Oh, madre del Señor Jesús
Mantén puras y fervientes nuestras almas
Valientes y fuertes nuestros cuerpos
Líbranos de todo daño en los entrenamientos y en las carreras
Te pedimos que hagas de la bicicleta un instrumento de hermandad y de amistad que nos ayude a elevarnos hacia Dios.
(Oración ciclista en la capilla de la Madonna del Ghisallo, Italia).
A Fausto Coppi lo inventó un masajista ciego llamado Biagio Cavanna. Con un bastón y unas gafas de sol veía el ciclismo a través de sus manos. Conocida su reputación de chamán en toda la región de Novi Ligure, en el Piamonte italiano, las jóvenes promesas del pedal iban a su casa a que les tentara las piernas, el cuello, la espalda, a que les tomara el pulso, y dictaminara con precisión sobrenatural si el chico valía para el ciclismo profesional. Dicen que solo aceptaba a pobres, a campesinos, a albañiles. A gente humilde con la suficiente intemperie y hambre para triunfar en las carreteras. Constante Girardengo, el corredor de los años veinte, refrendaba este molde.
Cavanna tocó a Coppi en algún momento de 1937. Delgado como un mondadientes, moreno, enclenque, de ojos saltones, Faustino se presentó ante él hecho un manojo de nervios. Después de reconocerle, el invidente le llevó aparte: «Tus pulmones, tu corazón y tus músculos dicen que puedes ser un gran campeón. Créeme, no me equivoco. ¿Harás todo lo que te diga?». Coppi asintió. «No correrás durante tres meses». El muchacho no lo entendía. «Pero así es como me gano la vida». Cavanna le ordenó abandonar la temporada en curso, dieta estricta y nuevos hábitos que prohibían el tabaco y reducían drásticamente el vino y el sexo. Nadie cuestionaba el método Cavanna, aunque no todos soportaban sus bruscos madrugones y sus circuitos cronometrados.
Coppi lo ganó todo. El ciego, su correspondiente comisión. Cinco Giros, dos Tours y un sinfín de carreras de primer orden como la Milán San Remo o el Giro de Lombardía construyeron la brillante figura de Il Campionissimo, estrella de masas ante la que se hincaban de rodillas granjeros de la Toscana o ministros de Turín. Figura de acero en manos de un galeno que aún afinaba sus músculos sobre una simple cama, tras cada carrera y entrenamiento. De todo lo conseguido, sin embargo, a Coppi aún le faltaba el maillot arcoíris de campeón del mundo. No lo consiguió hasta 1953, a la edad treinta y cuatro años, en el principio del fin de su carrera. Fausto entró en la meta de Lugano completamente acalambrado tras una escapada de casi cien kilómetros. «Con todo lo que has tomado, ¿acaso esperabas acabar como si hubieras corrido a base de agua mineral?», le espetó Cavanna, druida además de chamán en la gran época de la cafeína y las anfetaminas en el ciclismo. Su compañero Michele Gismondi realizó otro tipo de diagnóstico, acaso más agudo: «Había otra cosa que azuzó a Coppi hacia la victoria: una dama con un ramo de flores». Se refería a Giulia Locatelli.
La Dama Bianca
Al doctor Locatelli solo le interesaba La Gazzetta Dello Sport si su ídolo llenaba alguna de sus páginas. Tratándose de Fausto Coppi, era algo bastante frecuente. En su casa al norte de Milán se amontonaban decenas de recortes de Il Campionissimo sobre fondo rosa pese a las quejas retóricas de su mujer. Pero eso no era lo peor que Giulia tenía que admitir. Además, el doctor Locatelli empleaba días libres en ir a carreras y buscar al corredor. A Giulia la idolatría que despertaba el ciclista de Castellania le resultaba difícil de entender. Algo absurdo y desproporcionado.
