Es bastante probable que si cualquiera de nosotros hubiésemos vivido durante una de las grandes épocas del arte, de la vanguardia o de los más importantes avances culturales, esas novedades, cambios de paradigma y nuevos caminos nos habrían pasado completamente desapercibidos.
Imaginemos que vivimos en lo que los historiadores denominarán después Renacimiento. ¿Seríamos capaces de reconocer la importancia de lo que estaba ocurriendo? Por muy optimistas que queramos ser, solo un puñado de personas podían ser conscientes de la revolución que estaba teniendo lugar, pues la mayor parte de las obras de Giorgione, Tiziano y muchos otros que hoy admiramos libremente en grandes museos y en alta resolución en Google Images estaban destinadas a ser contempladas solo por privilegiados.
Muy pocos tendrían acceso personal a las distintas cortes italianas (Florencia, Venecia, Roma, etc.) en que este movimiento empezó a desarrollarse, y muchos menos poseerían la cultura clasicista, formación neoplatónica y visión humanística para asimilarlas como las explicamos hoy en día. Y ni siquiera eso: pocas personas tendríamos la más mínima educación visual o literaria como para siquiera entenderlas en su forma más básica. Incluso pensemos en el lugar que ocupamos en el mundo actual y confesemos: si viviéramos en aquella época, ¿seríamos usted y yo de los pocos que sabían leer?
Por supuesto, el ejemplo citado, u otros que podríamos imaginar (la corte española de Austrias y Borbones, la clientela burguesa de Rembrandt o regia de Rubens, los advenedizos del palacio de Versalles…) presentan obstáculos puramente sociales y económicos que nos hubiesen impedido acceder a tales entornos para ejercer nuestra capacidad del gusto. Y podríamos pensar que en una época en la que el arte fuese más accesible, habríamos acertado.
París, 1863. Napoleón III abre al público general el llamado Salón de los Rechazados y miles de personas se ríen estruendosamente de Manet, Whistler, Fantin-Latour, Jongkind, Pissarro y otros. ¿Seríamos de los pocos que sí sabríamos reconocer su valor? ¿Y en las subsiguientes vanguardias? ¿Aplaudiríamos el arte dadá? ¿Seríamos de los pocos conocedores contemporáneos del accionismo vienés? ¿Hubiésemos sido parte del pequeño círculo de amigos y viciosos de la beat generation antes de que fuesen populares? ¿Nos habría pillado viviendo en una okupa el Londres de 1975 de la explosión del punk?
Con estas preguntas, que seguramente pocos (y entre los que no me cuento) responderían afirmativamente, entendemos que el arte más avanzado no solo suele pasar desapercibido a sus contemporáneos, sino que a veces es despreciado por la gran mayoría, excepto por unos pocos clarividentes, cuya apertura mental, intuición y disfrute de estas nuevas tendencias no solo se basan en lo cultural, sino en la falta de prejuicios y el abrazo de lo difícil, lo complejo y lo áspero.
En toda época hay un esfuerzo que hacer para poder comprender lo más rompedor. Y solo algunos, a lo largo de la historia, han estado dispuestos a hacerlo.
Canonizaciones, patrocinios y la niebla digital
El hecho es que, antes de nuestra cultura globalizada y de la llegada de la niebla digital que tan acertadamente acuña Mery Cuesta, la mayor parte de las vanguardias artísticas, culturales y musicales que admiramos hoy en día tuvieron lugar en sitios muy concretos y empezaron como variaciones menores, evoluciones despreciadas o propuestas rechazadas por la mayoría. Como acabamos de ver, ¿no pecaríamos de soberbia si pensáramos que seríamos de los pocos elegidos, afines al underground o a la vanguardia de la época, que sabríamos que estábamos ante algo grande?
Hoy en día tenemos la ventaja de que el gran arte del pasado, incluso el que empezó de manera más marginal, ha sido reconocido, sancionado, canonizado, santificado y subido a los altares del buen gusto por la crítica artística, los catedráticos, los historiadores, las entidades bancarias que patrocinan exposiciones, los comisarios y curadores, los (pocos) programas culturales de la televisión actual, y un largo etcétera. ¡Así es difícil equivocarse! Y, por supuesto, todo ello a toro pasado: pocos, insistimos, lo supieron ver contemporáneamente. Así que la pregunta es obvia: ¿qué hay de las vanguardias actuales, es decir, de las que serán reconocidas en el futuro?
¿Somos capaces hoy, con nuestra cultura superior, apertura mental y sensibilidad artística, de deducir cuáles son esos movimientos que algún día serán considerados rompedores? ¿Lo hemos visto todo ya y estamos completamente libres de los prejuicios que pesaron en el juicio de los ciudadanos de otras épocas? ¿Sabríamos reconocer un futuro Monet, Pollock o Bacon en una exposición de artistas aficionados, desconocidos o de barrio? ¿No seremos todavía como aquellos que se reían de los impresionistas sin saber que tenían obras maestras delante?
Todo apunta a pensar que sí. Que como ha ocurrido siempre, en algún lugar del mundo se están desarrollando tendencias artísticas, seguramente ajenas a lo establecido pero mirándolo directamente, por oposición o complementariedad. Que muy cerca o muy lejos de nosotros (lo que ya no debería ser un problema, gracias a internet) se están dando propuestas visuales, cinematográficas, musicales, gráficas, narrativas, etc., que actualmente ignoramos, o en el caso de tenerlas delante, despreciaríamos.
Si todo lo dicho es cierto, hay una de esas tendencias que, sin duda alguna, tiene todas las papeletas para convertirse en uno de esos tipos de arte. Un movimiento nacido de una oposición radical a lo hasta ahora sistematizado por el universo musical y sonoro popular occidental, tremendamente combativo y enfrentado a las ideas del buen gusto, lo burgués, lo sagrado y lo conformista. Hecho por individuos de intenciones tan modestas que nunca intentaron llegar más que a unos pocos, y hoy sus seguidores (igualmente vilipendiados) se cuentan por cientos de miles en todo el mundo; pero, aun así, ningún sistema ha logrado institucionalizarlos, ningún banco patrocinarlos, ningún museo encumbrarlos, con lo cual, el público general, la crítica y la prensa (salvo honrosas excepciones) les llevan treinta años dedicando su más absoluta indiferencia, condescendencia y desprecio.
