La historia del pianista clásico James Rhodes (Londres, 1975) es una de las cosas más sobrecogedoras y espeluznantes y también emocionantes que van a escuchar jamás; se lo aseguro. Nacido en la cuna de una familia bien, fue víctima de abusos sexuales desde (cierren los puños muy fuerte ahora; vuélvanlos a abrir cuando termine la frase) los cinco a los nueve años, y desde allí en adelante —por culpa del horripilante trauma infligido— pasó por dramáticos episodios de autolesiones, ingresos en hospitales psiquiátricos, consumo de drogas o «ideación suicida» (sus palabras). Y a pesar de todo el horror, Rhodes se convirtió en el gran renovador de la música clásica, lo más parecido a una estrella pop (con el rechazo al statu quo del punk) que existe en el mundo del piano. Su autobiografía, Instrumental, pasó en Inglaterra por un extenuante proceso judicial (su exmujer trató de prohibir su publicación aduciendo que el libro podía dañar al hijo de ambos), hasta que el Tribunal Supremo ratificó su postura y permitió que las memorias —publicadas en España por Blackie Books— salieran a la luz.
Su nombre es sinónimo de anticristo para algunos y de redentor nazareno para otros: Rhodes gasta gafas-vitrina colosales, a lo Jarvis Cocker, toca en tejanos, luce tatuajes cirílicos y melena forestal de científico loco, lee las partituras en un iPad, se emociona y canturrea con determinadas piezas, ¡incluso le habla al público! Es casi autodidacta, hace alarde de amigotes célebres (Stephen Fry, Benedict Cumberbatch), ostenta cuarenta y cinco mil seguidores en Twitter y se niega a dejar de hablar de música, locura y violación (Rhodes rechaza el eufemismo «abusos», porque «eso es cuando le dices a un guardia de tráfico que se vaya a la mierda») en todos los foros a su alcance.
En conversación, Rhodes es como una marioneta manejada por un titiritero con escalofríos: ríe mucho (a veces cuando no toca, o por algo que debe rondarle por la cabeza), se agita en el asiento, gesticula, se cubre el rostro, sonríe con boca de tajada de sandía (fuerte, gozoso, celebrativo), frunce el ceño hasta el disloque muscular; es solícito, cálido y algo neurótico. Entiende a la perfección mi acento bantú y se le ve esforzado por dar buena impresión y comunicar de forma fiel sus grandes pasiones. En el patio (glacial) de un hotel de Barcelona, mes de noviembre, Rhodes fuma y toma café. Charlamos.
Tu cuerpo debe almacenar aún una rabia temible por lo que te sucedió, pero a veces parece apagada, como si hubieses conseguido dominarla. ¿Cuál es el truco? ¿Cómo sobrevive uno a algo así?
Bueno, es tal y como dices solo en los días buenos. Creo que te vas haciendo a ello. Practicas a diario los trucos que aprendiste en libros, o mediante terapia. Cada uno encuentra sus vías. Tocar el piano me va muy bien. Rachmaninov es una forma excelente de ahuyentar los demonios. Llevo su nombre tatuado en ruso en mi antebrazo. Mira [lo muestra, entre orgulloso e incrédulo]. Hallamos caminos. En un día malo todo esto puede ser muy destructivo. Con el tiempo las respuestas destructivas han ido desapareciendo: el alcohol, las drogas, las autolesiones… Tenemos que hablar de esa rabia. Apuñalamos a gente, conducimos borrachos, nos metemos en peleas, follamos por ahí… El mundo entero está cabreado, y es un mundo muy loco. Pero es la condición humana. Hago lo que puedo por no arruinar más cosas. Lo mejor es no mandar ese mail o ese mensaje de texto en pleno ataque de rabia, porque entonces vas a empeorarlo todo dañando a otra persona. Lo mejor es no hacer nada. Eso es lo difícil. Quedarte muy quieto y dejarlo pasar.
