Jot Down para Fundación Telefónica
El viento que azotaba la cubierta obligó a la joven a quitarse su gorra de lluvia, no sin cierta dificultad. Después se atusó el flequillo, sujetó la falda de su vestido de tweed unos centímetros por debajo de la rodilla y descendió la pasarela que separaba al transatlántico RMS Oceanic del puerto de San Francisco. Su nombre era Elizabeth Jane Cochrane, pero firmaba todos sus artículos como Nellie Bly. Y llegaba dos días tarde.
Una tormenta sobre el Pacífico había hecho que la travesía desde Yokohama se prolongase durante doce días en lugar de los diez que la naviera White Star Line aseguraba, así que, si los horarios se mantenían, aún iba a necesitar otros seis días para cruzar los Estados Unidos. Lo bueno es que sabía que Joseph Pultizer no estaría dispuesto a que los horarios se mantuviesen, por eso no se sorprendió demasiado cuando el cochero que la recibió en el muelle le entregó un telegrama que rezaba: «Estimada Miss Bly. Este coche la llevará a la terminal ferroviaria. Llegará usted a tiempo».
En efecto, en la San Francisco Terminal Railway le esperaba un tren privado fletado por el New York World, el periódico para el que escribía. Lo habían bautizado «Miss Nellie Bly Special». Tras cuatro días en los que el tren batió todos los récords de velocidad, con una asombrosa media de sesenta kilómetros por hora, la joven periodista puso un pie en el andén de la estación de Jersey City, New Jersey. Allí la aguardaba una muchedumbre vitoreándola, al frente de la cual destacaba Pultizer, editor y dueño del World. Eran las 15:51 del 25 de enero de 1890 y Nellie Bly acababa de dar la vuelta al mundo en setenta y dos días. Lo había conseguido. Había superado a Phileas Fogg.
Bly nació en 1864 en el pequeño pueblo de Cochran’s Mills, Pennsilvania, en el seno de una familia de quince hijos, la mayoría dedicados al trabajo granjero. A los dieciséis años se mudó junto a su madre a Pittsburgh, donde Elizabeth intentó terminar sus estudios de Magisterio en un internado, si bien debió abandonarlos un semestre después ante lo elevado de las cuotas. En 1885, mientras ella misma trabajaba como profesora, leyó un artículo en el Pittsburgh Dispatch con el título «¿Para qué sirven las chicas?». El texto era profundamente misógino y calificaba a la mujer trabajadora como «monstruosidad», así que Elizabeth escribió una feroz refutación que envió al Dispatch firmada con el seudónimo «Chica huérfana y solitaria». El editor quedó tan impresionado por la pasión de Elizabeth que le ofreció un trabajo en el periódico. Elizabeth se convirtió en periodista. Se convirtió en Nellie Bly.
Tras una emocionante corresponsalía en México donde criticó con vehemencia la dictadura de Porfirio Díaz, y demasiados artículos aburridos sobre moda y sociedad, Bly abandonó el Dispatch y se trasladó a Nueva York. En 1887 conoció a Pulitzer y comenzó a trabajar para el New York World. En la Gran Manzana no solo fue pionera del periodismo femenino y feminista, sino también del periodismo incrustado cuando se hizo pasar por enferma mental para poder investigar las condiciones del Women’s Lunatic Asylum de Blackwell’s Island. En el reportaje, titulado «Diez días en el manicomio», se relataban con crudeza las numerosas brutalidades y negligencias cometidas a diario en la institución mental. Su publicación provocó un gran escándalo, además de una investigación por parte del Gran Jurado. También hizo de Bly una periodista de enorme fama nacional.
Pero a Nellie Bly no le valía con ser reconocida solo en Estados Unidos. Por eso, en noviembre de 1888, propuso a Joseph Pulitzer realizar un trayecto alrededor del mundo. Un viaje que haría realidad la aclamada novela publicada por Julio Verne quince años antes. Es más, no solo seguiría la ruta de Phileas Fogg sino que sería la primera persona en batir su récord de ochenta días. Pulitzer, poseedor de un finísimo ojo para los negocios, aceptó la propuesta de inmediato pues sabía de la monumental publicidad que una aventura de este tipo reportaría al periódico. Y más si era una mujer quien la llevaba a buen término.
Un año después, el 14 de noviembre de 1889 a las 9:40, Nellie Bly embarcó en el buque de vapor Augusta Victoria. Atrás dejaba el puerto de Hoboken; delante tenía una aventura de cuarenta mil kilómetros que, según el itinerario calculado con precisión y anunciado a bombo y platillo por el World, recorrería en tan solo setenta y dos días. Tenía veinticinco años y viajaba sola, portando como único equipaje el vestido que llevaba puesto, un abrigo grueso, varias mudas de ropa interior y un pequeño neceser de viaje, además de unas doscientas libras esterlinas guardadas en una bolsa sujeta alrededor del cuello. El resto del apoyo económico corría a cargo del New York World, patrocinador y financiador del viaje mediante una agresiva campaña de artículos publicados a nivel nacional. Tanto fue así que la revista Cosmopolitan envió el mismo día a su propia reportera, Elizabeth Bisland, para hacer la misma ruta pero en sentido inverso. La carrera entre ambas periodistas llegó enseguida a las rotativas de todos los periódicos del mundo, que convirtieron la competición en un acontecimiento global.
