Mi historia se resume así: ahora me escapo, después veremos. (R. Piglia).
No compartí aire con Ricardo Piglia. Jamás le entrevisté. Nunca asistí a una de sus ruedas de prensa —si es que alguna vez hizo algo así—; tampoco acudí a ninguna de sus conferencias. No formaba parte del público que sonreía y tomaba notas en su programa de televisión dedicado a Borges. No fui su vecina, pariente, amiga, su alumna en Princeton. Nunca me tomé un café en una mesa cercana a la suya. Y lo prometo: yo jamás espié a Ricardo Piglia.
Sin embargo, puedo decir que sí lo conocí. Profunda y hondamente. Como un lector devoto retiene a un gran autor. ¿De qué otro modo se puede llamar a esa relación que limita con la obsesión, que araña en sueños, que dura hasta la mañana cuando, bien temprano, antes del vaso de agua, de poner la cafetera, de acudir al jabón, una siente que nada del día que comienza tendrá sentido si no se acerca a las líneas del autor recién descubierto que ha iluminado rincones hasta ahora aciagos?
«No conviene pensar. Hay que tratar de que todo se deslice imperceptiblemente», anotó el escritor argentino Ricardo Piglia en su diario el viernes 10 de junio de 1960. Esta frase está situada en la página 79 de Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, la penúltima obra del escritor publicada en la editorial Anagrama. Esta frase dinamita al resto de expresiones que anteceden y suceden a esas doce palabras. Todavía más: esa reflexión hace estallar —por desprendimiento— las miles de páginas que componen la obra completa de Ricardo Piglia. Y si todo revienta a partir de esta alocución registrada hace cincuenta y seis años es porque Piglia no ha hecho otra cosa en su vida sino pensar. Incluso en los últimos tiempos de su vida, aquejado («embromado», como le gusta decir a él) de una enfermedad atroz —ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica)— contra la que combatió con la sonrisa puesta —según su mujer, la artista Beba Eguía—, Piglia seguía pensando literariamente en una vida que, tristemente, comenzaba a agotarse.
A de Adrogué
Es como la reacción de un gato que da un zarpazo o muerde cuando uno lo pisa sin querer. La memoria funciona de ese modo, uno pisa el pie de un recuerdo y llega el zarpazo y la sangre. (R. Piglia).
Ricardo Piglia nació en 1940 en una localidad del Gran Buenos Aires llamada Adrogué. Una ciudad eminentemente literaria en la que veraneó uno de los referentes de Piglia: Jorge Luis Borges. Un comerciante llamado Esteban Adrogué fue el fundador de la ciudad que más tarde llevaría su nombre. Adrogué era hijo de un alicantino nacido en Muchamiel. Heredando tal vez el gusto por el comercio de zapatos, Esteban Adrogué hizo una fortuna gracias a una empresa de suelas. Con esa fortuna compró tierras que donó a la empresa del Ferrocarril del Sud en el año 1871. Quiso que la estación se llamara Almirante Brown (en honor al almirante de la fuerza naval argentina que dedicó su vida al servicio de la patria), pero no fue posible ya que había otra con idéntico nombre. Finalmente, de acuerdo con la costumbre de poner el nombre del donante, se quedó como estación Adrogué, un nombre que se extendería finalmente a la ciudad completa.
La casa de veraneo de Esteban Adrogué se convirtió con el tiempo en el célebre Hotel La Delicia. En su época de esplendor pasaron por el hotel numerosas celebridades locales —Domingo Faustino Sarmiento, Carlos Pellegrini, Bioy Casares, Silvina Ocampo— que buscaban un refugio de tranquilidad, buena cocina y proximidad con el núcleo urbano. Entre esas celebridades destacó alguien que sería crucial en la vida del hijo más célebre de Adrogué: el escritor Jorge Luis Borges. Junto a su hermana, la artista Norah Borges, retrataron poéticamente la ciudad en un hermoso libro llamado Adrogué, con ilustraciones de Norah Borges.