Clamas en contra del victimismo. Afirmas que es la peor respuesta posible, como una enfermedad. Pero si alguien podría hacerse la víctima, por el amor del cielo, eres tú. Tu respuesta a los abusos que sufriste es heroica.
Es encantador que pienses eso, pero soy cualquier cosa menos heroico. Casi todo el mundo que conozco ha pasado por traumas tremendos, sean padres que se divorcian, o relaciones que se rompen, muertes en la familia… Cualquier cosa, incluso asuntos más banales. Pero el victimismo no sirve a ningún propósito, no ayuda en nada. Es una adicción: echas un vistazo a reality shows o a tabloides y todo va sobre victimismo. Todo va de pisotear a los demás y luego sentir lástima por uno mismo. Es una droga muy difícil de dejar [sonríe triste].
Te entiendo. Pero insisto: si alguien podría abandonarse a ello, ese eres tú.
Ya, pero entonces es aún peor. Quizás tengas razón, pero esa justificación lo empeora todo. Cuando estábamos en pleno juicio muchos amigos me llamaban y me decían que mi caso era lo peor que habían escuchado en la vida. Lo peor que podía sucederle a alguien. Yo les decía: «¡No me digáis eso! ¡Eso lo empeora!». Si lo de hacerse la víctima sirviese de algo aún lo estaría poniendo en práctica, pero no es así. Es un sentimiento inútil. Preferiría que desapareciese. Preferiría ser dulce y abierto. No puedes permanecer casado y continuar siendo una víctima. No puedo estar con Hattie siendo así. Haría la convivencia imposible. Así que es como el fumar: tienes que dejarlo en algún momento.
El otro día entrevisté al escritor neoyorquino Gary Shteyngart, y habló mucho de culpa e ira. Aunque su culpa es distinta a la tuya, él también usó la terapia para librarse de algunos demonios. Me pregunto cuál es la mecánica terapéutica que te ayuda a salir del agujero.
Cada uno encuentra su receta, lo que funciona para mí quizás no funcione contigo. Es como un profesor de piano: cada profesor te va a enseñar algo distinto, y algunas de esas cosas las vas a desechar porque no te son prácticas, mientras que vas a conservar otras. Algunos libros me han ayudado, ciertos medicamentos han resultado útiles, determinados hospitales me han ido bien, algunas bebidas funcionan, algunas amistades también… La gente que ha sufrido mi experiencia utiliza todas las herramientas a su alcance. Hay muchas, pero la meta es siempre la misma: ser tan bueno como sea posible, ser tan abierto y cariñoso como uno pueda. Las cosas cambian de un modo sorprendente cuando las metas son esas, en lugar de buscar venganza o expresar rabia. Esas cosas solo te mantienen encerrado. En distintas épocas he practicado métodos distintos. Muchas veces, cuando ingresaba en hospitales, necesitaba medicación, y eso funcionó. Dormía veinticuatro horas al día y no me movía, y eso era lo que necesitaba en aquel momento. Eso ayudó, sí, pero ahora no me serviría de nada. Para empezar, no puedo tocar cuando estoy medicado; me es imposible. Ahora utilizo otras cosas: amigos, mi mujer, hablar mucho…
Y tu hijo. Hablas mucho de él, y del «amor de bomba atómica» que se te vino encima cuando lo tuviste. Ese tipo de amor superlativo tiene que resultar de gran ayuda, claro.
Claro, mi niño. Tú ya sabes de qué hablo. Recuerda el amor que sentiste cuando nació tu primer hijo. Me acuerdo de la sensación que tuve de «gracias a Dios que soy capaz de sentir todo este amor». Cuando te das cuenta de que te lanzarías bajo las ruedas de un autobús sin pensarlo dos veces, solo para salvarle. Es esa sensación. La de darte cuenta de que no eres un psicópata. [ríe]. Fue una bomba atómica de amor, como digo en el libro. Nada me había preparado para sentir un amor así, si consideramos por lo que pasé de niño. Creía que estaría insensibilizado hacia ese afecto.
Que quizás no serías capaz de ser un buen padre, como le sucede al Kasper Juul de Borgen. Un caso ficcional pero similar al tuyo.
