¿Estarán dentro o no estarán? Me asomaba cada mañana a la ventana del hostal, mirando a la casa de enfrente, y seguía igual, con todas las persianas cerradas. Era la casa de la familia de Bernardo Provenzano, el último gran capo de Cosa Nostra, en su pueblo, Corleone. En Corleone fue detenido en 2006, en un chamizo de las afueras. «Están, están», dicen unos en el pueblo. «No están, no están», dicen otros. En Corleone parece que las cosas no se saben, pero se saben. El que llega allí de fuera desde luego no sabe gran cosa, aunque crea que sí. Un continental, como dicen ellos, llega tan sugestionado, con tantas películas en la cabeza, que no está preparado, de entrada, a encontrarse con un pueblo extraño y retorcido. Ya antes de ir te imaginas escribiendo sobre la atmósfera pesada, las miradas furtivas, los silencios misteriosos. Los tópicos te vienen naturales. Ves mafiosos en cada esquina, pero claro, también es que sales a la calle a las ocho de la mañana y todo el mundo va con gafas de sol. Me han mandado para contar cómo es Corleone de verdad, pero ese es el problema: ¿quién demonios sabe cómo es verdaderamente?
Corleone está a una hora de Palermo, por la antigua vía consular que unía la capital con Agrigento, en la costa sur de Sicilia. Se esconde en un anfiteatro montañoso, en medio de una llanura de cereal, rodeado de peñas vertiginosas donde todavía hay nieve a principios de primavera. En uno de los cerros hay una torre vigía sarracena. En medio del pueblo, en lo alto de un colosal monolito de roca, se alza un diminuto monasterio de monjes, como los griegos de Meteora. En cada cima despuntan cruces oscuras. En Corleone, que era ciudad real, hay ciento veinte iglesias y conventos. Antes de llegar la carretera bordea un bosque profundo, la Ficuzza, con un palacio borbónico del siglo xix que era la finca de caza, y por algunos años residencia, de Fernando III, español, hijo de Carlos III y primer rey de las Dos Sicilias. Se yergue severo, solitario y fantasmal en una explanada vacía. En estos parajes se escondían los capos fugados y cuentan que hay por ahí enterrados unos cuantos cadáveres. El padrino mafioso de El día de la lechuza, de Sciascia, la primera novela que descubrió a la mafia, describía la humanidad, la democracia, como una muchedumbre de cabestros, «un bosque de cuernos más espeso que el de la Ficuzza». Sobre ellos saltan hábilmente los elegidos y los hombres superiores, como los mafiosos.
Bajo el cartel que anuncia el nombre de Corleone, en la entrada del pueblo, hay otro muy curioso. Y muy largo, con letra pequeña, hay que parar el coche para leerlo. Su título dice en letras mayúsculas: «No hacer nada ilegal». Sigue un texto increíble, una especie de lección para párvulos sobre lo que significa la ley y por qué hay que respetarla, como si se estuviera en un territorio salvaje, aún por civilizar. El tercer párrafo, por ejemplo, dice esto: «Un “acto ilegal” no es desobedecer a una orden cualquiera como por ejemplo “Vete a la cama”. Es una acción que, si se comete, puede causar un castigo de parte de un tribunal y del Estado». Más adelante: «Casi todas las cosas de valor que se quieran realizar pueden ser hechas de modo perfectamente legal». A continuación explica que «el Estado y el Gobierno tienen la tendencia a ser máquinas no pensantes», porque se mueven por leyes y códigos como por raíles. Y advierte: «Están programados para aplastar la ilegalidad y como tales pueden ser enemigos implacables. El hecho de que una cosa sea justa o injusta no cuenta ante la ley y los códigos».
Estas líneas asombrosas, que tratan a sus lectores como niños o comanches, y que casi incluso les comprende y predica la resignación, dicen muchas cosas que no están escritas. Es como si en estos lugares hubiera que empezar de cero, erradicando hábitos tribales. Lo cierto es que en Sicilia, en toda Italia, se suele hablar con normalidad de educar en «la cultura de la legalidad», como si la ilegalidad fuera un impulso incontrolable o un instinto profundamente enraizado. Se dan conferencias sobre ello a los niños en las escuelas, charlas en las parroquias. El cartelito también puede tener otra explicación: quizá es uno de esos gestos de fachada que en los últimos años ya han entrado en la normalidad, en el juego, y tal vez no es para tanto.
Luego llegas a la plaza del pueblo, donde está el Ayuntamiento, y te encuentras un bar con una gran foto de la película El Padrino en la puerta junto a un anuncio del licor amaro, amargo, El Padrino. Pero aseguran que lo pusieron así por los turistas. Desde luego es un imán, lo ves y vas para allá. «Todos los extranjeros venían buscando eso. Aquí solo teníamos una foto en blanco y negro de la película, esta», dice el chico del bar señalando un marco en la pared. En él se ve a Michael Corleone, Al Pacino, en el momento en que dispara al capitán McCluskey en un restaurante del Bronx, su primer crimen, que le hizo entrar en un mundo sin retorno. «Cuando venían turistas siempre se acercaban a mirar la foto y nos preguntaban si la película se rodó aquí». En realidad el bar donde Michael se para a echar un trago en su estancia en Sicilia, cuando conoce a Apollonia, sí existe. Es decir, existe el bar donde rodaron la escena, pero está en Savoca, cerca de Messina, lejos de aquí. Se llama Bar Vitelli, y sigue abierto. Pero la gente quiere que la realidad se parezca a las películas, y no al revés, así que en el Central Bar de Corleone acabaron por llenar el local de fotos de El Padrino. En 2002 lo rehicieron de arriba a abajo con la actual decoración.
Palique obligado con el mozo de la barra: ¿Pero aquí hay mafia o no? «¿Y quién lo ha visto nunca a Provenzano?», responde Gianfranco Ruggirello, de treinta y seis años. «Riina, Provenzano, no vivían aquí, no se puede culpar a un pueblo por tres o cuatro que nacieron aquí». Luego interviene su hermano: «Yo digo esto: Corleone no es la mafia. Si usted es un periodista serio debe contar todo. Por supuesto, ha habido mafiosos, pero Corleone ha sido difamada en todo el mundo». Llevan años viendo pasar periodistas extranjeros que buscan siempre las mismas historias de miedo y semblantes torvos. El padre de estos chicos, Giuseppe Ruggirello, ya fallecido y que abrió el bar en 1958, tuvo una experiencia curiosa con un reportero danés en 1994. Llegó al pueblo justo el día de un rally de coches y los pocos hostales estaban llenos. Ruggirello le invitó a hospedarse en su casa y pasó tres días viviendo con ellos y conociendo Corleone. Al volver escribió un reportaje desmitificador contando que no había visto la mafia por ningún lado y que los vecinos eran gente encantadora. Se abrió entonces un curioso hermanamiento de Corleone con Dinamarca, con actos institucionales y todo, y a don Giuseppe le acaban de poner una calle en el pueblo por haber contribuido a su buen nombre. A su viuda, una entrañable señora, se le saltan las lágrimas al contarlo.
