Supongamos que vives en un pequeño pueblo perdido en la montaña en el que se conoce todo el mundo y todos más o menos confiamos los unos en los otros. Eres el nieto de la Rufina y llevas allí toda la vida. Es posible que un día te olvides de sacar dinero para pagar el pan, pero lo puedes dejar a deber y llevarlo más tarde. Quizá tengas un problema para ir a la capital a comprar, pero puedes pedirle a tu vecino que te acerque cuando vaya de viaje. Hablas con tu concejal, que es tu vecino, para contarle el problema que tienes con el pago de tus tasas. Puedes olvidarte de cerrar la puerta de casa con llave o de contar las gallinas que tienes en el corral, porque ningún vecino te va a robar cuando estés durmiendo. La vida parece agradable y parece lo propio de esos países que envidiamos en el norte. Ventanas sin barrotes y paseos en bicicleta.
Sin embargo, imagina que estás en ese mismo pueblo y nadie confía en nadie. Tienes que salir con el dinero justo a comprar, y hablar con cualquier otro es una tortura. Nunca pagas por adelantado. Siempre miras de reojo las vueltas. Ni loco firmas un contrato de alquiler si no es ante notario, no sea que te tanguen. Cuando quieres hacer un recado o irte al pueblo, siempre vas en tu propio coche, sin parar a ningún autoestopista. Intentas evitar ver a tus concejales, que solo puede meterte en problemas. Cada gallina del corral la cuentas antes de dormir y la puerta siempre está cerrada con candado. Si me apuras, hasta sales armado a la calle y vigilando en cada esquina, no te cruces con alguien indeseado. Suerte que cada cual se paga su seguridad privada para evitar tanganas…
Esta idea de confianza entre personas y hacia las instituciones es lo que en ciencia política se conoce como capital social. Este concepto es original de James Coleman y, más adelante, lo popularizó Robert Putnam en Making Democracy Work. Una idea que ha sido discutida —por elástica— pero que parece importante. Ese capital social intangible nace de la confianza mutua, de tener normas efectivas que sean cumplidas y de la presencia de redes sociales (no de las virtuales, sino de las afectivas). Sabemos que el capital social es la grasa que permite que el mecanismo de la vida en sociedad funcione mejor; pero también es cierto que se parece al enamoramiento. Uno no sabe describirlo pero sabe perfectamente cuando lo tiene delante.
Pero cuidado, no siempre se trata del que he presentado en el idílico primer pueblo, que se denomina bridging —por lo de tender puentes—. No siempre es esa confianza entre todos los miembros de la comunidad que genera efectos positivos. Hay una variante menos sugerente sobre esta idea que es la del bonding. Este es el tipo de capital social que se forma entre grupúsculos cerrados —clanes, cuadrillas— y que hace que haya relaciones entre ellos pero que no se relacionen con los demás. Se confía solo en los propios de tu grupo, de tu club, de tu organización mafiosa… Un hecho que es una variante menos atomizada que el ejemplo de arriba, pero también con su coste social. De ahí que se diga que siempre es mejor incentivar el bridging que el bonding.
España, en línea con la mayoría de democracias jóvenes, no sale demasiado bien parada en los indicadores clásicos de capital social. Si uno mira la confianza interpersonal, social e institucional, no estamos para tirar cohetes.
La confianza entre los ciudadanos está en el último barómetro del CIS en un 5 sobre 10, si bien con frecuencia se mueve a la baja. Ni frío ni calor. Si uno revisa la confianza en los representantes, en los políticos, la cosa no es mucho mejor. De hecho, compone un cuadro de actitudes que José Ramón Montero y Mariano Torcal han identificado como desafección. Este concepto combina nuestro incuestionable apoyo a la democracia con una tradicional desconfianza por todo lo que suene a política. Así, los españoles solemos manifestar recelo de nuestras instituciones y partidos, tenemos escasa percepción de capacidad de influencia en ellos, y niveles de conocimiento e interés por la política bastante pobres.
Algo parecido nos pasa con el asociacionismo. En general, solo tres de cada diez españoles declaran implicarse en asociaciones sociales, cívicas o políticas según el CIS. De hecho, entre estas últimas las que destacan son las deportivas —lo que no es para nada negativo, pero que señalan que no tenemos un tejido demasiado rico en interacciones fuera del grupo—. Tenemos tasas de afiliación a sindicatos ocho puntos por debajo del 23% promedio que hay en Europa. Además, tampoco tendemos a participar en demasía, si bien destacamos en dos formas concretas: la manifestación y la participación electoral, ambas notables y estables en comparación con países del entorno.
Cuando se habla sobre las razones de fondo de este cuadro actitudinal en España, se suele mencionar la larga sombra sociológica del franquismo. La erradicación de la política de la esfera pública, la desconfianza hacia sus agentes o la familia como último refugio son algo que tendríamos muy bien implantado a causa de la interrupción democrática entre 1939 y 1977. Y aunque las sucesivas generaciones estarían modificando sus actitudes —en general más abiertas— la transmisión de valores de padres a hijos seguiría siendo muy intensa. Por hacer la prueba, probad a contarle a vuestra madre que os metéis en política, a ver su reacción.
Pero parece que alguna cosa podría haber empezado a cambiar, al menos muy superficialmente. Hoy en las encuestas del CIS un 78% de los españoles piensan que la política tiene gran influencia en su vida, diez puntos más que antes de la crisis. Mientras, parece que hay más ganas de participar. De cinco de cada diez, hemos bajado a cuatro los españoles que dicen que jamás se meterían en política. Mientras, el interés por las cosas públicas no ha hecho más que crecer. Hoy casi un 40% declaran que la política les interesa bastante o mucho, lo que no está mal para lo que hemos sido en el pasado. Parece que los españoles están más interesados en la política y, al menos marginalmente, se ven más dispuestos a confiar en sus representantes.
