Bone Tomahawk es, en casi todos los sentidos, un circo de pulgas. Un espectáculo anacrónico y enigmático, pero entrañablemente hipnótico. Una reproducción en miniatura de algo que, en sus dimensiones reales, reconocemos bien: el escenario circular y arenoso, el funambulista, la carpa colorida, el acróbata, el hombre bala. El histriónico domador. Salvo él, todos pulgas, que accionan la manivela circense como un fantasma o espejismo de realidad: ¿es todo un timo o realmente hay diminutos insectos ahí, moviendo los hilos de la función?
Lo mismo ocurre en Bone Tomahawk. Todo el wéstern crepuscular está ahí: el decadente héroe hawkiano, el rescate de la chica a lo Centauros del desierto, la aridez del paisaje a lo Sin perdón, el sheriff y la camaradería de Río Bravo, el ayudante adorable a lo Walter Brennan. Incluso el gamberrismo de Django desencadenado y una gigantesca madeja de influencias y guiños que mastican polvo y huelen a sudor. Miniaturiza un género mayor sin ocultarlo, como una labor de orfebrería, para tomar prestado su escenario y hacer que las pulgas brinquen. Y cabalguen hasta el horizonte, donde no aguarda una encendida línea de color naranja y una épica polvorienta sino una masacre inesperada.
El domador y maestro de ceremonias es S. Craig Zahler, ni ilusionista ni prestidigitador. Un debutante en la dirección cinematográfica con una trayectoria sobresaliente en la novela wéstern y negra, un tipo —les avisamos desde ya— al que conviene tener en el radar, porque se avecinan proyectos prometedores. También compositor musical y responsable de que en Bone Tomahawk lo único menor sea su etiqueta («cine independiente») y por ende, su distribución en nuestro territorio. La película, doblemente laureada en el Festival de Sitges, pasará como una exhalación por las salas españolas hasta aterrizar quizás en el olvido del vídeo doméstico; pero al otro lado del océano empieza a tomar bruñido de culto. Y no solo porque tenga un reparto de ponerse a salivar, fundamentalmente porque para muchos oposita al trono de wéstern del año, rivalizando con la mismísima The Hateful Eight, con quien comparte mostachudo protagonista, Kurt Russell. Un duelo amañado que tiene ganado Quentin Tarantino de antemano, pero al que Zahler se presenta con unas armas más que dignas.
Terror y wéstern, experimentos con gaseosa
En la historia del mestizaje fílmico, el cruce del terror y el wéstern es uno de esos híbridos que nunca ha acabado de funcionar del todo bien. Aunque hay honrosas excepciones (Ravenous, pero no es estrictamente un wéstern, o Vampiros, de John Carpenter, que también estrictamente lo es un poco menos) en general la época actual no ha sido fecunda en lo que a historias de horror sitas en el Oeste norteamericano se refiere. Al menos dentro de un circuito comercial, o de contemplar sin la legítima intención de carcajearse. Mientras Neil Marshall se decidía a empezar de una vez por todas con Sacrilege — una especia de reinvención de La Cosa en algún desierto californiano— Zahler le tomó la delantera y rodó Bone Tomahawk en menos de un mes, basada en una historia sencilla con unos sólidos mimbres que evidencian que a los mandos del guion hay alguien con las cosas clarísimas.
En la casi idílica localidad de Bright Hope, una mujer (Lily Simmons) y un ayudante del sheriff (Evan Jonigkeit) son secuestrados de la comisaría, después de la misteriosa aparición de un forajido. El cuarteto que emprende su búsqueda desierto a través tiene a Hawks, Ford y Aldrich palmeando allá donde estén: el sheriff pausado y algo hastiado (Kurt Russell y su esplendorosa madurez que tributa a Wyatt Earp); el marido amantísimo y lisiado (Patrick Wilson, el buenazo honesto abonado a pasarlo mal vinculándose siempre con lo más turbio); el pistolero fanfarrón y engreído que toda taberna necesita (Matthew Fox, menos hierático y estomagante que de costumbre); y la joya de la corona, Chicory, el ancianete bonachón interpretado por el inconmensurable Richard Jenkins, para el que cualquier halago se queda estrecho, alma indiscutible de la cinta y eclipsador de todos los demás. Además de un plantel de cameos que son puro alarde (de David Arquette a la inolvidable Sean Young y un Sid Haig que pone en preaviso de la que se viene encima) la trama la centra este escuadrón de salvación compuesto por un vejete, un cojo, un pisaverde petulante y un sheriff voluntarioso pero en exceso precavido. Un dream team para echarse a temblar.
Durante el primer tercio de la película solo un malestar inexplicable que aguijonea en el estómago puede dar pistas de que el desenlace no irá por los derroteros clásicos del wéstern con los que arranca el relato. Algo indefinible apercibe de que no es la sobria historia de un rescate sin más, ni la lucha contra unos indios al uso. Bone Tomahawk se toma su tiempo en construir el ambiente extrañamente sofocante —en un gran parte gracias la estranguladora partitura del propio Zahler— recuperando aquel malestar opresivo que se masticaba en los planos desérticos de Las colinas tienen ojos en los momentos previos al estallido y a plena luz del día. Una referencia que será constante en la primera parte del metraje, donde una se pregunta dónde está el terror prometido a la vez que desea con fervor que no llegue nunca. Porque augura algo muy turbio y porque ahí es precisamente donde los personajes brillan más, con menos. La magia del director y sus hechuras de novelista hacen que las relaciones que se establecen sean delicadas y honestas, y los diálogos una maravilla infrecuente. Todo está preñado de humor negro e ironía, de conversaciones inteligentes pero sin pizca de arrogancia, dándole a la película un tono mucho más íntimo y genuino.