Una tendencia que, simplemente al ver el aspecto de los artistas que lo producen, es asumida como marginal (perpetuando una discriminación cultural tradicional en la crítica). Una tendencia que, aunque pocos parecen estarse dando cuenta, está proyectando en la música popular algunos de los grandes temas de la alta cultura tradicional, que incluso bandas arties de referencia aclamadas en publicaciones hip parecen ignorar. Una tendencia tachada en muchas ocasiones de infantil, absurda y risible. Justo como ha ocurrido en cada una de las revoluciones citadas.
Así que, por provocador que pueda parecer, el metal extremo puede ser uno de esos movimientos.
Del cubismo a las muñequeras de pinchos: primitivismo y sofisticación
La presente pareja de artículos lidia con algunos de esos prejuicios que pesan sobre el gusto de tantas personas cultas que ponen un velo entre su tímpano y sus ideas, y por ello lo dividiremos en dos partes: una primera, que se basará en las ideas, estéticas y elementos culturales que el metal extremo crea y toma del pasado para perpetuarlas, y una segunda basada en los elementos formales y sonoros que tanta dificultad causan al oyente iniciático.
Comenzando por las primeras, y centrándonos en los elementos puramente visuales, aquel que se enfrente por primera vez al metal extremo se expone a todo un universo de negrura, demonios, motivos satánicos, cruces invertidas, cuero y púas, cabello largo o cabezas afeitadas, cuerpos chorreando sangre, crucifixiones, blasfemia… El mensaje es claro: hic sunt dracones.
La apariencia estética del metal extremo (entroncada en la del heavy metal pero diferente a ella, aunque parezca similar) proviene de muy distintas fuentes, desde el universo leather original que Judas Priest popularizaron entre heterosexuales, hasta el punk o toda una plétora de negaciones que estudiaremos más adelante, pero que son más comunes de lo que parecen dentro de la historia de la cultura.
Lo curioso es comprobar cómo estos temas, otrora universales, elevados y elitistas, y que rara vez encajaban en lo popular, son ahora patrimonio no exclusivo, pero sí fundamental, dentro de uno de los universos musicales más rechazados por cualquier idea de alta cultura, cuando este se alimenta precisamente de otro de sus elementos más fundamentales: el primitivismo.
Siguiendo nuestro discurso, si visitamos cualquier museo o galería contemporánea, simplemente el edificio, las salas, el entorno, la firma, el patrocinio, la decoración o el uniforme de los vigilantes están prestados para revestir de un aura de sofisticación, al tipo de arte que haya dentro, cualquiera que sea. El contexto es la medalla definitiva de que un arte ha sido aceptado por el sistema: recordemos que el urinario de Duchamp se convierte en arte no solo por la firma, sino por entrar en un entorno físico destinado a sancionar arte.
Por lo que, siguiendo nuestro ejercicio, si viésemos esas mismas obras de arte en otros entornos tales como (sin saber quién era o que le pertenecía) la caseta mugrienta donde Pollock pintaba; si viésemos piezas de arte povera junto a un contenedor de reciclaje; si encontráramos descontextualizadas ciertas obras de Beuys; si estuviéramos delante de un edificio brutalista de Le Corbusier sin saber que era suyo… quizá no tendríamos un marco en el que sentir esa sofisticación validadora, como le pasó —el colmo de nuestra argumentación— a una limpiadora que en octubre de 2015 tiró a la basura la instalación Where shall we go dancing tonight? de Sara Goldschmied y Eleonora Chiari en Milán, compuesta adecuadamente de los restos de una fiesta.
Y es que muchas de estas obras, extraídas del contexto sofisticador y de un museo o galería quedan como lo que la vanguardia pretendía que fuesen: obras primitivistas.
Si consideramos, a los efectos de este artículo, el impresionismo y su rechazo a la técnica académica como la primera vanguardia, y citamos a grandes rasgos el posimpresionismo, el constructivismo, el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el primer surrealismo, la nueva objetividad, la abstracción o el expresionismo abstracto, entre muchos otros, observamos que una de las mayores tensiones entre público y artistas dentro del arte de finales del siglo XIX y mediados del XX es la tensión entre muchos artistas que intentaban escapar de la sofisticación, el acabado, el academicismo y la limpieza de líneas, dejándose inspirar por elementos «primitivos», antiacadémicos o no occidentales (según la mirada contemporánea), como el japonismo, el arte africano, el arte encontrado, el arte povera, el trash art…
Esta tensión está presente, como veremos en el siguiente artículo, igualmente en el marco de las vanguardias musicales cultas. Pero dentro de la llamada «música popular», que actualmente está presa de la industria de la música, la necesidad de generar hits masivos ha convertido la mayor parte de las propuestas sonoras de ánimo pop del siglo XX en algo suavizado y revestido casi siempre de un aire de sofisticación. Y además, por difíciles que puedan parecer, como veremos, en la inmensa mayoría de los casos seguirán basadas en principios plenamente asimilados por Occidente.
¿No viene el jazz directamente de la fusión de la música africana, el blues y varias tendencias canallas de los barrios bajos de Nueva Orleans que hubo que suavizar convenientemente hasta convertirlo en el pálido swing de salón de los años treinta y cuarenta? ¿No es el bebop una manera incisiva y agresiva de contraatacar contra esa blanca placidez y popularidad? ¿No fueron las maravillosas portadas de hard bop de la Blue Note una manera de sugerir al público que estaban ante algo más sofisticado? ¿Es casualidad que la portada de uno de los álbumes más vendidos de la historia del jazz (Time Out de Dave Brubeck) sea precisamente una obra de arte abstracto?