El cambio en nuestra oferta política es en parte causa y consecuencia de este cambio. Lo que está pendiente por explorar es en qué medida estos cambios son estables y transversales entre los españoles. Es posible que esto se encapsule solo en aquellas generaciones que han vivido la crisis en sus propias carnes, en cohortes de edad muy específicos. No en vano, la generación por debajo de los treinta es en términos relativos el mayor grupo de votantes de Podemos y los que más han salido de la abstención. Si el componente generacional se nos ha colado por la puerta de atrás, quizá tenga que ver con unas actitudes nuevas hacia la política. Un pequeño brote verde de capital social en España.
Sin embargo, tengo la impresión de que estamos en la encrucijada. Es solo una intuición, pero de que haya nuevo gobierno o no puede depender que se consolide esta tendencia o se vuelva un nuevo flujo de cinismo. Lo digo por una razón sencilla. Muchos españoles, que antes se sentían ajenos a la política y sus instituciones, han vuelto a engancharse merced del cambio político que estamos viviendo. Se espera que con la llegada de nuevos partidos cambien las cosas —quizá una pretensión desmesurada, pero legítima—. Sin embargo, imaginemos que no hay gobierno, que no sale ningún acuerdo y el 26 de junio estamos votando otra vez. Es muy difícil que no vuelva a ser percibido como un fallo de toda nuestra clase política. Hemos cambiado todo y aquí estamos otra vez, como en Italia, con una política mirando en una dirección y una sociedad que le da la espalda.
Quizá por eso me descorazona tanto la alegría con la que los partidos quieren encaminarnos a unas nuevas elecciones —cada día tengo más claro que lo han asumido todos ya, aunque digan lo contrario—. Sí, es posible que nuevos comicios tengan la virtud de terminar de desempatar la situación —porque confío en que no vayamos a unas terceras—. Sin embargo, lo que me apura es la posibilidad de que sea percibido como un nuevo fracaso de nuestro sistema político justo cuando la gente empezaba a confiar. Quizá me equivoque. Ojalá. Ya veremos si el nuevo encanto de los españoles hacia la política no ha sido flor de un día que los encargados de cuidarla no supieron regar.
No veo que la gente vea «encanto» en la política, sinó preocupación y de ahí el interés. A los medios les sale también rentable porque el formato de tertulia tiene pocos costes, y a raiz del 15 M aprovecharon el filón. Todo se retroalimenta. Si se fomenta la resignación los números podrían volver por dónde solían.
Discrepo, parcialmente, del análisis: no hay más interés en la política, sino más preocupación por las consecuencias devastadoras de la crisis económica; no hay más disposición a confiar en los políticos, sino todo lo contrario: hay más disposición a participar, de ahí el surgimiento de los nuevos partidos y el fuerte ‘castigo’ a los ‘viejos’ partidos.
No se confía en los políticos, más bien al contrario: se desea eliminar sus ‘privilegios’, su ‘capacidad decisora’, su doble función de ‘juez y parte’, su ‘poder’, para que éste resida, por fin, en los ciudadanos
En una reciente encuesta, sólo al 1% de los españoles le preocupaba que no hubiera gobierno.
Esas cosas me devuelven la fe en este país.
Cada vez que se argumenta que lo que demanda la gente es un pacto que genere «estabilidad» se tiende a ignorar un pequeño detalle: no todos somos iguales ni tenemos los mismos intereses. Por lo tanto, habría que ir un poco más allá y ver a qué se debe el aumento de capital social, que como el mismo autor reconoce tiene un componente muy generacional. Por poner un ejemplo práctico, mis preocupaciones y demandas como mujer joven, desempleada y con un pie puesto en la triste alternativa de la emigración no son las mismas que las que puede mostrar un gran empresario con su posición consolidada. Lo malo es que mi caso no constituye ni mucho menos una rareza, sino que es el retrato de miles de personas. El conflicto de intereses existe, e ignorarlo o supeditarlo a la necesidad de un pacto sólo contribuye a beneficiar a los de siempre.
En resumidas cuentas: no es el todo vale. La acumulación de capital social o de confianza debe estar sustentada en la exigencia de un cambio real, pues esa demanda (expresada en el 15M) fue la que generó todo este nuevo tiempo político. En cambio, la alternativa de gobierno que se propuso en el último intento de investidura representa más de lo mismo (siempre y cuando nos fijemos en el argumento de fondo y no sólo en los nuevos actores).
Teniendo en cuenta esto último, tan amenazante para la estabilidad del capital social podría ser una convocatoria de nuevas elecciones como una desafección masiva tras la presumible aprobación de las primeras medidas antisociales de un gobierno PSOE-Ciudadanos (continuación de la reforma laboral, privatizaciones, triple ración de las mismas prácticas que provocaron esta última crisis).
No obstante, estoy de acuerdo en que la convocatoria de nuevas elecciones puede provocar mucha frustración, pero creo que eso se puede deber a una clamorosa falta de cultura democrática: votamos a tecnócratas y a líderes mesiánicos y no nos paramos a analizar el proyecto de fondo.
Votamos mal. Perdónanos, Ana.
Lamentablemente, más del 60 % de los votantes ha elegido estabilidad y más de lo mismo, «la casta» tiene más votos que «la gente». Yo lo lamento tanto como usted, porque estoy en la misma situación, con el agravante de que yo ya no soy joven. Pero la democracia es así.
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