Mario Puzo, el autor de la novela El Padrino, eligió el nombre de Corleone, y selló la suerte del pueblo, porque en Estados Unidos sonó mucho a finales de los años cincuenta. Fue cuando una nueva camada de matones especialmente violentos se rebeló ante el capo de toda la vida, el doctor Michele Navarra, un mafioso burgués al viejo estilo, un padrino. Hubo decenas de muertos, tiroteos en medio del pueblo y Navarra fue ametrallado en su Fiat 1110 negro en una emboscada. Más de cien tiros. Su funeral fue en la majestuosa iglesia de San Martino, la Iglesia Madre dicen aquí, en la misma plaza de este bar, y acudieron capos de toda Sicilia. Hay una gran lápida de mármol en la entrada. Informa de que en 1947 el templo se consagró al Sacratissimo Cuore di Gesú, «a la espera del retorno del orden y del bienestar en un mundo convulso». Y que sea lo que Dios quiera.
Esa banda de jóvenes mafiosos que desbarató el viejo orden pasaría a ser conocida, directamente, como los Corleoneses y aquel exterminio fue solo el primero de su escalada al poder en Cosa Nostra. El más brutal, cuando conquistaron Palermo, tuvo lugar en los años ochenta, más de mil setecientos muertos. Su jefe se llamaba Luciano Leggio y sus sicarios, Totò Riina, que luego le sucedió y era peor que él, Bernardo Provenzano, que relevó al anterior, los hermanos Leoluca y Calogero Bagarella… No eran cuatro gatos de Corleone, como ahora se puede recordar, sino al menos medio centenar entre los dos bandos, según las reconstrucciones con nombres y apellidos de los historiadores. Cada uno con sus familias, parientes, amigos, vecinos y conocidos.
Aquella guerra empezó el año en que Giuseppe Ruggirello abrió el bar, en 1958, y duró hasta 1963. Dejó cincuenta y cinco muertos y veinte desaparecidos, arrojados a las simas que rodean el pueblo o sepultados en los bosques. Justo entonces en Estados Unidos la opinión pública acababa de descubrir la mafia como gran organización secreta, con la primera gran redada de una cumbre de capos en Nueva York, en 1957. De hecho fue entonces cuando el FBI reconoció por primera vez la existencia de la mafia como tal. El interés por los gánsteres, adormecido desde los años veinte, volvió a resurgir, así como por el exótico origen de la mafia en Sicilia. La guerra de Corleone llegó justo en ese momento y apasionó a la prensa, que bautizó el pueblo como «el Tombstone siciliano». Puzo comenzó a escribir su novela pocos años después y tampoco se complicó mucho la vida para buscar el nombre.
Ninguno de los dos chicos del bar ha visto nunca un homicidio en el pueblo. Dicen que fueron hace muchos años, hasta los setenta, y que ellos no habían nacido. Aquí mismo, delante de la puerta, a unos pasos del Ayuntamiento, fue asesinado un hombre en julio de 1977, que sería el último en muchos años en el pueblo. Vio el cadáver con sus propios ojos Dino Paternostro, cronista, escritor y concejal de la izquierda. Entonces tenía veinticinco años y seguía un pleno municipal. Es una historia muy gráfica. La cuenta así: «Estábamos en la sala de plenos, llena de gente, el alcalde y los concejales, y de repente se oyen unos disparos, cuatro o cinco. Todo el mundo se tiró al suelo y cuando pararon salimos corriendo escaleras abajo. Pero no a mirar, qué fue lo que me sorprendió, sino que apenas cruzaban la puerta de la calle salían pitando a derecha e izquierda. Escapó hasta el decano, la máxima autoridad de los curas del pueblo, que estaba sentado en el círculo de los nobles, que también está en la plaza. Yo me quedé parado, asombrado, ante el cadáver, que estaba allí en medio. En eso salió el alcalde democristiano, Michele Latorre, y le dije: hay que llamar a los Carabinieri. “Llámalos tú”, me dijo, y se largó corriendo. Entonces fui a la carnicería de la plaza, la misma que hay todavía, y les pedí el teléfono para llamar a los Carabineri. “No funciona”, me contestaron». Dino Paternostro se ríe ahora al recordarlo. Corleone, el miedo en Corleone, era así en los setenta.
Este periodista, de sesenta y tres años, recuerda que cuando era pequeño se contaba a los niños que al doctor Navarra lo había matado un rayo, porque no se podía decir que lo habían asesinado, a él, al omnipotente capo dei capi. Cuenta esta y otras historias mientras paseamos por el pequeño parque del pueblo. Un lugar apartado y solitario, supongo que más tranquilo para hablar: «En Corleone, como en todos los pueblos de mafia, todos saben todo, no hay secretos, no hay misterios. Mi padre me contaba a mí las historias de mafia con muchísimo detalle. Claro, luego la gente al fiscal o a la policía no se lo dice». Las historias de mafia no se hacen explícitas, formales, quedan en la conciencia colectiva, como una pesadilla o un relato secreto.
En un rincón de los jardines nos paramos ante una escultura. Es un busto de Bernardino Verro, líder sindicalista de Corleone y primer alcalde socialista del pueblo. Fundó los fasci, el primer movimiento campesino por las tierras y que se enfrentó a la mafia, a finales del siglo xix. Verro, que ideó una inteligente estrategia de cooperativas, fue asesinado en 1915, hace ahora cien años, en una calle de Corleone. Este pueblo tiene un alma mafiosa pero convive con otra alma «antimafia», como se dice en Italia. Dos fuerzas opuestas, el bien y el mal, un curioso microcosmos en un villorrio que ahora tiene once mil vecinos. «En Corleone la antimafia es tan antigua como la mafia», dice Paternostro. Fue él, en 1979, siendo concejal del partido comunista, quien logró aprobar la colocación del busto de Verro. El escultor entregó la obra al cabo de un año pero el alcalde la cubrió con una sábana y la dejó en su despacho. «Cada vez que preguntaba me daban largas, me decían que había que esperar el momento adecuado, pero nunca llegaba», recuerda el escritor. El busto de Verro pasó seis años bajo la sábana, hasta que por fin se colocó en 1985. Pasó algo parecido con una placa conmemorativa instalada entonces en el lugar de su asesinato. «Escribimos: “El 3 de noviembre de 1915 aquí caía Bernardino Verro asesinado por la mafia…”. ¡Pero en el Ayuntamiento se preocuparon! Me decían: “¿La mafia? No hay ningún proceso que diga que ha sido la mafia. Nos puede denunciar”». Que la mafia te denuncie por difamación tiene que ser realmente curioso. Costó dos o tres reuniones con tensas discusiones hacer pasar el término «mafia». Ha sido un largo camino de pequeñas batallas para romper el silencio. Así era aún Corleone en los ochenta.
Paternostro habla de una «epopeya campesina» de la lucha por la tierra desde el siglo xix, contra el régimen feudal de los grandes propietarios y los mafiosos que gestionaban sus dominios. Arrancó en 1892, con el movimiento de los fasci sicilianos, y volvió a repuntar en la posguerra con la democracia. Para entonces, sin embargo, el contexto era el de la guerra fría, y la mafia se alineó en el bloque ganador de la oposición al comunismo con la Democracia Cristiana (DC), que era el partido dominante, la Iglesia católica y la CIA. Entre 1944 y 1966 la mafia asesinó al menos a cuarenta y cinco líderes campesinos, sindicalistas o de izquierda. En Caccamo, un pueblo cercano mafioso hasta las patas, el capo local, Don Peppino, se sentaba en un sillón honorario que tenían en el salón de plenos al lado de la silla del alcalde. Era quien mandaba. Hasta 1962 la mafia impidió en Caccamo que en las elecciones se presentara siquiera otro partido que no fuera la DC y, por supuesto, comunista ni hablar. La primera vez que los comunistas lo intentaron el cabeza de lista fue encerrado en un manicomio. El siguiente, cinco años después, fue cortado en dos con un hacha, de arriba a abajo. Por todo esto la antimafia en Sicilia ha sido durante décadas un gran patrimonio del partido comunista. En muchas casas de campesinos tenían el retrato de Bernardino Verro junto al crucifijo. Representaban más o menos lo mismo, una esperanza de justicia y libertad en un mundo fatal.