En el verano de 1948, Coppi aún pugnaba por el liderazgo del ciclismo italiano con su compatriota Gino Bartali, reciente amarillo en París. La disputa quedaría zanjada por aplastamiento con el doblete Giro-Tour del año siguiente, que incluyó la mitológica etapa Cuneo-Pinerolo en la que Fausto, más joven, trituró la resistencia de Il Vecchio para sentenciar la ronda transalpina. En cualquier caso, la disputa aquel 8 de agosto de 1948 de una carrera de un día, la Tre Valli Varesine, decidió al doctor Locatelli a acudir en busca de un autógrafo de su ídolo dada la cercanía geográfica de la prueba con su consulta. Llegados allí, el matrimonio se cruzó a propósito con Coppi en el hotel donde se alojaba. Giulia, divertida por aquella aventura, adoptó el rol principal y abordó al mito, que ni siquiera la miró. «Dele al portero una hoja de papel y yo se la firmaré». A lo que la mujer respondió: «No sea descortés». Quería una foto suya dedicada, o nada, según cuenta el periodista británico William Fotheringham en su libro La pasión de Fausto Coppi. El ciclista accedió.
Se supone que la escena —nada muy diferente a lo que Coppi había vivido tantas veces— llamó la atención de ambos. De él acaso por el desparpajo de la mujer a la hora de manejar la situación, de dirigirse a él. De ella, ajena a inclinación alguna por el deporte, seguramente por enfrentar en la distancia tangible la figura del hombre póster de su matrimonio y subido en andas por medio país. «Me obsesioné con Coppi», confesaría después. El virus se haría incalculablemente más virulento en ella de lo que jamás fue en su marido.
Fausto, conviene aclararlo, estaba casado desde 1945. Su mujer era una chica llamada Bruna Ciampolini con la que tuvo una hija, Marina. Bruna era «la guapa del pueblo», en palabras del también ciclista Nino Defilippis. Era discreta, respetada y poco amiga de las fotos. Cuando iba a las carreras, decía, «había sillas disponibles, pero yo nunca las cogía. Me sentaba en un escalón de manera que pasara desapercibida cualquier expresión mía de preocupación en caso de caída, o de alegría en caso de victoria». El matrimonio funcionó con naturalidad hasta que el marido mudó de ciclista ganador a figura nacional, un tránsito que trastocó sutilmente el esquivo carácter de Coppi, siempre necesitado de silencios y tolerancias, y de la protección emocional de sus gregarios y de su hermano Serse, también ciclista. Cuando este murió tras una inofensiva caída en 1951, mientras disputaba el Giro del Piamonte, Fausto se aisló y se oscureció. Nada, pese a todo, que no fuera capaz de sobrellevar una pareja acostumbrada a la distancia y las ausencias. Si no fuera por los Locatelli.
La amistad con el matrimonio se construyó en torno a la bicicleta y con Giulia como principal promotora. «Cuando iba a las carreras se mostraba ansiosa por acercarse al campeón», explica Fotheringham. «Era más exigente con él que la mayoría de fans. Cuando se encontraban le cogía la mano. Solía mentir groseramente para conseguir entrar en zonas reservadas para los ciclistas y sus auxiliares. «Yo era la fan de la casa, una maníaca, más obsesionada que mi marido. A partir de entonces nuestros domingos quedaron acaparados por el ciclismo, las carreras, los ciclistas y Coppi por encima de todos. Solíamos ir juntos, o si no yo iba con unos amigos a cualquier sitio donde hubiera una carrera, una prueba de velódromo, una entrega de premios. No importaba lo lejos que quedara si existía la posibilidad de ver a Coppi»».
En algún momento entre 1951 y 1952, Giulia tomó la iniciativa de invitarle a su casa. Fausto visitó varias veces al matrimonio, a veces solo y a veces con compañeros de equipo. «Nos hicimos amigos. Amigos. Nunca pensé que me enamoraría de él. Soy hija de un matrimonio separado, y yo quería que mis hijos crecieran rodeados de cariño», afirma ella. En esos primeros contactos al margen de las carreras una constante llamaba la atención: Bruna, la esposa de Coppi, no solía participar. Todo creció, en cierto modo, fuera de su vista. La vida nómada del ciclista proporcionaba además el telón propicio para disimular cualquier anomalía. El siguiente en salir del cuadro sería el doctor Locatelli.
En el invierno de 1952, tras el brillantísimo segundo y último doblete Giro-Tour de Coppi, Fausto realizó varias visitas más a la casa del amable matrimonio. La novedad era, en efecto, las ausencias del marido, y la percepción reconocida años después por el ciclista de que la amistad construida no era tanto con él como con ella. Además, se sucedieron también algunos encuentros en Milán y en otros territorios «neutrales». Cuando el doctor Locatelli no podía acudir, Giulia se hacía acompañar de amigos, conocidos o incluso de su propia hija, la pequeña Lolli.
