Música

Ellas mueren solas

NICO of the VELVET UNDERGROUND; at CBGB (Country, Blue Grass, and Blues) music club Manhattan, New York City, USA; late 1970's ; Credit: Felipe Orrego / ArenaPAL www.arenapal.com
Nico, de The Velvet Underground, a finales de los setenta. Fotografía: Cordon Press.

Solo en Madrid, unas veinte personas mueren solas cada trimestre. A menudo se pudren durante meses antes de ser descubiertas por algún vecino cotilla. No debería sorprendernos. Según la última Encuesta Continua de Hogares realizada por el Instituto Nacional de Estadística, el número de personas que viven solas no deja de aumentar, y los hogares se hacen cada vez más pequeños y numerosos. Y todo apunta a que este fenómeno seguirá creciendo, ahora que el sistema ha logrado desencadenar una terrorífica guerra que aísla al individuo y lo vuelve más débil y manejable que nunca.

Con la sociedad reducida a una simple suma de egos sin alma enfrentados por el principio de competencia y unidos por la mutua desconfianza, la mujer sufre tanto como el varón. Pero, como bien dijo Cioran, la soledad es un terreno propicio para la locura; sobre todo, cabría añadir, si se trata de una soledad espiritualmente estéril.

A continuación, estudiaremos brevemente los casos de Nico, Cecilia y Billie Holiday. Las tres cantaron solas y las tres murieron solas. Analizar sus obras más hondas nos puede llevar a vislumbrar las raíces de uno de los males más comunes de nuestro tiempo.

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Antes de iniciar su carrera musical en solitario, Christa Päffgen (Colonia, 1938), más conocida como Nico, había sido actriz de Fellini, modelo publicitaria y cantante del grupo The Velvet Underground a instancias de Andy Warhol. Hermosa y rubia como la cerveza, Nico tenía el físico perfecto para triunfar en la farándula, pero su alma tenía otros planes. Junto a Jim Morrison, empezó a hacer excursiones al desierto para tomar peyote y hacer el amor. Según Nico, «Jim poseía el mejor pene que jamás he tenido dentro de mí». Además, Morrison era el primer hombre con quien podía follar que había prestado tanta atención a su cerebro como a su cuerpo. Entre otras cosas, le dio un buen truco para hacer canciones: transcribir sus sueños y adaptarlos a una melodía. Para poder componer en soledad, Nico se compró un pequeño armonio portátil que tocaba a todas horas rodeada de velas, pues detestaba la luz eléctrica: «Veo las iglesias como algo salido de la Edad Media, y las velas son mi manera de relacionarme con ello».

Nico ya había grabado un disco en solitario antes de aprender a componer, titulado Chelsea girl, pero lo aborrecía por ser una obra-florero compuesta por Lou Reed, Bob Dylan, Jackson Browne y otros pigmaliones. En especial, Nico no soportaba los arreglos de flauta perpetrados por Larry Fallon. Ella buscaba sonidos, digamos, menos hippies para envolver su semimasculino y germánico timbre de voz.

Tras una temporada empapándose en medievalismo y ácido lisérgico, tomó las riendas de su segundo disco con la ayuda de John Cale. El resultado fue The Marble Index (1968), una obra gélida y atemporal cuyos ecos remiten a poetas como William Blake o Samuel Taylor Coleridge, al compositor nazi Carl Orff o al Cantar de los nibelungos. Ante la sorpresa generalizada, Nico aclaró que «mi música procede de la Edad Media. No es tonal, no se basa en nuestra escala de notas. Tiene unos arreglos demasiado antiguos». El disco fue un clásico instantáneo, pero también una catástrofe comercial. Como dijo John Cale, «no puedes vender el suicidio».

Por si fuera poco, Nico cambió por completo su imagen, tiñendo su pelo con henna rojiza, y vistiéndose con oscuros sayos, pantalones de cosaco y botas españolas. Por esa época empezó a consumir heroína para evadirse de problemas como la muerte de su madre, la custodia de su hijo o su ruina económica: «Gracias a la heroína puedo convertir el día en noche», sentenció.

