Hubo un tiempo en los noventa en los que la gente reivindicaba a personajes de trayectoria errática de la cultura popular de los que uno no había oído hablar en su vida. Luchadores de wrestling que ni siquiera habían salido en Pressing Catch, actores y actrices porno o presentadores de late night que jamás habíamos visto. Estas referencias terminaban en flyers de fiestas en bares, letras de canciones e incluso en los propios nombres de los grupos de rock. Para los que habíamos crecido sin parabólica o sin rechazar nuestra cultura o las dos cosas a la vez, personajes entrañables de este tipo eran Ángel Cristo o Diego Armando Maradona, nunca alguien como el protagonista de esta entrada, Evel Knievel. ¿Les suena de algo? Pues era el personaje prototípico del que hablarían los enterados levantando el meñique al sorber su calimocho.
No obstante, vueltas da la vida. Años después llegó Jackass a nuestras pantallas y a un servidor al menos, posiblemente por ser un orangután, le pareció una joya del humor. Un hito universal. Y de humor inteligente, además. De modo que, cuando la publicidad del documental Being Evel (Daniel Junge, 2015) empezó a circular por ahí como la biografía del personaje que más había influido a Johnny Knoxville, padre de Jackass, se convirtió en una obligación verlo. Y créanme, merece la pena.
Being Evel es muy parecido a la película Boogie Nights, tiene su mismo espíritu. Auge y caída de un hombre hecho a sí mismo. Donde en la película el protagonista tenía un apéndice de carne portentoso, aquí Evel es un prodigio en la temeridad. Y ambos desarrollan sus facultades en los Estados Unidos de la década de los setenta, una época de excesos, exuberancia, hedonismo sin control y buena música. Aunque una es una película y la otra, un documental. Género que es mucho más interesante para contar la vida de alguien que los biopics —que se lo digan a Harvey Milk, por ejemplo—.
Antes de meterme en materia con el vídeo, miro a ver quién es el personaje. Un paseo por la hemeroteca y la primera noticia es, digamos, simpática. En 1977 Evel Knievel le partió los brazos con un bate de béisbol al autor de un libro sobre su vida. Empezamos bien.
Evel era un motorcycle daredevil o un stuntman. En cristiano, un tío que saltaba coches puestos en fila montado en moto. Prácticamente él solito se inventó este deporte y, con el circense lema de más difícil todavía, llegó a ser un ídolo de masas en Estados Unidos. Con los patrocinios de las marcas y un juguete sobre su personaje se hizo megamillonario al estilo setentero. Con su mansión, sus anillos de oro y relieves de oro macizo de él montando en moto colgados en las paredes de casa.
Parte del éxito le vino, cuenta el documental, porque en Estados Unidos, tras la crisis de autoestima producida por la guerra de Vietnam, la revolución hippie, las luchas por los derechos civiles y demás cambios sociales, el país necesitaba a alguien como él, a un superhéroe como el propio Batman, pero real. Evel, un tipo de origen humilde, desafiaba al peligro, ponía en riesgo su propia vida con el único objetivo de superarse, de lograr lo imposible. Eso emocionaba a las gentes. Era, por lo visto, el espíritu americano al cien por cien. El hombre iba envuelto en la bandera estadounidense en cada reto y se conoce que de esa guisa vino a resucitar o salvaguardar un poco el orgullo herido de su país. Sonar, suena absolutamente ridículo, pero así es el mundo en el que vivimos.
En cualquier caso, la historia de su vida sigue siendo apasionante. Knievel fue criado por sus abuelos en un pueblo minero de la América profunda. Un pueblo con los bares abiertos las veinticuatro horas, con los mineros borrachos dándose de hostias todo el día y una población flotante de unas tres mil prostitutas. No era el entorno ideal para crecer sin padre y se convirtió en un chaval un tanto pendenciero. El mote, de hecho, se lo puso la policía, a la que tenía hasta el gorro por huir siempre de ellos con su moto. Una vez estaba preso con un tal Knawful y el policía, cuando apagó las luces de la celda por la noche, dijo «we got an awful Knawful and a evil Knievel». Le hizo gracia y desde entonces decidió llamarse Evel, como evil, pero con «e», para no ser tan malo.