Uno de esos mártires es Placido Rizzotto, líder socialista de Corleone, asesinado por el futuro jefe de los Corleoneses, Luciano Leggio, en 1947 y arrojado a una sima. No encontraron sus restos, porque nadie los buscó, hasta 2009. «Me dijo una vez el cuñado de Placido Rizzotto, Peppino di Palermo: “No es que nosotros estuviéramos contra la mafia, es que la mafia estaba contra nosotros. Queríamos la tierra, el trabajo, justicia, libertad y la mafia se apoderaba de la tierra, no nos daba trabajo, nos impedía ser libres”», apunta Paternostro. A Rizzotto no lograron ponerle una estatua en el pueblo hasta 1996. Ahora está en la plaza municipal, delante del bar.
La DC —«dichí», pronunciado en italiano— vivió en Sicilia en una obscena simbiosis con la mafia, en mayor o menor medida, durante décadas. Corleone además era el pueblo de Vito Ciancimino, todopoderoso dirigente democristiano siciliano que controló el Ayuntamiento de Palermo y que al final de su vida fue arrestado por mafioso. Don Vito, en Corleone, era él. Lo de «Don» es un tratamiento que solo se daba a los padrinos mafiosos y a los curas, y él dejaba que se lo dijeran, y desde luego no era cura. El Ayuntamiento del pueblo siempre fue complaciente con la mafia y su evolución hacia la legalidad fue muy lenta. Solo cambió tras los años terribles de 1992 y 1993, los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino y la guerra al Estado de los Corleoneses. Le pregunto a Dino Paternostro cómo fueron aquellos años. «En los setenta y los ochenta la atmósfera era dura, pero al ser la tradición antimafia muy antigua, nuestra propia mafia está acostumbrada a que se enfrenten a ella. Cuenta con ello. El problema es saber cuál es el nivel a partir del cual se activa un castigo y qué tipo de castigo. Esa línea nunca sabes bien dónde está. Tú te haces la ilusión de saber dónde está, funcionas por intuición, pero…». Esa raya invisible se mueve por Corleone y por Sicilia como una serpiente, más o menos letal según los tiempos. Se esconde y reaparece. La redacción de la revista de Paternostro, Città Nuove, fue incendiada en 1991 y a él le quemaron el coche en 2006. «Obviamente tras estos incidentes me preocupé, pero también recibí mucha solidaridad. No es un chaleco antibalas, pero nuestra única protección es el consenso social».
Paternostro no sabría decir cómo es la situación ahora, si las cosas han cambiado. Nunca se sabe. La mafia, por definición, siempre se adapta a lo que venga. Parece que no está y de pronto te la encuentras, está. Es como mirar las ventanas de la casa de Provenzano. El pasado mes de septiembre, de improviso, volvió a aparecer. Estaba. En 2014, anteayer como quien dice. Fue detenido el vigilante del campo deportivo municipal, Antonino Di Marco, que resultó ser un hombre de Totò Riina. En realidad era el capomafia local, celebraba las reuniones del clan en su oficina y desde allí dirigía sus negocios. Su actual estrategia era la simulación, incluso saltando reglas sagradas de Cosa Nostra: Di Marco había dado permiso a su hija de que se echara de novio a un suboficial de los Carabinieri, cuando mezclarse con sbirri —esbirros— ha estado siempre totalmente prohibido. Los micrófonos de la policía captaron un significativo consejo suyo a uno de sus hombres: «La gente debe tener la duda, nunca la certeza de quién manda». La línea que separa la luz de la sombra es y debe ser borrosa.
La alcaldesa de Corleone, Leoluchina Savona, cuarenta y cinco años, soltera, de una lista independiente, reconoce que se quedó de piedra cuando se enteró del arresto de Di Marco, un trabajador de su Ayuntamiento. «Conociendo a esta persona no nos lo podíamos ni imaginar», confiesa en su despacho. «La mafia ha cambiado de piel, no se manifiesta. Antes los mafiosos se comportaban como mafiosos, te hacían sentir, respirar el perfume de ser mafioso, era un orgullo, un privilegio. Hoy son cuellos blancos, poderes oscuros, te los encuentras en cualquier lado. No te imaginas siquiera que la persona que tienes delante pueda ser mafiosa, y lo es, y personas que tú crees que lo pueden ser luego no lo son». La consecuencia lógica de esta reflexión es que debería dudar de la propia alcaldesa que me dice esto, pero me pregunto si se puede vivir así a todas horas sin volverse loco. No se sale del estado esencial de la vida pública en Italia: la nebulosa, el no saber por dónde te andas.
En el propio frente antimafia hay infiltrados, se ha convertido en ocasiones en una etiqueta útil para disfrazarse y hacer carrera. En los últimos meses han surgido sorpresas muy desagradables. En febrero salió a la luz que el presidente de la patronal en la isla, Antonello Montante, paladín de la lucha contra la mafia y delegado de la organización para la famosa «legalidad», está siendo investigado por relaciones con Cosa Nostra. En marzo fue arrestado el presidente de la Cámara de Comercio de Palermo, Roberto Helg, que siempre se ha desgañitado para predicar la lucha contra el pizzo, el impuesto mafioso a los empresarios, y resulta que él lo pedía, cien mil euros de comisión a un comerciante por renovarle el alquiler. La mafia siempre ha utilizado la cobertura de la antimafia, e incluso ha creado organizaciones, como el Observatorio para la Legalidad de Villabate, cerca de Palermo, cuyo presidente, Francesco Campanella, resultó ser un mafioso con todas las letras. Había recibido luz verde para la idea del propio Bernardo Provenzano. En esta guerra todas las armas valen. Por eso prima la desconfianza incluso entre los compañeros de trinchera de la antimafia. Sorprende, incluso en Corleone, oír a veces hablar mal a unos de otros. El propio terreno de la antimafia es movedizo. No te puedes fiar.
Savona es concejal desde 1997 y alcaldesa desde hace tres años, la primera mujer que ocupa el cargo en Corleone. Como otras muchas sicilianas, evoca un pasado opresivo y machista, donde una mujer no tenía derecho a hablar de política ni de cultura ni de nada parecido. Ella cuenta que creció rebelándose contra eso. Entró en política impulsada por el deseo de cambio que irrumpió en Sicilia tras los atentados contra Falcone y Borsellino en 1992. Una de las primeras cosas que uno ve cuando llega a Palermo en avión y coge la autopista es el monolito que recuerda el lugar del atentado contra Falcone, su mujer y sus escoltas. Los Corleoneses volaron literalmente la autopista al paso de su coche. Giovanni Brusca, que es de un pueblo de aquí al lado, San Giuseppe Jato, apretó el botón del mando a distancia desde una caseta situada en una colina cercana. Se ve desde la carretera. Es blanca y ahora pone en letras enormes «Mafia No».