Para cuando Coppi se jugó, en 1953, en las mareantes carreteras suizas de Lugano, su ansiado maillot arcoíris, con miles de italianos cruzando la frontera para verle pedalear, su vida extramatrimonial era un chismorreo en alza en el gremio y sus márgenes mediáticos. El director de su equipo hizo colocar (así lo expresan literalmente algunos cronistas) a Giulia junto a la meta para que Fausto la viera en cada paso de vuelta. La estampa ilustra la penetración de la señora Locatelli en el entorno del corredor, en los hoteles, los reservados, en los corrillos de invitados y viajes del equipo. Una misteriosa mujer desconocida comenzaba a figurar junto al hombre aunque su presencia quedara de momento disimulada entre tanto viaje, tanta multitud y tanto grito de «¡Bravo, Coppi!».
Una fotografía sacó a la mujer de la penumbra. Fausto está en el podio vistiendo su jersey arcoíris recién conseguido con un enorme ramo de flores en las manos y una multitud alrededor de personalidades, encargados y público de fondo. Toda la atención de Coppi se concentra en un solo punto de la imagen. A su izquierda, una mujer le sonríe. Es Giulia. Se están mirando. Como si no hubiera nadie más. La foto en sus distintas versiones fue portada de la gran mayoría de periódicos italianos, entre ellos La Gazzetta Dello Sport. Es posible que el doctor Locatelli, ya sobrado de sospechas por entonces, no supiera si recortar aquel amargo ejemplar o ni siquiera comprarlo. Un periódico suizo utilizó un pie de foto que rezaba: «Fausto Coppi y su mujer, Bruna».
El escándalo
La instantánea de Lugano fue tan involuntaria como natural, pero tras ella se fueron sucediendo, accidentada pero inevitablemente, una serie de hechos consumados. El primero fue que Coppi llevara a su amante a Castellania, su pueblo, para que conociera a su madre. Después, en el Giro de 1954, Bruna y Giulia empezaron a coincidir en plena carrera y comenzaron las situaciones anómalas. En la contrarreloj entre Gardone y Riva del Garda, en la decimoquinta etapa, Giulia iba en el coche de equipo que seguía a Coppi, privilegio reservado para staff, familiares o importantes autoridades. Además, como recoge William Fotheringham, «el equipo Bianchi se alojaba en un hotel apartado donde habían reservado una habitación adicional… para un huésped anónimo». La última etapa de aquel Giro terminó en Saint Moritz y coronó al suizo Carlo Clerici como ganador con Fausto, cuarto, fuera del cajón por un puñado de minutos. El periodista francés de L’Equipe preguntó ese día en su periódico: «¿Quién es la dama de blanco de Fausto Coppi?». La trenca que siempre solía vestir dio color al fantasma. Y sobrenombre: la Dama Bianca. La historia ya tenía todos los elementos necesarios para avasallarlos.
Sin que ninguno de los dos reconociera públicamente el romance, los medios lo dieron por hecho y el escándalo ya fue imparable. El asunto era irresistible porque colisionaba frontalmente con la pía moral de un país donde la Iglesia católica y los democristianos en el poder aún garantizaban una tradición social que, por mucho que estuviera cambiando a golpe de destapes y batallas culturales ya imposibles de ganar, se resistía a ceder su influencia. Y menos si se trataba de un personaje público de las colosales dimensiones de Fausto Coppi.
Tras ese Giro de Italia, y ante la escalada mediática, la situación en los hogares de los amantes se volvió insostenible, sobre todo en el caso de ella. Cuando hace las maletas y abandona al señor Locatelli, cebado de rencor, Fausto se ve empujado a hacer lo propio, si es que aún existía alguna posibilidad de mantener la farsa con Bruna. De este modo la pareja se introdujo en una suerte de limbo legal según el cual no estaban casados ni separados o divorciados: eran adúlteros, y habían dejado sus hogares. La ley italiana era tajante: «La mujer adúltera será castigada con hasta un año de cárcel. Su cómplice en el adulterio recibirá el mismo castigo (…) El delito será punible si el marido lo denuncia». La legislación no solo discriminaba a la mujer, sino que además otorgaba autoridad sobre los hijos al padre, aunque fueran fruto de otra relación. Con un añadido pintoresco: «Si el marido hería o mataba a la adúltera o a su cómplice durante una pelea motivada por la ruptura del matrimonio, la ley tendría en cuenta que su honor había sido mancillado y esto se podría considerar un atenuante».