«En cualquier parte del mundo en que me encuentre cuando siento el olor de los eucaliptos, estoy en Adrogué. Adrogué era eso: un largo laberinto tranquilo de calles arboladas, de verjas y de quintas; un laberinto de vastas noches quietas que mis padres gustaban recorrer. Quintas en las que uno adivinaba la vida detrás de las quintas. De algún modo yo siempre estuve aquí, siempre estoy aquí».
B de Borges
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar. (R. Piglia).
Parece una señal del destino que allí donde naciera Piglia fuera el refugio al que siempre volviera —imaginariamente si era preciso— el autor al que el adroguense más fervientemente ha venerado. Y no se trata de una devoción blanda y condescendiente. Piglia admite las boutades de Borges, sus textos menos acertados, sus manías literarias, su posición ciertamente esnob en el panorama literario argentino de la época, sus filias políticas… Pese a todo ello, Piglia definió con precisión de cirujano la labor exacta de Borges: «Iba donde fuera a decir lo de él». Casi como un comerciante de la palabra, de la imaginación. Y además, el escritor siempre anota una característica que hace entrañable al ciego gruñón que muchos han querido percibir en el autor de El Aleph: «Él pensaba que a la gente con la que hablaba le interesaba la literatura». Algo así como si la literatura fuera lo más natural de la existencia. Todas estas reflexiones y otras muchas las pronunció Ricardo Piglia en un programa de más de cinco horas de duración (troceado en cuatro clases magistrales) en el prime time de la televisión pública argentina. Titulada Borges, por Piglia y emitida en septiembre de 2013, esta serie de programas forman ya parte de una televisión pública argentina a la que es imposible no envidiar.
Según Ricardo Piglia, el mejor texto de Borges —y miren que es difícil asumir el reto de señalar lo sublime de un gigante— es Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, una suerte de representación totalizante del universo característico de la estética borgeana en la que sucede algo insólito que, a fuerza de insistir, se convertirá en usual.
De todas las lecciones posibles que la lectura obsesiva de Borges le proporcionó, destaca la que ahora sigue por su amplitud y vigencia:
Quizás la mayor enseñanza de Borges sea la certeza de que la ficción no depende solo de quien la construye sino también de quien la lee.
C de cine
El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta. (R. Piglia).
La pasión de Piglia por el cine era casi tan profunda como la que sentía por la literatura. Piglia tragaba cine, lo devoraba a la misma velocidad y con la misma hondura con la que procesaba los mensajes que el film en cuestión imprimía en su mente. Aseguraba que era el cine el que le había enseñado a mirar la realidad. Sin embargo, Piglia jamás hubiera sido un buen cineasta. No porque no tuviera una extraordinaria e insólita mirada, sino por su escaso afán controlador, por su inclinación manifiesta hacia la invisibilidad, por su frecuente aprecio al segundo plano. El argentino pensaba que la imaginación literaria y la imaginación cinematográfica se diferenciaban en el uso de las palabras. Uno podía filmar un film con buenas ideas; sin embargo, para escribir una novela siempre se necesitaban las palabras.
Dos son los films que se pueden subrayar para conocer mejor el universo pigliano:
Plata quemada, dirigida en 2001 por Marcelo Piñeyro. Se trata de la gran adaptación fílmica de una de sus obras más aplaudidas y complejas. El mundo del lumpen, de la ley y su reverso se fija en esta novela policíaca protagonizada por Franco «el Nene» Brignone y por Marcos «el Gaucho» Dorda. Aquí anclaría Piglia uno de sus temas más exaltados: el del amor brutal entre dos hombres que se penetran con la misma ferocidad con la que disparan, gritan y se devoran.
