Sociedad

Periodistas que mienten, gatos que naufragan

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Foto: Getty.

Quizás hayan olvidado sus nombres, pero es difícil que hayan olvidado sus historias.

A los ocho años Jimmy era adicto a la heroína. En 1981 vivía en un suburbio del sur de Washington, en un hogar erigido sobre la violencia, las drogas y la delincuencia. Consumía desde los cinco años, más o menos cuando empezó a cultivar el sueño de ser el mayor narcotraficante afroamericano de la historia. Tenía el pelo arenoso, los ojos marrones aterciopelados y una espada láser de Star Wars. Verde.

Ian Restil tenía quince años y ya era millonario por méritos propios. El héroe de los hackers en 1998. Había logrado infiltrarse en el sistema de seguridad de Jukt Micronics, una compañía de software de California, que le ofreció una jugosa cifra para evitar la filtración de los datos confidenciales. Ian tenía acné, una camiseta de la leyenda del béisbol Calvin Edwin Ripken Jr., y soñaba con una suscripción vitalicia a Penthouse y Playboy.

Youssouf Malé era, en el fondo y en la forma, un esclavo. Si le preguntaban su edad, en 2002, solía contestar que tenía entre los catorce y los quince años. Vivía en Nimbougou, una pequeña aldea de Malí, hasta que emigró a una plantación de cacao en Costa de Marfil, donde pasó un año. En total, ganó ciento dos dólares por trabajar seis días a la semana, desde el amanecer al anochecer. Lo hizo porque soñaba tener suficiente dinero para comprarse unos zapatos.

Jaqueline era cubana y murió en el estrecho de Florida en el año 2000. Rondaba la treintena. Había dejado todo, su empleo de recepcionista en un hotel y a su familia, para tratar de llegar a la costa estadounidense a bordo de un frágil esquife. La noche que zarpó la devoró el mar y la tormenta.

Sus historias, más allá de los detalles que recuerden, tienen dos cosas importantes en común. Todas dieron la vuelta al mundo, conmocionando durante un par de ruidosos instantes a la opinión pública, convertidas en reportajes que publicaron los grandes medios: The New York Times, The Washington Post, The New Republic y el USA Today. Muchos de ellos fueron nominados al premio Pulitzer. Uno, incluso, lo ganó.

Pero ni Ian, Youssouf, Jimmy ni Jaqueline existieron jamás. Todas estas historias eran mentira. Pura invención. Fueron fabricadas por sus autores, periodistas que cuidadosamente idearon y vendieron como grandes crónicas meras fabulaciones. Eso sí, construidas con precisión de orfebre. Contenían todo lo que se le exige a un gran relato: emoción, tragedia, conflicto, interés humano y verosimilitud. Eran mentiras admirablemente exactas, tan buenas que solo merecían ser verdades de portada. Y lo fueron. Hasta que alguien —casi siempre, otro periodista avezado— los pilló, tirando de ese detalle sospechoso que desmoronó el castillo de naipes. Entonces los roles cambiaron, los protagonistas dejaron de ser Ian, Youssouf, Jimmy y Jaqueline; y cedieron la atención a sus demiurgos: Stephen Glass, Janet Cooke, Michael Finkel y Jack Kelley. Los inventores, los fabuladores, los periodistas mentirosos.

Sus nombres han quedado asociados, en las últimas décadas, a la parte más impúdica y vil del oficio. Son los Pinochos del periodismo. Los Milosevic de la verdad. Los impostores que cometieron el único pecado imperdonable en la profesión, enfangándose en charca de la que nunca se sale. Aquello no era una mentira corriente o habitual, de las que se digieren con un poco de cinismo. Socialmente hemos claudicado ante la evidencia de que la mentira, en el periodismo, es moneda de curso legal. Se acepta, con más o menos amargor y naturalidad, que todos los periodistas tarde o temprano acuden al mercado negro de la imprecisión, de la omisión onerosa, de la tergiversación o el maquillaje discreto. Del embellecimiento de lo real para alimentar egos obesos. Pero es que la historia es así, testaruda y poco condescendiente. No hay historiales de periodistas sin mácula, no hay trayectorias ejemplares sin su pertinente fantasma del plagio sobrevolando las firmas más excelentes. De Kapuściński a Gay Talese, de García Márquez a Carl Bernstein.