A partir de entonces también en Corleone cambió el clima. Llegó un alcalde de izquierda, Pippo Cipriani, y que se declaraba abiertamente contra la mafia. Todos los sucesores han seguido la misma línea y lo cierto es que el municipio de Corleone nunca ha sido disuelto por infiltración mafiosa, una medida más frecuente que rara en Sicilia e Italia. Ahora, la obsesión de Leoluchina Savona es que Corleone se quite de encima la etiqueta de capital de la mafia. Hasta ha contratado a un abogado para que denuncie a las películas que usen el nombre, por difamar el pueblo. En la web municipal enumeran diez motivos para visitar Corleone, entre el arte y la gastronomía, y ninguno es El Padrino, obviamente. Es más, asegura que fueron los lombardos del norte que colonizaron la zona en el siglo xiii los que trajeron la mafia a Corleone. Savona quiere dejar atrás el pasado. Ella creció en la omertà que atenazaba al pueblo: «Lo vivía mal, no me dejaban salir por la noche, más tarde de las ocho. No querían que hablara de la mafia o citara los nombres de los mafiosos. Había una herencia cultural muy fuerte, dictada por el miedo. Yo oía hablar a los adultos de que habían matado a este o al otro, de por qué los habían matado, pero siempre dentro de casa, nunca fuera. De pequeña vi algunos muertos en la calle, había un miedo muy fuerte». Hablamos con ella del miedo en Corleone.
—¿Cree que aquí se paga el pizzo?
—Creo que sí, aunque naturalmente no tengo ninguna información, porque si no lo denunciaría. Aunque aquí no hay grandes empresas, solo pequeños negocios.
—Si la gente paga quiere decir que algo de miedo hay.
—Seguramente.
—¿Usted, siendo alcaldesa, ha pasado miedo?
—Sí. He organizado convenios, actos, he invitado a víctimas, he dicho cosas fuertes. He pedido perdón a las víctimas en nombre de Corleone, he dado su nombre a algunas calles. He desafiado a cara descubierta a la mafia. Y sí, he tenido momentos de miedo. En 2012, el día antes de la visita del presidente de la República, Giorgio Napolitano, para celebrar el funeral de Placido Rizzotto, tras el hallazgo de sus restos, me llegó una carta con amenazas. Viví toda la jornada con mucha tensión. En vez de mirar al presidente miraba a los tejados, a las ventanas, porque tenía miedo. Luego te viene la fuerza y el coraje de la gente que está contigo. Va por rachas, hay periodos en los que el miedo me asalta. Esta mañana era una de esas mañanas.
—¿Por qué?
—He tenido que ir al tribunal, a Palermo, y me he encontrado con el padre de un policía asesinado, nos hemos abrazado.
—Además de miedo, ¿alguna vez ha sentido soledad?
—Sí, cuando me ocupo de estos temas la ciudad todavía no participa de forma fuerte. Si lo haces con los colegios, sí. Pero si luego organizo un acto para hablar de mafia, no vienen, no participan.
—¿Queda mucho por hacer?
—Hay que trabajar en una antimafia que no sea de fachada, en los gestos cotidianos, aplicando la ley. Un comportamiento mafioso es igual de peligroso que ser mafioso. Ser mafioso no es solo haber sido fichado o condenado. Se puede ser mafioso dentro, y estos comportamientos, estos hábitos heredados, son muy peligrosos, porque no traen desarrollo, ni cultura, solo nos podemos salvar trabajando en los colegios.
No puedo dejar de acordarme del cartelito pedagógico de la entrada del pueblo. Le pregunto si a lo largo de su vida ha oído muchas historias de mafia en su casa, en el pueblo, de crímenes sin resolver. «Hay conversaciones de pasillos, pero hechos, realmente concretos, con un inicio y un fin, yo no los conozco. Es tal la trama de situaciones que luego llegar a la verdad es difícil. Creo que a menudo lo que parece que es la verdad luego fundamentalmente no lo es».
—¿No se cierra nunca el círculo?
—Nunca.
De todos modos la alcaldesa asegura que nunca ha visto por allí a alguno de los capos más renombrados, Riina o Provenzano, porque en los sesenta se fueron a vivir a Palermo. Conoció sus rostros por televisión y su historia para ella no es algo vivido en el pueblo, sino una cosa que le han contado. Pero confirma que las mujeres de Riina y Provenzano sí viven ahora allí. «Sí, están aquí, aunque no las veo nunca». La casa de Provenzano, no obstante, sigue cada mañana cerrada a cal y canto. No parece que estén. Aunque todo el pueblo es un poco así, subes y bajas por calles desiertas y en realidad está lleno de gente. Es laberíntico y con callejones sin salida, se camina junto a paredones de conventos abandonados. Uno de los más grandes, el de los agustinos, ahora es municipal. En una sala de exposiciones hay fotos de la Semana Santa de Corleone, que tiene su fama. Proviene de la tradición española y por tanto es macabra, con encapuchados. En una imagen aparece una estatua muy realista de Jesucristo ensangrentado, en un sudario, velado por los cofrades. Casi parece un cadáver tiroteado. En una placa del claustro hay cincelado un pensamiento de San Agustín: «¿Qué significa redimir el tiempo sino soportar inevitablemente algunas desventuras en la vida de todos los días para buscar la eternidad?». Eso, inevitablemente.
En realidad las capuchas de la tremenda y solemne Pasión de Corleone han estado prohibidas durante cuarenta años. Servían a los mafiosos para ocultarse, ajustar cuentas y mantener reuniones en plena procesión donde se ordenaban crímenes o se cerraban acuerdos. El alcalde las volvió a permitir en 2007, como signo de normalidad, tras el arresto el año anterior de Bernardo Provenzano. Llevaba cuarenta y tres años huido de la justicia. ¿Dónde estaba? En Corleone, como hemos dicho. Lo encontraron en un caserón de las afueras. Entonces, con las prisas, los medios dijeron que era un lugar apartado y solitario, lejos del pueblo y tal. Ni hablar. Los vecinos cuentan que esa zona, una colina a cinco minutos en coche, es una zona muy frecuentada, porque la gente va a comprar la ricotta (requesón, una deliciosa especialidad siciliana) a las casas de los pastores y, es más, es donde están las casas de veraneo de muchos vecinos del pueblo. Nadie se lo podía imaginar.
Nos acercamos a echar un vistazo y resulta que en el escondrijo de Provenzano parece que hay alguien. Está habitado, hay un rebaño de ovejas en la parcela. Nos cuentan que, en efecto, el dueño ha vuelto. Fue detenido por complicidad en la huida del capo, pero como a muchos otros del pueblo que le ayudaron le cayeron cinco o seis años de cárcel y ya está fuera. A toda esta gente te la encuentras por la calle, y todos saben quiénes son. Tú no, claro, y saberlo te vuelve a hacer mirar raro a la gente que te encuentras. Más si un tipo te para, se presenta con una media sonrisa, te coge la mano para saludarte y no te la suelta mientras te hace preguntas sobre quién eres y qué haces exactamente allí. Es una sensación muy ambigua, porque parece amable pero es casi intimidatorio. Eso, no estás seguro.
Dino Paternostro tiene la norma de no saludar a los mafiosos cuando se cruza con ellos. Pero a veces se crean situaciones extrañas. «Una vez uno hacía de todo para saludarme, a ver qué hacía yo, pero le evitaba, miraba para otro lado. Hasta que un día se me acercó, como soy concejal, con la excusa de una consulta de algo del Ayuntamiento. ¿Qué pasó? Que desde entonces, como ya tuvimos una conversación, me saluda, y yo tengo que responder, porque si no eres un maleducado y faltas el respeto. Es complicado. Mi idea es que no hay que ser arrogante, pero sí firme».