Algo que persiste cuando, encarada la senda del crescendo narrativo, la cosa estalla. Porque estalla, y más vale tener el estómago rematado en acero. Se acabó la presión psicológica, llega la mandanga buena.
Gore y survival con sombrero
Nada de lo apuntado en la primera parte era un falso señuelo. La catarsis revienta muy generosamente, con un desenlace que borra cualquier asomo de épica o de sobriedad: mudando el wéstern atmosférico en un survival horror de primera. Este último tercio emparenta a Zahler con el Tarantino más macabro y sangriento, añadiéndole unas notas de Holocausto caníbal, The Green Inferno y hasta algún socarrón guiño a Predator. Los indios no eran pieles rojas famélicos, sino una tribu de antropófagos con nulas ganas de dialogar y una caracterización infernal. No de mala, sino de salida de allí mismo. La violencia desatada es feroz, sin concesiones —por instantes chapoteando en el gore— tan primitiva como los espeluznantes sujetos del taparrabos. Y aun así, no les sorprenda y sobre todo no pregunten cómo, la cosa no deja de ser inexplicablemente elegante ni pierde la génesis del relato sobre el honor, la humanidad, el amor, la lealtad, el valor y el deber.
Y es que, por muy desértico que sea el paraje, por mucha víscera y mucho escalofrío que provoque, ya avisamos de que esto era un circo de pulgas: la cuestión estaba en lo más pequeño. Se encarga de recordárnoslo Jenkins, poseído por la nobleza y la ternura de Brennan, en la que es sin discusión la escena estrella de la película y el diálogo más conmovedor en el contexto más infernal, donde habla de uno de esos circos de pulgas ambulantes:
—Mi esposa dijo que todo era un truco. Incluso cuando esos hermanos nos dieron esas lupas y vimos esas pulgas mover ese pequeño carruaje o rodar esos pequeños cañones por el campo de batalla. Ella decía que esas pulgas estaban muertas, solo estaban pegadas a algún artilugio mecánico, ya sabe, que se movía por sí mismo como un reloj. O una cuerda. Aun así, pensaba que era real, así que le dije: «No hables tan alto, los artistas te van a oír». Porque yo no sé si las pulgas pueden oír, o si pueden sentir bondad en una voz, como un perro. Chupan la sangre de perro, así que tal vez. Pienso que era real. Creo que esas pulgas eran reales, y tenían talento.
—La mayoría de circos de pulgas utilizan trucos, pero los Sanderson usaban pulgas reales vivas.
—Lo sabía.
No había espejismo, las pulgas vivían.Y remataban una película sobresaliente, hibridando lo que parecía imposible, lo agónico con lo tierno. Coronando como se debe: con tres disparos en la distancia y una elipsis, que es un wéstern. Pero sufre hasta el apuntador.
Ya era hora de que Matthew Fox saliera en algo bueno en cine porque lo que fue en Guerra mundial Z, era algo increíble por lo denigrante para alguien que había sido la estrella principal de una de las series más seguidas en todo el planeta por no decir la que más.
El papel de Fox en Guerra Mundial Z se quedó por completo en la sala de montaje. De hecho, durante la producción, Fox era la segunda estrella por detrás de Pitt. La unión de western y horror es mucho más fructífera en el cómic. Un magnífico botón de muestra es Desperadoes, de Jeff Mariote y John Cassaday.
A mi la película me decepcionó un poco, me gustó pero me esperaba más, sobre todo por la premisa, creo que se le podría haber sacado mucho más provecho, a parte de las concesiones que tienes que hacer respecto a determinados puntos del guión. Más allá de eso contiene una de las muertes más impactantes y escabrosas que he visto en mucho tiempo, a mi me dejo con el cuerpo regulero unos días.
Saludos.
¿Al rico torrent?
Parece ser que en los Cinemes Girona —en Barcelona— se proyectará en el mes de marzo. Espero que sea verdad…
Recomiendo muchísimo verla, pero sí, preparando el estómago. Es dura, sin concesiones en algunas escenas, pero no es no una película gore, ni de terror aunque se pase miedo. Es un western seco y sin concesiones. Tan seco y polvoriento que parece que te faltara el agua. Buenas actuaciones, desde luego Rusell está muy bien. Patrick Wilson eficaz al igual que Matthew Fox, y con curiosidades como ese papelito de Sean Young y otro más pequeño aún de aquel ídolo ochentero de película ochentera que fue Michael Paré, antaño portada de carpeta SuperPop. Pero desde luego quien está soberbio es Richard Jenkins que hace un papelón impresionante como Chicory. La recomiendo, no es fácil, a veces muy lenta pero tiene el sabor de western curtido, un poco bestia pero sin perder la historia de un Oeste, que debió ser mucho más salvaje que como nos lo pintaron.