327 cuadernos, un documental de Andrés di Tella que toma como título el número exacto de los cuadernos que Piglia empleó para escribir los diarios que abarcarían cincuenta y siete años de existencia. El autor de La ciudad ausente participó en el documental con el pretexto de poder revisar así aquellos cuadernos. Este experimento de enunciación se revela como el testimonio póstumo de un autor que, a la manera de Jonas Mekas, se presta a la transposición de su escritura más íntima, convirtiendo este film en una suerte de diario cinematográfico profundamente elíptico. De igual modo, conmueve casi hasta el desgarro el registro repentino de la llegada de la enfermedad a la vida de Piglia. En mitad de la filmación, la enfermedad le asalta. Casi sin oportunidad para el habla, intentando no mostrar sus manos ya atrofiadas, puede verse a un Ricardo disciplinado hasta el final, haciendo de la literatura un manto en el que refugiarse y de los diarios, la última gran misión de su vida.
Existen otras dos piezas de enorme valor que también servirían para abrazar el universo pigliano. Ambas están insertas en un extraordinario libro monográfico coordinado por Jorge Carrión y publicado en la editorial Candaya: El lugar de Piglia. Crítica sin ficción (2008, Editorial Candaya).
Macedonio Fernández (Andrés di Tella, 1995), en el que un guion de Ricardo Piglia que también actúa como conductor nos pasea por el Buenos Aires de Macedonio.
Piglia y el cine (Emiliano Ovejero, 2008), una entrevista grabada en el antiguo cine Gaumont de Buenos Aires, y que suena a una auténtica lección filmada de lo que el séptimo arte influyó en la obra literaria del escritor.
D de diario
Yo escribo en estos cuadernos porque confío en que alguna vez tendrá sentido pasarlos a máquina y hacerlos publicar, porque yo habré justificado con mi obra la lectura de estos apuntes diarios personales. (R. Piglia).
¿Diarios —con la primera letra en mayúscula—? ¿O diario —en singular y en minúscula—? ¿Qué diferencia uno de otro? ¿Lo que escribió Cesare Pavese fue un Diario o unos diarios? ¿Y Josep Pla? ¿Eran dietarios? ¿Seguro que Jules Renard escribió Diarios?
Piglia nombró a los suyos en plural y en minúscula, pero ciertamente no eran los suyos sino los de Emilio Renzi, ese trasunto inspirado en su abuelo italiano que tanto admiró y el protagonista de muchas de sus novelas. Piglia empleaba los diarios como espejos: «no intentar registrar mi vida, sino crear un espacio homólogo que le sirva de espejo». Se sostenía en la escritura para no ahogarse. Esos cuadernos eran siempre negros y de la marca Triunfo, como si el nombre le ayudara invisiblemente a lograr su objetivo vital: «Uno vive una vida de escritor porque ya lo ha decidido, pero luego los textos deben estar a la altura de esa decisión». Conmueve, en esa lectura, el registro diario de las penalidades económicas en el mismo renglón de las citas de autores que admiraba, de los amores que iba abandonando, de los días en los que no encontraba motivo para salir de la cama, arrumbado en un combate inhumano que le erosionaba y cuya finalidad estaba todavía lejos: convertirse en escritor.
Para Piglia, los únicos diarios que servían eran los escritos en contra de uno mismo. Por eso, sus favoritos eran los de Pavese y Kafka.
E de enfermedad
Un domingo 24 de octubre de 1971, Ricardo Piglia anota en su cuaderno Triunfo:
Quizás ese sea el infierno para mí: inmóvil, sin poder moverme, pero no manso y tranquilo, sino inquieto, ansioso, siempre a punto de saltar hacia algún lado.
En aquel domingo Ricardo reflexionaba a propósito de algunas máximas de Bertolt Brecht, el autor al que engullía con irreductible fervor. Un siniestro componente adivinatorio se localiza en esta entrada, pues en septiembre de 2013 el escritor fue diagnosticado de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), una dolencia que gradualmente va disminuyendo el funcionamiento de los músculos, provocando finalmente su atrofia completa, es decir, la inmovilidad absoluta. La crueldad de esta enfermedad y lo que, de algún modo, la conecta con aquella entrada de sus diarios de 1971 es que la mente permanece intacta, sin signos de erosión. Dicho de otra manera: el infierno que imaginó aquel octubre se instaló en Piglia al final de su vida. Beba Eguía, su mujer, lectora y gran compañera de vida, denunció en ese tiempo una dura lucha contra Medicus, el seguro del escritor de Blanco nocturno que se negaba a pagarle el tratamiento. Finalmente, consiguieron las dosis que necesitaban para ensanchar —apenas unos meses— la vida de Ricardo.