Gran serie. Sí, ese era un terror recurrente: ¿seré capaz de ser un padre decente?, ¿de protegerle, y estar allí cuando me necesite? Es una gran pregunta. Un psicólogo muy famoso formuló el concepto del «padre suficientemente bueno». Es una idea perfecta. Nadie va a conseguir ser el padre perfecto o ideal, pero «suficientemente bueno» es todo a lo que puedes aspirar. Y eso quita mucha presión.
Tu libro es un valiente rechazo de cualquier tipo de eufemismos a la hora de hablar de abusos infantiles. De hecho, rechazas incluso la palabra «abuso» por ser demasiado blanda.
Las palabras tienen significado. Hay que escogerlas con cautela. Especialmente en una época como la nuestra, cuando no puedes abrir un periódico sin toparte con una nueva noticia de abusos o pederastia: Jimmy Savile, la Iglesia católica, determinadas escuelas… Está por todas partes. Comprendo por qué a alguna gente no le gusta utilizar palabras como «violación», porque a nadie le apetece leer sobre «violación infantil» cuando está tomando sus cereales de buena mañana. Por desgracia, tenemos que hacerlo. Hay que hablar de esto.
Tus palabras me parecen tan importantes como las de la serie Father Ted, que pintaba a la mayoría de curas como chiflados, bobos, incapaces o directamente degenerados. ¿Han causado el mismo revuelo tus palabras?
Me encanta Father Ted. No, nadie se ha metido conmigo ni me ha acusado de nada, por suerte. Bueno, aparte del juicio, donde los abogados usaron continuamente ese léxico tóxico y gráfico que te revuelve las tripas. Pero ganamos, y el Tribunal Supremo dio su veredicto en ese sentido. Entiendo que la gente no tenga ganas de aceptar ciertas cosas, pero hay que hacerlo, insisto.
Quizás lo que te sucedió tiene algo de generacional. En nuestra época sucedían cosas que serían impensables hoy. En el colegio salesiano al que acudí de niño algunos maestros nos zurraban continuamente, y todo el mundo lo sabía, y nadie hablaba de ello. Ahora todo aquel uso de fuerza física en niños (tan típico de los setenta) causaría un escándalo mayúsculo.
En efecto, en efecto. Es algo generacional. Aunque eso no es excusa. Por desgracia, lo que me sucedió a mí continúa sucediendo, solo ocurre que estamos mucho más al tanto del asunto. Hoy en día tenemos una generación entera de padres dañados por toda esa violencia que están repitiendo el ciclo, y a la vez intentando librarse de él. Es muy difícil. Nadie hablaba de ello, era algo normal, pero hoy en día hay mucha más información. Por eso están mejorando las cosas: porque estamos verbalizándolo. Hay que seguir así, sin excusas. Si lo que me sucedió a mí sucediera hoy en día no creo que durase cuatro años. Lo verías el segundo día en que tu hijo volviese a casa triste, o algún profesor notara algo, por diminuta que fuese la sospecha… Tendría lugar una reacción instantánea. Por otro lado, sé que sigue sucediendo, y alguna gente mira hacia otro lado. Eso no puede seguir así.
Resulta entrañable la forma en que pintas a las clases altas (tu propia clase), sin condescendencia ni arrogancia. Como algo que es lo que es. Lo de la clase social es un tabú tremendo; especialmente en Inglaterra.
Sí, lo es. Especialmente en Inglaterra. Escribir el libro se me hizo raro, porque me dejó muy desnudo, y había en él muchas cosas que quizás hubiese preferido no decir. En muchos casos el anonimato ya me iba bien. Pero estoy harto de putas mentiras, y de la gente que no es abierta, y de la gente deshonesta que intenta hacer pasar por verdaderas cosas que no lo son. Si todos fuésemos algo más honestos, las cosas serían muy diferentes. Sería todo tan fácil [ríe, sin razón aparente]. En las relaciones, en empleos… Lo de ocultar cosas requiere un esfuerzo terrible; ir con tacto, y proteger esto o aquello con más y más secretos. Por eso yo intenté ser sincero respecto a todos los aspectos de mi vida. En el libro y en mi vida. Creo que es vital.