No debemos dudar de que, con el tiempo, incluso los elementos visuales más agresivos del metal extremo entrarán en los museos y serán convenientemente sofisticados: yo mismo participé en 2015 en una performance en el CCCB de Barcelona junto al vanguardista pintor e ilustrador metalhead Aitor Saraiba y la música de vanguardia Maud the Moth, influida por estos sonidos. Mi apuesta (que, si pierdo, aún me habrá procurado cientos de horas de disfrute auditivo) es que al tiempo, no importa si en años o décadas, vendrán popes y expertos que nunca estuvieron allí a nombrar, cuando el cadáver ya esté frío, al metal extremo como uno de los movimientos de vanguardia del arte entre el siglo XX y XXI.
Sin embargo, ¿entrará igual de fácilmente su sonoridad dentro de los gustos de las personas del futuro? Mi predicción es que no, y que eso no importará: pocos ven en casa los DVD de Nam June Paik, pocos son conscientes aún de lo que quería hacer Cézanne realmente, pocos escuchan cotidianamente a Merzbow o Esplendor Geométrico, pocos colgarán en su casa reproducciones de Joel-Peter Witkin… Y sin embargo, serán reconocidos para siempre.
En el nombre de Satán: del demonio y sus encarnaciones musicales
Entrando a estudiar los elementos más ásperos de la temática y la estética del metal extremo, analizaremos tres en concreto que, al neófito o al oyente exterior, le provocan vivas reacciones de escándalo, terror, risa, acusaciones de infantilismo y lo que personalmente me causa más irritación: condescendencia.
Y es que el resto del arte parece sentirse feliz en un mundo «adulto» de obras que hablan de los mil y un tópicos del amor Disney, la intelectualidad pop de un semanario de tendencias, los gastados tropos y la pose de lo existencial como elemento clave de la mencionada sofisticación; un rechazo a lo pedestre, rural, tradicional (primitivo)…
El metal extremo también trata una alta variedad de temas, y también habla del amor en todas sus variables, de lo social y sus desafíos, y la reivindicación política, la protesta existencial y un largo etcétera le son familiares, junto a temas más exóticos como lo que denominaremos «lo sublime cósmico». Sin embargo, el público en general tiende a fijarse, no sin razón, en otros menos habituales y mucho más escandalosos, como el terrorismo, la tortura, el asesinato, los serial killers, y otros, de los que trataremos tres particularmente polémicos: el satanismo, la guerra y la violencia explícita.
Hablemos de Satanás. La sola mención de este nombre (traducible adecuadamente por «adversario») aún provoca todo tipo de reacciones emocionales en el muy avanzado siglo XXI de internet, la nube y el colisionador de hadrones, porque retiene la fuerza de los símbolos más básicos que el ser humano atesora en la base de cualquier idea de cultura. Pronunciar en voz alta «Satanás» (hágalo) invoca todavía un cierto nerviosismo, una risa tranquilizadora, una condescendencia no del todo neutra o directamente un disimulado santiguamiento.
Dado que, por otro lado, muy poca música que hable de religión entra en Los 40 Principales, la idea de que una divinidad, y además «maligna», pueda ser el centro temático de canciones, discos, versos, estribillos e imprecaciones se le antoja extraña al oyente actual. Y sin embargo no podría estar más equivocado: no solo gran parte del cancionero tradicional occidental es, obviamente, de origen religioso, sino que en gran medida la historia de la música (pagada y patrocinada por la Iglesia) es sacra. Pero en este caso, para tranquilidad de los píos y los biempensantes, los grandes compositores y autores del pasado habrán reivindicado el bien y la luz, ¿verdad? La respuesta es que no.
Lo cierto es que una mirada a la música y a la literatura de la Edad Media en adelante nos revela que Satanás fue siempre un personaje con el que jugar de muy distintas maneras, y que la fascinación de la libertad que representa (por oposición a la represión de lo cristiano) es tan humana como algunos de los mayores escritores y compositores de la historia, que se han dejado tentar no pocas veces por su figura a la hora de dejarnos sus mejores obras, y, de hecho, un recorrido a lo largo de la cultura occidental nos permite apreciar al menos cuatro encarnaciones del ángel caído.
La primera de ellas es lo que denominamos el Satanás bíblico, que como su nombre indica es una encarnación del mal dentro del reino de Dios. Este Satanás medieval es, pues, simplemente el demonio bíblico, la encarnación de la maldad, la muerte, de la tentación, la posibilidad de la no salvación eterna y del dominio del pecado, y advierte en forma de monstruo devorador los peligros de no seguir adecuadamente la moral, preceptos y mandamientos cristianos, y en suma suele servir simplemente para generar un miedo a la condenación infernal o a la pérdida del paraíso en cuentos, pinturas y libros iluminados.
Es el que encontramos preso en el noveno círculo del infierno en la Divina comedia de Dante Alighieri, pero también el que se identificó en una forma musical que denominamos tritono y que según Telemann los antiguos denominaban diabolus in musica y que estuvo prohibido, o no normalizado completamente, hasta el Romanticismo. Y es el Satanás que se desarrolla en las letras de grupos de metal extremo como Abaddon Incarnate, Altar, Angelcorpse, Arallu, Celtic Frost, Dead Congregation, Decrepit, Deicide, Immolation, Incantation, Morbid Angel, Pyrexia o Sinister, entre muchísimos más.
