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Dios frente al espejo

Henry Mars. Foto: Corbis.
Henry Mars. Foto: Corbis.

En «La casa de Asterión», Jorge Luis Borges le da la vuelta al mito de Ariadna y Teseo, poniéndole voz a la nostalgia del minotauro. Este, atormentado por su procedencia, heredero de una nobleza extinguida y vituperado por los suyos, reflexiona sobre la soledad del laberinto, un lugar donde el tiempo no fluye sino que se estanca, colgado de una rutina que se perpetúa a sí misma desde el principio de los tiempos. Leyendo las particulares memorias de Henry Marsh uno no puede dejar de pensar en que quizás sean criaturas semejantes, cada uno atrapada en un laberinto distinto, sintiéndose dioses un día y simples marionetas de una trama imposible al siguiente. Marsh, uno de los neurocirujanos más prestigiosos del mundo, escribe en Ante todo no hagas daño sobre la divinidad que se atribuye a su profesión y el abismo que transita cada vez que se ajusta la mascarilla y se asoma al cerebro de sus pacientes, sabiendo que en sus manos se esconde el destino de un ser humano, un día tras otro.

Es difícil no pensar en la sombra de Oliver Sacks, alargada, casi puntiaguda, empeñada en clavarse en cualquier galeno que se atreva a coger la pluma y hablar de sí mismo. Sin embargo, Marsh consigue escabullirse de ese territorio oscuro donde se acaba diciendo lo mismo que otro ya ha dicho antes hasta convertirse en papel mojado y lo hace con una sinceridad del tamaño de una excavadora, sugiriendo su sapiencia sin hacerla nunca protagonista y focalizando su escritura en la esquiva naturaleza de su profesión. «Podemos ser dioses o villanos» dice Marsh en la preciosa apertura del libro al relatar lo que se siente al vaciarse en una mesa de operaciones para después ver que los resultados no son los esperados y en la contradicción que supone la excitación puramente profesional que le recorre antes de una intervención compleja y el miedo que se apodera hasta de las agujas del reloj cuando debe asegurarle a un desconocido que «todo saldrá bien» a pesar de que es imposible prever el resultado.

Donde Sacks era delicado y didáctico, Marsh se asoma con un escalpelo, sin renunciar a un uso preciosista del lenguaje para acercarse a todos aquellos/as que alguna vez hemos puesto nuestra fe en manos de un tipo con bata. El canadiense da garrotazos a esos que tratan a los pacientes como simples números apuntados en un historial que un día formará parte de un archivo lleno de polvo pero lo hace sin levantar jamás las mayúsculas, con la tranquilidad —se supone que le proporciona una paz de espíritu que el propio Marsh atribuye a sus abejas, a las que cría entre operación y operación.

Lo mejor de un libro lleno de grandes momentos, todos ellos ligados a esa vocecita interior que acompaña al británico cuando va en bicicleta o cuando se sienta en el quirófano a abrirse paso en los pensamientos de un abogado a punto de quedarse ciego por culpa de un tumor, es la sensación de que Marsh es uno de los nuestros, de que no forma parte de una élite con base en el Olimpo y que solo baja a la tierra para curarnos, si se puede, o para decirnos que no se puede, si es lo que toca, pero que evita mancharse los manos o acercarse demasiado a sus siervos mortales, sabiendo que mañana podrían no estar aquí.

Los casos de Marsh son como los peldaños de una escalera que sirven para entender a este veterano, en cuyas fotos se observa un rostro relajado, sereno, coronado por unas gafas redondas que le dan aspecto de filósofo al que solo le falta una pipa: el clásico hombre con el que uno se sentaría a arreglar el mundo.

El neurocirujano rema sin prisa por un marasmo de términos incomprensibles para los neófitos que él se encarga de desgranar con la paciencia de un viejo profesor empeñado en que sus alumnos entiendan que esos vocablos de silabas infinitas pueden cruzarse con nosotros en cualquier momento y que tutearlos les quita esa aura sagrada que les otorga colmillos y propósitos dudosos. Para Marsh la falta de información es tan perjudicial como la hiperestimulación provocada por consultas a ese gran hermano llamado Google, donde lo peor parece ser lo primero que aparece después de darle al enter.

De alguna manera, Ante todo no hagas daño es la peculiar manera del especialista de reconciliar su profesión con la peculiar naturaleza de sus deseos, aquellos que le impulsan a hurgar en los pliegues que se ocultan tras el cráneo humano. El británico reconoce que lo suyo es pura vocación y que la dificultad que entraña su trabajo es en realidad el camino y la meta, una suerte de coyuntura que a Marsh le parece irresistiblemente seductora. Probablemente (y con excepción del citado Sacks) es complicado recordar descripciones más bellas de la geografía que se esconde en el interior de un ser vivo, entre líquidos cefalorraquídeos y espacios subaracnoideos, como si Marsh tuviera entre manos una guía de viaje a donde pocos podrán viajar: un país exótico de acceso imposible al que solo acceden los sabios.

Henry Marsh es de esos hombres que jamás se retiran, tozudos por defecto, empeñados en cumplir a rajatabla aquello que decía Christopher Hitchens en su libro póstumo, Mortalidad: «a uno le debería dar vergüenza morirse si no ha hecho algo de provecho por la humanidad». Ahora se dedica a enseñar lo que sabe a otros neurocirujanos mientras escribe estudios sobre la importancia de mimar la moral de los equipos que trabajan bajo altos niveles de estrés. Su preocupación, como la del sempiterno Sacks, es honrar la profesión que se lo ha dado todo y la que ha correspondido con creces, aunque si hay algo absolutamente innegable después de leer al doctor Marsh es que la literatura regaló a la medicina a un tipo irrepetible y Ante todo no hagas daño es la manera que la medicina ha escogido de devolverle el favor.

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4 Comments

  1. Pocas veces se encuentra uno un artículo tan precioso desde todo punto de vista.Tanto me habéis motivado que ya mismo me pondré en campaña para conseguir el libro de Marsh. Alguna vez alguien me dijo esa frase: «Ante todo no hagas daño» y entonces esas palabras me calaron muy hondo,al punto que cada día están presentes .El caso es que, aunque nuestra intención jamás sea causar daño, uno nunca sabe.

    • Atticus

      «Ante todo no hagas daño»… «PRIMUM NON NOCERE» es una frase atribuida a Hipócrates, médico griego de hace 2.500 años.

  2. Os recomiendo los artículos y los libros de mi escritor favorito de ensayo: el cirujano y escritor americano de origen indio Atul Gawande, del que tengo todos sus libros en papel, electrónico en español e inglés y los audiolibros en inglés. Escribe habitualmente para The New Yorker.

    Más información:

    * http://atulgawande.com/
    * http://www.newyorker.com/contributors/atul-gawande

  3. Pingback: Dios frente al espejo

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