1. El abstemio
La culpa la tuvo el alcohol y una locomotora de vapor.
En el año 1832, Thomas Cook, un joven ebanista de apenas veinticuatro años, que también oficiaba misa como predicador baptista, había trasladado su residencia al pequeño pueblo de Market Harborough, en el condado de Leicester. Desde su púlpito propagaba a sus feligreses la palabra de Dios, prometía redención a cambio del sacrificio laboral y, sobre todo, avisaba de los peligros del alcohol, la causa de todos los males según Cook. Huérfano a los tres años, su madre lo crió en la más estricta educación religiosa, lo que aumentaría con su juramento de abstinencia, del que le convenció el predicador baptista de Market Harborough. «¡Todo por una botella de ron!» decía la canción de La isla del tesoro, y ese era según los miembros de la Liga de la Abstinencia precisamente el gran problema: que fuéramos capaces de dejarlo todo por una botella, incluido el reino. Además, no bastaba con tomar conciencia de los estragos que causaba el alcohol entre los nobles ciudadanos ingleses: había que tomar parte activa en su erradicación, la bandera de la ley seca que tuvo extenso predicamento en Inglaterra (yo también he conocido la campanilla de los pubs ingleses a las once) y que en Estados Unidos estuvo vigente de 1920 a 1933.
Pero no nos adelantemos. Thomas Cook, decía, comenzó a asistir a reuniones de la Liga de la Abstinencia mediante el medio de transporte que había revolucionado las distancias y el tiempo: la locomotora de vapor. El problema es que no era precisamente barato y Thomas se dejaba sus chelines en trayectos en ferrocarril que no hacía precisamente por ocio. Pero la idea no llega cuando quieres, sino cuando ella decide. Puede ser cuestión de horas o de años. Y la de Thomas Cook llegó el 9 de junio de 1841, según la página web oficial de Thomas Cook Group, mientras caminaba de Market Harborough a Leicester para asistir a una de las reuniones de la Liga. Ahí, a pie y no en tren, es cuando irrumpió el fogonazo: «el pensamiento de pronto destelló en mi mente: emplear los grandes poderes de la locomoción y las vías férreas para impulsar las reformas sociales». Dicho en cristiano: a Thomas se le ocurrió que sería mucho más cómodo y más fácil que él y sus correlegionarios se desplazaran en tren. Y si lo hacían juntos sería más barato. Tal vez el agotamiento del paseo, o incluso la virtud del ahorro, propiciaron la idea, nunca lo sabremos, pero desde luego fue acogida con fervor por los congregados a la reunión de la Liga. Al día siguiente Thomas escribió al secretario de la compañía de ferrocarriles de Midlands proponiéndole organizar un servicio especial solo para la Liga de la Abstinencia, que quería asistir a un evento en Loughborough en un mes. El tren se fletaría solo para ellos y, por tanto, a un precio asequible. El secretario accedió: el 5 de julio de 1841 Thomas llenó el tren con casi quinientos pasajeros al modesto peaje de un chelín en un billete de ida y vuelta para recorrer la distancia de doce millas (casi veinte kilómetros) en cada trayecto. Y aunque apenas sacó beneficio económico del viaje, Thomas lo vio claro. «La idea social arraigó», escribió. Ese mismo año se mudó a Leicester.
No era la primera vez que se organizaba una excursión conjunta en tren (en la década de los treinta ya se había hecho, como la excursión en 1836 que partió de Wadebridge), pero quizá el triunfo de Thomas Cook, y la razón por la que lo consideramos el inventor del turismo, residió en su fe en la idea. Y porque fue el primero que vio que en organizar excursiones, con un precio más económico que si uno viajaba solo por su cuenta, había un gran negocio.
