La cultura no existe si no hay conflicto.
La frase es de Jazmín Beirak. O a ella se la he escuchado, al menos. Beirak es la portavoz de cultura de Podemos en la Asamblea de Madrid. Y estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo porque no puedo no estarlo desde el momento en que considero que no existe sociedad donde el conflicto esté ausente. Desde este punto de vista, la afirmación de Beirak es casi como decir que no hay palabras sin oxígeno.
Si el bien común no existe por definición, si es imposible que nos pongamos totalmente de acuerdo en todo porque siempre va a haber una cantidad limitada de recursos que diversos sectores de la sociedad (o individuos) querrán apropiarse, el conflicto es inevitable. Siguiendo una lógica un tanto marxista pero no por ello menos válida, las representaciones simbólicas y los intercambios de información con los que vistamos dicha dinámica no dejan de estar en conflicto.
Otros, como el filósofo alemán Jürgen Habermas, depositaban más fe en la tecnología de la deliberación como mecanismo para ahorrarnos el oxígeno en última instancia, y poder vivir del acuerdo eterno. Al fin y al cabo debería ser posible hallar un punto de equilibrio en el cual se maximice la utilidad de todos, ¿no? Si intercambiamos un caudal de información lo suficientemente amplio, si sabemos lo suficiente los unos de los otros… en definitiva, si construimos un sistema simbólico y representativo comúnmente compartido por todos que defina exactamente las necesidades de cada uno en relación con los demás e identifique los puntos de distribución posible, podremos definir algo muy parecido al bien común. ¿Cierto?
Pues no necesariamente.
El politólogo polaco Adam Przeworski tiene una crítica breve pero muy bonita a la idea de que a más capacidad deliberativa, más fácil será que converjan las voluntades. En las primeras páginas de su Democracia y mercado, Przeworski viene a decirnos que para que tal axioma se cumpla es necesario asumir previamente que absolutamente todas las piezas de información que nos rodean pueden ser clasificadas en una de estas dos casillas: o bien son verdaderas, y como tales piezas fundamentales para la consecución del deseado bien común, o se trata de falsedades. No solo eso, sino que también necesitaremos asumir que todos nosotros vamos a ser capaces de identificar la verdad en cuanto se presente ante nosotros. Con un trabajo lo suficientemente arduo y en un entorno restringido, estos dos primeros problemas pueden ser superados: si asumimos una postura epistemológica de tipo positivista, es teóricamente posible restringir el debate público solamente a aquello que pueda ser falsable mediante un procedimiento de comprobación empírica, y bajo esas condiciones unos ciudadanos lo suficientemente entrenados en el método científico podrían distinguir perfectamente la mentira. El problema insalvable llega con la tercera premisa oculta: que todo aquel que emite un mensaje lo hace de manera totalmente desinteresada. Esto implica, razona Przeworski, rechazar de plano la existencia del conflicto distributivo: negar aquello —que nos decían a aquellos que estudiamos introducción a la economía— de que los seres humanos tratamos constantemente de cubrir una serie de necesidades ilimitadas (salvo por la muerte) con unos recursos eminentemente finitos. Llegado un momento, pues, la razón y los hechos siempre son y serán sospechosos.
La cultura, pues, no existe si no hay conflicto.
Una vez asumido esto, la actitud más racional para cualquiera es utilizar su capacidad de definición de la realidad para llevar al ascua a su sardina.
Bruce Springsteen dijo una vez que se había pasado la vida midiendo la distancia que existía entre el sueño americano y la realidad de su país. Esa distancia da la medida del espacio a delimitar culturalmente dentro de un proyecto político. «Mirad, esto es lo que queda por hacer». O «Mirad, esto es lo que nos impiden alcanzar». Esa delimitación ayuda a definir dos cosas: un objetivo y un enemigo. Todo lo necesario para participar en un conflicto.
Pero ¿quién se encarga de realizar esa definición? No es Springsteen, no. Tampoco es quien le escucha. Ese es trabajo del líder político. Señalar el camino con vehemencia. Con clarividencia. Sin espacio para la duda.
Una versión un poco más suave de la misma aproximación estará dispuesta a asumir ideas que ya son mayoritarias para rellenarlas con el propio proyecto. ¿Que la bandera de un país es un símbolo universalmente compartido? No lo rechacemos: introduzcamos en él la dimensión del conflicto. Subrayemos que otros se han apropiado de ella para sus propios intereses. ¿Que no es la bandera, sino un equipo de fútbol, un género musical, una marca de ropa? Hagamos lo propio. Con lo que sea. Tal vez el símbolo es algo mucho más intangible, pero también concreto: una queja generalizada, una expectativa no cumplida. Llenemos eso también de significado. Miguel de Unamuno dijo una vez que «un crítico francés de nuestra literatura española dijo que en España apenas hay escritores, sino oradores por escrito. Acaso es cierto. Por mi parte, nada me molesta más que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los libros que hablan como hombres». Esta segunda especie de dirigentes que aspiran a, bueno, a dirigir, se distinguen de los primeros justamente en esto. En sonar como el resto de personas. Pero la clave es la misma que antes: señalar el camino. Por ahí es. Por ahí tenemos que ir, gente.
