Por todas partes. Amarse todos y todo el rato. Amarse y vivir en paz. Profetas adelantados de la California que no quería ir a Vietnam.

Cuando el amor era un poliedro sin fin 1
Imagen: Relajaelcoco.

De aquel amor nació Angelica. La niña que vino al mundo en Charleston House. La que con el primer llanto desató la promesa de matrimonio de David Garnett. Lo que él había visto en la cuna se confirmó cuando la pequeña fue creciendo. Su belleza delicada y equívoca. Su sensibilidad. Aprendió a pintar como su madre y a jugar con las palabras como su tía. Y cuando llegó a los veinte años se dejó seducir por David, el amigo de la familia, un hombre casado que aparecía de cuando en cuando por la granja. «Me enamoré de él porque creí que lo sabía todo sobre la vida». Como si ella no se hubiera criado donde la vida latía. Pero era verdad que David sabía muchas cosas. Y Angelica no sabía nada. Para empezar ni siquiera sabía que su padre no era Clive Bell.

Nadie le había contando que Duncan Grant no era solo un amigo de mamá. Nadie le había hecho ver que sus rasgos exactos y frágiles eran una copia de los de aquel ser al que todo el mundo amaba. Y, por supuesto, nadie iba a decirle que el radiante marido había sido amante de su padre biológico. Sófocles habría arrancado así una tragedia. Así tuvo que empezar Angelica, de golpe, su madurez. Arañándose con las aristas del poliedro sin fin en el que se había convertido el amor en Charleston House.

Sus padres no acudieron a su boda. Nadie se atrevió a leerle la carta que le había escrito Duncan explicándole que el hombre con el que se iba a casar había sido su amante durante muchos años. Lo intentó la tía Virginia. Lo intentó Maynard Keynes, quizá como gesto de lealtad a Grant. Lo intentaron sin conseguirlo. Y Angelica y David se casaron. Tal y como él había vaticinado, fue un escándalo. El matrimonio duró veinticinco años. Angelica se arrepintió después de haber pasado media vida con aquel hombre que había recorrido mucho mundo pero solo había tocado el cielo en la cama de su padre en Charleston House.

Los tiempos felices estaban a punto de acabarse en el paraíso de East Sussex. Julian Bell, hijo de Vanessa y de Clive, había muerto en la guerra civil española. Un obús le alcanzó cuando conducía una ambulancia en el infierno de la batalla de Brunete. Otra guerra se avecinaba. Peor que la primera, la que había llevado a los Bloomsbury a refugiarse en aquella granja escenario de tantos amores. Los últimos supervivientes de la alegre pandilla volvían a atrincherarse en el mismo lugar. La paz llegó casi sin que se dieran cuenta. Como tampoco habían advertido que el horror europeo había acabado con ellos. La Segunda Guerra Mundial había dejado otra forma de ver el arte donde el viejo hedonismo no tenía lugar. Después de Auschwitz ni se podía escribir poesía ni se podía vivir como se vivió en Charleston House.

«Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas temporadas terribles. Y esta vez no me recuperaré». Era marzo de 1941. Virginia Woolf escribió la última nota para su marido y dejó que su pena se quedara flotando en el río Ouse.

La pionera de East Sussex había sido la primera en desaparecer. En 1961 moría su hermana, Vanessa. Clive y Duncan se quedaron viviendo juntos, últimos resistentes en la granja familiar. Clive aguantó solo tres años más. Duncan Grant sobreviviría aún una década y media convertido en una especie de Walt Whitman barbudo y crepuscular. En 1978, el hombre al que todos habían deseado fallecía en su cama minúscula en Charleston House.

La granja por fin se había convertido en una casa encantada. Atravesada por las aristas de las pasiones poliédricas que habían florecido allí. Iluminada por los colores de la Provenza, tan improbables como el amor sin fin. 

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5 Comments

  1. ¡Ah…, qué tiempos aquellos en que yo compraba la Smart para leerte (principalmente) a ti! Este texto y el de las censuras son brutales… magníficos. Creo que si hay una diana literaria o algo que se le parezca, diste en el centro.

  2. Qué maravilloso texto, muchas gracias!

  3. Given Ra

    Nunca le había leído y cuánto me arrepiento. Un embrollo tan gigantesco como el de Bloomsbury lo explica usted como si hubiera vivido allí. ¡Muchas gracias!

  4. Pingback: De paseo por los Jardines de Virginia Woolf – creciendoentreflores

  5. Pingback: Angelica Garnett: una vida de Bloomsbury – Hyperbole

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