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La venganza del negro

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Foto: Brian Pirie (CC)

«Tengo sangre negra en mis venas, mi padre era mulato, mi abuelo un negro y el antepasado de mi padre era un mono», solía soltar con desar­mante ironía Alejandro Dumas (padre) cuando se las tenía que ver con alguno de los muchos racistas que pululaban por la Francia del siglo XIX. Pero, aparte de ser negro, el autor de El Conde de Mon­tecristo o Los tres mosqueteros tuvo a sueldo a varios negros que le echaron una mano a la hora de escribir su muy prolífica producción literaria, compuesta en total de setenta y ocho títulos. El más conocido de todos los negros de Dumas era blanco y se llamaba Auguste Maquet.

Lo curioso es que en un principio fue Dumas el que le hizo de negro a Maquet: le reescribió una obra de teatro que vio la luz en 1839 bajo el título Bathilde y que salió firmada solo con el nombre de Auguste Maquet. Era un drama en tres actos y se convirtió en un éxito. Posteriormente Maquet y Dumas escribieron a medias (Maquet se encargó del borrador inicial y Dumas de pulirlo) una novela de espadachines que bautizaron como El caballero de Hamertal y que vio la luz en 1842. Cuentan que a Dumas no le hubiera importado nada firmarla con Maquet y que si no lo hizo fue por presiones de Émile de Girardin, el rey de la prensa y de los fo­lletines por entregas. El caso es que la obra salió con el nombre de Alejandro Dumas como único autor. Maquet, eso sí, se embolsó ocho mil francos por hacer de negro, una suma enorme en aquella época.

Aquello fue el principio de una fructífera colaboración que duró toda la década de los años cuarenta y en la que Maquet y Dumas escribieron juntos decenas de novelas y obras de teatro. Como negro Maquet estaba bastante bien pagado, pero ver cómo Dumas se llevaba él solito los aplausos y la gloria por un trabajo del que también él era responsable le corroía por dentro. Resumiendo: estaba negro de ser el negro. En 1858, frustrado por su falta de reconocimiento público, llevó a Dumas a los tribunales. Fue el primero de varios procesos que entabló contra él exigiéndole los derechos de las obras escritas a cuatro manos.

Al final logró obtener una indemnización de 145 200 francos, una auténtica fortuna, a cambio de renun­ciar a todos los derechos de las obras escritas con Dumas. Dumas de hecho murió en la ruina, asfixiado por las deudas. Pero su nombre ha pasado a la histo­ria y sus restos descansan en el Panteón de París, el templo reservado a los inmortales. Maquet, por su parte, murió rico. Tan rico que llegó incluso a com­prarse el château de Sainte-Mesme, donde falleció en 1888. Está enterrado en el cementerio Père Lachaise de París y sobre su tumba alguien ha grabado los títulos de los libros más conocidos que escribió con Dumas. Pero para la historia de la literatura no es más que una nota a pie de página.

Por motivos que saltan a la vista, ser el negro de alguien no debe de ser un trabajo fácil. Algunos negros, de hecho, recurren a su vez a otros negros a los que subcontratan parte del trabajo. Se cuenta por ejemplo que Alejandro Dumas estaba apesa­dumbrado por la muerte de uno de sus negros cuando una mañana alguien llamó a la puerta de su casa: era el negro del negro, ofreciéndole continuar prestándole sus servicios literarios.

Otros resuelven la papeleta esforzándose poco y copiando a destajo, como hizo el periodista David Rojo cuando le tocó hacer de negro de la presenta­dora de televisión (y a la sazón su excuñada) Ana Rosa Quintana y echarle una mano con la novela Sabor a ti. El libro, por el que Ana Rosa Quintana se llevó un auténtico pastón, llegó a vender más de cien mil ejemplares antes de que Planeta deci­diera retirarlo del mercado, tras descubrirse que incluía varios párrafos copiados textualmente de una novela de Danielle Steel y de obras de la es­critora mexicana Ángeles Mastretta. En un primer momento Ana Rosa Quintana trató de achacar lo sucedido a un error informático, pero finalmen­te no le quedó otra que rendirse y admitir que el desastre había sido obra de un «colaborador» que gozaba de toda su confianza.