Tanto los oradores por escrito como los escritores que oran comparten la suerte de contar con un público, en principio, atento. E incluso manejable. Por un lado, consumimos más información que nunca en la historia de la humanidad, lo cual deja muchísimas más oportunidades a quien quiera aprovecharlas para dirigir. Por otro, exactamente igual que hace cincuenta años, la dimensión del conflicto político nos tiende a importar más bien poco. Tenemos otras cosas de las que preocuparnos: hacer la compra, enamorarnos, viajar, divorciarnos, encontrar un trabajo, jubilarnos, joderle la vida al vecino, decidir qué van a cenar los niños hoy. En resumen, muchos queremos un sherpa y un guía, su propia policía y despertarnos con sabiduría. La rima es del ToteKing, por cierto. ¿Veis? Ítem cultural. Atrapado. Empleado para mi propio objetivo independientemente de las razones iniciales del autor. Checked.
Sin embargo, los mismos factores que podrían facilitar la consecución de estos proyectos de construcción de una nueva hegemonía también los ponen en jaque. Un amigo me preguntó hace poco, pillándome por sorpresa, que cuál era en mi opinión el último gran movimiento musical que había dominado por completo la escena creativa. Se respondió a sí mismo ante mi silencio: el grunge. Desde entonces, fragmentación. El aumento progresivo de fuentes, posibilidades y emisores ha desembocado en una inevitable fragmentación en todos los ámbitos. Cualquiera de nosotros se habrá familiarizado con el FOMO cultural: el «fear of missing out» aplicado a la última serie, la última novela, el artículo necesarísimo, el programa de TV que toca ver, la canción que lo peta. Es imposible llegar a todo de lo que tenemos noticia, y solo tenemos noticia de una pequeñísima parte de lo que existe. La máxima de que las culturas humanas están anidadas de manera fractal, expresada por Randall Munroe en su xkcd, es hoy más cierta que nunca. En este contexto, los intentos de intentar meter a piñón en la mente de la gente que hay que escuchar a Kortatu porque es la verdad revelada sobre el conflicto en el que vivimos resultan tan extraños como quien pretende montar una revolución a golpe de reguetón.
Quizás lo mejor sea admitir que el conflicto existe, pero va en tablas.
Es habitual citar a Bruce Springsteen solo a medias. Su frase sobre el sueño americano tiene una segunda parte de la que muchos se olvidan convenientemente. La enunció en 2008, durante la campaña en Estados Unidos, y completa rezaba así: «I’ve spent most of my creative life measuring the distance between that American promise and American reality… and I believe Senator Obama has taken the measure of that distance in his own life and in his work».
Obama. El centrista, sí. El de Harvard. El que no cerró Guantánamo. Sí. Ese Obama.
En otra ocasión, Springsteen afirmó: «Obama speaks to the America I’ve envisioned in my music for the past thirty five years, a generous nation with a citizenry willing to take nuanced and complex problems, a country that’s interested in its collective destiny and in the potential of its gathered spirit. A place where nobody crowds you, and nobody goes it alone».
Gente dispuesta a pensar por sí misma. Con problemas complejos, un destino colectivo. La voluntad del trabajo en conjunto es muy distinta de la asunción de un bien común. De hecho, es justo lo contrario: es un «estamos todos en el mismo barco, así que más nos vale entendernos lo mejor posible». El conflicto no se niega, pero tampoco se enaltece. Está ahí. Es necesario afrontarlo. Pero sobre todo necesitamos una manera para hacerlo que garantice una libertad igualitaria. De nuevo Bruce: «[…] the best of rock and roll always said to me «Just let freedom ring», but it’s no good if it’s just for one, it’s gotta be for everyone».
Ante las opciones de señalar el camino de manera vehemente o solapada, se despliega otra, que consiste más bien en empezar por preguntar antes de responder, para después abrir ventanas y dejar que los hilos se tiendan entre ellas tejiendo redes caleidoscópicas. Garantizando que quien hoy día no puede asomarse a ellas tenga la posibilidad a partir de mañana, para que así pueda decidir si se va o se queda en unas u en otras. Pero a todas, no solo a algunas. Como reza un meme cuyo origen se ha perdido en la maraña de internet, si algo no es accesible a los pobres no es ni radical, ni revolucionario. Esto, de paso, permitiría a cualquiera configurar el menú cultural más ecléctico imaginable sin necesidad de sentirse culpable por ello u obligado a llevarlo hacia una sola dirección. Garantizar, en definitiva, que la guerra siga, impidiendo al mismo tiempo que nos engulla.
Se puede resumir con una frase de otra cantante, menos compleja quizás, pero que recoge como nadie el espíritu de una generación: «I break chains all by myself». La dijo Beyoncé Knowles.
Interesante y escrito con gusto, pero mucha gente agradecería las traducciones de las citas en inglés, no todo el mundo lo entiende.
El inicio del artículo muy bueno. Después me pierdo a partir de la frase:»Los intentos de intentar meter a piñón…’
«Se puede resumir con una frase de otra cantante, menos compleja quizás, pero que recoge como nadie el espíritu de una generación: «I break chains all by myself». La dijo Beyoncé Knowles»
Todas las generaciones se sienten rompedoras con sus predecesoras. Que no venga ahora Beyoncé a sentirse especial por una actitud más vieja que la tos.
Eso mismo lo cantó Ricky Shayne ya en 1967: «Ich sprenge alle Ketten».
Pingback: Imposibles e inevitables guerras culturales