F de ficción
Una de las más evocadoras ideas de Piglia era aquella, según la cual, la escritura de ficción se instalaba siempre en el futuro y trabajaba con lo que todavía no era. De modo que el escritor se convertía entonces en una suerte de visionario. Las novelas que más apasionaron al argentino, las de Arlt, Borges, Kafka o Macedonio Fernández, trabajaban la esperanza. Era en esas ficciones en las que conseguía la auténtica proeza que le separa del resto de autores de su tiempo: Piglia leía lo ilegible, es decir, aquello que no se puede leer, lo que permanece oculto incluso para el escritor que lo fabricó. Leía, por tanto, lo invisible. Como el mejor de los detectives, Piglia leía unas letras impresas y descifraba los signos ocultos. En este mismo sentido, en el de Piglia como uno de los mejores lectores de todos los tiempos, estriba su cualidad de gran detective de la literatura universal, pues como él mismo afirmaba, «lectura y crimen están entrelazados». La ficción se revelaba entonces como una posición de quien la interpretaba: «Aunque no todo es ficción, todo puede ser leído como ficción».
Lo cierto es que nadie vuelve a leer del mismo modo después de Piglia.
H de humor
El sentido del humor, Piglia lo exhibía casi en cualquier lugar, en sus conferencias, en sus programas de televisión, en sus libros, en las entrevistas que concedía y, sobre todo, en sus diarios. No se trataba de una ironía íntima, sino más bien de una expansión del brillo e inteligencia que fijaba en su particular modo de mirar el mundo. Ricardo parecía una de aquellas personas con las que jamás dejarías de estar, a la que nunca dejarías de leer. El autor, elegante y respetuoso, colocaba siempre sus propias miserias como material de análisis, de chanza, de fiesta.
Me miro la cara en el espejo mientras me afeito, es el primer chiste del día.
Uno se separa de una mujer y pierde la mitad de los amigos y la mitad de la biblioteca.
Escribir un relato de una separación amorosa con los títulos de los libros que se disputan.
El público de un escritor son sus amigos: más allá de ese círculo, están las tinieblas.
Salgo y paso un par de horas en el Jardín Botánico, sin pensar en nada, tratando de ser yo mismo una planta.
I de Ida
Así se llamaba la madre de Ricardo. Fue ella la que le enseñó una de las claves de la literatura: «De ella aprendí que un narrador no debe nunca juzgar a los personajes de su historia». Y es que la madre de Ricardo jamás enjuició a ninguno de sus familiares; tenía la particular virtud de no criticar jamás a nadie por su conducta. Ella era su modelo de narración: minucioso y preciso, incapaz de condenar a sus personajes.
Ida Brown es la protagonista de la última novela que Ricardo publicó en al año 2013, el mismo en el que la enfermedad le atacó. Ambientada en los círculos universitarios de máxima excelencia que Ricardo frecuentó, El camino de Ida narra la muerte de esta profesora en un campus con alumnos brillantes. Una novela que muestra el reverso del mundo universitario en el que un crimen conecta de nuevo con el tipo de escritura que Piglia dominaba como pocos: el policial. Un género que, según él, era el gran género moderno, inventado por Poe en 1843 y que había sido capaz de inundar al mundo contemporáneo. En este sentido, es fácil imaginar a un detective Piglia, indagando en los vericuetos del lenguaje, de los renglones ajenos, en las estructuras de otros. Para Ricardo, el detective era el último gran intelectual de nuestro tiempo, aquel que aunque forme parte del universo que analiza se mantiene ajeno al mismo: no tiene relación con ninguna institución, está aislado y vive en una cierta marginalidad. Es por ello que un detective enamorado era para Piglia una parodia del género policial.