Pero lo de ellos era diferente. Más vil, más retorcido y venenoso. No habían coqueteado con la ficción, se habían amancebado con ella. Habían inventado, armado, diseñado y prefabricado una historia de pies a cabeza. Con sus sables láser, sus niños de cabellos arenosos o sonrisas torcidas. Habían ensamblado ficción con ficción, y le habían dado una pátina de verdad.

Y eso sí que era inadmisible.

Aunque fueron fulminantemente despedidos, marginados y señalados, sus historias volvieron a reencontrarse en otro lugar.

Estos periodistas admitieron que mentían, pero que sus historias eran verdad.

Meta un gato en el barco

En 1913 los naufragios de barcos eran algo relativamente frecuente. Y, si nos confiamos del relato de los papeles, también era usual que en todos aquellos desastres sobreviviera, invariablemente, un gato. Una docena de artículos de la época reseñaban con diligencia cómo las tripulaciones de unos y otros navíos siempre regresaban a recoger al animal que había quedado atrapado en las fauces del mar. Comenzó a generarse cierta fascinación en torno a lo insólito del hecho, alimentando la intriga de qué provocaba esa serie de rescates en cadena. Siempre tan idénticos, siempre tan coloristas. En realidad, el misterio que no era tal: los gatos eran una invención.

La anécdota se produjo poco tiempo después de que Joseph Pulitzer fundara el Bureau of Accuracy and Fair Play, un organismo de lo que ahora pomposamente se denomina fact-check, destinado a comprobar la información para que «los lectores pudieran estar seguros de confiar en lo que estaban leyendo». Su director, Isaac D. White, perspicaz ante el sospechoso patrón gatuno, se puso en contacto con el reportero portuario que había informado del primer gato rescatado. No le hizo falta indagar demasiado para que acabara reconociendo que todos los gatos eran, efectivamente, falsos. Con una salvedad. «Uno de esos barcos naufragados tenía uno a bordo, y la tripulación volvió a salvarlo. Yo hice al gato la característica de mi crónica, mientras que los otros reporteros no lo mencionaron, y fueron reprendidos por sus editores. La siguiente vez que hubo un naufragio no hubo ningún gato, pero los otros reporteros no querían arriesgarse, y lo metieron. Cuando yo escribí las siguientes historias y dejé de lado esos gatos que no existían y los demás sí mencionaban, fui severamente reprendido. Por eso ahora, cuando hay un naufragio, todos ponemos un gato», explicó.

La verdad, entonces, era que no había gatos. Los gatos eran mentira, una fabulación. O más exactamente: sí que hubo un gato, pero no coincidía exactamente con el que figuraba en la noticia.

Esa es precisamente la misma hipótesis que Janet Cooke, Michael Finkel, Jack Kelley y en menor medida, Stephen Glass, erigieron como defensa cuando sus embustes quedaron a la intemperie. Que su gato no existía, pero el gato no era mentira.

Michael Finkel pasó varios años viajando por África, empapándose de las tragedias del trabajo infantil. Visitó centros de explotación por varios países, conoció casos de adultos que en su niñez fueron empleados en esas plantaciones y estuvo, efectivamente, en la aldea de Nimbougou. También en Costa de Marfil. Cuando envió su reportaje a The New York Times, una suerte de mosaico con retazos de semblanzas que componían el amplio drama de aquella zona, el editor le pidió algo más concreto. Una historia que personificase el drama. Se la dio. Creó a Youssouf Malé con los retazos de varios adolescentes africanos que había conocido. Le indicaron que incluyera también una fotografía. Finkel retrató a uno de los jóvenes que parcialmente habían armado su crónica, y así salió publicado. Meses después, la organización Save The Children informó al diario de que, con la intención de hacer un seguimiento de su caso, habían localizado al chico de la fotografía. No se llamaba Youssouf. No había estado un año trabajando en Costa de Marfil. Jamás había regresado a casa de sus padres. Finkel admitió su mentira, su ideación, y la coronó con un pero: «todo es verdad». Había un gato, no se llamaba Youssouf, pero había decenas de gatos así.

