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La pequeña, diminuta historia, de un padre y su hijo

Foto: Cordon.
Foto: Cordon.

El 16 de abril de 2013, Dennis Lehane, escritor y bostoniano de cuna, publicaba en el diario The New York Times una columna titulada «Jodisteis con la ciudad equivocada». El texto, una carta de amor a la ciudad donde nació, es una brutal dosis de mala leche desencadenada por los atentados que un día antes habían causado tres muertos y doscientos sesenta y cuatro heridos en la línea de llegada de la maratón de Boston. Lehane, en cuyas novelas se han inspirado Clint Eastwood y Martin Scorsese, y que procede de Dorchester, uno de los barrios más duros de la ciudad, dejaba claro a los terroristas que una vez les encontraran y les cerraran los ojos, él y sus compatriotas seguirían con su vida como si nada hubiera ocurrido. «Amo esta ciudad, amo su atroz acento, su complejo de inferioridad con Nueva York, sus conductores chiflados, la lógica insana de su callejero» decía Lehane.

Si pudiera encerrarse la rabia de Lehane en una moneda, la otra cara de la misma sería No tendréis mi odio, la pequeña y desgarradora carta de amor de Antoine Leiris a su mujer, Hélène y a su bebe, Melvil. Leiris, periodista, se quedó en casa a cuidar de su hijo, de diecisiete meses, mientras su esposa se iba con unas amigas a ver el concierto de Eagles of Death Metal a la sala Bataclan. El resto es conocido: el martillo nihilista del terrorismo golpeó en París, dejando ciento treinta víctimas. Hélène fue una de ellas.

Pocas horas después, Leiris colgaba en Facebook una carta en la que decía a los terroristas que a pesar de haberle arrebatado aquello que había amado con todas sus fuerzas, no conseguirían tener su odio.

En las ciento once páginas de No tendréis mi odio (Editorial Península), Antoine Leiris bascula entre la tragedia que le envuelve como una nube que te sigue a todas partes y el consuelo que le ofrece ver a su hijo, un niño con madera de trasto, que a base de hacerle la vida imposible al progenitor con toda clase de travesuras le arranca la inquietud de seguir viviendo después de perder a «un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo».

Son algo más de cien páginas de soledad, de dudas, de temores, con el que cualquier ser humano, de cualquier parte del mundo, sea cual sea el dios al que le rece (o sin rezarle a divinidad alguna) puede sumergirse. El inmenso dolor de la perdida, que se vuelve más oscuro cuando es imposible encontrar la más mínima partícula de razón, cuando otros celebran tu desesperación como su victoria. 

En cierto modo, Lehane y Leiris conectan en esa declaración de intenciones que establece con firmeza que nada cambiará, que no importa cuantas maneras inventen de hacernos daño, cuanto nos golpeen, nada cambiará.

Pero además en las páginas de No tendréis mi odio se contagia una suerte de poesía, disfrazada de humanidad. Cuando de lo peor emerge lo mejor: las cartas llegadas de todos los lugares del mundo que se apilan en la mesa del comedor, abrazos y besos de desconocidos/as que llenan las noches de insomnio de un tipo roto; el anciano que le recuerda que «somos nosotros los que debemos animarte a ti»; la nota de ese vecino al que nunca habías resultado especialmente simpático, colgada un día en tu puerta: «Si necesita que algún día cuide a su hijo solo tiene que decirlo».

El primer viaje del padre a la guardería después de todo lo acontecido, contado casi como una especie de funeral, es uno de esos capítulos difíciles de digerir, no solo pero especialmente para los que tengan hijos. Los padres de los demás niños haciendo turnos en la elaboración de papillas caseras para Melvil, contando (con buen criterio) con la torpeza del periodista para la logística casera y la ayuda de la directora de la guardería; una ayuda silenciosa, casi invisible. Todo lo que podía arreglarse —viene a decir Leiris— fue arreglándose solo.

Decir que el libro de este parisino es de lectura sencilla sería mentir: hay pasajes que no pueden endulzarse, simplemente porque no hay manera de hacerlo. Y el eco de la ausencia se amplifica en cada página, como si fuera una ventana azotada por un huracán que golpea cada vez con más fuerza sin llegar jamás a cerrarse. El encuentro del protagonista con el amigo de Hélène, el que sostuvo a su esposa mientras moría, sea probablemente uno de esos momentos en que uno bendice la voluntad de Leiris de no jugar a ensombrecer lo que ya es suficientemente sombrío. La sonrisa de su amigo, que sobrevivió, «sí, estoy vivo», es lo más bonito de una página que nos ahorra los detalles de la masacre. Los hemos visto, los conocemos.

Dicen que no se debe abusar de las citas, pero me permitiré reproducir, enteramente, la que es una de las páginas más humanas de un libro que nunca pretende ser ambicioso. Que es ingenuo, sencillo y diminuto, tan simple como la historia de un padre y su hijo:

Y de repente tengo miedo. Miedo de no estar a la altura de lo que se espera de mí. ¿Seguiré teniendo derecho a ser valiente? Derecho a estar furioso. Derecho a sentirme desbordado. Derecho a estar cansado. Derecho a beber demasiado y a seguir fumando. Derecho a salir con otra mujer, derecho a no volver a salir con mujeres. Derecho a no amar de nuevo, jamás. A no rehacer mi vida y a no desear a otra. Derecho a no tener ganas de jugar, de ir al parque, de contar una historia. Derecho a cometer errores. Derecho a tomar decisiones equivocadas. Derecho a no tener tiempo. Derecho a no estar presente. Derecho a no ser divertido. Derecho a mostrarme cínico. Derecho a tener días malos. Derecho a despertarme tarde. Derecho a llegar con retraso a la salida de la guardería. Derecho a no volver a hablar de ello. Derecho a ser banal. Derecho a tener miedo. Derecho a no saber. Derecho a no querer. Derecho a no ser capaz.

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2 Comentarios

  1. Hidebehind

    Hum…no, no se lo dice a «ellos», nos lo dice a nosotros, de la misma manera que «ellos» cuando asesinan, no lo hacen para obligarnos a nosotros a algo, si no como publicidad hacia los suyos y mantener o aumentar sus convicciones.

  2. Pingback: La pequeña, diminuta historia, de un padre y su hijo

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