Pero la más fascinante historia sobre la venganza de un negro que he oído nunca me la contó el crítico literario italiano Piero Dorfles, un tipo tan brillante como divertido. Fue hace un par de años, durante una cena en Urbino, y tiene como protagonista a la escritora Melania Mazzucco, uno de los grandes nombres de la literatura italiana contemporánea —sus libros están traducidos todos ellos al español— y distinguida con importantes reconocimientos. Entre otros ha obtenido por ejemplo el premio Stre­ga, el máximo galardón literario que se puede recibir en Italia y que han ganado pesos pesados como Ce­sare Pavese, Alberto Moravia, Primo Levi o Claudio Magris. La Mazzucco ganó el premio Strega en 2003 con Vida, un libro en clave fantástica/picaresca sobre una familia italiana que emigra a Estados Unidos y que el New York Times Book Review incluyó como uno de las diez mejores novelas del año, la única en lengua no inglesa.

El lío se armó en 2006, cuando se descubrió que el libro de Melania Mazzucco incluía pasajes enteros de Guerra y paz, de León Tolstoi. La escritora se excusó asegurando que no había copiado y que seguramente lo que había ocurrido es que al amar profundamente ese clásico de la literatura universal algunos fragmen­tos del mismo habían aflorado de manera inconsciente al papel desde el fondo de su memoria…

La justificación, como muy bien señalaba Dorfles, resultaba completamente absurda. «Es ridículo que la Mazzucco pretenda hacernos creer que se sabe de memoria, literalmente, páginas enteras de Guerra y paz», señalaba el crítico mientras se servía más vino. Su teoría, que no tuvo problemas en exponer públicamente en un festival de periodismo cultural, es que el negro de la escritora fue quien introdujo en el libro varios pasajes copiados de Tolstoi, para de ese modo poder tener un arma contra ella.

Porque, según Dorfles, el negro de la Mazzucco estaba hasta las narices de ver cómo esta se llevaba los aplausos y sobre todo el dinero por libros que en buena medida eran obra suya. Así que con total alevosía decidió meter en Vida una pequeña bomba de relojería que solo él conocía: los pasajes copiados de Guerra y paz. Y cuando Melania Mazzucco ganó el Strega el negro se plantó ante ella: o compartía con él la asignación del premio (el Strega está dotado con cincuenta mil euros) o haría estallar la bomba.

La escritora, al parecer, no cedió a las exigencias del negro y este cumplió su amenaza. Pero para Dorfles lo verdaderamente escandaloso es que no había pasado absolutamente nada: aunque nadie se creía la versión de Melania Mazzucco de que los pasajes de Guerra y paz le habían venido a la mente de manera espontánea, tampoco nadie hizo sangre con el asunto. El escándalo duró solo unos días y acabó completamente enterrado. La autora ha seguido escribiendo, ha seguido cosechando premios, ha seguido obteniendo el reconocimiento de la crítica. Pero, seguramente, habrá cambiado de negro.

Total, hoy en día el trabajo de los negros está profesionalizado: en internet se encuentran numerosas empresas que ofrecen los servicios de ghost writers, escritores fantasma (negros, para entendernos). Una de ellas es www.loscrittorefantasma.com: «Encuentra a tu fantasma y deja que él haga el trabajo sucio», se publicita. «Escribe para ti y no le dice a nadie que lo hace, proporcionándote tiempo, notoriedad y éxito a cambio de una factura pequeña, pequeña». Una novela, según sus tarifas, sale por al menos cinco mil euros (todo incluido, subrayan), mientras que las autobiografías cuestan a partir de dos mil euros.