Cuando Janet Cooke ganó el premio Pulitzer por su reportaje Jimmy’s world sobre el niño heroinómano de ocho años, celebró que la sociedad hubiera mirado hacia su margen más feo y repudiado a través de las páginas de The Washington Post. El periodista Bob Woodward (que la nominó) y el comité del galardón reconocieron la labor de la afroamericana por informar de aquellas realidades escondidas en los suburbios urbanos, que tan cotidianamente se desvanecían en la vorágine informativa de lugares como Washington. El caso alcanzó tal relevancia que las autoridades movieron cielo y tierra buscando a aquel menor con el futuro trágicamente hipotecado. Pero los servicios sociales no hallaron la casa desvencijada, ni el porche que Cooke describía pormenorizadamente en su relato. Tampoco había constancia de la existencia de la madre ni del padrastro de Jimmy. Mucho menos, de él. Cuando la presión se volvió insostenible, Janet Cooke se desenmascaró a sí misma. Admitió haber inventado la historia. Devolvió el premio Pulitzer y abandonó su puesto, desvaneciéndose del panorama mediático con asombrosa rapidez. Antes dejó dicho que Jimmy era mentira, pero su mundo, no. Había escuchado muchas historias sobre niños de la calle como él, y el gato era auténtico. Se lamentó de no haberlo buscado bien.

En otras ocasiones, es el propio minino quien derrumba la falacia. En el año 2000, una sonriente mujer cubana aparecía en la portada del USA Today reivindicando estar viva. Se llamaba Yamilet, y había emigrado legalmente a Estados Unidos junto a su esposo, que posaba junto a ella en la fotografía sosteniendo aquella otra portada del USA Today que la hizo famosa. En ella se llamaba Jaqueline y, según la crónica del periodista Jack Kelley, había muerto en el mar junto a otros inmigrantes ilegales tratando de llegar a costas norteamericanas en una mortífera tormenta. Era víctima de la política, la inmigración y la tragedia que, por repetida, se había vuelto inocua. Tras la publicación del reportaje, el diario recibió varios avisos de que aquella noche el mar estaba en calma. Por entonces, la trayectoria de Jack Kelley (cinco veces nominado al premio Pulitzer) empezaba a perfilarse como un océano plagado de gatos muertos, así que se investigó la veracidad de su reportaje. Y resultó una farsa. La rutilante estrella periodística no solo había fotografiado a una mujer al azar para ilustrar una historia ficticia, sino que buena parte de lo publicado en su cabecera parecía tener graves conflictos con la verdad. Cuando el diario halló la prueba concluyente de sus fabulaciones, vivita y coleando en suelo estadounidense, lo llevó a portada y despidió a Kelley. Aún hoy, sus reportajes signados entonces siguen siendo un pozo sin fondo de invenciones, fabulaciones y ficciones construidas con una pericia irregular.

La pregunta es sencilla. ¿Existe Ian Restil?

Ian Restil existe, pero jamás podré demostrarlo.

El diálogo se produjo entre uno de los editores de The New Republic y el periodista Stephen Glass. Estaba contra las cuerdas. Un colega de Forbes había tirado del hilo de su reportaje sobre el hacker adolescente, y empezaba a vislumbrarse que aquello no encajaba. Sus editores husmeaban el incipiente olor a podrido del pastel. Glass se embarcó en una huida hacia adelante por hacer realidad lo que había inventado, y fabricó toda clase de pruebas para hacer que su historia falsa fuera cierta y obrar el milagro. Creó páginas webs, registró números de teléfono, engatusó a su hermano para que se hiciera pasar por uno de los protagonistas de la crónica ficticia. La caída fue estruendosa, posiblemente la más épica que el periodismo ha vivido en el último medio siglo. Stephen Glass pasó de ser el periodista más brillante, prolífico y joven de la revista que se leía en el Air Force One a ser el mentiroso de todos los titulares del mundo. Era un calumniador de oficio. Había inventado veintiuna de las cuarenta historias publicadas en The New Republic, Harper’s y Rolling Stone. Diseñó en su cabeza todos los encuentros con supremacistas blancos, con hackers prepúberes, con políticos de Washington y con cualquier personalidad que nutría al semanario de historias efervescentes. No era tan agudo, ni tan ingenioso, ni tan original. Era, simple y llanamente, un mentiroso.

Aunque él mismo se colgó otro diploma: El gran fabulador. Así tituló su biografía años después, cuando, pasado el terremoto que desencadenó su pública defenestración, se decidió a contar su historia. Paradójica (o quizás significativamente) optó por hacerlo jugando en su terreno, novelando su propia vida, ficcionando cómo fabricó sus mentiras. En esas páginas de circulares salmodias, Glass es un cervatillo atrapado en el cepo que él mismo ha colocado, incapaz de responder directamente a la única cuestión: «¿Por qué?». Solo hacia el epílogo se vislumbra algo así como una explicación, enmascarada bajo el amargor de alguien que se cree víctima de una sociedad que caza a sus monstruos después de haberlos creado. «La veracidad no es lo único que buscas. Los periodistas siempre dicen eso, pero casi nunca es cierto. Lo que quieres es un buen artículo, la veracidad no es más que la mitad», afirma. Glass no tenía gato, todos sus personajes eran ficticios de principio a fin. Todo era un decorado.