Por la calle también te encuentras, y te sorprendes, a grupos de turistas, la mayoría estadounidenses. Hablando con un grupo de cinco, todos parientes, admiten que sí, que vienen por el morbo de la película, pero también porque su abuelo era siciliano y querían conocer la tierra de sus antepasados. En el tour por Sicilia de los americanos, muchos de ellos descendientes de emigrantes, después de Palermo a menudo entra Corleone. En uno de los pocos restaurantes del pueblo nos aclaran algunos extraños platos del menú: «Son americanadas, para los turistas».
La paradoja definitiva sobre esta confusión entre vida y cine es que todos los turistas van buscando El Padrino, no el Corleone real, pero una vez el mismísimo Padrino fue precisamente en busca de alguien real de Corleone. Y tampoco lo encontró. Todo parte de otro hecho rematadamente inverosímil: el abuelo de Al Pacino era de Corleone. En 1990 estaba rodando El Padrino III en Sicilia y un día decidió acercarse a Corleone en busca de sus lejanos parientes. Se apuntaron a la excursión Diane Keaton y Andy García. Como no sabía por dónde empezar pararon a comer en un restaurante, A’ Giarra, y Pacino le pidió al dueño que le ayudara. El apellido de su familia era Gelardi. El hombre dijo que los conocía y buscó el número en la guía. Llamó y comunicó a los Gelardi que allí estaba Al Pacino en persona, que era familia suya y que quería conocerles. Entonces ocurrió algo que ha marcado al pueblo: el señor al otro lado del teléfono pensó que era una broma y le mandó a la porra. Es que además era 1 de abril, el Día de los Inocentes en Italia. No hubo nada que hacer. El pueblo está dividido sobre el incidente, que privó a Corleone de tener a Al Pacino de ciudadano honorario, sacarle partido para el turismo o lo que fuera. Unos piensan que es culpa del hostelero, por no insistir, y otros de los Gelardi, porque cogió el teléfono un abuelo de más de noventa años. Esto tampoco está claro, como todo. El caso es que Al Pacino se largó y no ha vuelto nunca más por allí.
De todos modos ya es posible para un turista tocar con la mano una familia mafiosa real. Este mes de abril salió a la luz que Angelo Provenzano, uno de los hijos del boss, de treinta y nueve años, ha sido fichado por una agencia de viajes de Boston, la Overseas Adventure Travel, para impartir charlas como estrella invitada en un tour siciliano. El paquete dura dos semanas y cuesta entre tres mil y cuatro mil dólares. Como plato fuerte incluye en un hotel de Palermo «una iluminante discusión sobre la mafia siciliana (conocida también como Cosa Nostra) con uno de los hijos de un boss». Angelo Provenzano empezó en septiembre a iluminar a grupos de turistas fascinados sobre cómo es ser hijo de un gran capo mafioso. Luego, turno de preguntas. En Italia se armó cierto revuelo.
En la plaza central de Corleone, en la parte baja y nueva del pueblo, que se llama Falcone y Borsellino, hay un gran cartel en inglés que ofrece visitas guiadas. «Mafia tour included», destaca en letras blancas sobre una estrella roja. Las autoridades, los movimientos civiles, se han esforzado en encauzar este tirón morboso hacia los lugares y la historia de la antimafia. Así se llega al Centro Internacional de Documentación sobre la Mafia y el Movimiento Antimafia (CIDMA), un museo inaugurado en 2000, aunque subiendo la calle principal uno se topa con una señal con once carteles indicadores y el único roto es el suyo.
Lo llevan dos chicas del pueblo, con otros voluntarios y colaboradores, y no tiene ninguna financiación pública, se sostiene con la venta de las entradas. Pero lo cierto es que en el último año han pasado por allí unas diez mil personas. «La mayoría extranjeros, los sicilianos creen que ya se lo saben», cuenta Marilena Comajanni. Todos llegan sobreexcitados pensando en El Padrino. Lo más surrealista que les han preguntado: «¿Perdone, pero dónde está la mafia?». Fue un turista japonés, cámara en mano, algo decepcionado, que no veía la hora de hacerse una foto en la sede de Cosa Nostra, con su logotipo, con su consejero delegado o algo así. Como si fuera una cosa tangible, y no invisible. Los que más tiros y acción esperan, y se van más desilusionados, son los rusos y turistas del este.
El complejo tiene salas con fotos cedidas por Letizia Battaglia y su hija, Shobha, también fotógrafa. Pero su punto central es una estancia con quinientos cincuenta y cuatro viejos archivadores, un muro imponente de papel. Son todos los documentos del Maxiproceso de Palermo, el primer gran juicio a Cosa Nostra que por primera vez la sentó en el banquillo, demostró su existencia y acarreó cuatrocientas setenta y cinco condenas definitivas en enero de 1992. Fue el gran triunfo de Giovanni Falcone, y su condena a muerte, cuatro meses después. Estos papeles, todo un símbolo incrustado en el corazón de Corleone, son la única copia de los originales, custodiados en el tribunal de Palermo. Es emocionante acariciar el lomo del grueso tomo F328. Está escrito en rotulador verde: «Dichiarazioni Buscetta Complete». Es la declaración del primer gran arrepentido de la mafia, Tomasso Buscetta, que en 1984 rompió la omertà y desveló los secretos de Cosa Nostra. Lo hizo porque los Corleoneses, en su exterminio del bando rival, le mataron a dos hijos, tres sobrinos y un yerno. Buscetta abrió la puerta a muchos otros pentiti. Pero jamás se ha arrepentido ningún mafioso de Corleone. Alguno del clan de los Corleoneses sí, pero nunca nadie del mismo pueblo. Son los más duros.
Marilena Comajanni cuando guía la visita por el museo, siente algo especial cuando muestra la foto de Luciano Leggio esposado, delante de los jueces. Porque Marilena sí tiene una historia de mafia en su familia: a su bisabuelo, guardia campestre, lo mató Leggio con un cómplice, Giovanni Pasqua, en marzo de 1945, dos semanas después de Rizzotto. La historia, como la cuentan los libros, es que arrestó a Leggio tras sorprenderle robando trigo y luego él se vengó. Pero en la familia de los Comajanni se relata de otro modo, con más matices, incluida la tragedia de que fue asesinado por error. Ni siquiera la narración de las historias auténticas coincide de los libros a la realidad. Como decía un periodista de mafia, quien se queda en la cuarta versión de los hechos es un superficial. La historia, en casa de Marilena, se narra de la siguiente manera. Calogero Comajanni salió de ronda con su compañero una noche de toque de queda y en un momento en que se separaron el otro agente pilló a Leggio y sus compinches robando sacos de trigo. Escaparon, pero los mafiosos pensaron que quien les vio fue Comajanni. Era lo que había ido contando el otro, quizá por miedo, y una noche le siguieron y le mataron en la puerta de casa. Cuando supieron que se habían equivocado pidieron disculpas a la viuda y les aseguraron, por ser correctos, que se encargarían de matar al hombre adecuado. Así lo hicieron tiempo después. Al otro guardia le aplastaron la cabeza con una roca mientras trabajaba en las obras del túnel de Corleone.