2. El romántico
A la resolución de una cuestión práctica mediante el ferrocarril debemos el inicio del turismo moderno. Antes de ese escenario, sin embargo, el viaje ya existía, por supuesto, aunque al alcance de una minoría: en particular, al de los jóvenes de familias acaudaladas, que hacían el llamado Grand Tour durante años, sobre todo a Italia y Francia, y aquellos otros que buscaban en los climas más templados y en los balnearios una solución médica a sus achaques. Viajeros como Lord Byron o Percy B. Shelly, que murieron a edad temprana lejos de su Inglaterra natal, uno en Grecia y otro en Italia. Jóvenes, artistas, románticos y con títulos nobiliarios.
En la tensión tradicional entre la explicación materialista y la idealista, está claro que en la expansión del turismo triunfa la primera, porque sin una red de ferrocarriles extensa, en la que media burguesía victoriana había metido sus ahorros, era imposible que las excursiones de ocio se desarrollaran. Y, sin embargo, es también la idea de ver mundo, la experiencia y el estatus que arrastra consigo el viaje, lo que seguramente desencadenó los primeros viajes organizados a Estados Unidos o Egipto, en los que rápidamente echó el ojo la compañía de Thomas Cook and Son. Viajar en grupo no solo por ahorro, sino por comodidad. Por la protección y la calma que da reconocer los signos culturales. Quien ha estado en Kao San Road, en Bangkok, o en el barrio de Paharganj de Nueva Delhi, sabe que hasta a los backpackers les gusta el gregarismo y los rostros conocidos.
La imagen romántica del viaje, de hecho, no nace tanto del viajero que regresa para contar su experiencia, sino de un cuadro, uno de esos grandes, descomunales, que tienen a Venecia como tema principal y que generaron en el siglo XVIII toda una corriente pictórica llamada «vedutismo», entre otras cosas porque los viajeros que llegaban a la ciudad querían llevarse una postal. Y nada mejor para eso que un cuadro, que luego colgaba majestuoso en la galería o en el salón —todos sabemos que se podría hacer perfectamente una historia del arte según sus compradores o mecenas—. Este sí es el principio genético del turismo: la imagen exótica que nos atrae, la visión romántica de un lugar que se exporta recortada e inmutable. Toda una señal que el lugar escogido sea Venecia, congelada en el tiempo, el lugar romántico por excelencia, resistente a la ola de progreso (y a la expansión urbana) que trajo la revolución industrial. Esa es una de las paradojas del turismo, supongo: no queremos que cambie el lugar al que acudimos, fascinados con la imagen mental que tenemos de él, y al tiempo queremos todas las comodidades posibles. Imagino que hasta esa postal del lugar turístico está ya anticipada, sigue la misma lógica: lo real es un estorbo, maloliente, escacharrado, con exigencias laborales; la imagen es, en cambio, perfecta, es la sublimación perfecta del deseo, tal como les gustaba a los románticos.
Es un caso ilustrativo, por ejemplo, el del pintor inglés David Roberts (1796-1846), cuyos cuadros sobre las ruinas de Egipto le financiaron su carrera. Después de viajar por media Europa (algunos de sus cuadros hechos en España están colgados en el Museo del Prado), volvió a Inglaterra y abasteció la alta demanda que tenía con litografías que una cuadrilla de aprendices ejecutaban a partir de las órdenes y las guías del maestro, normalmente a partir de bosquejos, muchos de ellos ni siquiera hechos por él. Además, la mayoría de esas litografías se ejecutaron sin modelo, y el que había—un cuadro, una ilustración— a veces era directamente una fabulación, sin parecido alguno con lo representado: puras ficciones hechas por Robert o cualquiera de sus discípulos. En la actualidad es muy fácil comprar postales y láminas de los cuadros de David Roberts en los sitios turísticos en Egipto: los turistas siguen maravillados por la imagen romántica que atrapó en sus cuadros.