Los reyes

Suele aducirse, por higiene y por tradición, que el periodista tiene un compromiso con la verdad. Lo cual es, en sí mismo, una mentira. Que la verdad es una convención es una suposición tan vieja como la filosofía misma. Y si la verdad no es un absoluto, ¿por qué debía serlo la mentira? Ese, y no otro, fue el argumento que palpitaba tras las excusas de Cooke, Finkel y Kelley: querían hacer llegar a la gente la sustancia de lo ocurrido. Su objetivo inalcanzable era que la mentira fuera solo una voz de fondo, como una interferencia de una emisión de radio que transmite el verdadero mensaje sobre la discriminación racial, el trabajo infantil o el drama migratorio.

Es ridículo rastrear cuál fue, en nuestra historia, el primer relato falso elaborado con el propósito de ser creído. La primera vez que un plumilla fabuló algo y lo empaquetó como el celofán de lo real. Pudo ser aquel reportaje del New York Sun que en 1835 afirmaba que se había descubierto vida en la Luna, poblada por unicornios, cabras, bisontes y castores gigantes. O casi una década después, cuando Edgar Allan Poe publicó en The Sun un reportaje sobre el primer viaje en globo que cruzó el Atlántico. La verdad puede ser más inaudita y fantástica que la ficción.

Lo que sí podemos aventurar es que todo empezó por un detalle. Minúsculo, aparentemente inofensivo, que se incorporaba a una historia real a la que le faltaba ese giro de color. El periodista Henry Louis Mencken, pilar del periodismo norteamericano, le quitaba bastante hierro al asunto y se mofaba de aquello de que el único capital del periodista es la credibilidad. Contaba cómo cubrían él y sus colegas los sucesos: los reporteros de los tres periódicos competidores de Baltimore se juntaban en un bar a tomar cervezas e inventaban los detalles de los sucesos que ocurrían. El suceso era sagrado, no así los detalles. «Los tres directores comparaban sus diarios con los otros dos y se admiraban y alegraban de descubrir que su redactor siempre conseguía los nombres y direcciones correctos, y nos felicitaban a veces por esa precisión tan inusual. Pero nunca inventaron una historia en su totalidad: si contaban que un perro loco había mordido a veinte niños, siempre había algún perro por ahí, y si relataban cómo en un barco de inmigrantes habían nacido quince gemelos durante la travesía, seguro que alguna pareja de gemelos viajaba en el barco», asegura su biógrafo.

Precisamente de Henry Louis Mencken es la frase que figura en la redacción de The Baltimore Sun en el último capítulo de la serie The Wire:

Cuando miro hacia atrás durante una vida malgastada, estoy cada vez más convencido de que lo pasaba mejor transmitiendo noticias que en cualquier otra empresa. Es realmente la vida de los reyes.

En el citado capítulo, el personaje del periodista Scott Templeton gana el premio Pulitzer por uno de sus reportajes. Que era, evidentemente, una fabulación. Con gato, eso sí.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Periodistas que mienten, gatos que naufragan – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Baxter Poindexter

    Si queréis encontrar un gato naúfrago podéis buscarlo entre los cascos blancos de Alepo, todo un gato ahogado urdido con intencionalidad política y que todos hemos comprado. Sin testigos, con los mismos actores escenificando escenas de horror, actores por otra parte terroristas en algunos casos…Sin embargo también ahí hubo gatos naufragando en la realidad

  3. Pingback: Periodistas que mienten, gatos que naufragan

  4. Esas historias inventadas, al menos, eran buena literatura, algo que merecía la pena leer. El periodismo en nuestro país y sus constantes distorsiones, omisiones y adicciones de la realidad, construyen una realidad manipulada, pero sin ningún valor literario digno de mención. Omitir lodos los medios a una, noticias como condena del supremo a Marhuenda, lo de Aznar y Abengoa o lo de Rajoy y su padre, son señales inequívocas de la podredumbre mediática en la que vivimos…

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