Lo inesperado fue lo que pasó luego. La viuda de Comajanni, Maddalena Ribaudo, se rebeló ante la omertà y denunció a los Carabinieri a los dos asesinos, a quienes había visto con sus propios ojos. Los periódicos la llamaron «viuda coraje», porque era un gesto insólito en la época. Principalmente por lo que pasó luego: no pasó nada. En el juicio fueron absueltos. Fue el famoso proceso de Bari de 1969, uno de los primeros intentados contra la mafia como organización, celebrado fuera de Sicilia para que no asustaran a nadie. Pero los jueces recibieron un anónimo que decía así: «No habéis comprendido, o mejor dicho, no queréis comprender lo que significa Corleone. Estáis juzgando a honestos caballeros que los Carabinieri han denunciado por capricho. Os queremos advertir que si un caballero de Corleone es condenado saltaréis por los aires, seréis destruidos, y también vuestras familias. Un proverbio siciliano dice: “Hombre avisado, medio salvado”. No os queda más que ser sensatos». Tal llamada al sentido común no podía ser desatendida.
Para Marilena otro héroe de esta historia es su abuelo Carmelo, el hijo de la víctima, que entonces tenía veintidós años, porque no se vengó y se hizo policía municipal. Ella cree que la miseria no justifica a los criminales, porque su abuelo era también muy pobre y no se le ocurrió hacerse mafioso. El relato tiene un final increíble. Un día, Giovanni Pasqua, el asesino de su padre, buscaba en el pueblo a una mujer que amamantara a su hijo recién nacido, porque a su esposa no le bajaba la leche. La casualidad quiso que la única mujer que podía hacerlo fuera la de Carmelo Comajanni, el hijo del hombre que había asesinado. «Mi abuelo pensó que la criatura no tenía ninguna culpa y accedieron», concluye Marilena orgullosa. La leche materna de la familia de la víctima salvó al hijo del asesino. Al menos en esta historia sí se cierra un círculo, que envuelve el pasado y abre el futuro a la esperanza.
La otra chica del museo, Massimiliana Fontana, asegura en cambio que nunca se ha cruzado con historias de mafia. «Sé que desde fuera es difícil de creer, pero en Corleone muchos, la mayoría, hemos vivido tranquilos y felices, es un buen sitio, yo adoro mi pueblo y todas estas historias las hemos conocido como un relato, nunca vivido directamente», explica. Otros vecinos, de los cuarenta y pico para abajo, cuentan la misma experiencia, porque nunca vieron tiros en las calles, a diferencia de sus mayores. Luego, en algún momento, hay un «despertar», como dice Massimiliana. Generalmente es violento. En su caso fue el asesinato de tres vecinos de una misma familia, los Giammona, que conocía bien, en 1995. Fue un crimen muy sonado, que precipitó a Corleone en otra racha de terror.
Todo empezó en enero de 1993 cuando arrestaron a Totò Riina, el gran capo de los Corleoneses y cerebro de su brutal campaña de atentados de los noventa. Llevaba treinta años fugado con su familia, viviendo en lujosas villas de Palermo, con cuatro hijos nacidos en la clandestinidad, aunque en una de las mejores clínicas de la ciudad, y crecidos en un mundo aparte. Su madre, Ninetta Bagarella, era maestra y se encargó de su educación. Al día siguiente de la captura de su marido Ninetta cogió los niños y un taxi y volvió a su casa del pueblo. Se supone, se sabe, o no se sabe bien, que sigue viviendo ahí. Pasa como con la casa de Provenzano. La mayor, Maria Concetta, tenía dieciocho años. El siguiente, Giovanni, dieciséis. Su hermano Giuseppe Salvatore, llamado Salvo, quince, y la pequeña, Lucia, doce. Los cuatro habían vivido una vida paralela siguiendo a su padre y por primera vez salían a la civilización.
En Corleone se preocuparon, y con razón, como se vio luego. Los dos mozos Riina, aunque eran unos adolescentes, empezaron a pasearse por el pueblo dándose aires y metiendo ruido con sus motos. Surgieron los primeros roces judiciales y una mañana el alcalde, Cipriani, el primero contra la mafia, se encontró una cabeza de cordero ensangrentada en la puerta de casa. Los dos Riina comenzaron a comportarse como mafiosos y pronto sufrieron uno de los principales males del mafioso: la paranoia. En enero de 1995 se obsesionaron con dos coches que veían demasiado cerca de su casa, como si les siguieran, y lo hablaron con el tío Luchino. Es decir, Leoluca Bagarella, uno de los más temibles asesinos de los Corleoneses y que heredó el mando en el clan, tras el arresto de Totó Riina, hasta que fue detenido en junio de ese año. Comprobaron las matrículas gracias a un contacto en las oficinas de tráfico —es un detalle muy inquietante— y, a través de una serie de desgraciados equívocos y casualidades, llegaron a la convicción de que se trataba de sicarios del bando enemigo. Los hijos de Riina creyeron que tras la captura de su padre sus rivales querían matarles. Entonces decidieron matarles antes a ellos. Giuseppe Giammona, de veintidós años, murió de cuatro tiros de una 357 Magnum en la cabeza en su tienda de ropa del centro de Corleone, delante de su novia. Menos de un mes después fue asesinada su hermana, Giovanna Giammona, y su marido, Francesco Saporito, de treinta años, obrero de la construcción. Un coche se colocó al lado del suyo y descargó una ráfaga de tiros. Se salvó de milagro su hijo de un año y medio, protegido por los brazos de su madre. Estas cosas aún pasaban en Corleone en los noventa.
Lo trágico es que esta familia, los Giammona, no tenían nada que ver con la mafia, eran vecinos normales y corrientes del pueblo. En esta cadena de desgracias aquí se abre un capítulo burocrático significativo: llevó diecisiete años aclararlo oficialmente. Hasta 2012, cuando aquel niño del coche que vio morir a sus padres ya era mayor de edad, los tribunales no determinaron que los fallecidos no tenían nada que ver con el mundo criminal y, por tanto, sus familiares podían ser considerados víctimas de la mafia y recibir las indemnizaciones correspondientes. No solo es difícil saber quién es mafioso, a veces se hace muy complicado asegurarse de que alguien no lo es. La mala suerte, la sospecha o, también, la infamia son sombras arduas de despejar. La madre de los Giammona, desolada durante los juicios, dijo esto una vez a la prensa: «No hemos tenido nada que ver nunca con la mafia, pero no me fío de vosotros, los periodistas, no sé quiénes sois. Yo creo en la justicia divina, en Jesús, que sabe qué debe hacer». De la ley, de la justicia humana, falible, imperfecta, en ocasiones injusta, no te puedes fiar, lo oyes decir siempre en Italia.
Giovanni Riina fue condenado a cadena perpetua, que aún existe en Italia, con solo veinticinco años. Con diecinueve cometió además un cuarto homicidio con sus propias manos. Estranguló a un mafioso sospechoso de haber traicionado al clan. Delante del tío Luchino, que le felicitó y le dio palmadas, feliz por cómo había pasado el bautismo de fuego de su primer asesinato. Luego disolvieron el cadáver en ácido. Su hermano Salvo también pasó ocho años y diez meses en prisión, por asociación mafiosa, hasta 2008. Luego fue puesto en libertad vigilada con servicios sociales, pero en Corleone el propio Ayuntamiento se opuso a que viviera en el pueblo. Al final acabó en Padua. Por cierto, por comentar: el abogado histórico de la familia, Nino Mormino, ha sido ocho años diputado del partido de Berlusconi y, además, nada menos que vicepresidente de la comisión de Justicia del Parlamento. También defendió a Marcello Dell’Utri, el socio del célebre magnate y cofundador de su formación, condenado y en prisión por sus relaciones con la mafia. ¿Imaginan a un diputado del PP defendiendo etarras como abogado?