Dentro de esta genealogía cultural del turismo, Thomas Cook aparece entonces como un eslabón accidental. Como dice Ferdinand Braudel, frente a la historia de la «larga duración», donde factores como la geografía son determinantes, las acciones y los conflictos humanos parecen secundarios y minúsculos. No hay más que echar un vistazo con un gran angular a la historia del XVIII y del XIX para ver como el turismo era, de alguna manera, un hecho inevitable: primero hizo falta una demanda industrial y un desplazamiento de la población que condujo a la máquina de vapor, esencial no solo para la invención del ferrocarril, sino también como corazón de la maquinaria pesada en la extracción de materias primas. Después el transporte de mercancías y poblaciones, con el tren y el barco de vapor como nuevos protagonistas, más revolucionarios, como dice Peter Burke, en el cambio de mentalidades que ningún discurso filosófico o utópico. Luego, es lógico, tenía que llegar la expansión de las vías de comunicación, y así llegó al fin el canal de Suez, y poco después, el asalto francés al canal de Panamá, ese desastre anunciado pese a que Ferdinand de Lesseps, el visionario que había comandado la construcción del de Suez, lo dirigiera. Y aunque pasarían casi tres décadas desde los trabajos iniciales hasta que en 1914 los americanos culminaran la construcción del canal de Panamá, no hay duda de que ese trabajo se veía como irrenunciable, una especie de condena del destino. Era cuestión de tiempo, por tanto, que, al igual que las mercancías se movían con mayor libertad a finales del XIX, los turistas (siempre un paso por detrás de las mercancías) comenzaran a hacerlo. Es toda una señal, por ejemplo, que la novela Cinco semanas en globo (1863) de Julio Verne, la primera de su serie titulada «Viajes extraordinarios», muestra ya una alianza entre la ciencia y la ensoñación por el viaje, una obra de la que se alimentaron muchos visionarios, como Ferdinand de Lesseps, quien pidió para Verne en 1870, del que era un lector empedernido, la medalla de caballero de la Legión de Honor. En fin, quizá Cook vio el negocio, pero está claro que la simiente, el deseo por viajar, ya estaba ahí. Solo faltaba que un sacerdote baptista se metiera a empresario.
3. El hijo
Después de aquella excursión pionera en tren en 1841, Thomas siguió organizando durante varios veranos viajes de la Liga de la Abstinencia. Recuerden que, según sus propias palabras, Thomas solo pretendía «la reforma social». En 1845 organizó la primera excursión de puro ocio: de Leicester a Liverpool, dos tarifas de diez y quince chelines y la entrega de un folleto de sesenta páginas sobre la ciudad y sus lugares de interés. Era la primera vez que algo parecido a una guía turística se imprimía, fruto de la experiencia del nuevo trabajo de Thomas como impresor. No era un tipo de una sola idea: Thomas era un visionario que se daba cuenta de que, para que el futuro suceda, hay que darle algún empujoncito.
Aunque quizá la consagración de Thomas como gran impulsor del turismo moderno suceda en 1851. Debido al éxito que sus excursiones organizadas comenzaban a tener, fue convencido por Joseph Paxton, el arquitecto del Palacio de Cristal, la sede de la Gran Exposición de Londres de ese año, para que que centrara sus esfuerzos en atraer turistas al evento. El éxito fue arrollador: de junio a octubre, Thomas apenas durmió un solo día en casa, ocupado en hacer de guiar de sus grupos multitudinarios y en supervisar el periódico diario que editó para la ocasión (ya entonces la información era subsidiaria del anunciante, por supuesto, no crean que eso es nuevo).
Se calcula que solo durante esos meses de 1851 vendió billetes a más de ciento cincuenta mil pasajeros. La unión entre un gran evento y las hordas turísticas venidas en ferrocarril se reveló como sumamente fructífera: el primero crea la atracción, el pretexto para el viaje; los segundos multiplican el número de consumidores de la ciudad. La productividad del negocio es redonda, por tanto. Entre la Gran Exposición de Londres con Thomas Cook al negocio del The Dome londinense del año 2000, o el Fórum de las Culturas de Barcelona en 2004, media un siglo y medio y la misma teoría: el turismo necesita espectáculos para ser atraído y desplazado (en el caso de Thomas Cook, en raíles). De otras causas que impulsan estos Grandes Eventos, como la movilización de gasto público para infraestructuras de transportes o construcción (que luego traen aparejados fenómenos tan hermosos como la gentrificación), la sociedad capitalista de Thomas aún estaba muy verde.