Me refería más concretamente al privilegio de tu bagaje. Porque, en Inglaterra, si has acudido a ciertos colegios ya se te considera un pijo horrible y mimado y clasista (a menudo con razón).
Ya. Es muy difícil hablar de ello sin empezar a pedirle perdón a todo el mundo. Pero es que sería como pedir perdón porque tengo el cabello negro, ¿me entiendes? Un niño no escoge la clase en la que nace. Es absurdo. Pero a la vez sería una locura fingir que yo fui un niño necesitado, o algo así. Se me dio todo lo que quería. Materialmente. Si algo me rompe el corazón es ver la desigualdad que existe en mi país en lo que concierne a la educación musical. Si eres una madre trabajadora de tres hijos, ¿cómo cojones te las vas a arreglar para pagarles tres clases de música a la semana e instrumentos? Es imposible. Así que en veinte años, olvida la típica pregunta de quién va a estar en el escenario. La pregunta es quién coño va a estar en la audiencia. Aparte de capullos ricachones como yo, que se lo pudieron permitir. Sucede lo mismo con las artes dramáticas…
Y en la música pop. Hay más pijos que nunca. Los pijos han agarrado las guitarras mientras todos los músicos de clase obrera (la clase que inventó el rock’n’roll) han tenido que regresar a las fábricas.
Sí, da un poco de miedo, el nuevo paradigma. Por eso necesitamos hablar de clase social también. Hablar todos del problema, para que deje de serlo.
Hablando de hablar. Tiene que ser un chasco esto de tener que hablar de las circunstancias terribles de tu infancia y no poder hablar más de lo que verdaderamente te apasiona, que es la música. La música es lo mejor del mundo. Lo mío es el pop, pero estoy seguro de que hallaremos puntos en común, James.
Sin duda [sonríe]. El género es irrelevante. Sea rap, o pop, o clásica: todo el mundo siente una reacción hacia ella. No hay un solo adolescente en el planeta que no esté obsesionado con la música. Como debe ser. Por eso me resulta devastador que estén extirpando la educación musical de las escuelas. Es algo crucial.
La música es la potencial fuerza unificadora #1 del mundo. Por no decir la forma más directa de mostrar y provocar y compartir emociones muy profundas.
E. M. Forster dijo algo muy bonito: que la música era la más profunda de las artes, y que iba a mucha profundidad por debajo de todas las demás. La música no puede expresarse con palabras, como todos sabemos. Y por eso es tan poderosa.
También me gusta que sea una emoción no intelectual. Que la reacción a la música sea algo visceral; que uno no necesite haber estudiado la teoría. O la sientes o no.
No. Por supuesto, si te apasiona, vas a acabar tratando de saber más sobre su mecánica o historia, y entonces aún te gustará más, como sucede con el vino o el arte. Fantástico. Pero esa idea de que solo puedes apreciar la música clásica si comprendes todo lo que lleva consigo es una puta locura negligente y egoísta.
Algunas piezas te salvaron la vida. Así como suena.