Encadenó trabajos de toda clase hasta que dio con uno para el que parecía haber nacido: vendedor de motos. Pudiendo enredar todo el día con ellas pronto empezó a hacer cafradas y querer ser el centro de atención. En una ocasión, decidió saltar con la moto sobre pumas y serpientes de cascabel y llamó a todos los vecinos para que lo vieran. Un amigo suyo se puso una bata blanca simulando ser el veterinario y darle un toque profesional a la charlotada. Los pumas estaban muertos de miedo, como gatitos, pero las serpientes por lo visto se pusieron de muy mal humor. Evel saltó, no llegó al otro extremo y el neumático trasero de la moto golpeo el cajón donde estaban las serpientes. Salieron todas despedidas hacia el público, que entró en pánico tratando de huir del lugar, pero a Evel le dio igual. Estaba orgulloso de su proeza. Saludaba a la gente como si hubiera triunfado, ni siquiera reparó en que estaban todos histéricos intentando escapar. Aquello le dio un subidón. Y, desde ese día, siempre quiso más. Montó un espectáculo itinerante.
«Haz un salto de una rampa a otra rampa», le dijo un camarero en un bar, así, divagando, pero Evel tomó nota. Hasta entonces atravesaba mamparas en llamas y contrató a un motorista acondroplásico para que hiciera después de él todos sus trucos. En uno de saltar motos en marcha dirigidas hacia él se golpeó la bolsa testicular fatalmente y se quedó destrozado. Fue ahí donde puso en marcha lo comentado en el bar y pasó a ser él quien saltase subido a la moto. El espectáculo funcionó, le grabaron en el programa de televisión World Wide Sport y se hizo famoso a más no poder. En ese momento en el documental entra nada menos que el skater Tony Hawk a decir que aquellas apariciones televisivas que vio de niño le marcaron para siempre. Lo mismo que a Knoxville.
La celebridad completa se la dio, lógicamente, estar a punto de matarse. Se le ocurrió saltar la fuente del casino Caesar’s en Las Vegas y se estampó al caer. Sus amigos dicen que parecía una muñeca de trapo. En las imágenes a cámara lenta, efectivamente, da esa impresión. El piñazo fue grabado desde todos los ángulos y retransmitido en los informativos. Se rompió la muñeca, los dos tobillos y se trituró la pelvis, pero oye, se hizo megafamoso instantáneamente.
Desde ese momento no se lo perdía nadie cuando salía en televisión. Las explicaciones de su éxito frisan con el delirio. Como se ha mencionado, tras la revolución hippie y el desprestigio del país en Vietnam, este motorista circense demostró, dice un entrevistado, «quiénes queríamos volver a ser». De propina, el gran John Millius escribió el guion de su película, protagonizada por George Hamilton, la primera de un subgénero sobre especialistas de la moto que inundó los setenta y parte de los ochenta.
Le empezaron a patrocinar las marcas, Harley Davidson entre ellas, y el citado juguete le hizo obscenamente rico. En ese punto el documental deja que suene un poco de música funk y es imposible no recordar Boogie Nights, cuando les empieza a ir bien haciendo porno y ponen los Commodores a tope. Pero claro, pasó lo que tenía que pasar. Un tío de un pueblo de los de entonces, que se hizo famoso en siete años… rápidamente se le fue la olla.
Con su afán temerario, empezó a poner a parir a los Hell Angels cada vez que tenía ocasión. En uno de sus espectáculos, en San Francisco, saltaron dos desde la grada y le dieron un hostión. A continuación saltó la gente y linchó a los Hell Angels, pero desde ese día el protagonista pidió una pistola y ya no se separó de ella. Se volvió paranoico. Y como bebía y mezclaba el alcohol con medicamentos para los nervios, el cerebro le hizo cotocroc.
En las entrevistas que daba parecía un torero. Leo una de 1974 donde dice «morir forma parte de la vida». El periodista destacaba que iba en moto a lo loco, pero sin chupa de cuero como «otros», sino que iba vestido de blanco con barras rojas y azules. Estaba cojo y también iba siempre un bastón tachonado con diamantes, describe el redactor. Si giraba el mango, dentro de la cachaba había viales de vodka, whisky, bourbon y ginebra. Un detalle que se dejan en el docu. En España habría hecho las delicias de Alfonso Arús. Aquí al periodista lo que más le llamaba la atención es que su negocio, con lo que se estaba haciendo millonario, era vendiendo la posibilidad de morir.