Tras la Gran Exposición de Londres, el negocio de Thomas Cook creció desmesuradamente: después de organizar excursiones en tren en 1855 hasta el puerto de Calais, para que sus clientes asistieran a la Gran Exposición de París, la empresa de Thomas Cook cruzó definitamente el canal de la Mancha en la década de 1860 y comenzó con viajes organizados a Francia y Suiza. Además, como el audaz empresario en que se había convertido, Thomas tuvo otra idea genial, que fue luego copiada en los turoperadores venideros: inventó un sistema de cupones canjeables en ciertos hoteles como pago de comidas o del alojamiento. De esa manera, esos hoteles se aseguraban clientes, que venían atraídos por el precio de los cupones, y Thomas se llevaba a su vez un porcentaje de los mismos.
En 1872, a la edad de setenta y tres años, Thomas giró alrededor del mundo, mediante barcos y trenes de vapor, en un viaje iniciado en Estados Unidos, que luego le llevó por el Pacífico hasta China y la India, y le trajo de vuelta a Europa a través del canal de Suez, inaugurado en 1869. ¿El primer turista global?
Ese mismo año, Thomas decidió por fin dar el salto a Londres: abrió local en la popular Ludgate Circus (donde también vendían folletos, libros y diversos souvenirs), integró a su hijo John Mason Cook en parte activa del negocio y bautizó a su nueva empresa como Thomas Cook and Son. En las dependencias superiores de la oficina, abrió un pequeño hotel en el que se cumplían estrictamente las reglas de la Liga de la Abstinencia y no se servía alcohol.
Pocos años después, en torno a 1879, por desavenencias en la gestión del negocio con su hijo, Thomas Cook se jubiló y regresó a Leicester. John Mason Cook impulsó entonces la internacionalización de la empresa, abrió oficinas en Australia y Nueva Zelanda, promovió ediciones extranjeras del periódico El excursionista (fundado por su padre en 1851) e inició una fértil colaboración con el Gobierno inglés, cuando en un conflicto militar en Egipto en 1884, el ejército necesitó urgentemente desplazar tropas y suministros. Cook hijo cumplió su parte del trato y aunque la misión de salvamento del general Gordon fracasó (en enero de 1885 éste fue ejecutado), el contacto entre Cook y el Ejército dejó grandes beneficios, lo que recuerda a lo que pasaría un siglo después después con la expansión del contenedor intermodal de veinte pies, que, inventado en la década de los cincuenta, necesitó la guerra de Vietnam (con el ejército norteamericano hambriento de suministros abundantes y regulares) como la palanca que lo convirtió definitivamente en el sistema de transporte de mercancías hegemónico.
Thomas Cook murió en 1892, después de haber vendido más de tres millones y medio de billetes y de ver cómo su empresa se consolidaba como el primer turoperador mundial. Y aunque esas cifras no son nada con el número de turistas que se mueven anualmente (mil doscientos millones en 2015 según datos de la OMT), queda claro que Thomas fue el gran pionero en la venta del mundo. Trozo a trozo, pedazo a pedazo. Ahora, mientras a lo lejos se divisan los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, con sus fastos y miserias, me pregunto cuál era la «reforma social» que tenía en la cabeza Thomas Cook, y si era esta, la que nos trajo el turismo, la que el predicador abstemio había soñado.
Pingback: El hombre que vendió el mundo
A mí no me parece que inventara el turismo, sino el turismo de masas. Más que un elogio se merece una refutación.
Tenéis un typo donde pone 1972 debería decir 1872 (cuando dio la vuelta al mundo)
Saludos