Como «La Chacona» de Bach y Busoni. Pero cada uno tiene una reacción distinta hacia estos asuntos. Alguna gente amará el Segundo concierto de Rachmaninov, otra gente lo odiará y preferirá a Bach. No tengo ningún problema con la gente que afirma odiar la música clásica. Lo tengo con la gente que afirma eso, pero que no la ha escuchado. Que lo dice solo por prejuicio, porque cree que pertenece a otro tipo de personas en otro lugar. La música clásica se ha polarizado, hoy en día. Se disculpa por su propia existencia continuamente. Así que las dos únicas opciones a tu alcance van a ser: 1) Alguien en frac, pajarita blanca, una concepción sagrada e intocable del concepto, entradas carísimas, nada de ruido, nada de aplaudir si no toca, o b) Alguien en bikini, con una batería, y máquina de hielo seco, y los Cincuenta mejores clásicos del chill out. [ríe]. Creo que la música clásica tiene que realizar un salto a un punto medio de todo esto. La música es solo música. Una recopilación en Spotify es una introducción perfectamente adecuada al tema. No tiene que ser música inaccesible ni tampoco banalizada. De Bach a Rachmaninov, y todo lo que va en medio. Mucha gente, estoy seguro, desearía saber más de música clásica, pero es difícil saber por dónde empezar. Pongamos que quieres escuchar la Quinta sinfonía de Beethoven. Ta-ta-ta-taaaa. Esa todo el mundo la conoce. Vamos a iTunes y existen trescientas grabaciones del mismo tema. Con portadas horribles. Si eso no es suficiente barrera, luego te topas con: ¿Movimiento?, ¿qué coño es un movimiento?, ¿allegro, scherzo, adagio…? ¿Hay tres, hay cuatro? Así que te acabas comprando los Cincuenta mejores clásicos del chill out. Todo eso es innecesario. La música no necesita cambiar, solo la forma en que se presenta, para que sea aceptable.
Sueles explicar muy bien las vidas rotas y extrañísimas de algunos compositores clásicos, gente dañada que asimismo se las arregló para crear algo excelso. No son los pulcros modelos burgueses que un profano podría imaginar.
Piensa en Beethoven. Un tío que se estaba quedando sordo, vale. La gente no piensa en que al final de su vida le aquejaba un dolor insostenible, los médicos tenían que agujerearle el estómago y aun así rechazaba los medicamentos. Porque tenía que componer. Un hombre que fue apaleado casi hasta la muerte por su propio padre borracho, antes incluso de ser adolescente, cuando tenía dieciséis años. Beethoven tuvo que presentarse a juicio para tomar el control de los ingresos de su padre, para asegurarse de que alimentaba a su familia. Él sabía que su padre iba a bebérselo todo, y luego zurrarles un poco más. Todas esas historias terribles… Y asimismo, doscientos años después, aún escuchamos su música. ¿Sucederá lo mismo con Coldplay en cien años? Quizás, pero permíteme dudarlo. Lo que sí sé es que seguiremos escuchando a Beethoven. ¿Por qué eso es así? ¿Por qué Bach, que vio morir prematuramente a once de sus doce hijos, escribió la música más gozosa de la historia? ¿No merece la pena explorar algo así? Tiene que haber una razón que explique por qué algunas de las mejores mentes del mundo siguen perplejas ante la genialidad de la que hacen gala algunos de aquellos compositores. Mozart: un cabrón increíble. Un tío que, al loro, escribió a su padre para decirle: «Estoy en Linz, en Austria, y tengo que presentar mi sinfonía mañana. Mejor que me ponga a ello» [ríe]. ¡En un día, por el amor de Cristo! [Se cubre la cara con ambas manos]. Mira, Amazon acaba de sacar las obras completas de Mozart. Setenta CD. Piensa en ello. Y murió a los treinta y cinco. Imagina tocar todos esos setenta CD. ¿Sí? Pues ahora imagina componerlos. En treinta años, si hubiese empezado a componer a los cinco [ríe].
Está bien tener algo así como ambición. Las ambiciones tienen que ser altas, aunque luego te arrees un buen morrón.
Sí. Tiene que ser algo inalcanzable. Piensa en Mozart en cuanto a creador, y ahora piensa en tu director de cine favorito. Incluso tu preferido, el mejor de todos ellos, habrá firmado cuatro o cinco películas impecables, otras cuatro que no están mal, un par o tres (o más) infumables… Mozart no. Mozart era BANG-BANG-BANG-BANG [golpeando con el puño en la palma de la mano]. No cometió un solo error. La sinfonía de Mozart que yo incluyo en el libro es la n.º 41, la llamada Júpiter, la última que escribió en toda su vida. Y al final de la pieza te encuentras con esa fuga… Algo que creo que no ha sido superado aún en términos de perfección técnica. Me resulta difícil creer que alguien pueda escuchar algo así y no conmoverse. No sentirse inspirado. Vivimos en una época en la que, afortunadamente, puedes reproducir en un pequeño cachivache toda la música conocida, y gratis [ríe, de puro gozo]. Me da igual si los gustos de la gente no coinciden con los míos, si piensan que Chopin es una mierda, pero que al menos Brahms mola.