L de literatura, de lenguaje, de libros
La l era para Piglia una letra importante. Una con la que podía explicarse. Literatura, lenguaje, libros. Tres palabras que le sujetaban.
La literatura permite pensar lo que existe pero también lo que se anuncia y todavía no es.
La necesidad de estar encima del lenguaje es igual a nadar, avanzar encima del mar.
Los libros son objetos reales y entonces es posible pensar que tiene sentido perder en ellos la vida.
Piglia contagiaba literatura. Para él era una fiebre lúgubre que solo padecían los seres desajustados con la vida. Sabía, sin embargo, que la literatura no arreglaba los desperfectos de la vida. Así lo fue comprendiendo con los años. Es posible que su idea de felicidad consistiera en encerrarse en su apartamento sentado frente a su máquina de escribir, con libros que se desbordaban por la casa como gatos perezosos, pero ningún tipo de literatura le salvaba en esas épocas en las que escuchaba a Duke Ellington para lamerse las heridas («¿Qué me importa ahora todo lo que he leído? ¿Qué me importa escribir y saber, si no estoy con ella?»), cuando se sentía fisurado y ya solo esperaba lo peor. En esas noches en que podía tocar con sus manos el fracaso dudaba de sí mismo, de sus capacidades como escritor, de sus sentimientos, de su futuro —al que acudía para refugiarse—. Dudaba porque pensaba, porque comprendía que solo así, dudando, uno llega a contadas certezas: «Dudo que yo alguna vez sea capaz no ya de escribir, sino de leer con algún criterio».
M de mujer
No es complicado adivinar lo crucial que resultaron las mujeres en la vida de Piglia a juzgar por lo que escribió en sus diarios:
Aprendemos a leer antes de aprender a escribir y son las mujeres quienes nos enseñan.
Las mujeres le ofrecieron entonces a Ricardo Piglia el mejor regalo posible: su condición de lector. Otras, además, le proporcionaron momentos de enorme placer, felicidad y angustia en el plano amoroso. Piglia era un tipo sentimental que no dudaba en escribir su desamor en el párrafo siguiente de su análisis del Ulysses de Joyce. Este tipo de tristeza compuesta de desamor y melancolía le atacó en más de una ocasión y fue entonces cuando dejó escritos algunos lemas que suelo rememorar cuando los días-erizos se acercan:
Lo difícil no es perder algo (por ejemplo a Inés) sino elegir el momento de la pérdida.
Nos salva no poder imaginar las consecuencias que los hechos vividos han de tener. Lo único que puedo hacer es tratar de esquivar los recuerdos. Sacarse de encima las imágenes como quien se quita un saco.
Al final siempre se sale, vaya uno a saber para dónde. Lo más persistente es la tristeza, como un cansancio que cae sobre quien se despierta y lo sorprende.
Fueron muchas las mujeres con las que Ricardo se aturdió («El temible instinto de las mujeres para calar la comedia masculina»). Mujeres que desarreglaban su vida, la complicaban, la hacían destellar: Inés, Julia, Iris, Lola, Amanda, Tristana («La promiscuidad solo cesará si me enamoro, porque lo difícil es amar»)… pero aquella que ha sido su compañera hasta el final, Beba Eguía, todavía no ha aparecido como tal en sus diarios. Es ella la que cuidó de Ricardo en los casi cuatro últimos años de su vida. El argentino vivía la política como drama privado y el desamor como una guerra mundial.
N de noche
A Piglia le gustaba pasar la noche en vela, escribiendo o leyendo febrilmente, solo, mientras su mujer dormía. Sobre todo, en sus años de formación. En los años en los que se estaba construyendo.
La noche era para Piglia —como para Kafka o Melville— un territorio cálido, allí donde encontraba a todo tipo de personas fisuradas que ansiaban que la mañana no llegara, puesto que lo difícil era encontrar una razón para salir de la cama. La noche era también una suerte de válvula de escape. Cuando todo oprimía y se torcía, Ricardo se echaba a la calle de madrugaba y se ponía «a caminar por la ciudad vacía, en el aire limpio de la madrugada». Un aire que también le limpiaba a él, naturalmente.