De nuevo en un bar, pillándose un ciego, el camarero le dijo que podía saltar el Gran Cañón y, otra vez más, tomó nota. En lugar de moto iba a necesitar un cohete y se lo construyeron. El evento reunió a dos mil quinientos periodistas. Más que cualquier combate de Mohamed Ali. Como promoción lanzó un cohete de prueba con menos potencia de la que podía alcanzar para que se cayera en mitad del río y captar más expectación. Para que la proeza pareciera mayor, más peligrosa y más difícil.
El público que se acercó a ver el salto in situ era lo mejor de cada casa. Estaban todos borrachos, drogados, peleándose bajo un sol de justicia o follando debajo de los árboles. Hubo heridos, disparos y violaciones. También le prendieron fuego al lugar. La organización llamó a la Guardia Nacional y pasaron de personarse. No les quedó más remedio que contratar los servicios de los Hell Angels que había por allí. Ya lo habían hecho antes los Rolling Stones.
El salto luego fue un fiasco, pero conmueve ver a su mujer y a sus hijos llorando antes, pensando que su padre podía morir en pocos minutos sin más motivo que demostrarle al mundo que podía llevar a cabo tamaña astracanada. El cohete cayó al río y Evel fue acusado de fraude. Perdió credibilidad y decidió entonces dejarse de inventos y volver a saltar autobuses. Volando sobre trece en Londres, en un estadio de Wembley a rebosar, se metió un tremebundo hostión en el aterrizaje. Cuando se acercaron a ayudarle, que muy bien podría estar muerto, o parapléjico, le gritó a los subalternos «¡ponedme de pie, ponedme de pie!». Lo levantaron como a un guiñapo, cogió el micro y dijo a los presentes: «Son ustedes las últimas personas que me han visto saltar, nunca jamás volveré a hacerlo». Impactante, pero mentira.
Regresó con catorce autobuses en lugar de trece, que da mala suerte, dijo, pero esta vez el problema no fue un accidente, sino el libro de su vida. Lo escribió un amigo y todos los que le rodeaban reconocen que lo publicado era verdad «hecho por hecho», incluida su mujer. Pero a Evel no le gustó nada. Se fue con dos esbirros, secuestraron al escritor y con un bate de béisbol le rompió los huesos del brazo para que no volviera a escribir en su vida. El affaire saltó a los medios y todas las empresas que tenían contratos con él los cancelaron. Perdió todo en diez minutos. Y todo eran coches deportivos, yates, la mansión, aviones…
Le desahuciaron de su mansión, se retiró de los focos y se dedicó al golf. En las hemerotecas hay un rastro de noticias relacionadas con sus problemas con la ley, como que en 1986 solicitó los servicios de una prostituta por la calle que resultó ser una policía disfrazada. Al final, matarlo, lo mataron los pulmones, aunque tenía hepatitis C y la cadera y la pelvis reconstruidas. Antes de irse hizo una última gira, pero para pedir perdón a cuantos había puteado a lo largo de su vida, que no eran pocos. Ofició su funeral un telepredicador, Robert H. Suller, que también triunfó en los setenta con lo suyo.
«Me partí la polla por él», que no con él, dice en los últimos compases Knoxville, que efectivamente se rompió la uretra cuando le cayó una moto encima haciendo un homenaje a Evel, episodio que los buenos fans de Jackass recordarán. Aparte de Knoxville, su hijo intentó seguir sus pasos pero, aunque saltaba mucho, no reunió la misma expectación que su padre. Ahora lo admite y explica que se puede cantar más alto y mejor que Elvis, pero que Elvis solo hay uno. Pues a él le pasó lo mismo. Y a nosotros, espectadores, un perfecto documental biográfico para reflexionar sobre el azar, entre otras cosas, ese fenómeno que determina nuestras vidas más de lo que creemos. Tres conversaciones de borrachos en un bar y de repente Evel Knievel estaba dentro de un cohete con un casco de la bandera americana dispuesto a saltar el Gran Cañón ante un público curioso que follaba y bebía en los alrededores reventándose las botellas vacías en la cabeza unos a otros. Qué cosas pasan.
Homenajeado en un capítulo icónico de Los Simpson: «Bart el temerario». Gran cañón (de Springfield) incluido.
Lance Murdok ES Evel Knievel.
Hola Álvaro
Aunque sólo fuese por el homenaje que le dedicó otro «personaje discreto» ya hubiese merecido la pena.
https://www.youtube.com/watch?v=YkwQbuAGLj4
Un saludo.
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