Antes de la invención de la escritura, prácticamente toda la transmisión del conocimiento se realizaba en verso. Esto respondía en principio a razones obvias (memorización), pero también a otras no tan obvias. La oralidad de esas sociedades pregráficas suponía una manera colectiva de asumir el mundo: los textos recitados en voz alta no dejaban traslucir la separación entre las palabras y todo era un continuum, incluida la identificación entre voz y cuerpo, del que el público participaba también como una única entidad. El concepto de «separatidad» o alienación, en lingüística como en la psique humana, se basa fundamentalmente en el advenimiento de la cultura escrita.
Se pregunta la poeta y profesora de griego Anne Carson, en su revelador ensayo Eros the Bittersweet, traducido al castellano simplemente como Eros, hasta qué punto los líricos arcaicos griegos, que conocieron el paso gradual de la cultura oral a la escrita (Arquíloco, Solón, Anacreonte), sufrieron la tensión entre dos modos tan distintos de conocer, y analiza cómo dicha tensión se revela en los fragmentos conservados de Safo. Se basa para ello en el adjetivo con el que, según el título del libro de Carson (bittersweet), Safo describe a Eros: agridulce. Y explica que la doble concepción del amor, dulce y amargo, nace precisamente de esa noción de alteridad (descubrimiento de un «yo» y un «otro» separado de mí) que la escritura trajo consigo y que, en la insatisfacción de la pasión amorosa, Carson (a través de Safo) equipara con la imagen de quien va corriendo detrás de su objeto de deseo sin llegar a alcanzarlo del todo. Entre otras cosas, porque alcanzarlo supondría dejar de desear…
Otro estudioso del paso de la oralidad a la escritura en la antigua Grecia, Eric Haveloc, confiere a dicho tránsito una importancia epistemológica superior incluso a la de la invención de la imprenta (convendría dilucidar si el advenimiento de la era digital sería equiparable). Sin embargo, su veredicto respecto al cambio deja abierta para siempre la puerta entre la edad antigua y el resto de edades del hombre: «La Musa aprendió a leer y a escribir al tiempo que seguía cantando». Ello ha supuesto que la poesía no haya perdido jamás, ni siquiera en su vertiente más visual, su conexión con la oralidad y con el sentido comunal de la recepción, un poco en la línea, aun cuando en distinta proporción, de los multitudinarios conciertos de pop y rock.
Dando un salto de unos cuantos siglos, nos encontramos con que Walter Ong acuña el término «segunda oralidad» para referirse a los movimientos de poesía oral o spoken word que surgen en Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra Mundial. Cansados del «secuestro» de la poesía por parte de las instituciones académicas y del elitismo heredado del Modernismo y las vanguardias, los sucesivos movimientos poéticos, empezando por los beat en los años cincuenta del siglo XX, llevan la poesía a los bares, los barrios marginales, los almacenes abandonados o las cárceles. Así, mientras la clase media norteamericana comienza su éxodo hacia los nuevos complejos residenciales, estos poetas arraigados en grandes centros urbanos como Nueva York o San Francisco reclaman un escenario de asfalto para una poesía firmemente anclada en el sonido y el ritmo, antes musical (el bebop) que prosódico, y abierta a la espontaneidad y la improvisación. El camino de vuelta a la oralidad que reclaman, parafraseando a Ong, se parece mucho al de los antiguos poetas en su voluntad de fomentar la participación, el sentido comunal, el enfoque en el momento presente e incluso el uso del recitativo de corte formulaico. Sin embargo, se trata de una oralidad mucho más deliberada y consciente, puesto que surge de la cultura escrita en la que está imbricada.
Para estos poetas beat, con Ginsberg quizá como la figura que más ha trascendido el paso de los años y su compañero y equivalente en prosa, Kerouac, y prefigurando el movimiento hippie de los sesenta, la música que sonaba en los garitos por los que se movían, el jazz, fue la aliada natural de sus actuaciones. Y he aquí que antes del célebre y polémico recital de Howl por parte de Ginsberg en octubre de 1955, considerada la fecha oficial del surgimiento del movimiento beat, una poeta de origen alemán, ruth weiss (escribe su nombre en minúscula), hasta no hace mucho completamente desconocida para la crítica, ya había «inventado», entre su pequeño círculo, la poesía del jazz.