Pero la figura de Satán como príncipe de las tinieblas no termina aquí: su lenguaje se sofistica, sale del infierno y se convierte en Satanás mefistofélico, precisamente el que se convertirá en signo universal de los pactos demoníacos que aún hoy son un tópico en cine y relatos. Este demonio será abrazado por Marlowe, Goethe y Thomas Mann bajo el nombre de Mefistófeles, ya que su capacidad para pactar con el hombre cuando es convocado le convierte en Satanás mágico y esotérico, que acude a la llamada de las ceremonias, aquelarres y hechizos, y que los hombres pueden invocar mediante símbolos, encantamientos y letanías para negociar con él, tradicionalmente a cambio de sus almas. Y de nuevo, es este espíritu satánico pactador el que es perpetuado hoy en día en los temas de Absu, Acheron, Akercocke, Archgoat, Barathrum, Behemoth, Black Funeral, Christ Agony, Deathspell Omega, Dark Funeral, God Dethroned, Samael, Vader o Vital Remains, entre muchos otros.
Ya entrados en pleno espíritu romántico, los nuevos tiempos y las ansias de rebelión, y la nueva consideración del artista como espejo de su época (y opositor a los sistemas y cortes absolutistas) demandan a la cultura un nuevo adversario, lo que llamamos el Satanás heroico, un Prometeo libertador caído y que prefiere «reinar en el infierno que servir en el cielo». Es, obviamente, el Satanás de John Milton de El paraíso perdido, pero también el de Lérmontov en El demonio, Baudelaire en Las letanías de Satán o Giosuè Carducci en su Inno a Satana; La tragedia de un hombre de Imre Madách, las Tentaciones de San Antonio de Flaubert, las Cartas desde la Tierra de Mark Twain y por supuesto Là-bas de Huysmans, entre una plétora que incluye autores como James Hogg, Edward Bulwer-Lytton, Jules Michelet, Marie Corelli, George Bernard Shaw, Ferenc Molnár o Washington Irving.
Por si pareciese que solo los literatos estaban fascinados por Satanás durante el Romanticismo, recordemos que un compositor como Charles-Valentin Alkan compone su Les diablotins en esta época, que virtuosos como Giuseppe Tartini o Niccolò Paganini pudieron pactar con Él para poder tocar Il trillo del diavolo o la Risa del diavolo, que hasta Liszt compuso la Faust Symphonie, una polca y cuatro valses Mefisto, y que Gounod, Schumann, Strauss II, Berlioz, Boito y Wagner también entraron en tratos con el nuevo libertador. Tradición que hoy en día ha quedado fuera de la industria de la música popular (¿se imaginan un hit satánico en las listas de ventas? ¿Y Marilyn Manson?), pero sí prosiguen, inspiradas e inspirándonos, incansables bandas de rebeldes como Agathodaimon, Arcturus, Cradle of Filth, Emperor, Entombed o Ulver.
Aún una encarnación más podemos registrar de entre las evoluciones del caído: el Satanás nihilista es hijo del siglo XX, una figura que encarna el mal desvinculado de todo lo divino, responsabilidad propia del hombre y de su impulso de autodestrucción, que tras el pacto mefistofélico con las grandes potencias, las guerras mundiales, el Holocausto, el rearme y el terrorismo global ya no puede culpar a ningún dios de sus desgracias, sino que abraza la violencia, en las artes, y su existencia como una consecuencia de su propio ser, en forma de drogadicción, alcoholismo, delincuencia, depresión, bullying, redes sociales y el encumbramiento de la cultura de la violencia: de Nietzsche a Heidegger, Baudrillard, Brassier, dadá, el punk, Fight Club, el Joker, la heroína, Burroughs o Ligotti… el nuevo Satanás tiene campo abierto para medrar en nosotros.
No elimina o sustituye a los otros traedores de la luz esta última encarnación, pues Mefistófeles y el Prometeo napoleónico siguen y seguirán entre nosotros gracias a conceptos como la posmodernidad y sus derivados: E. Hoffman Price, Katharine Burdekin, Alfred Bester o Lord Dunsany seguían fascinados por ellos, tal y como Anatole France, John Collier, Robert Bloch, Neil Gaiman, William Peter Blatty, Terry Pratchett, Philip Pullman, Thomas Mann, Bulgákov o Stephen King entre muchos otros, incluida, por supuesto, toda la historia del cine hasta la actualidad. ¿Ha olvidado la música más reciente al diablo? No. Siguió presente en obras de György Ligeti, Bax, Wuorinen, Ralph Vaughan Williams, Stravinsky, Prokófiev, Meynaud y no olvidemos Las seguidillas del diablo del maestro Joaquín Rodrigo. Es por ello, y por todo lo anteriormente citado, que el aporte de grupos como Abruptum, Aeternus, Anaal Nathrakh, Arkhon Infaustus, Beherit, Belphegor, Carpathian Forest, Craft, Darkthrone, Gorgoroth, Impaled Nazarene, Mayhem, Mütiilation, Sarcófago o Mysticum no solo es perfectamente contemporáneo, sino que a diferencia de la mayoría de universos musicales populares actuales prosigue de forma coherente y clara una tradición centenaria prácticamente en solitario.
Esperamos ahora que se entienda que si en algún concierto, verso o letra nos oye gritar «¡Ave Satanás!» no vamos a sacrificar ninguna cabra ni a libar la sangre de ninguna virgen. Solo estamos bebiendo de y comulgando con una libertad, rebeldía y falta de miedo centenarios.
Que llueva el napalm: lo bélico como estética y escándalo
Quizá, con un punto de buenismo, podría pensarse que nos referimos, por supuesto, a las tan típicas baladas pacifistas del rock y el heavy metal, aquellas en las que una multitud encendía en comunión mecheros cantando en coro por el final de un conflicto. Y pese a que tal imagen no tendrá lugar jamás ante un escenario en que toque una banda de metal extremo, es cierto que algunas de sus canciones rechazan la idea de lo bélico. Sin embargo, otras no solo la toleran, sino que la apoyan, glorifican y hacen apología. ¿Quién en su sano juicio haría canciones sobre conflictos globales y matanzas de la historia? Otro de los temas que hacen fruncir el ceño al oyente ajeno al universo del metal extremo es la temática bélica.