Pero los negros no son exclusivos de la literatura: también proliferan en el mundo del arte. Los grandes maestros, ya se sabe, tenían talleres con alumnos que les pintaban los fondos, para concentrarse ellos en el trabajo fino. Mark Kostabi, el típico artista modernuqui de los años ochenta, trató de hacer de ello su marca de identidad: en Nueva York montó un estudio bautizado como «Kostabi World» donde trabajaban decenas de asistentes que se dedicaban a producir sus cuadros. Kostabi se vanagloriaba de que todo lo hacían ellos, que él no se ensuciaba las manos con pintura y que su trabajo consistía en dar las directrices necesarias a aquel equipo de negros. Yo visité en una ocasión aquella especie de cadena de montaje artística y una cosa me quedó clara: los negros odiaban a Kostabi con todas sus fuerzas, hablaban pestes de él. Un clásico.

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8 Comentarios

  1. Pingback: La venganza del negro – Jot Down Cultural Magazine | BRASIL S.A

  2. Un caso ‘famoso’ en España es el de los negros de Ibáñez, el de Mortadelo. Todavía no se conoce el nombre de todos, aunque sí que entre ellos estaba Ramón Casanyes, un muy buen dibujante que en su trabajo en solitario era un clon de Franquin -el autor de Spirou y Gastón LaGaffe-… el mismo Franquin al que Ibáñez copió y más que copió, plagió, sobre todo en su Botones Sacarino. Bueno, Casanyes debió salir bastante rebotado de la experiencia, ya que a mediados de los ochenta, y en un momento en que Bruguera se estaba yendo a pique y supongo que poco podía demandar ya, se encargó de hacer una parodia, creo que para El Jueves, en clave porno-festiva de los famosos detectives de la TIA., tan bien hecha -años de experiencia lo avalaban- que parecía firmada por el propio Ibáñez. Eso en el ámbito del folletín o la literatura de kiosko, que al menos de Cela se sabe que también tuvo sus negros…

  3. Francisco Truffao

    Bien, creo que «los negros» se merecen todo lo que les caiga encima. ¿A quién se le ocurre trabajar para que otro se lleve el mérito? Si aún se hiciera uno rico así, pero parece que no es el caso porque el Maquet ese fue una excepción.

    • Menuda ceguera la tuya. Mira a tu alrededor, anda, trufao.

    • Vaya, eso sería como trabajar para una compañía por un sueldecillo de mierda para que el presidente se embolse millones. ¿Quién sería tan gilipollas de hacer algo así?

      • Jorge Negrata

        No es lo mismo, lince. Esa compañía se fundó con dinero del empresario o empresarios que corrieron el riesgo de perderlo si la cosa no hubiera tirado para adelante. Los menos importantes aquí serían los trabajadores que se pueden sustituir por otros sin grandes problemas, debido a la poca relevancia de su aportación a dicha empresa. En cambio, en el caso que nos ocupa, resulta que el autor del texto es otra persona distinta a la que firma, lo que constituye un FRAUDE.

  4. Para mí que todo reside en que lo que menos importa en el negocio de la edición y en buena parte de la literatura es la personalidad, y lo que más, el nombre (el del autor y el de sus parientes o amigos importantes, por supuesto, aunque estos últimos no se divulguen), la marca editorial y la publicidad ortodoxa o de cualquier otra clase. Supongo que el patrón se afianza cuando los lectores ya no detectan los rasgos de estilo de cada escritor porque la uniformidad y la chatedad son mayoritarias y no llaman la atención, y si el autor es nuevo y cae en el mismo rango, es uno más en la neblina, y si algo se compra es por listas de best sellers o por recomendaciones snobs o por un impulso ilusionado y esporádico. El resultado es la fuga de lectores. Los negros no tienen la culpa: se ganan la vida con sus habilidades y es probable que no muy holgadamente, escriben mucho mejor que los titulares o jamás lo harían, y se hacen la ilusión de que alguna vez le saldrá un mecenas entre tanto jeta mientras van aborreciendo cada día más lo que tienen que escribir y, por lo tanto, les cuesta más hacerlo bien.

  5. Parlache

    ¡Gracias!

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