Según voy leyendo (soy un perfecto principiante en esto), no se trata tan solo del genio, ni de la técnica, de la mayoría de los compositores clásicos, sino también de las privaciones que sufrieron. Muchas de sus vidas fueron infernales. Les pasó de todo.
Se trata de eso, en efecto. Seguro que tú también has hecho cosas a pesar de algo. Y eso es lo más asombroso. Que a las cuatro de la mañana, cuando se desvelaron y pensaron: ¿Me tiro por la puta ventana, o escribo una sonata para piano? Escogieron lo segundo. Optaron por crear. Por eso es tan importante. Si hoy en día desconectáramos nuestros móviles y escogiésemos crear algo, aunque solo fuese durante treinta minutos… Hallar una forma de escapar de la reality TV, los pagos de la hipoteca, la rabia, encontrar algo que pueda contrarrestar todo eso. Todos aquellos compositores fueron las rockstars originales.
Ya. Parece imposible, considerando cómo todos ellos han sido convertidos en mercancía para una élite. Tu libro me ha hecho pensar que si apareciese Schubert en medio de algunos de esos recitales modernos acabaría partiéndole la cara a alguien. Antes de ser pisoteado por los guardias jurados.
Schubert vomitaría de asco. Estaría completamente horrorizado por lo que han hecho con su música. Como muy bien has dicho, se ha convertido en una mercancía. Es como pedir un vino carísimo, solo para demostrar que puedes permitírtelo y que puedes pagar quinientos euros por una botella, cuando en realidad si cambiaran la etiqueta ni te enterarías. Todo eso tiene que cambiar. Todo el mundo es responsable: nosotros, los músicos; los promotores; los periodistas; las salas. Tienen, tenemos, que empezar a darle la bienvenida a otra gente. Porque hablan mucho de querer hacerlo, pero en realidad no les interesa. Lo que les interesa son sus sponsors, sus corbatitas bien puestas y vestidos largos, nada de tejanos ni tatuajes… A la mierda. En serio: a la mierda. Esa música no les pertenece. Es de todo el mundo.
Supongo que eso sucedió cuando la música clásica, que no dejaba de ser folk de la época, que se usaba para fiestas y bailar y ligar y narrar historias del pueblo, se convirtió en un capricho para nobles. Una marca de ostentación.
Sucedió así. Pero creo que ahora está cambiando. Lo cierto es que esa gente es inofensiva; dejemos que lleven sus estúpidos trajes si quieren. En Inglaterra tenemos una cosa llamada The Proms, que es un festival enorme que organiza la BBC, ocho semanas de conciertos diarios de música clásica, y allí puede verse que algo está cambiando. Es solo que va a tomar mucho tiempo.
Lo que has conseguido con tu actitud y carrera es ciscarte en la fiesta de los puristas. Has defecado justo en medio del bol para el ponche. Muy bonito.
[Ríe] Lo necesitaban. Y no olvidemos que todos esos músicos en frac son también mis héroes. Me crié yendo a conciertos como aquellos. Cuando era adolescente me encantaba, me quedaba boquiabierto con toda la parafernalia. Por eso sé lo poderosa que es su imaginería, su ritual. Y sin embargo es algo muy minoritario. De los setenta millones de personas que viven en el Reino Unido, al menos cincuenta millones no han escuchado jamás una sonata de Beethoven. Y tiro bajo. Es completamente increíble. Se me cae la cara de vergüenza. Es una vergüenza. Y no porque esto sea más importante que los Sex Pistols, o algo así. No. Es porque forma parte de lo que somos, de la humanidad, y es un ejemplo de las grandes cosas que podemos conseguir. Tenemos que compartirlo. Odio la idea de «esto es mío, y vosotros no lo tenéis, chincha y rabia. Pondré las entradas a doscientos euros para que solo mis amigos puedan ir». ¡No! Esto hay que regalarlo. Me encantan Spotify y Soundcloud. Tengo diez millones de escuchas en algunos de estos formatos, y no recibo ni un duro de ello. Pero al menos la gente lo escucha.