O de Onetti
El argentino conoció poco al uruguayo Juan Carlos Onetti pero lo leyó con fruición. El día de su encuentro, como buen detective, Piglia describió el aspecto de Onetti con el mismo esmero psicológico con el que Velázquez pintó a Inocencio X:
Mucho más alto de lo que yo pensaba, muy bien vestido con un traje oscuro de franela que le hacía resaltar las manos largas, blancas y frágiles. Una cara como de goma, ciertos ahogos que le cortajean las palabras, un aire furtivo, sin mirar nunca de frente.
P de Princeton
¿Quién no hubiera deseado tener a Piglia como profesor? Con su pelo rizado, sus andares desgarbados, sus lunares prominentes, sus manos afiladas, su ropa a medio poner —o a medio quitar—, sus gafas siempre en el abismo de la caída… Ricardo encarnaba el perfil del profesor genio que todo lo cambia. Impartió clases en Harvard o Princeton durante más de una década. De esta última universidad se jubiló a finales del año 2010. Aunque son muy pocos aquellos privilegiados que lo tuvieron como maestro, es posible imaginar la atmósfera de aquellas clases leyendo La forma inicial. Conversaciones en Princeton, una obra publicada en la editorial Sexto Piso. De aquel libro, una comprende que la docencia de Piglia pretendía «enseñar un modo de leer». Los alumnos, a través de sus clases, eran transformados y algunos se convertían en lectores melancólicos, otros, cínicos, algunos, malvados, buenistas, compulsivos, peligrosos… jamás su magisterio pretendió crear lectores perezosos o acomodaticios, pues él mismo toda su vida fue un disidente.
En un comunicado reciente de la Universidad de Princeton, el jefe del Departamento de Español y Portugués, Pedro Meira Monteiro, afirmó que Piglia «no solo enseñó a generaciones de brillantes jóvenes eruditos, sino que también ayudó a hacer de aquel departamento uno de los mejores del país». Precisaba también el raro perfil de Piglia: «Es muy inusual encontrar una combinación perfecta de un gran crítico y un excelente maestro». Según este mismo compañero de claustro, todavía se recordaban en el campus los comentarios cálidos e ingeniosos, su crítica aguda, su afabilidad y su amor por el aula.
R de revista
Hubo un tiempo en el que las revistas literarias actuaban como un laboratorio donde los intelectuales y teóricos ensayaban los más disímiles modos de escribir y leer. Las revistas pretendían concitar la atención de una sociedad y ser emblema de un país —Argentina, en este caso— que estaba inserto en el centro de una herida política. Piglia comenzó a trabajar en distintas revistas y allí publicó sus primeros artículos. Su diario está repleto de entradas en las que habla de David Viñas y la revista Contorno. Un grupo de escritores, los llamados «parricidas», que liderados por Viñas (el hombre eternamente enfrentado a Cortázar), desarrollaron sus teorías basadas en el existencialismo de Sartre y el compromiso político del escritor.
En este sentido, Piglia afirmó en alguna ocasión que la mítica revista Sur, aquella que lideró Borges y fundó Victoria Ocampo con la intención de «crear a la élite futura», no le influyó especialmente. Sin embargo, sí leía con veneración otras publicaciones como Centro, Poesía Buenos Aires, Martín Fierro o Claridad.