La casa donde vive la mujer de Totò Riina está en un callejón oscuro. Es el viejo hogar de la familia de ella, de los Bagarella. También parece cerrada a cal y canto, aunque dicen que allí está. Pero la casa en la que querían haber acabado viviendo los Riina está más arriba, en la carretera alta del pueblo, y es una ostentosa villa de cuatro pisos que quería dejar claro quién mandaba en el lugar. Se la fueron construyendo en esos años de clandestinidad, aunque eran fugitivos, pero todo el mundo sabía de quién era. Tiene un garaje enorme, como de parque de bomberos, y a través de las rejas se ve un jardín japonés. También una madonna en una hornacina junto a la puerta. Ahora es la sede de la Guardia di Finanza. Es una de tantas propiedades confiscadas a los mafiosos y luego recicladas como símbolo del triunfo de la ley. Los símbolos son decisivos en esta lucha contra lo que no se ve bien.
En la casa de enfrente se asoma a mirar otro hombre que luego vuelve dentro. También están cerradas todas las persianas. Es la casa de Rosario Lo Bue, último capofamiglia de los Corleoneses tras el arresto de Provenzano. Fue detenido en 2008 y luego puesto en libertad. Su casa está confiscada a medias, pero aún no se ha asignado su uso. La confiscación de propiedades, empresas y tierras de los capos, de su patrimonio, ha sido un arma fundamental en la lucha contra la mafia. Esa ley decisiva, que también introdujo el delito de asociación mafiosa, se aprobó en 1982 tras el asesinato del líder comunista que la había propuesto, Pio La Torre. Casualidad: en su juventud fue el líder sindicalista que sustituyó en Corleone a Placido Rizzotto tras su muerte. Riina ordenó matar a La Torre porque consideraba sus ideas muy peligrosas. Pero ahora hay más de ciento cincuenta hectáreas de tierras confiscadas a los Corleoneses en su propio pueblo, además de edificios, viviendas y empresas. Estos trámites a veces se atascan y son enrevesados. Pueden pasar años desde que se secuestra una propiedad hasta que se confisca oficialmente y por fin se asigna a alguna institución o asociación. El caso de las empresas mafiosas es aún más complejo: si se cierran tras los arrestos hay gente que pierde su trabajo, aunque a veces simplemente eran fachadas que se mantenían en pie porque eran de la mafia. Pero lo cierto es que se manda un mensaje negativo a una sociedad de por sí muy alérgica a las instituciones: la gente piensa que cuando la empresa era de la mafia tenía trabajo, y que cuando la coge el Estado se queda sin él. El Estado, la ley, sigue pareciendo el malo de la película.
A dos minutos de la casa de Riina se halla la sede de la cooperativa Lavoro E Non Solo. Está en lo que era la casa de la familia Grizzaffi, sobrinos de Riina. Uno de ellos aún está en la cárcel y el otro ha sido puesto en libertad. También varios mafiosos que han perdido sus bienes andan por el pueblo. «Es fácil encontrarse con ellos. A veces te los encuentras justo cuando vas a trabajar a esos campos que eran suyos», cuenta Calogero Parisi, cuarenta y ocho años, presidente de la cooperativa.
—¿Cómo son esos encuentros?
—Silencio o, máximo, buenos días. Podemos imaginarnos lo que pueden pensar de nosotros. Nunca ha habido problemas porque hay una red institucional fuerte. No te sientes solo. También por eso hemos formado un consorcio de ocho municipios, para que ninguno deba afrontarlos solo.
—¿Siempre ha sido así?
—No, en otros sitios es más complicado. En Corleone estuvimos un poco solos al principio, cuando llegamos hace quince años, luego bien. Fuera de aquí, en pueblos cercanos, sí hemos tenido algún incendio y daños en algún viñedo. Aquí antes la gente te miraba y no sabías de qué parte estaba, ahora lo sabes, consigues distinguir quién está de un lado y del otro.
—¿Cómo?
—Las cosas que dicen, las cosas que hacen, algunos no pasan ni por delante de la puerta. Antes no entraba nadie, ahora viene gente, te fían en las tiendas.
Esta cooperativa comenzó en 2000 con un pequeño pedazo de tierra de diez hectáreas confiscado a los sobrinos de Luciano Leggio. Ahora son ciento cincuenta y dan trabajo a unas treinta personas. Producen legumbre, hortalizas, vino, que se comercializan por toda Italia en las tiendas de Libera, la gran organización de siglas antimafia dirigida por el sacerdote Luigi Ciotti. En verano hacen campos de trabajo y estudio por los que, en once años, han pasado más de cinco mil chavales. Es otro círculo que también termina por cerrarse contra la maldición de la mafia, porque si hace cien años, cincuenta, los mafiosos tiranizaban a los campesinos y les robaban las tierras, ahora los nietos de aquellos hombres sojuzgados y asesinados se las quitan a ellos. Esto es por fin Corleone en el nuevo siglo, algo impensable pocos años atrás.
Es aún más insólito ver en la puerta de la cooperativa a un grupo de africanos. Un anciano del pueblo que pasa por allí les mira como marcianos. En el último año este centro ha empezado a trabajar con algunos de esos miles de chicos que son salvados de milagro en el Mediterráneo. Les enseñan teoría y práctica agrícola para intentar darles una salida laboral. Acompañamos al campo a un grupito de Senegal, Gambia y Nigeria, por una carretera perdida que termina en un viñedo. Era de los sobrinos de Riina, de los hijos de su hermana. Estos muchachos africanos no tienen ni idea de quién es Riina, son ajenos al respeto o pavor que infundía su nombre. Parece un buen inicio del olvido. Tampoco les intriga ni sorprende que estos campos hayan sido de la mafia. Las conocen bien, a las mafias. Dartau, que es de Gambia, llegó hace diez meses a Sicilia por mar, tras atravesar el desierto y llegar a Libia. Tiene dieciocho años, aunque me lo hago repetir, porque aparenta el doble. «Aquí estoy bien, me gustaría quedarme y ser granjero», cuenta mientras anuda al alambre las ramas de las viñas, uva perricone. Y esto es también Corleone hoy.
Otro lugar para ver en qué ha quedado el ajuste de cuentas final entre buenos y malos es el cementerio. Es una última visita antes de irnos. Aquí la mafia tampoco existe, porque en ninguna tumba está escrito que haya matado a alguien. En las lápidas de algunas víctimas aparece solo su nombre y basta. Hasta hace poco uno de los mausoleos preponderantes era el del viejo capo Michele Navarra. Preguntamos por él: «¿El dottore Navarra? Ahí al fondo». Aún es dottore. Es un panteón solemne. Nos enteramos de que detrás, en un nicho, está también Luciano Leggio, pero oculto, en una tumba anónima. En realidad es la de un familiar, pero sus parientes han decidido no poner su nombre. Ha quedado borrado para la eternidad, y tampoco le habría gustado quedar en el camposanto relegado tras su enemigo Navarra. Pero es que los dos han sido eclipsados por las tumbas de Placido Rizzotto y Bernardino Verro, suntuosas y colocadas hace pocos años en la misma puerta del cementerio. Aunque la de Verro todavía espera el traslado de los restos desde Palermo. De nuevo la lucha es a base de símbolos, hasta después de la muerte.