La relación de weiss con el jazz nació de modo espontáneo, como no podía ser de otra manera, pero difícilmente habría sido así si el carácter de la poeta no la hubiera predispuesto hacia una manera muy abierta de entender la poesía y el mundo, en parte motivada por las vicisitudes de su propia vida. Weiss nace en Berlín en 1928 y con diez años sale huyendo de los nazis con sus padres; siendo judía, pasa parte de su infancia en un colegio para negros en Harlem y en un internado católico en Chicago, y parte de su juventud haciendo autoestop hasta asentarse en San Francisco. Cuando descubre el jazz, encuentra en realidad el correlato musical de su propia concepción del lenguaje. Y desde aquí animo a los lectores a que, antes de buscar poemas suyos traducidos al español, la escuchen en vídeo con acompañamiento de una orquesta de Nueva Orleans, simplemente por el gusto de comprobar esa cualidad de participación y comunidad que emana de su actuación, no obstante la distancia que impone el medio (la pantalla).
Weiss utiliza preferentemente versos cortos en los que el sonido juega un papel esencial y, como ella misma explica en multitud de entrevistas, en el recitado mismo se abandona a la improvisación que la propia música le brinda. Música y poesía se alían desde un mismo plano, esto es, no se concibe la música como mero acompañamiento del poema. Aunque los temas de sus libros han variado a lo largo de las décadas, su técnica de recitado permanece igual que cuando comenzó a actuar a finales de la década de los cuarenta. En un mundo donde las modas, también las poéticas, cambian tan deprisa, su propuesta compositiva, que además no llega a «leerse» como acabada hasta que se recita, permanece asombrosamente estable, y ajena a las fluctuaciones del gusto, la crítica o la escurridiza popularidad.
Por otra parte, la presencia de weiss en el canon del movimiento beat, junto con la de otras autoras como Diane di Prima, Elise Cowen, Janine Pommy Vega o Anne Waldman, desmiente la creencia común hasta no hace mucho de que la generación beat era eminentemente masculina, y que las mujeres que aparecían habían sido meras comparsas: musas, amantes o esposas. Weiss no mantuvo lazos estrechos con el grupo, a pesar de que trabó amistad con Kerouac y no se explicaba la animadversión que Ginsberg sentía por ella. Pero hasta no hace mucho llevó su bandera de la poesía oral, corporeizada en su pequeño cuerpo y su poderosa voz, por todos los rincones de San Francisco, y respondió calurosamente al favor de su público callejero. Solamente en décadas recientes, tanto en San Francisco como en sus países de origen (Alemania y Austria), se ha reivindicado por parte de la crítica académica su papel fundacional en la poesía de posguerra.
Reproducir aquí los versos de ruth weiss traiciona hasta cierto punto la cualidad oral que tanto estamos destacando en sus poemas, pero al mismo tiempo nos permite analizar los recursos que los definen precisamente como «poesía oral» o «poesía de jazz». Veamos pues una pequeña muestra:
Pattie cake pattie cake
home momma home
don’t wanna be a momma
no more
don’t wanna sew
all the lost buttons
no more
the dance
calling me
calling
«Este es un poema de jazz», afirma el crítico Preston Whaley. Comienza con una rima infantil, equivalente a nuestro «Tortas, tortitas, que ya viene mamá», como muchas canciones de jazz comienzan con un dicho popular fácilmente identificable, al que en el desarrollo de la canción se le dará un giro inesperado. La predominancia de los sonidos «o» y «m» le da su tono característico, que en la segunda estrofa se podría traducir como: «no quiero ser mamá / ya no». En la tercera, se subraya aún más la negación del ámbito doméstico: «no quiero repasar / los botones que faltan / ya no», para terminar respondiendo a la llamada del baile: «me llaman / a bailar / me llaman». Se conjuga así la simplicidad del lenguaje infantil con el deseo de cambiar la cotidianeidad femenina por el baile. En palabras de Whaley, la conclusión del poema, no muy diferente de un solo de jazz, constituye un final abierto: Pattie oye la llamada del baile, pero no sabemos si responde, tan solo que existe ese potencial para una nueva experiencia: «Pattie quiere empezar de nuevo. Probablemente tenga las comodidades del confort doméstico, pero su identidad se halla tan perdida como los botones» [«Pattie wants a new start. She may have the accoutrements of domestic comfort, but her selfhood is as lost as the unattached buttons»]. El baile, con sus connotaciones de liberación y trance, supone una vuelta a un modo de ser más pleno y conectado, un sujeto comunal capaz de recibir un estímulo artístico no en la soledad de su refugio contemporáneo, sino en relación con todo lo que le rodea. La poesía es así concebida como una especie de reintegración del sujeto separado en un solo sentir, al que le arrastra el ritmo ineludible de la palabra rendida a la música de jazz.