El hambre se juntó con las ganas de comer cuando conoció al director de cine experimental Philippe Garrel. Con él se instaló en un viejo ático de París que decoraron a su gusto: tiraron los muebles, pintaron las paredes de negro, cortaron la electricidad y llenaron todo de velas. En ese tétrico escenario, la cantautora premoderna compuso Desertshore (1971), un disco a mayor gloria de su voz y su harmonio, donde John Cale añade otros instrumentos y comparte la producción con Joe Boyd.

Más que un disco, Desertshore es un viaje alucinado por las cicatrices interiores de la cantante. Desde la sobrecogedora «Janitor of lunacy», dedicada a su amigo muerto Brian Jones («el vigilante de la locura que paraliza mi infancia») hasta «Mütterlein», un canto fúnebre para su madre entonado en hosco alemán: «Querida y dulce madre, al fin puedo estar contigo, el deseo y la soledad se liberan en beatitud». El ambiente que reina en todo el disco es denso, nórdico y trágico, y llega a su cima en temas como «My only child», una oración pagana cantada casi a capella en una catedral de hielo: «Sus manos son viejas, sus manos están frías, sus cuerpos a punto de congelarse». Apenas hay un par de treguas al oído no iniciado: el interludio melódico de «The Falconer», que Cale suaviza con su cristalino piano («Padre niño, ángeles de la noche, amigo plateado, mi luz de vela») y la desarmante «Afraid», donde Nico canta acompañada por la viola y el piano de su productor frases tan desarmantes como «eres hermosa y estás sola», exorcizando ese eterno complejo de guapa que nació en su adolescencia, cuando fue violada por un soldado norteamericano. El trip se cierra con «All that is my own», un tema de fuerte carga simbólica que da sentido al enigma: «Tus vientos sinuosos sembraron mi inspiración, donde la tierra y el agua se encuentran». El desierto como fértil paisaje del alma, como espejo de soledades donde Christa se refleja pálida y soberbia.

Tras esta cima, solo quedaba la decadencia. La artista aún entregaría otra obra notable, The End… (1973), que incluye una escalofriante versión del tema homónimo de Jim Morrison y otra del himno alemán «Das Lied Der Deutschen», incluyendo los versos prohibidos después del nazismo. Pero la separación de Garrel y la forzada regresión hacia un estilo cada vez más rockero que le permitiera pagar sus deudas la llevarían hacia un claroscuro retiro ibicenco que culminó con una muerte prematura y solitaria, al caerse de su bicicleta. Las cenizas de Nico descansan en Berlín, en la misma tumba que las de su madre, pero su alma se quedó entre los surcos de Desertshore, en la difusa e impermanente frontera entre pasado y futuro, entre Europa y Eurasia, más allá del cielo y del infierno.

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Evangelina Sobredo Galanes (Madrid, 1948) nació en pleno apogeo del franquismo, en los coquetos chalets adosados de El Pardo. Su padre atendía por José Ramón Sobredo y Rioboo, un oficial de intendencia de Franco que se hizo diplomático poco después de nacer su hija. Durante años, los Sobredo vivieron de embajada en embajada; la soledad y el tedio de una existencia errática y comodona hicieron mella en Evangelina, que, de vuelta en España, se transmutó en cantautora rebelde sin causa. Como nombre artístico eligió «Eva», pero como ya estaba pillado optó por «Cecilia», pues así se titulaba su canción favorita de Simon & Garfunkel.

Las canciones del primer disco de Cecilia aún eran un tanto irregulares; en ellas, lloraba agridulces relaciones amorosas, y vomitaba bilis sobre su propia clase social: «Dama, dama» era un virulento retrato de una señorona burguesa que bien podría haber sido su madre.

El segundo disco fue otra cosa. Crecida por su considerable éxito, se soltó la melena y dio a luz a su obra más negra y radical. Tanto fue así, que la propia discográfica, CBS, decidió tomar medidas antes que aquello cayera en manos de los censores de Franco. Inicialmente, el disco iba a titularse Me quedaré soltera, y en portada Cecilia lucía un bombo de embarazada. La discográfica cambió el título por un escueto Cecilia 2 y la provocadora imagen por un anodino perfil de la cantautora.