Como ocurre con el satanismo, la corrección política actual, la necesidad de mostrarnos buenistas y la nueva moral conservadora que nace de vernos obligados a respetar toda sensibilidad y a no molestar a nadie bajo pena de linchamiento internáutico, en público nos rasgamos las vestiduras ante la idea de que una manifestación artística no destinada a una bienal, a ARCO o un lugar aceptado como transgresor pueda hablar en términos artísticos, y no siempre pacifistas, de algo como la guerra. De nuevo (imaginarlo merece la pena), ¿pueden visualizar canciones probelicistas en cualquier emisora pop o premios de la música española?
El metal extremo utiliza de forma normalizada, pues, la temática bélica en sus temas, y la razón por la que a veces el tono de la canción es pacifista y otras todo lo contrario simplemente responde a la naturaleza de la guerra: que ocurre. Que tiene su propia estética y que es otra de las temáticas que la historia de la literatura universal (alta literatura, si nos ponemos farrucos) ha tratado continuamente, y hoy en día vuelve a ser en general ignorada, acaso por su incomodidad (no porque no haya guerras, claro). Y piénsese que en la gran mayoría de los casos, el metal extremo no se significa políticamente de forma clara. Lo que hace, y esta es la palabra clave, es describir. Tan fríamente como lo haría una fotografía de Robert Capa o de Tim Page. Esta distancia estética es su aporte fundamental, su elemento identificativo y la fuente de todas las polémicas al respecto.
Podría incluso argumentarse que los orígenes mismos de la literatura y la narrativa como tradición cultural provienen de los temas bélicos, pues ¿no es la Ilíada de Homero la historia de una larga batalla? ¿No es una autobiografía a mayor gloria del yo los Comentarii de bello Gallico de Julio César? ¿No es otra historia de guerra el poema con que Ramsés II se autoglorifica en el relato de la batalla de Kadesh del 1274 a. C.? En el Mahabhárata hindú, del IX a. C., ya se exponen teorías como la «guerra justa» y el camino de la literatura hasta la Edad Media está pavimentado con cantares de gesta y hazañas de grandes guerreros como el celta Cú Chulainn en Táin Bó Cúailnge del siglo I, el fragmento de Finnsburg del año 1000, así como las más conocidas Chanson de Roland del 1140 y, por supuesto, el Cantar de Mío Cid de 1195… O sus herederos actuales El señor de los anillos del archiconocido J. R. R. Tolkien o el otro hombre de las tres iniciales, G. R. R. Martin y su Canción de hielo y fuego.
Es por ello que a lo largo de la historia conviven dos tendencias, una admirativa de todo lo bélico, que sublima la valentía, el ardor guerrero, el chocar de las armas, la sangre derramada y la aclamación del vencedor con obras como el Manifiesto futurista de Marinetti y su «Glorificaremos la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo de los que traen la libertad, las bellas ideas por las que merezca la pena morir». Sumémosle las Tempestades de acero de Ernst Jünger, la literatura bélica como las Memorias de Omar Bradley, las controvertidas obras de Sven Hassel o el pulp castizo de Boixcar en Hazañas bélicas. Obras incómodas, ¿no es cierto? Pues tienen equivalente musical en el mundo clásico, comenzando por Beethoven y su Victoria de Wellington o Batalla de Vitoria de 1813, sus Germania y por supuesto la Sinfonía n.º 3 Eroica; no olvidemos El asedio de Trípoli de Benjamin Carr de 1804, la Victoria del ejército italiano de Jean-Jacques Beauvarlet-Charpentier de 1797, o La batalla de los hunos de Franz Liszt de 1857, y citemos, aunque sea de pasada, trabajos afines de Saint-Saëns, Schönberg, Antheil, Blitzstein, Khachaturian o Shostakóvich.
Quizá ahora no parezca tan raro el enfoque de bandas de metal extremo como Vader (Litany), Slayer (South of Heaven), Metallica (Kill ‘Em All), Marduk (Panzer Division Marduk), Morbid Angel (Domination), Ancient Rites (Rubicon), Sodom (Agent Orange), Bolt Thrower (The Fourth Crusade) o los fantásticos neerlandeses Hail of Bullets, que actualizan hasta lo literal el concepto de «cantar de gesta» con tres discos dedicados a distintas campañas e hitos de la Segunda Guerra Mundial: Of Frost and War, de 2008, narra diferentes aspectos, frentes, batallas y anécdotas del frente oriental desde el inicio de la Operación Barbarroja en 1941 hasta la caída de Berlín en 1945; On Divine Winds, de 2010, narra la campaña del Pacífico en sus más variados escenarios, como Guadalcanal, la intervención de los kamikazes o la rendición japonesa; y III: The Rommel Chronicles, de 2013, narra cronológicamente la carrera del citado mariscal, desde sus éxitos en la Primera Guerra Mundial, hasta su obligado suicidio por su relación con el atentado frustrado del 20 de julio contra Hitler.