Una última cosa sobre música: en Instrumental afirmas que con instrucción adecuada todo el mundo puede tocar el piano. Permíteme dudarlo.
Es verdad. Te doy mi palabra.
Pero ¿no entra en juego la inclinación, el (llamémosle) talento innato? No sé: no todo el mundo puede jugar bien a fútbol, o escribir novelas, o barruntar sobre filosofía. Entra en consideración una parte de… De estar dotado de forma natural para algo, supongo.
Mira: si escribes mil palabras al día durante dos meses, al final tendrás sesenta mil palabras. Eso es una novela. A ver, no estoy diciendo que todo el mundo pueda decir: voy a ser concertista de piano, y en cinco años voy a llenar el Carnegie Hall, y cobrar doscientos euros por entrada, o escribir un concierto, o la Gran Novela Americana. Pero estoy firmemente convencido de que hay un número inmenso de piezas de música —de Chopin, de Bach…— que podrías dominar completamente en seis semanas, tocando una hora al día, con un teclado y cuatro clases. Quizás no en un gran concierto, sobre un escenario, pero para ti, para tus amigos. Qué gran cosa poder hacer algo así. No me cabe la menor duda de que eso es posible, del mismo modo en que todo el mundo puede aprender algunos acordes y tocar la guitarra. Una hora al día, unas semanas, y ya podrías tocar alguna canción. Lo garantizo al 100%. Lo sé.
Claro. Me creo que todo el mundo puede tocar el «You really got me», si se pone a ello. Pero ¿tiene todo el mundo el impulso, el tesón suficiente, para ponerse a ello? ¿Para desear hacerlo?
Creo que sí. Picasso dijo aquello de que «todos los niños son artistas; el problema es seguir siendo un artista cuando te haces adulto». Lo que sucede es que se nos arranca esa inclinación a los nueve, los diez, los once. Esa creatividad se estrella contra un muro de negativas, de cosas que no puedes decir, de cosas que tienes que hacer, no, no, no, más no… Pero si te libras de todas esas constricciones, la creatividad regresa.
La música pop no es tu campo, y la mencionas tan solo de pasada, o para ilustrar un argumento. Pero estoy convencido de que algo te gustará de ella. ¿A qué artistas valoras fuera de la música clásica?
Ben Folds Five me encanta. Joanna Newsom es alucinante.
Es indudable que la Newsom ha conseguido sacarle lustre al instrumento menos cool de la historia: el arpa.
[Carcajada] ¡Sí! ¡Y mira lo que hace con él! Queen también me gustan mucho. Hattie me enseña, ella es la que está al tanto de rock y pop. En el coche siempre escucho Absolute Radio, que es solo música rock moderna. Algunas de esas canciones de Queen o Coldplay o Muse son la hostia; las armonías, la orquestación… Música es música. Lo escucho todo, pero mi pasión juvenil era la música clásica, y conseguí aprenderlo todo sobre ella.
A alguien como tú, acostumbrado a la sobreabundancia sinfónica, el rock’n’roll primitivo debe sonarle a un jabalí aporreando dos cuerdas, a lo loco.
No, no. Lo simple es bueno. Lo simple es necesario. Matisse utilizaba solo dos trazos de pintura, y era acojonante. Algunas de las mejores piezas de música clásica son sencillas, como el «Primer preludio en C mayor» de Bach, que es una de las cosas más simples que he visto, y asimismo tan hermoso… La música contemporánea clásica de hoy en día, por otro lado, es increíblemente compleja, y me parece espantosa. Complicada sin que haya para ello ninguna necesidad, vamos. Ahí está. Como un experimento sin meta.