Oído hoy, Cecilia 2 puede sonar hasta rancio, pero en 1973 fue toda una osadía, mezclar una voz tan femenina y unas melodías tan bonitas con unas letras de fúnebre existencialismo. Solo la machadiana «Andar» ofrece una visión mística y gozosa de la soledad: «No me pertenece el paisaje, voy sin equipaje por la noche larga, quiero ser peregrino por los caminos de España». Por el contrario, la deliciosa «Me quedaré soltera» refleja con humor sardónico el terror femenino a la soledad caricaturizando a las solteronas de la época: «Y si muero de vieja sin tener pareja, dime quién llorará a una solterona llantos de verdad en su funeral». Cecilia dejó clara su postura en una actuación televisiva: «Mi madre está empeñada en casarme, y entonces he escrito esta canción, porque me voy a quedar soltera».

Pero esto no es nada comparado con el resto del disco. «Si no fuera porque» es una apología del suicidio, suavizada por unas endebles razones para vivir: «Si no fuera porque me tienen que enterrar y que dos cipreses negros se comerán mis sueños. Si no fuera porque mi padre siempre llora en los entierros me mataría mañana sin pensar en ello». Y «Con los ojos en paz» cuestionar el amor, la música y hasta la propia existencia: «Si yo me quedara tranquila, y al acostarme en mi cama no hubiera nada que me preocupara. ¿Cómo sería mi vida? Si vivir es morir cada día».

Por si fuera poco, «Cuando yo era pequeña» exalta la infancia como paraíso perdido, frente a la implacable realidad adulta: «Cuando yo era pequeña y rezaba por las noches, para no morir sin duelo sin deciros mis adioses. Cuando yo era pequeña era feliz, ahora qué será de mi». Y en «Mi ciudad» es un lúcido ataque al progreso y a los grises espacios urbanos, que enlaza con otras canciones de los setenta. Solo un año después, Fórmula V lo expresaron aún mejor: «Yo vivo en la gran ciudad entre prisas, humo y calor, envuelven mi soledad mucha gente alrededor».

El disco se cierra con «Equilibrista», donde Cecilia muestra su sed de libertad y todo el riesgo que conlleva: «Mi padre quisiera que fuera su niña estudiosa de alguna carrera, mi madre prepara mi boda con un caballero de güisqui con soda, y quiero ser equilibrista».  En su tercer y último disco la postura de Cecilia se suavizara bastante, sobre todo en la canción «Un ramito de violetas»: «Era feliz en su matrimonio aunque su marido era el mismo demonio». Además, la cantautora se enamoró del músico Luis Gómez Escolar, con quien planeaba casarse para vivir en una gran mansión. Pero el destino de Cecilia era morir soltera, y así lo hizo cuando, a la vuelta de un concierto, su coche se estrelló contra un carro de vacas.

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Nacida en Mariland en 1915, hija de un pobre guitarrista de jazz y una cría de trece años, Eleonora Fagan Gough, o sea, Billie Holiday, no vino precisamente al mundo con un pan debajo del brazo. A los diez años ya fregaba escaleras y a los once hacía recados en un puticlub.

Tras pasar por varios reformatorios, harta de las cornadas del hambre, hizo de tripas corazón y se empezó a prostituir. Logró vivir más o menos bien, hasta que la pillaron y la metieron una temporada a la sombra. Escarmentada, dejó los burdeles y se puso a servir mesas en un bar mientras canturreaba sus canciones favoritas. Extasiado con su voz, un cliente del bar, el clarinetista y director de orquesta Benny Goodman, le propuso grabar un disco. Billie tenía dieciséis años y ya ahogaba sus penas en alcohol y marihuana.