Pero ¿acaso el metal extremo y la cultura están destinados solo a glorificar el casus belli y sus consecuencias? ¿No hay espacio para la reivindicación pacifista? Por supuesto, aunque es curioso comprobar cómo la literatura antibelicista es un fenómeno relativamente reciente; quizá antes del siglo XX y de que el mundo viera las grandes masacres gracias a la fotografía, los conflictos estaban excesivamente lejos del ojo público, glorificados por la propaganda. El caso es que esta literatura humanista toma forma como movimiento o adjetivo a partir de obras como Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, El buen soldado Svejk de Hašek y continúa con célebres relatos como Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo, Company K de William March, el Por quién doblan las campanas de Hemingway, From Here to Eternity de James Jones, The Naked and the Dead de Mailer, Matadero cinco de Vonnegut, Catch-22 de Joseph Heller, La ciociara de Moravia…
Pero ¿hay también una música antibelicista? Curiosamente también, su desarrollo es más tardío y el grueso de la producción parece pertenecer a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, aunque algunas obras coinciden en el tiempo con ella, como la Sinfonía n.º 2 de Khachaturian, Un superviviente de Varsovia de Schönberg, la Sinfonía n.º 2 «Hiroshima» de Penderecki, El diario de Ana Frank de Frid, las War Scenes de Ned Rorem, dedicadas a los muertos de Vietnam, el homenaje a Whitman que es The Wound-Dresser de John Adams… Y por supuesto la inolvidable (y aparentemente olvidada) Los desastres de la guerra de Mario Rivière. Y, por qué no, ya dentro del metal extremo podemos citar temas de Metallica como «One» o «Disposable Heroes», discos como Rust in Peace de Megadeth y su alegato antinuclear, la denuncia del estrés postraumático de la soldadesca por los mismísimos Slayer en «Eyes of the Insane», y otros como Sacred Reich («Surf Nicaragua»), Sepultura («Territory»), Gorefest («The Glorious Dead»), Napalm Death («The Kill»), Terrorizer («Fear (of) Napalm») y Nasum, Brutal Truth, Rotten Sound…
¿Por qué esta dualidad? ¿Por qué a la vez antibelicismo y exaltación de la violencia? La respuesta es que ante la elección supuestamente moral de rechazar o promover la guerra y la relativa contestación inmoral que nace de las circunstancias de cada conflicto, el metal extremo, como al reflejar otros temas, prefiere adoptar una perspectiva perfectamente amoral, en la que simplemente se describe lo que se ve, lo que ocurre y las consecuencias de lo que pasa, por horribles que sean, simplemente porque ocurren. Mi interpretación personal es que este tono frío, desapegado y, como decía, esencialmente amoral solo quiere servir de espejo a la condición humana, sin necesariamente juzgarla ni rechazarla, pero sí aceptándola como un elemento ineludible de lo que es ser una persona, con todas las contradicciones que ello contiene.
La naturaleza de la Bestia: a la paz interior por la catarsis de la violencia
Estas contradicciones son connaturales tanto al ser humano como al metal extremo, y por mucho que desde fuera sean rechazados, un rápido vistazo a la cultura pop actual nos permite ver que otros temas, como la violencia explícita, son tan comunes en él como en otras manifestaciones de masas.
Porque, ¿es razonable que se censuren varias canciones de los especialistas en gore Cannibal Corpse, hasta el punto de no poder tocarlas en directo bajo pena de multa, cuando The Walking Dead es un éxito televisivo de masas? ¿No contienen violencia explícita y salvaje videojuegos como Resident Evil y toda la plétora de ficción sobre zombis? ¿No es una visita al Museo del Prado un recorrido por las infinitas maneras de torturar, martirizar y matar? ¿No hay necrofilia, literal o sugerida, en obras de autores como Swinburne, Oscar Wilde o Bataille, e incluso en Padre de familia? ¿Se rasga alguien las vestiduras porque superventas como Stephen King, Bret Easton Ellis o Cormac McCarthy describan relaciones carnales con muertos? ¿No fue financiada a través de ayudas públicas, Canal+, tres productoras, y no adquirieron los derechos de distribución los Weinstein Brothers de una salvajada como Martyrs de Pascal Laugier? ¿Por qué en YouTube hay muertes reales, ejecuciones, accidentes, asesinatos, vídeos de armas y un largo —y dañino— etcétera al alcance de cualquiera?
¿Por qué, entonces el metal extremo es criticado, vilipendiado y rechazado por su retrato de la violencia? ¿Por qué un estilo musical minoritario, que no se emite en radios públicas, cuyos videoclips apenas tienen difusión más allá de la escena metálica, hechos conscientemente para un público minoritario y con ninguna intención de llegar a las masas, que no resulta una industria potente o lucrativa en ningún sentido e incluso cuyas letras son ininteligibles debido al estilo de canto con el que se realiza… ¿por qué es rechazado, criticado y atacado, máxime si su influencia sociocultural es mínima?
Quizá la razón sea que temas como el satanismo, la guerra o la violencia podrían contribuir a formar individuos con tendencias antisociales, psicopáticas o indeseables, y por todas las fijaciones y obsesiones descritas (y nos hemos dejado, créannos, muchas y muy jugosas) la deducción parecería fácil.
El problema para quien quiera creer algo así es que, por ejemplo, en junio de 2015 la Universidad de Queensland (Brisbane, Australia) publicó un artículo demostrando que el metal extremo, entre otras músicas «violentas», ayuda a procesar sentimientos como la rabia y la frustración, y que los niveles de ira, hostilidad, irritabilidad y estrés descendían al escuchar esta música, que parece ser, regula sentimientos como la tristeza y aumenta las emociones positivas. Y en 2007, la británica National Academy for Gifted and Talented Youth reveló que un «número desproporcionado» de sus miembros elegían el metal como su música favorita. Y que otro estudio de la Heriot-Watt University (Edimburgo) analizó las respuestas de treinta y seis mil personas de seis países y dedujeron que los fans de la música clásica y el metal tienen mucho más en común de lo que parece, siendo generalmente descritos como creativos, amables y en paz consigo mismos (el mismo estudio, por cierto, concluyó que los fans del indie carecían de autoestima y ética laboral). Y, en suma, que un estudio de The Hebrew University of Jerusalem ha demostrado que los fans del metal tienden a ser más felices y tranquilos, a través del concepto de la «ira constructiva» que, por medio de la catarsis, les limpia interiormente de sentimientos negativos. No nos extrañaremos, pues, de que en Brooklyn, una yogui llamada Saskia Thode haya creado el «Black Yoga», en que los ejercitantes realizan sus asanas escuchando drone, ambient experimental y black metal.
Hasta aquí, esperamos haber demostrado que el metal extremo es artísticamente meritorio, filosóficamente interesante, musicalmente profundo y vitalmente sano.
