Cine y TV

A Dios le gusta la venganza

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John Wick: Pacto de sangre, 2017. Imagen: eOne Films Spain.

No hay nada tan transversal como la venganza. No importa de dónde vengamos o qué dioses recemos, ni siquiera importa si rezamos a alguno. Todos hemos soñado alguna vez con bailar sobre la tumba de nuestro enemigo. Probablemente ese sea uno de los secretos del tremendo éxito de la saga John Wick: nos miramos en él como si fuera uno de esos espejos mágicos que te concede un deseo, la lámpara mágica con munición para aniquilar a un batallón. Como Wyatt Earp apoyado en la ventana de la posada después de que los Clanton hayan matado a su hermano. «¿Qué vas a hacer Wyatt?» le pregunta el doctor Holiday: «Matarlos a todos».

La premisa de Wick es asombrosamente sencilla y la película (el original) dedica cinco minutos a meternos en vereda: un tipo aparentemente normal ve como su felicidad se va al garete en menos de lo que uno tarda en decir «Pamplona»: su mujer es víctima de una de esas enfermedades letales que se lo llevan a uno del planeta en cuestión de días. No espoilearemos el resto, excepto para decir dos cosas. 1) Unos mafiosos rusos con alarmante ausencia de materia gris se cruzan con John en el peor momento; 2) John no es un tipo normal y corriente.

John Wick triunfa en terrenos donde los cineastas que se atreven a jugar en los fangos del —siempre minusvalorado— cine de acción acostumbran a pisar la lona: la visualización del cogollo (léase «pelea» o «tiroteo» o cualquier situación que coloque al protagonista dándose de palos con alguien) y la creación de una mitología propia. Como ya pasaba en aquella cinta de culto que vieron tres y a la abuela llamada Running scared, John Wick crea un universo en el que el espectador vislumbra un Asgard, un Valhalla en el que habitan seres que nada tienen que ver con los simples humanos. Si en Running scared, el axioma eran los cuentos infantiles, en John Wick el cuento parece una suerte de epopeya griega, con Wick disfrazado de Aquiles (un humano) peleando contra Zeus, Afrodita, Apolo y todo el maldito Olimpo.

El filme, cuya primera entrega reventó los circuitos geeks del hemisferio occidental, ha resucitado a Keanu Reeves de la misma forma que Deadpool le hizo la maniobra Heimlich a Ryan Reynolds y le quitó de la garganta las comedias empalagosas y los dramas de medio pelo. Ese rostro hierático de Reeves, con la expresión del que podría estar sufriendo la pérdida de un ser querido o un terrible dolor de estómago, es el complemento directo perfecto para una película que va al grano constantemente: no han pasado ni treinta minutos y ya hay una veintena de tipos vestidos de negro, con chalecos antibalas y pistolas de gran calibre, enrollados en alfombras y metidos (muertos, huelga decirlo) en la parte trasera de una furgoneta.

Lo mismo puede decirse del montaje, que es seco y comedido, extremadamente preciso. No hay en John Wick ni un plano de más y uno puede imaginarse a Michael Bay mirando el filme en su casa sin entender cómo es posible mostrar un tiroteo en un club sin recurrir a las repeticiones, los ochocientos planos por minuto y los seis helicópteros que sobrevuelan a los protagonistas en estricta formación militar cada vez que estos salen a la calle. Wick es la versión sobria y contundente de esa rama del cine de acción que corretea desde hace lustros por las grandes pantallas, donde solo importa la escala y los efectos especiales, y se prescinde por completo de la solvencia narrativa y del espectador. En ese sentido, la primera entrega se asemejaba más al cine de John McTiernan y a John Millius que al del citado Bay o a cualquiera de sus acólitos, y juega en las grandes ligas del entretenimiento, manteniendo siempre un pie a cada lado de la línea roja que representa aspirar al mayor público posible y seguir atrayendo al fan hardcore, el tipo que ya ha alquilado todo el videoclub, vista todas las pelis de HBO y Netflix y que puede citar de memoria las diez películas de judo que han marcado su vida. Ese público, que —paradójicamente— es extremadamente influyente y posee una inquietante habilidad para detectar a los farsantes, apostó por John Wick a la primera de cambio por su capacidad para procesar todos esos referentes que para el resto de la civilización son aparentemente invisibles y que de algún modo forman parte del inconsciente colectivo cinéfilo (por llamarlo de un modo entendible) y dictan sentencia en círculos capaces de empujar una película desde el subsuelo hasta lo más alto de la taquilla.

El gran mérito de John Wick es su absoluta falta de pretensiones, paradójicamente proporcional a sus abundantes méritos y a su capacidad para canibalizar géneros sin mancharse nunca el traje. Wick es ese tipo al que todos querríamos en nuestras vidas, el tipo que se haría cargo de tu cuñado, tu suegro, tu jefe o ese vecino hijo de puta que te obsequia con grandes clásicos del reguetón un domingo por la mañana. «Un día le vi cargarse a tres hombres con un lápiz. ¡Con un lápiz!» le dice el capo de la mafia rusa a su hijo, sabedor de que al niño le quedan tres carajillos.

Pasado el éxito de Wick, y porque en Hollywood (aunque muchas veces lo parezca) no son tontos, llegó la inevitable secuela. Y con ella, un montón de fans torciendo el gesto, imaginando una de esas insufribles transformaciones megalómanas en las que el antihéroe se desintegra para dar paso a un James Bond de pacotilla.

Afortunadamente, Chad Stahelski, el director de las dos entregas de la saga (que viene de darse de bofetones como especialista en cosillas como Matrix, 300 o V de Vendetta) no se bajó del burro, y lo que ofrece al espectador es un festín del conocido del citius altius fortius donde el atleta acarrea pistola y silenciador y bate todos los récords sin ni siquiera acercarse al estadio olímpico.

Que Wick es ya un dios caminando entre humanos es innegable y es bastante sencillo imaginar a la bestia rondando entre nosotros por los siglos de los siglos, apuntando nombres como el protagonista de la canción de Johnny Cash y decidiendo quién vive y quién muere. Basta con seguir apuntalando esa leyenda del Baba Yaga que perfilan en la primera entrega, el monstruo que transita por las pesadillas de los que se creen invulnerables, aquellos que parecen intocables y que por fin se acercan a su San Martín: «John Wick no es el hombre del saco: es el tipo al que mandarías a matar al hombre del saco».

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3 Comments

  1. Cide Hamete

    Amén, hermano

    El mejor héroe de acción y un renacido Reeves me alegran los muchos años que ya tengo

  2. JasSsoN

    Mis dies

  3. manuquei

    Una gozada de película. A los cultos no podía decirles esto, pero sabiendo que la defienden como película que sabe lo que narra y cómo lo narra, uno se atreve a decir que es una película que me encantó sin haber tenido ninguna referencia. Ufffff, mi gusto cinematográfico, jamás contrastado, recibe con alivio una crítica constructiva de algo que me gustó en su momento. Una gozada de artículo y un alivio para mi ego.

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