En su viaje, Bly vivió innumerables peripecias: recorrió Inglaterra, cruzó el Canal de Suez, atravesó Ceilán, Malasia y los territorios británicos del sudeste asiático. Sufrió retrasos y desvíos en las rutas navieras y ferroviarias, sobre todo en la parte asiática del trayecto. Retrasos que su espíritu periodístico aprovechó para visitar una leprosería en China o un mercado de animales exóticos en Singapur, donde, por cierto, se compró un mono. Todas estas andanzas las fue escribiendo en cortas crónicas que el World iba publicando y más tarde se agruparían en el libro Around the World in Seventy-Two Days, una novela de gran éxito que incluía una versión del Juego de la Oca, sustituyendo al ave palmípeda por la intrépida reportera. Allí relataba su aventura alrededor del mundo, dando fe de que, finalmente, había conseguido vencer tanto a Fogg como a la periodista de Cosmopolitan.
Sin embargo, el episodio más plácido pero también más apasionante le sobrevino al poco de comenzar, cuando llegó a Londres el octavo día de ruta y recibió una carta manuscrita que decía:
Estimada Señorita Nellie Bly,
Gracias a los periódicos hemos sabido de la extraordinaria empresa que con enorme tesón e innegable valor está usted llevando a cabo. Nos sentiríamos muy orgullosos de que aceptase nuestra invitación y pudiese visitarnos en nuestra residencia de Amiens, donde podríamos departir relajadamente sobre los pormenores de su viaje.
Atentamente:
Jules y Honorine Verne
«Oh, me encantaría verles», dijo inmediatamente Bly, «Cómo voy a rechazar tal oferta». Así pues, la periodista sacrificó dos días de ruta y de sueño y se plantó al día siguiente en la mansión que los Verne tenían en el centro de Francia. «Los ojos brillantes de Julio Verne me escrutaron con interés y amabilidad, y madame Verne me recibió con la cordialidad de una amiga querida», escribiría Bly al reseñar el encuentro. Pasaron una tarde entera charlando sobre la vuelta al mundo, sobre Phileas Fogg y sobre los viajes que uno y otro habían hecho. «Solo he visitado una vez los Estados Unidos», le dijo Verne a Bly, «para ver las cataratas del Niágara». Pero también hablaron de la imparable imaginación de Julio Verne, de los vehículos y los artefactos que aparecían en sus novelas, de las barcazas subacuáticas que recorrieron el Támesis en el siglo XVII, inspiradoras del Nautilus del Capitán Nemo, y del submarino eléctrico de Isaac Peral, botado solo un par de años atrás. «Cómo me habría gustado conocer ese artilugio antes de escribir 20.000 leguas», dijo Verne. «Cómo me gustaría poder subirme a uno en mi viaje», respondió Bly. Hablaron de avances tecnológicos, de automóviles con motor de combustión interna y de los cables eléctricos que corrían por el lecho marino permitiendo a la periodista enviar sus crónicas casi al instante. Hablaron del presente y del futuro.
Paseando por el salón, la reportera americana descubrió el modesto y pulcro escritorio del novelista: apenas un tintero, una pluma y el manuscrito en el que trabajaba. Era prácticamente un reflejo de su técnica. «Monsieur Verne siempre mejoraba su trabajo eliminando todo lo superfluo, nunca añadiendo cosas», escribiría. A Bly le pareció que el ingenio ilimitado de Julio Verne solo podía canalizarse a través de un entorno preciso y sencillo. Como un maremoto encauzado entre la cuidadosamente recortada barba cana y la mirada inquisitiva de ese hombre de sesenta y un años.
Pero había una carrera en marcha y, casi sin darse cuenta, Nellie Bly tuvo que despedirse. Brindaron con un vaso de vino y la periodista partió con destino a París y al resto de su viaje. Los Verne siguieron los progresos de Bly y, al final de la travesía, enviaron un telegrama de felicitación, que la reportera conservó doblado entre las páginas de su propia copia de La vuelta al mundo en ochenta días. «Ya le admiraba de antes, pero al conocerle se ganó mi respeto y devoción para siempre».
Nellie Bly no fue la única persona inspirada por la imaginación infinita de Julio Verne. Hombres y mujeres tan fascinantes como ella cruzaron la historia y se apoyaron en la obra del escritor francés para dar forma a un mundo que cambiaba a la velocidad de la tecnología y al ritmo de la aventura. Personajes como el cineasta español Segundo de Chomón, que rodaría Viaje al centro de la Tierra en 1909; como el pionero Gaspard-Félix Tournachon, alias Nadar, que tomó las primeras fotografías aéreas de la historia subido a un globo aerostático por los cielos del París de finales del XIX; o como Sir Ernest Shackleton, quien cruzó por el continente antártico en 1917, veinte años después de que Verne publicase La esfinge de los hielos.
Todas estas historias y muchas más pueden verse en la exposición Julio Verne. Los límites de la imaginación, abierta hasta el día 28 de febrero en el Espacio Fundación Telefónica, en el número 3 de la madrileña calle Fuencarral.
Gracias por el artículo. Veré si puedo hallar el libro de Nellie Bly.
Shackleton nunca cruzó la Antártida. Lo intento pero su barco quedó Atrapado en el Hielo.
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Muy buen articulo, nunca imagine que mujeres de esa epoca podian ser tan emprendedoras. Me hizo acordar a Mary Shelly que poseia un espiritu aventurero similar.