Pero el doctor Locatelli no denunció en un principio. No hasta conocer la farsa de Giulia firmando un contrato de trabajo como si fuera la secretaria de Coppi para poder percibir dinero como supuesto sueldo y, sobre todo, tener excusa legal para compartir techo diario, aunque formalmente dijeran residir (pernoctar) en otra parte. Sabido el ardid, el doctor se querelló el 28 de agosto de 1954. Aquella noche fue movida en Novi Ligure. Para que el adulterio fuera fundado, los carabinieri tenían que sorprender en el lecho a los amantes. En plena madrugada, y dicen que bajo intensa lluvia, el doctor Locatelli acudió junto a la policía y un par de amigos a la residencia de Giulia y Fausto y pidieron al ama de llaves que les dejaran pasar con la peregrina excusa de que se estaba efectuando un robo. Ella no les creyó. Pasada una hora se les franqueó por fin la entrada pero la escena ya había sido convenientemente recompuesta. Poco importó. Giulia fue detenida formalmente días después y pasó cuatro jornadas entre rejas con el argumento de riesgo de fuga internacional, pese a que ningún juez solía retener a un acusado por adulterio dada la consideración de delito menor. Se fijó el juicio para marzo del año siguiente, se les retiró el pasaporte a ambos, se les prohibió ver a sus hijos y se les restringió, incluso, encontrarse el uno con el otro. Cosa que evidentemente incumplieron.
En la carretera las cosas no iban del todo mal para Fausto, pese a que comenzara a pisarle los talones la ley natural, homérica, de la que tanto hablara Dino Buzzati en sus crónicas del Giro de 1949. Con treinta y cinco años, Coppi pudo abrochar su convulsa temporada de 1954 ganando el Giro de Lombardía. Su quinto triunfo en la clásica de las hojas muertas aplacó parcialmente un clima social y deportivo crecientemente hostil hacia él debido a su separación. Silbidos. Abucheos. Anónimos y amenazas de muerte. Gestos de odio y desplantes y declaraciones hostiles de altas figuras del clero y el Gobierno. En noviembre se defendía en la revista Época: «La forma como los aficionados me han silbado es lo que más me ha dolido, porque yo no he traicionado a nadie». La Dama Bianca, por supuesto, se llevó la peor parte. Ella no tenía prestigio ni trofeo alguno tras el que protegerse.
El juicio fue un ruidoso auto de fe. Finalmente no se les juzgó por adulterio sino por abandono de sus hogares y obligaciones familiares. El acuerdo entre las partes incluía, como compensación, la renuncia práctica de Giulia a ver a sus hijos (solo una visita cada tres meses, en una escuela religiosa y en presencia de una monja) y el reconocimiento público de sus supuesto pecados con una carta que además tendría que leerles cuando fueran mayores de edad. Estos, por cierto, fueron obligados a comparecer pese a la petición expresa de los acusados en sentido contrario. Naturalmente, poco pudieron aportar los niños para glosar el relato romántico que sí desgranó, con todo lujo de detalles, el rosario interminable de testigos que pasaron por el juzgado, entre ellos los propios compañeros de equipo de Coppi, que durante meses habían excusado al líder en sus ausencias furtivas e incluso habían cuidado de la pequeña Lolli Locatelli mientras la pareja se veía a solas. Una curiosa extensión de las labores del gregario ciclista que sube bidones, presta abrigo o consuela a su jefe de filas durante la cena.
«Giulia fue públicamente machacada», sentencia William Fotheringham. La cantidad de detalles íntimos que fueron aireados con evidente afán ejemplarizante no fueron, al parecer, suficientes. Las palabras más duras se las reservó el fiscal del caso: «La conducta de esta mujer ha sido despreciable, antes y después de abandonar su hogar». Aunque el magistrado fue aún más despiadado con el ciclista, de quien dijo que era «un pobre hombre que ha ganado muchas carreras pero que se hundió de forma miserable la primera vez que tuvo que luchar contra sus propios deseos». Poco importó, en la práctica, la condena, unas penas de cárcel de unos meses que nunca se cumplieron, como en todos los casos similares de la época. El ajuste de cuentas ya estaba hecho. «No había ningún motivo sólido para que ni Coppi ni Occhini [apellido de soltera de Giulia] abandonaran sus hogares. La decisión de ambas partes fue ilícita e injusta».
