Jaime Gil de Biedma empezaba a beber al salir de su despacho en Tabacos de Filipinas, sobre las siete o las ocho, si bien no era raro que hubiera acompañado la comida con algo de vino, o que antes de la comida hubiera tomado unos drinks, o que durante la tarde se hubiera servido un trago, lo que era casi una formalidad en caso de visita, con independencia de que esta fuera personal o de trabajo. En el mundo que retratan sus Diarios no hay discrepancias entre la vida laboral y la vida social. Antes al contrario; entre los primeros ejecutivos que hubo en España, el whisky on the rocks tenía marchamo de profesionalidad, y la abstemia, muy mala fama. Por emplear el lenguaje de los niños, Jaime Gil de Biedma era el ejemplar más parecido a Don Draper que pudo permitirse la Barcelona de los cincuenta.
Como ocurre en Mad Men, el alcoholismo de JGB es, más que una docta afición, un peaje fisiológico, el combustible que empuja las horas hacia el ocaso, el interruptor de la luz y los demonios. Si además hay cena en casa de los Barral, lo que distingue el día de la noche es apenas un matiz recreativo. Hablamos, preferentemente, de ginebra, aunque lo cierto es que ninguno de esos grandes conversadores, de Juan Marsé a Gabriel Ferrater, le hace ascos a nada. De la comida, si la hubiere, no hay noticia. Sí de la charla, que dura lo que dura la botellería… Cuatro, cinco, seis horas en las que los modales se van avinagrando y las voces, violentando. Aflora entonces el JGB del bolero de su amigo José Agustín, el que canta horriblemente, no deja de beber y al poco está peleando por cualquier tontería. La vehemencia alcohólica (el ordinario «mal vino» de los pobres) rinde, en efecto, trifulcas de antología, como la que protagonizan a mano abierta el propio JGB y un Han de Islandia en casa de Antonio de Senillosa. Y porque lo sujetan.
No todo son saraos, digamos, intelectuales. JGB se ufana, por ejemplo, de su amistad con el bailaor José de la Vega, de Utrera como Bambino, que le inspira una de las más libérrimas reflexiones de sus Diarios: «Sus ideas, y sobre todo su persona, me interesan, acaso porque nada hay más grato para un intelectual que el trato con una persona inteligente que no es un intelectual». Nuestro hombre desprecia el envaramiento de su tribu como se desprecia el olor a uno mismo: por empacho de familiaridad, y por ese tajo asoma la zambra. La misma noche en que deja esa anotación, la plática «descansada y agradable» con De la Vega toma el cauce del jolgorio; exactamente, de la «agitación», «con alrededor de quince personas bebiendo en mi casa». Y tran, tran, tran.
Coqueto irremediable, JGB no padece resacas sino hangovers, lo que sugiere una devastación más eufónica, más pija; más acorde, en suma, con su condición de poema [nota al editor: «poema».] (También los encuentros sexuales, especialmente si son sucios y placenteros [pleonasmo] se consignan velados por el inglés, what a blowjob!) A diferencia de Pla, que abrocha sus excesos con un telegráfico «begut massa», JGB se enreda en justificaciones en las que lo pueril parece lindar con el cinismo: «Terrible hangover, como consecuencia de la cena anoche en casa de Luis hermano, que se prolongó hasta las cinco de la madrugada, en Muntaner. Algo debió sentarme mal, quizá el Tío Pepe bebido a primera hora, pues al llegar a casa hube de forzarme a vomitar, para poder dormir». De cuando en cuando, formula un vago propósito de enmienda que, no obstante, incumple a rajatabla, inerme ante la fatalidad de que las uñas, por imposible que parezca, siempre vuelven a crecer.
Hay noches en que San Gervasio es tan solo la primera estación de una senda resueltamente canalla. Al fin y al cabo, desde ningún otro barrio hace la ciudad tanta bajada. Colón, Glaciar, Tabú… garitos de rompe y rasga a los que JGB llega con el colmillo afilado y una sed de dioses. ¿Otra copa, hum, o ese muchacho? Acaso una pensión. O su piso de Pérez Cabrero, de donde al poco partirá de nuevo hacia Tabacos de Filipinas, con un verso ingobernable en la cabeza y todas las costumbres intactas.
Diarios 1956-1986. Jaime Gil de Biedema. Prólogo y edición de Andreu Jaume. Lumen. Barcelona, 2015. 672 páginas. 24,90 euros.
Acaso esto, a nosotros, en nuestra condición de humanos, y ahora, espectadores de otras vidas, que no somos capaces de juzgarnos sino a través de la comparación, nos ayude a perdonarnos.