S de Saer
Algunos leen solamente para tener amigos. O para no estar solos. La lectura es la excusa perfecta para desencadenar conversaciones y es el único modo verdadero de clausurar un libro: cuando pasa de la mesita de noche a la mesa del bar. Así lo entendió también Ricardo Piglia, que encontró en Juan José Saer al mejor compañero posible. En un libro precioso titulado Por un relato futuro. Conversaciones con Juan José Saer (Editorial Anagrama), Piglia dialoga con su gran amigo a lo largo de cinco conversaciones ubicadas entre 1987 y 1999. Un libro que no es sino el registro de una amistad: «(…) diálogos apasionados, bromas, una maledicencia liviana, gustos tajantes, argumentos arbitrarios, acuerdos instantáneos y diferencias irreductibles», según explica Piglia en el prólogo. Uno que contiene una de las más bellas declaraciones de amor al amigo, al confidente, al cómplice muerto:
Saer tiene (no pienso escribir tenía) el don de la amistad. Siempre será suyo ese esplendor. Y nadie que lo haya leído podrá olvidarlo.
V de vida
La vida de Piglia pudo resumirse en unas cuantas tardes con sus amigos —muchos escritores: David Viñas, Juan José Saer, Jorge Álvarez, José Sazbón, Manuel Puig—, en contadas noches, en ciertos cuerpos, en elegidos viajes, en miles de libros. Una vida extraordinariamente literaria (si es que algo así existe).
El 6 de enero de 2017 la vida de Piglia se extinguió. En ocasiones, extraña e injustamente, la muerte real de un autor supone su renacimiento literario. Así pasó hace poco más de diez años con el titánico Roberto Bolaño. Recientemente, de hecho, se ha recuperado una conversación que mantuvieron ambos —Bolaño y Piglia— en el suplemento cultural Babelia en el año 2001. Así ponían fin a la conversación los dos autores:
Piglia: En fin, quiero decirte que esta conversación va a ser el comienzo de una amistad, o la continuación de la amistad que hemos establecido ya con nuestros libros. Pienso ir a Barcelona en las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por supuesto siempre puedes venir a visitarme a California.
Bolaño: Yo también espero que nos podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.
Dudo que Piglia vaya a convertirse en icono de los letraheridos. No imagino camisetas con su rostro y su pelo ensortijado estampados en ellas. Lo de Piglia era algo más sutil, distinguido e invisible. Como casi todo lo que realmente nos importa.
Epílogo
Solo conozco la felicidad retrospectivamente. (R. Piglia).
La mañana del 7 de enero de 2017 acudí a tres grandes establecimientos que venden libros en Valencia. No sabía a qué templo o iglesia acudir para llorar a Ricardo Piglia. Mi habitación con la estantería repleta de sus libros me pareció pequeña. Comprobé con tristeza que su nombre no estaba presente en aquellos anaqueles desordenados tras tanta compra navideña, febril y alocada. Pasé por novela latinoamericana, por autores de bolsillo, por crítica literaria, género policial… nada. Borrado. ¿El día siguiente de su muerte? Me pareció una broma fatal del destino o una gran noticia: los valencianos habían saqueado las librerías con las obras de Piglia. Esa mañana fue la más fría de este invierno en Valencia. Comprendí entonces lo cerca que están las palabras «invierno» e «infierno». Apenas una letra de diferencia que simboliza el aturdimiento de saber que Piglia ya no está. Supongo que en los próximos meses y años su obra se reeditará y entonces muchos comenzarán a leerlo y obedecerán —por fin— a todos aquellos que sí conocieron a Piglia —el niño que siempre quiso ser escritor— y que han escrito infinitas razones para acercarse a él.
El 7 de enero de 2017 llegué a casa a mediodía, abrí la puerta de la habitación, saqué de la estantería el último libro publicado de Ricardo Piglia, también el último que yo he leído: Los diarios de Emilio Renzi (Los años felices). Pasé las páginas a gran velocidad, llegué a la última frase:
No hago nada más que ir al mar.
Cerré el libro. Y así me quedé, imaginando a Ricardo Piglia caminando hacia el mar.
Maria Jesús, muchas gracias por esta lectura de Piglia. Es maravillosa!
Gracias a ti por la lectura. Un abrazo.
Gracias por este homenaje a un imprescindible
Por tanta sensibilidad e inteligencia
Un cálido abrazo
Excelente y justiciero artículo. Hace un año que leo casi diariamente los dos libros que corresponden a los diarios de Emilio Renzi. Estoy muy de acuerdo con la maestría de Piglia. Su narrativa y crítica son manuales de lectura y escritura. Con él también se aprende a leer a Borges.