Ni un rasguño
Aquel fue el último año deportivamente destacable de un Coppi que ya contaba treinta y seis. Ganó el Giro de los Apeninos, la Tre Valli Varesine, el campeonato italiano y el Giro de Campaña. Después del juicio, cuando se le devolvió el pasaporte, rascó un meritorio segundo puesto en la París-Roubaix. Aunque Biagio Cavanna sostenía que su pupilo podría ganar hasta los cuarenta años, los resultados de Fausto cayeron en picado desde entonces.
Aunque quizá no iba tan desencaminado. Solo trece segundos privaron a Coppi de ganarle el Giro de 1955 a su compatriota Fiorenzo Magni. Mientras se dejaba sus últimas riñonadas de dominio en las carreteras que le encumbraron, Giulia viajaba en barco hacia Argentina con el hijo de ambos en las entrañas. Allí, legalmente, sí podrían inscribirlo como tal. Cuando dio a luz le envío una fotografía a Coppi y este, loco de orgullo, enseñó a todo el pelotón su nuevo retoño. Aquel hombre no parecía precisamente arrepentido ni inseguro de sus recientes decisiones, aunque no fueran pocos los que aún le aconsejaban volver con Bruna o mantener la otra relación en la clandestinidad. Ni siquiera el papa, que ya había mostrado públicamente su desaprobación en alguna ocasión anterior, logró hacerle cambiar de opinión ni, seguramente, hacerle sentir mal cuando en aquel Giro se negó a dar su bendición al pelotón porque en él había «un pecador público».
Dicen que Fausto, en el crepúsculo de su carrera (que fue también el crepúsculo de su vida), barruntaba terminar su relación con Giulia, una relación más carnal y sofisticada que su primer matrimonio, pero que se había enfriado igualmente. Dicen también que incluso se distanció de Cavanna, su alquimista personal. Dicen muchas cosas y dicen, con razón, que cuando Coppi viajó a Burkina Faso y contrajo una malaria que los médicos no supieron detectar, y muriera con una edad ridícula, cuarenta años, sin ni siquiera haber colgado la bicicleta, su pueblo, Castellania, se llenó de una multitud de más de treinta mil personas que desbordó una localidad de apenas unos cientos de habitantes entonces y ni una centena en la actualidad. Un funeral abigarrado y rural con tintes de sepelio nacional en el que no se escuchó ni el más remoto eco del escarnio público (en las revistas y también en las cunetas) que había soportado el ciclista. Un turbio pasaje de su vida absolutamente incapaz de ensuciar, ni por un segundo, el legado del mejor ciclista italiano de la historia. Ni el más mínimo rasguño. Pese a las circunstancias de aquel país en blanco y negro, como lamentaba el propio Fausto: «En Italia, lo que cuentan son las apariencias. Tienes que saber mentir».
«En Italia, lo que cuentan son las apariencias. Tienes que saber mentir».
¿En Italia solamente? ¡Ya me dirán en dónde no cuentan! ¡Como no sea en alguna cultura aborígen australiana o maorí, o qué sé yo…!
No me gusta el ciclismo, como cultura general sé quién fue Coppi. Usted señor Zumer ha logrado un excelente escrito, felicidades.
Muy bien contado. Felicidades.
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Como se atreve alguien a juzgar la vida o los sentimientos de los demás! Que nos hemos creído? Que sabemos de lo k hay en el corazón de otra persona? Tan sólo hay que ver las fotos para entender un poco…
Tal vez no se amaron según los cánones establecidos del honor ,la honestidad y la decencia; pero al que no se puede engañar es al corazón y a uno mismo.
A ojos ajenos no lo hicieron bien y se les condenó por ello.
Tal vez fue inevitable por k se amaron cn toda el Alma y tuvieron el valor de admitirlo y asumir las consecuencias…y quien lo probó lo sabe.
Lo ha contado usted de tal forma que parece estar viéndolos y contarlo sin entrar a valorar.Bravo.y Bravo también por el espectacular curriculum deportivo del Sr.Coppi.
Creo que se mereciera que le recordaran más por eso que por su vida privada.
Corta pero intensa vida.
Gracias Sr.Carlos y que la Madonna proteja y cuide a los ciclistas.