Si la poesía de jazz se emparenta con la antigua oralidad a través del ritmo y el sonido, lo mismo ocurre con la sensualidad/sexualidad que suscita (1). Ello es evidente en los siguientes versos de otro poema:
the won ton woman
carried the hot dish across town
under her cloak
to keep it hot
…
wanton woman
where were you at supper?
Las críticas Nancy Grace y Ronna Johnson ven en esta mujer que lleva una sopa china por la calle («won ton»), es decir, que de nuevo surge del ámbito de la domesticidad, una asertividad muy hipster y muy sensual, basada una vez más en la identificación de los sonidos: «won ton» con «wanton» (lasciva), el final cortante de palabras como «cloak» y «hot», y el doble sentido de «to keep it hot» (mantener algo caliente). Una tentativa de traducción sería la siguiente, con la licencia de transformar el plato chino en algo que, en nuestra lengua, tenga connotaciones eróticas:
con la sopa de almejas
caliente bajo el forro
para que no se enfríe
cruza la mujer la ciudad
…
mujer de almejas
¿dónde estabas a la hora de cenar?
Como en el caso de Pattie, esta mujer no se resigna al lugar en el que la sociedad le confina (la cocina e, indirectamente, la cama), y traslada los ámbitos culinario y sexual a la ciudad entera. En otros casos, como en el largo poema DESERT JOURNAL, el fraseo jazzístico (su cadencia repetida y su mezcla de coloquialismo y solemnidad) es incluso más explícito:
the best one can do
is to invite the devil to tea
you may not need lemmon
you may not need cream
but hope that you need enough
to be able to scream
ABEL is dead
and his brother pays the dues
ABEL is dead —–
guess who sings the blues
En este ejemplo en el que, según la «canción», lo mejor que uno puede hacer es invitar al diablo a tomar té sin limón ni leche, la asociación fónica clave la tenemos entre la leche del té («cream») y el grito que se espera de quien ve al diablo («scream»). La familiaridad con la que se habla del mito de Caín y Abel («Abel está muerto / y su hermano paga el pato / Abel está muerto / adivina quién canta el blues») es asimismo propia del jazz, de su capacidad de transformar en una sola estrofa la solemnidad de una historia mítica en un asunto de una familia cualquiera.
Asomarse, pues, a la poesía de jazz de ruth weiss o de otros poetas cercanos al spoken word con el telón de fondo de la oralidad clásica, no solo no parece descabellado, sino que recupera para la palabra poética un estatus que comenzó a perder allá por el siglo VI a. C., no por sí misma sino por la transformación cognoscitiva que supuso el paso de la cultura oral a la escrita. «La vista aísla, el sonido incorpora» [«Sight isolates, sound incorporates»], afirma Walter Ong. Y corrobora Carson: «En una cultura preeminentemente oral, donde la palabra solo existe en virtud de su sonido, (…) la fenomenología del sonido entra profundamente en el sentimiento de existir del ser humano». [«In a primary oral cultura, where the word has its existence only in sound, (…) the phenomenology of sound enters deeply into the human beings’ feel for existence»]. Si bien la poesía oral contemporánea no restaura el hueco entre lenguaje y realidad, o palabras y cosas, que es reflejo de nuestros propios «huecos» internos, sí acerca al espíritu, como toda experiencia artística de calado, a una ilusión de pertenencia de un ser completo. Especialmente si el resto de esferas de nuestra vida (trabajo, familia, desplazamientos, redes) se obstinan en hablarnos precisamente de lo contrario: parcelación, separación, falta de conexión. Es hora, pues, de reinstaurarse en el continuum al que, como especie animal que somos, pertenecemos.
Nota:
(1) Sobre el tratamiento del deseo en la poesía antigua, aparte de Carson, es muy elocuente la lectura de Pascal Quignard.
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Me gusto mucho tu articulo, lamentablemente no pude o no supe apreciar esa misma belleza en la voz de ruth weiss y el jazz que se ve y se oye en los videos de youtube. Lo siento, esta vez me quedo solo con tu escritura y tu poesía. Saludos.
Claro, lo suyo hubiera sido poder escucharla en directo y en un entorno propicio… gracias y saludos.
Gracias Natalia . quise difundir sobre Ruth y tu texto es super elocuente . Gracias