Volvemos a Palermo por carreteras secundarias y comarcales, a través de llanuras verdes y solitarias. Sicilia en primavera es una maravilla. Pero las carreteras, mucho menos. Hay increíbles derrumbes de tierras cada dos por tres, con el asfalto fracturado como en un terremoto. A veces desaparece el firme. Nos han contado que una parte del tramo que va de Corleone a San Cipirello la han reparado los propios vecinos por su cuenta. El Estado, la ley, se siente muy ausente. De repente tenemos una visión insólita en la cuneta: nos paramos ante un gran viaducto que no estaría mal si no se hallara en medio de la nada, en el campo, sin una carretera que llegue a él por ninguno de los dos extremos. Es uno de tantos monumentos de la corrupción político-mafiosa de las obras públicas que ahoga Sicilia. Dinero público saqueado durante décadas. Roma, la capital, el Gobierno, el orden, parecen quedar muy lejos. Hacemos fotos al puente, comentamos que es increíble. Pero al dar la curva nos encontramos otro igual. No lo sabíamos entonces, pero ese mismo día se derrumbaba un viaducto de la autopista que une Palermo y Catania, 229 kilómetros. Sicilia quedaba partida en dos y la duración del viaje volvía a ser la del siglo xix, en la época borbónica: unas cinco horas por terroríficas carreteras secundarias. Hasta se abrieron negociaciones con Ryanair a ver si ponía aviones. Pero es que ya en condiciones normales, o mejor dicho, las actuales, atravesar la isla de un extremo a otro, los 265 kilómetros de Palermo a Ragusa, puede llevar ocho horas.
La ruta cada vez se hace más imposible, algunas carreteras marcadas en el GPS ya no existen, comidas por la maleza, y nos decimos que parecen de Albania. Una vez hicimos un viaje por las montañas remotas de Albania y estas son igual o peor. «Son peor», nos asegura luego un siciliano albanés. Mejor dicho, no albanés, sino arbëreshë. Es que llegamos a Piana degli Albanesi, otro de esos lugares de Sicilia donde la historia se hace vertiginosa. Miles de albaneses cristianos desembarcaron aquí en el siglo xv huyendo de los turcos. Y aquí siguen, con sus costumbres intactas. Hablan aquel albanés antiguo, que es idioma oficial con el italiano. El pueblo tiene fama de hacer los mejores cannoli de Sicilia, es decir, del mundo. Pasamos por Portella della Ginestra, el descampado donde la mafia, los servicios secretos y la CIA ametrallaron a una multitud que celebraba el 1 de mayo en 1947 en una fiesta sindical y dejaron once muertos. Luego bajamos hacia Palermo, que se desborda por el valle de la Cuenca de Oro, donde antes brillaban los limoneros, luego aplastados por la expansión urbanística mafiosa. Pienso en una frase de Leonardo Sciascia: «Hay que ir a Sicilia para constatar lo increíble que es Italia». Y sé que es increíble, pero al llegar a Palermo en el Teatro Massimo estaban representando Cavalleria rusticana. Quizá no hay ni que decirlo: esta ópera, el estereotipo siciliano por excelencia, y este mismo lugar son el escenario del sangriento final de El Padrino III. Vida y cine siguen mezclándose, aunque la realidad es casi peor: en la época de la historia el teatro estaba cerrado. En la plúmbea atmósfera de una ciudad dominada por Cosa Nostra esta joya, el teatro de ópera más grande de Italia y el tercero de Europa, fue clausurada en 1974 y no volvió a abrirse hasta 1997, cuando Palermo empezó a salir del agujero y recuperar la esperanza. Tras la caída de Riina y los Corleoneses.
Antes de irme de Corleone hice una última cosa. Seguía mirando a escondidas la casa de enfrente, enigmática, como si fuera un lugar que irradiara un poder oscuro. Pensé, de nuevo, que había visto demasiadas películas y que ahí delante tenía al menos un pedazo real de verdad. Quizá es una estupidez, pero creí que era mi deber acercarme y llamar, para saber si había alguien o no, ver qué decía o qué pasaba. Llegué hasta la puerta y me detuve a escudriñar las ventanas, por si alguien me miraba a través de las rendijas, pero nada se movía, y al final me fui, porque no sabía bien lo que hacía ahí parado, ni lo que iba a preguntar y además es que, no sé, me daba miedo, me daba miedo que la punta de mi dedo tocara ese timbre y sonara dentro, en esa casa cerrada.
Colosal relato. Merece acabar en libro, lo compro sin dudarlo. Felicidades!
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Que la mafia te denuncie por difamación tiene que ser realmente curioso, sin embargo, en este nuestro país, el Poder Judicial da la razón a un exregidor, corrupto que pide 40.000 euros al Estado por no evitar el juez que la prensa captara su imagen esposado, no es de Corleone, es del PP…. quizás deberíamos profundizar en nuestros ayuntamientos o centros de poder antes de mirar el arbol que nos tapa el bosque, pero claro es mas facil taparse la nariz…
No sé como funciona en España; en Italia, el problema de la ley sobre la difamación es que no prevé grandes castigos cuando la querella acaba en nada, lo que pasa bastante frecuentemente… a diferencia p.ej. de Reino Unido o EE UU donde les toman el pelo a los que hacen querellas de ‘libel’ sin motivos reales. De esta manera, al rico o poderoso siempre le conviene denunciar. Especialmente para aquellos periodistas que no tienen detrás una cabecera importante, que puede pagar los gastos legales, es un gran deterrente. Las amenazas de las mafias son la razón principal porque Italia se queda entre las naciones con una prensa ‘parcialmente libre’ según los ránkings internacionales.
y don Iñigo cuando va a hablar de las mafias españolas
Aqui no hay mafia, aqui hay jueces.
Los miami en los 90-00 no eran una mafia en Madrid?
aunque las mafias españolas son diferentes, cómo son las mafias españolas, cuales son sus características, se las puede llamar mafias o son características especiales, con grandes componentes de hipocresía. Qué nombre propio tendría la mafia italiana que no sería mafia sino qué nombre le ponemos
¡Qué cantidad de absurdos! Todo el mundo sabe que La Mafia es como los vampiros: NO EXISTE.
Felicidades, Sr. Domínguez. Simplemente maravilloso. Creo que los libros y las películas, especialmente las de Puzzo, han dado un halo, una aureola de falso romanticismo y creencias sobre la mafia y cómo impartía ‘justicia’, concepto y circunstancias absolutamente falsas.
De nuevo, enhorabuena por una relato espectacular, por su contenido y su materialización
Cómo se trabaja este tío los reportajes.
¿El mejor artículo de Jot Down junto al de Bobby Fischer?
Como el amigo Íñigo Dguez. ya nos ha deleitado con varios artículos más sobre la mafia en el pasado, además de haber escrito un libro excelente al respecto (ya saben qué deben hacer los que aún no lo hayan leído…), uno casi que ni debería sorprenderse. Pero no es así, por suerte. Sr. Domínguez, ha vuelto usted a clavarlo, ¡¡enhorabuena!! Y siga así, que nos tiene contentos ;-))
El libro buenísimo, el artículo lo mismo. Enric González e Iñigo Domínguez son imprescindibles, lástima que se predigan poco
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¡Gracias!