Tienes toda la razón José. Yo creo que esos diarios son, quizás sin quererlo, su gran obra. ¿No tienes muchas ganas de que aparezcan el tercer volumen? ¡Gracias!
Perdón por la tardanza en contestar. Claro que espero la aparición del tercer volumen que espero que sea pronto.Un abrazo.
Muchas gracias María Jesús.
A ti Emiliano por tu amabilidad. Un abrazo.
Muchas gracias por este maravilloso artículo, no es la primera vez que te leo y me resulta increíble ver lo mucho que coincidimos.Yi también vivo en Valencia y me encantaría conocerte.
Es una ciudad pequeña, seguro que nos encontramos.
Un beso y muchas gracias.
Eduardo.
Hola Eduardo. Una ciudad pequeña pero maravillosa, intensa y floreciente. Allí nos encontraremos seguro. Un abrazo grande, paisano ;)
Un gusto leer artículos como éste, escritos desde la pasión por la literatura y el conocimiento de la obra de Piglia, muchas gracias Maria Jesús.
Gracias a ti, Bandini. Justo eso es lo que contagia Piglia: pasión literaria, ¿verdad? Un saludo.
Piglia: Borges
Una gran equivalencia literaria. Ya casi no es posible comprender el uno sin el otro.
El suplemento Radar dela diario Página 12 publicó una foto de Piglia frente al mar, descalzo, de espaldas al fotógrafo. Te va a gustar.
Gracias Mónica. Ahora mismo la busco. Es una bonita imagen para pensar en Ricardo, ¿verdad? Un saludo.
¡Qué maravilloso artículo! Muchas gracias, por lo que cuentas y por la forma de contarlo.
¡Gracias a ti Virginia por tus palabras y amabilidad!
Conocí a Piglia personalmente aquì, en Venezuela, cuandio ganò el Premio Rómulo Gallegos, y te confieso que describes muy bien todo su tránsito por su vida literaria. E de Excelente para tu texto.
;) Gracias Roberto por añadir esa E. Seguro que en persona era todavía más cautivador. Un saludo.
En la Feria del Libro de no sé que año , le preguntaron a Piglia porquè Borges no habia ganado el Nobel.Respuesta de Piglia : » porque Borges nunca escribiò un libro «Lo entendì tiempo después.
;) Esa es una de sus muchas y maravillosas respuestas. Un saludo.
¿»Extraordinario libro monográfico coordinado por Jorge Carrión»?
Así es: http://www.candaya.com/ellugardepiglia.htm
Gracias.
Quedo felizmente hechizado después de leer este diccionario pigliano, que, igual que Piglia «enseña un modo de leer», me descubre otra manera de disfrutar la literatura de este escritor. Este diccionario es, entre muchas otras cosas, un bello, profundo y honesto homenaje al recién fallecido autor argentino. Va un saludo mexicano
Muchas gracias Alberto por tus palabras. Otro saludo desde España.
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Marìa Jesùs: Me ha emocionado tu artìculo. Soy una argentina enamorada de Piglia y de su obra . Tuve la dicha de escucharlo en una charla que dio en mi facultad, venìa especialmente porque era amigo de nuestra profesora; eran años en que sòlo daba clases en EEUU. Estuve en sus charlas sobre Borges, y en la disertación que dio en el «Encuentro de la palabra» que se hizo en Tecnòpolis en abril de 2014. Fue la ùltima vez que lo vi, estaba bastante enfermo ya. Fue brillante! Realmente, brillante!
Lo leí y lo sigo leyendo. Fue un gran lector y excelente escritor. Agradezco tu nota que es un autèntico homenaje .
(Un detalle «cholulo», si puedo y consigo, usarìa con placer «camisetas con su rostro y su pelo ensortijado estampados en ellas. «)
Ya saliò el volúmen III de sus Diarios.
Gracias por tu artìculo!
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