Sabemos que no es para todo el mundo. Pero nos sentimos orgullosos de él, de quiénes somos y de en quién nos ha convertido.
Y si ustedes están dispuestos a enfrentarse a él, aunque sea con treinta años de retraso, les proporcionamos una guía de audición en la segunda parte de este artículo.
Ole, coño, joder, ole y ole!
Pingback: Metal extremo: orgullo y prejuicios (I) – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
Muy buenas
Tremendo artículo,bien documentado y articulado. Seguramente me pueda el ser metalhead yo mismo pero bueno. Me ha llamado la atención no mencionar dentro de la temática bélica dos bandas suecas como son Sabaton y Civil War. Se me ocurre que seguramente sea por no enmarcarse eñ un estilo «extremo» y tirar más bien al Power o estilos más «calmados». Si no es así la verdad que me gustaría oir opiniones al respecto
Salud y Victoria!
Buen artículo. Lo que más me gusta del metal extremo, y del metal en general, es que no rehuye ningún tema. Si hasta tenemos un género dedicado a la muerte (death metal). ¿Qué mejor manera de enfrentarse a ella que danzando?
Simplemente como curiosidad: El único poster de Emperor que tengo lo conseguí en Arco 2001 o 2002, no recuerdo con exactitud.
Genial, simplemente genial leer algo así. Felicidades al autor.
Muy bueno… ¡deseando leer la segunda parte!
Gran artículo.
Sin ir más lejos, el 1er tema de lo último de los suecos At the Gates, «El Altar del Dios Desconocido», es un pasaje de «Sobre Héroes y Tumbas» de Saramago, lo que la convierte en una obra probablemente más erudita que el 95% del «pop» en español.
¡Esperando la segunda parte!
Nacho, sólo un pequeño apunte. «Sobre héroes y tumbas» no es de Saramago sino de Ernesto Sábato.
De Sábato, ¡perdón! Jajaaja ¡tengo que dormir más!
Maravilloso artículo, no da pie para aburrirse y con ello dejar la lectura de lado, al contrario, te mantiene siempre atento con sus opiniones, reflexiones, temáticas super abundantes… se nota una tremenda preparación por tan entendido artículo. Felicitaciones al autor. Saludos desde Chile.
Perdón Nacho, pero «Sobre Héroes y Tumbas» es una obra de Ernesto Sábato, no de Saramago.
Saludos
Estoy impresionado con este excelso artículo. Dignifica un estilo musical que transciende incluso a veces lo meramente musical y confiere todo un estilo de vida. Enhorabuena por el magnífico trabajo realizado.
Enhorabuena, Salva Rubio, no se suelen leer textos sobre el metal extremo tan bien documentados y no sólo en materia del metal, también en otras disciplinas y corrientes artísticas.
Hombre, el único pero que le pongo al artículo es que muchos grupos expuestos no son de «metal extremo», sino símplemente de «metal» que es un término muy conciliador vista la pléyade de estilos del mundillo. Por ejemplo Metallica, que eran thrash y ahora a saber qué son… pero «extremos» nunca lo fueron.
Artículo muy interesante, por que pone en perspectiva el concepto de arte, sobre todo en la música.
Sólo un par de cuestiones, personalmente no incluiría en el mismo saco a todos los grupos de metal extremo, por ejemplo Meshuggah siendo muy duros están muy bien valorados artísticamente. Por otro lado hay bandas como watain, ondskapt, shinning, que entiendo que son las que provocan el rechazo/miedo hacia el black metal por las ideas que tienen(recomiendo ver alguna entrevista) y lo «movido» de sus directos, además habría que añadir que el género nación con bastante controversia por lo sucedido en Noruega, con Mayhem, quema de iglesias, asesinatos homófobos…
Por último, Metallica (soberbios) y Megadeath no son en ningún caso metal extremo.
Saludos.
En mi opinión, intentar acercar el metal extremo al concepto de «Alta cultura» no le hace ningún favor, al menos en términos sociales. La variedad de influencias y de temas que ha tocado el estilo desde su aparición responde a necesidades individuales en un contexto (algo más) global, no a una corriente que busque hacer del metal extremo un ejemplo de esa «Alta cultura». De hecho, el fetichismo y «elitización» a las que se está viendo abocado el estilo en los últimos tiempos vienen dados, en mi opinión (repito), por la sociedad global y su necesidad de tener el control cultural sobre sus hijos más díscolos. Asistimos a la mercantilización total de todo lo mercantilizable y el metal extremo no escapa a esa vorágine. Surgen corrientes postmodernas que traducen un lenguaje que antes era propio y excepcional en algo fácilmente entendible para todo el mundo y con el que puedes crear un discurso en la red.
Se que mi discurso es el típicamente apocalíptico, pero no puedo evitar sentir que en el transcurso de los años se nos ha arrebatado algo que no vamos a recuperar.
Venga, otra patada al death y al black, que están de moda. Ahora en forma de sesudo hiper-reportaje cultureta (muy bien escrito, por cierto) que va y viene dando saltos sin llegar a ninguna parte, porque la base del metal extremo es ser, de por sí, minoritario y no pretende llegar a masas y mucho menos ser póstumo ni susceptible de ser convertido en alntología. Es algo que me lleva llamando la atención algunos años el que algunos quieran hacer acercamientos al metal extremo (no hablo de quien firma el escrito, sino de expertos en postureo y modas pasajeras) y aparentar tener algo que ver. Me gustaría tener un aparato que mida el diámetro de los ojetes para calcular cómo se les quedaba a los reyes del pose moderno el culo después de un rato de Cannibal Corpse, Deicide, Obituary, Morbid Angel, Asphyx o, por qué no, gore brutal o porno grind. Mira, eso es, ponedles porno grind o grind del clásico marca Embury a los posturitas, en español si es posible (los que escuchan metal de verdad ya están pensando en Brujeria) y devolvedles a la vida real a ver qué piensan del metal extremo tras la experiencia. ¿No os pasa que se os revuelven las tripas cuando confunden Scorpions o AC DC con el metal y encima los meten en el mismo saco? O que vendan camisetas con el Baphomet o el pentagrama de Levi con estética black en HM? Hasta hay grupos decididos a ganar migajas de lo poco que sobra infiltrándose entre los poperos y pretender que los acercan al death, ya sea con el nombre (Eagles of Su-puta-madre) o la estética (una banda con dos cantantes muy carniceras que vi hace poco repartiendo besos al aire a los pajilleros del público en un concierto, no os molestéis ni en saber su nombre) La moda del metal extremo entre quienes no pasan de Slayer nos lleva a los metaleros a hacer lo que mejor hacemos, odiar a la humanidad.