Decidida a vivir de su garganta, se embarcó en giras con orquesta por el sur de Estados Unidos. Allí se sintió más sola que nunca: demasiado blanca para ser «negra» y demasiado negra para ser «blanca». Se negaba en redondo a teñirse la cara con betún, pero no a cantar «Strange fruit», una balada gore sobre las víctimas del Ku Klux Klan escrita por el profesor comunista Abel Meeropol: «De los árboles del sur cuelga una fruta extraña. Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña». Cada vez que la cantaba, Billie acababa llorando o echando la pota.

En 1941, la cantante se casó con un crápula que se hartó de ponerle los cuernos y la inició en las drogas duras. El matrimonio acabó como el rosario de la aurora, y ella continuó saltando de pareja en pareja, amando a muchos hombres y a alguna que otra mujer. Su especialidad eran las relaciones tormentosas con camellos, delincuentes y proxenetas que la trataban como a un trapo y le chupaban el dinero y la salud. Por eso cantaba con tanto empeño «My man», versión yanqui del clásico gabacho «Mon Homme»: «Tiene dos o tres chicas que le gustan tanto como yo, pero lo amo. No sé por qué estoy con él. No me es fiel y además me pega».

Marcada por la tragedia, la voz de Billie transformaba tonadas casi cómicas como «Everything happens to me» en bellísimos cataclismos emocionales: «Tengo una cita para jugar al golf y se pone a llover, intento dar una fiesta y el tipo de arriba se queja. Supongo que voy por la vida perdiendo trenes y cogiendo resfriados. Todo me pasa a mí». Tampoco es la alegría de la huerta «Solitude», un estándar de Ellington, DeLange y Mills que en boca de Billie suena como un espectral lamento por la ausencia del ser amado: «En mi soledad te burlas de mí con recuerdos que nunca mueren. Sentada en mi silla, llena de desesperación, no hay nadie que pueda estar más triste. Me siento en la oscuridad con la mirada perdida, y sé que pronto me volveré loca».

Pero quizá la canción más triste del repertorio de Billie, que ya es decir, sea «Gloomy sunday». Escrita por los compositores húngaros Rezsö Seress y Lászió Jávor, narra en primera persona la locura de alguien que planea su suicidio porque su amante ha muerto. Una canción ya de por sí truculenta que, deglutida por Billie, se convierte en un artefacto sonoro no apto para maníaco-depresivos: «Paso este domingo hundida entre sombras infinitas, mi corazón y yo hemos decidido acabar con todo. Sé que pronto habrá velas y se rezarán oraciones. Que nadie llore, que todos sepan que soy feliz de irme». Pese a que fue prohibida por muchas emisoras de radio, la canción provocó una ola de suicidios: diecisiete personas en Hungría y cien en Estados Unidos.

Billie también se mató, pero más lentamente, con droga y a disgustos. Hasta el moño de mujeres, hombres y viceversa, pasó los dos últimos años de su vida acompañada por un perro. Estaba en arresto domiciliario por posesión de narcóticos cuando una cirrosis hepática acabó con ella en el tórrido verano de 1959. Murió arruinada y a su entierro fueron cuatro gatos. Alguien debió recitar, a modo de elegía, cierto escolio de Nicolás Gómez Dávila: «La única ejecutoria de nobleza, en nuestro tiempo, es la derrota».

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7 Comments

  1. peters

    muy entretenido, gracias

  2. Sugranies

    Interesante artículo.

  3. Arponera

    Qué buen artículo de música, soledad y muerte. Me ha gustado mucho, ameno, interesante y bien escrito, más aún su despedida, no sé si casual o subliminal, con el temazo Gloomy Sunday en voz de la gran Billie H. Gracias!

  4. Muy bueno. Gracias.

  5. Donde dice Benny Goodman debería decir John Hammond.

  6. Jorge

    Gran artículo, sin duda estoy más deseoso de explorar el sentido de la soledad y la muerte. Siento que hay un mundo en nuestro interior que aún no hemos descubierto pero que artistas como los «malditos» lo han sabido explotar. Me fue muy atractivo, gracias.

  7. Eilean

    Gracias, de corazón. En su artículo, acerca de la soledad y la vida de estas notables mujeres, encontré compañía.

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