Cine y TV

Atención a ese espectro sonriente y preocupado

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Marilyn Monroe. Foto: Getty.

Una novela de guerra del escritor austriaco Alexander Lernet-Holenia, titulada El barón Bagge, tiene la particularidad de que la mayoría de los personajes que pueblan sus escenarios están muertos y son fantasmas. Estoy convencido de que todos vivimos en esa novela, y no porque la mayoría de la gente me aburra a morir, sino porque ya nuestra vida se ha vuelto, si es que no lo ha sido siempre, cosa mentale (como llamaba Leonardo a la pintura), una cosa fantasiosa: un organismo rutinario como una máquina de movimientos instantáneos en rápida sucesión, espasmos del tiempo, pero habitado de anhelos y de recuerdos, de figuraciones de seres que ya no se encuentran, constantemente visitado por otros organismos supuestamente vivos con los que interactúa en contactos fugaces casi como si fueran visiones que se desvanecen apenas han cuajado precariamente, pero que precisamente entonces se quedan como fantasma o como obsesión, reaparecen en la calle en momentos en que habíamos olvidado que murieron, por un instante alucinante, hasta que, saliendo del engaño de los sentidos, comprendemos que solo era alguien que se le parecía —en el fondo, pues, otro fantasma—, fantasmas que con el paso del tiempo se van alejando y borrando paulatinamente, pero a los que nos unen lazos más fuertes y veraces que a las figuras de carne y hueso con las que nos relacionamos diariamente y que tienden a parecernos extremadamente inconsistentes e ilusorias. ¡Fantasmas por todas partes! En los escenarios de la mente organizados como arquitectura de una pintura metafísica italiana, sobre los que mantenemos reservado el derecho de admisión, tienen lugar representaciones que pueden ser hasta multitudinarias como un viaje alucinatorio de datura, donde los actores de humo hablan a corazón abierto y sostienen relaciones muy laxas con el mundo sensible, ese mundo que no pisan desde hace mucho tiempo o sencillamente no han pisado nunca. Los aficionados a la lectura sienten muy próximos y palpitantes a algunos héroes de novela, más próximos y queridos que los vecinos del inmueble donde viven, y esto hasta el extremo de que más de uno ha deseado quedarse a vivir en tal o cual novela. Quizá alguno lo haya conseguido, pero como desde entonces no ha vuelto no hay manera de saberlo a ciencia cierta.

Los que han visto cine de niños o, ya como adultos, lo han visto en serio son testigos de la existencia y del poder sugestivo de esa vida paralela sin lentas transiciones ni tiempos muertos, a la que tienen acceso gracias a la proyección de un haz de luz sobre una sábana colgada en la pared; de manera que, aunque solo él lo formuló tan claramente, no es Cirlot el único aficionado al cine que barrunta que es en las películas donde se precipita y desarrolla la verdadera vida real, mientras que los espectadores sentados en las butacas constituimos apenas el aparato, el simulacro servil, aunque claro está que sine qua non para poner en marcha la película, o sea la vida. O sea, que somos como el servicio doméstico o el servicio técnico de las películas. En estricta y rigurosa coherencia con esa íntima convicción, Cirlot se empeñó en escribir miles de versos (revolucionando, de paso, la poesía española de la segunda mitad del siglo XX, o mejor dicho la poesía a secas) a modo de conjuro arrebatado y mágico para llamar a la doncella Bronwyn, personaje de luz, encarnación de destino, a la que conoció en la oscuridad de una sala de cine: él estaba sentado en la sala cuando ella salía desnuda de un estanque en la pantalla, como la Ofelia suicida por culpa de Hamlet que volvía para vengarse, según Cirlot, perito en fantasmas y en arcángeles:

Estaba yo sentado
en el número 37
de la Biblioteca Central
para ver qué podía
aprender de Rudolf Steiner.
Bruscamente
te vi en el fondo de la sala.

De todos los fantasmas que ha producido el siglo XX, el más logrado, el más convocado, no sé exactamente por qué, es la actriz Marilyn Monroe, cuyas interminables y proteicas apariciones y reapariciones sostenidas desde hace más de medio siglo hacen que algunos la tengan ya como alguien que nunca existió, en la misma categoría que cualquier otro simpático cachivache pop, un automóvil reluciente o cien mil muñecos de Mickey Mouse de todos los tamaños. Es una foto que ves involuntariamente cada cierto tiempo, en todas partes. Vas a la nevera de tu amiga y es un imán en la puerta. Cada año aparece una nueva biografía, que incorpora datos siempre reveladores. Nuevos testimonios que contradicen los precedentes. Hallazgos de las fotos perdidas de sesiones que fueron invariablemente «míticas». Aparición de un libro con sus poemas, que revelan inesperados atributos de sensibilidad, bondad, fragilidad, etc. Concursos de réplicas. Películas inspiradas sobre unos días de su vida en los que, sin que nadie lo supiera, a escondidas, ella… Llegó a mi casa el catálogo de la colección de Maite Mínguez Ricart, que incluye, además de vestidos de Marilyn y zapatos, unas braguitas de tipo culotte en seda color melocotón, un lápiz de labios, un mechón de pelo que la joven Norma Jeane regaló a su madre Gladys cuando esta fue ingresada en un centro psiquiátrico, mechón que se exhibe en compañía de un certificado de autenticidad del especialista en grafología Charles Hamilton, el brazalete en imitación de diamantes que lució en su baile con el actor Clark Gable durante la fiesta de presentación —en el año 1955— de La tentación vive arriba. Cada cinco o diez años los grandes estudios de Hollywood tienen que vaciar sus atiborrados almacenes y guardarropas y entonces salen a subasta los rígidos apolillados disfraces que llevaban sus estrellas en las películas, los ramitos de violeta de papel… Los herederos de los herederos también se desprenden de tan engorrosos legados, para que Maite Mínguez Ricart y otros médiums rescaten y preserven para siempre cada hechizada fruslería: fotos de Marilyn dedicadas «con amor», correspondencia y, en fin, cualquier cosa que tocó. Todo lo que entró en contacto con ella se vende. Y subraya de una manera especialmente tétrica y morbosa, con un atractivo-repulsión semejante al de ciertos «objetos» surrealistas en los que participan mechones de cabello o zapatos de mujer de cuarteado cuero, guantes o paraguas desplazados fuera de su paragüero, su ausencia contradictoria, presente, su fantasma. ¡Ojalá esos fetiches fuesen en realidad falsificaciones, pues harían al espectro aún más espectral, ideal! Mis preferidos son el frasco de Chanel n.º 5 que tenía en su mesita de noche la noche en que murió, como puede apreciarse en las fotografías que le tomaron, y del que naturalmente ya hace muchos años que se evaporó el último rastro del perfume que contenía: es como una idea abstracta; y también, claro, la radiografía de su tórax que le hicieron con motivo de una operación: en las satinadas olas azules de la lámina de plástico flota el desvaído signo vertical del esternón, del que brota a uno y otro lado la borrosa, pálida floración de las costillas. El frasquito de cristal vacío y la fotografía de los huesos pelados hasta la sombra, mientras esperamos un siglo o dos a que salgan a subasta el esqueleto y la calavera.

Artículo extraído de Jot Down #15 especial Fantasmas, disponible en nuestra store y en nuestra red de librerías.

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