Por suerte, la moda pasará, pero no quita que nos vayan a estar jodiendo un par de años más con la pose. Pero bueno. Nosotros, a lo nuestro. La última vez que vi a Satyricon, eso sí que fue una noche de black metal, o a Vincent y compañía repasando el Covenant, buen death metal. De ahí para abajo está lo demás, se llame como se llame, pero no me interesa.
Muy poquita chicha el artículo, ¿no? Más de la mitad del artículo diciendo «chavales, que vamos a hablar mucho y tal del metal extremo y de lo rompedor que es», y cuando llega la parte se ennumeran unas pocas bandas, se sueltan otros nombres así como culturetas para aderezar y poco más. Ni siquiera explica qué entiende el autor por metal extremo, ni por qué se hace el paralelismo con las vanguardias artísticas.
Qué recuerdos cuando has mencionado «Martyrs»… algunos se salieron de la sala.
Un gran esfuerzo por parte del autor por convencer de que el metal extremo merece más. Como fan del death y el black metal siempre he pensado que hay pocos estilos más cultos y libres. La búsqueda de catarsis y la elevada proporción de gente dotada intelectualmente entre sus seguidores son temas recurrentes en numerosos estudios psicológicos (que nos llenan de orgullo y satisfacción). Y respecto al comentario misántropo de algún lector… Aquí caben desde Misery Index hasta Marduk o Zyklon! Es un género tan vasto y contradictorio que te obliga a informarte, comparar y sacar tus propias conclusiones. Parafraseando a Pasteur, «un poco de metal extremo te vuelve radical pero mucho te hace abierto de mente».
Bueno enhorabuena antes de leer la primera parte!
Muy bueno. Enriquecedor y edificante, un cerrajero en aras de abrir una puerta a la luz melómana que irradia desde la oscuridad de las criptas en que se dan estos conciertos. Pero puesto a elegir una palabra fetiche, podría haber tomado una mejor que plétora XD
Yo lo siento mucho pero estos intentos de intelectualizar el metal extremo citando como una metralleta influencias inexistentes me da un poco de pena. Pena porque pese a haberte currado mucho el artículo da la impresión de que no has entendido nada de lo que el metal extremo representa y porque para hablar de metal extremo en primer lugar lo que hay que hacer es hablar de música, no de su mensaje (más teniendo en cuenta el carácter autoreferencial del metal extremo y la poca importancia que su público le da a las letras). En ese aspecto el artículo es de una pobreza preocupante.
Excelente par de artículos. Sobran haters, como siempre. Criticar es fácil, hacer un libros sobre el tema no tanto. Antes de criticar se leen ustedes los libros de este señor. Un sabio, ni más ni menos.
Y a mis 51 años de escuchar prácticamente TODO tipo de música, y encontrar en este «género cultural» una pedantería EXTREMA entre sus adeptos que se las dan de cutres cultos, yo me pregunto ¿Vale la pena después de escuchar TODA una VIDA de JAZZ FUSION, CLÁSICA CONTEMPORÁNEA Y Música Progresiva (De altísimo nivel) PERDER EL TIEMPO en SACRALIZAR esta «música» ABERRANTE y DENIGRANTE tanto para el o la que la crea, como para la o el que la consuma?
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Aunque el artículo tiene su elaboración, tengo la sensación de estar ante una versión más refinada de ese complejo de inferioridad que cierto sector del Heavy Metal empezó a manifestar en los 80, buscando un reconocimiento y un aprecio de su cultura por parte de la sociedad. Es un «qué hay de lo mío», «el heavy es cultura». “Breakthoven» de Barón Rojo representa muy bien ese sentimiento de frustración por falta de reconocimiento
A otros dicho reconocimiento no nos importa en absoluto. Es más sabemos que si dicho reconocimiento llega, es que el Metal perdió su esencia. Y esto es algo que ya está sucediendo desde hace bastantes años. Alguien muy acertadamente ya ha mencionado más arriba que estos intentos de acercar el Heavy Metal en general, y el Metal extremo en particular, a la «alta cultura» o de vanguardia es un error. Y favorece el sector elitista del mismo. Desde mi punto de vista el Metal es en su orgien cultura popular al 100%. Ahora en muchos casos es simplemente un negocio de entretenimiento. Qué alguién cuente la cantidad de festivales que hay por Europa y el dinero que mueve todo eso. La necesidad de pertenecer a algo exclusivo hace paradojicamente que todos hagamos casi lo mismo, con diferente disfraz, nada más.
En una cosa tiene razón, la estética será fagotizada, será exclusivizada y se creará una mitología, lo cual ya puede verse también.
La culpa en gran parte, que no toda, fue de cierto sector hipster, que atraído por el morbo de acontecimientos violentos en la escena black y la misantropía que destila el metal extremo en general, se quisieron hacer los «duros» y valientes ante sus iguales, o su público (Vice y demás calaña) e intentaron darle ese halo de esnobismo y chic tan propio de ellos…
Pasa cómo las camisetas de Motörhead…se duda mucho que los que las llevan se escuchen un disco entero de Lemmy y sus huestes…menos las niñas by H&M…
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