Jamás sería tan frívolo como para decir que tu fortuna es envidiable, pero es innegable que (dentro de la desgracia) te han caído algunos golpes de suerte auténticamente alucinantes.
Dios, y tanto. Sí, ha sido asombroso. Que gente como Stephen Fry o Benedict Cumberbatch hayan dado la cara por mí, gozar de ese tipo de respaldo… Yo no estaría aquí hablando contigo si no hubiese sido por todos ellos. Me mantuvieron con vida, tal cual. Lo que hizo mi primer manager, el dinero que se invirtió en mí, la forma en que salió el primer álbum, conocer a Hattie… Tengo mucha suerte. Por dios, qué suerte tengo.
Suena como si aún no te lo creyeras.
Es que casi no me lo creo. ¿Tú crees en los finales felices? ¿Puedes fiarte de que todo terminará bien? Solo sé que yo no debería estar aquí. Cada día que estoy aquí es un regalo, un bonus de tiempo. Estar aquí, casado con alguien como Hattie, trabajando en algo en lo que he soñado desde que era un niño. Subir al escenario y tocar en el Steinway algo de Chopin o Rachmaninov… No sé cómo sucedió eso. Sé que no debería haber sucedido. Sé que dejé de tocar durante diez años. Sé que no tuve un profesor de piano hasta que cumplí los catorce. Nada de esto debería estar sucediendo [ríe de pura incredulidad]. Y sin embargo, aquí está. Mírame: estoy alojado en uno de los mejores hoteles de Barcelona, hablando de música con gente como tú, bebiendo agua y café gratis. Es increíble. Pero ¿no es eso maravilloso? Poder decir: esto puede suceder. Hay un camino.
Cierto. Es solo que la auténtica redención es tan rara como para parecer una quimera. La mayoría de la gente no se redime; no goza de esa posibilidad.
La redención es posible, pero el precio es muy alto. No solo físicamente, sino también emocionalmente. Han sido tres décadas de locura. Es mucho tiempo. Es agotador. A veces solo quiero dormir durante dos años, agazaparme en algún agujero y no hacer nada.
Lo mejor de Instrumental es que termina bien. No quiero ser pesimista, pero muchas cosas no terminan bien.
En las comedias románticas de Hollywood, el final siempre es una boda. Y la última escena es el «sí, quiero» en el altar, y entonces empiezan a aparecer los créditos, y es cuando tú te dices: «¡Buf, si solo acabáis de empezar, desgraciados!». Esperad un poco, colegas. Ahora empieza lo bueno. El trabajo serio.
El mal aliento por la mañana, los viajes a IKEA…
Todo eso. La tapa del váter no puede estar levantada, no puedes cagar con la puerta abierta, no puedes follar con otra gente, tienes que sacar la basura… Todo eso empieza ahora, cabrón. Y ahí es donde está la faena. No sé si estaré aquí en un año. No sé ni siquiera si estaré aquí en seis meses, joder.
Espero que sí, no me jodas.
Ya. Aunque no puedo darlo por sentado. No puedo volverme complaciente. Paso días terribles en que lo veo todo oscuro. Pero sigo aquí, maldita sea. Sigo aquí.
Fotografía: Alberto Gamazo
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«…muchos amigos me llamaban y me decían que mi caso era lo peor que habían escuchado en la vida. Lo peor que podía sucederle a alguien. Yo les decía: «¡No me digáis eso! ¡Eso lo empeora!». Si lo de hacerse la víctima sirviese de algo aún lo estaría poniendo en práctica, pero no es así. Es un sentimiento inútil.» Y va el tío y se lo encuentra a Kiko Amat, que se dedica a revolver obsesivamente la historia «asegurándonos» que «es una de las cosas más sobrecogedoras y espeluznantes y también emocionantes que van a escuchar jamás». Kiko Amat: O has vivido en un globo aerostático, o no has mirado a tu alrededor. Revisa. Pregunta a tus amigos y familiares y si no, lee las crónicas de la guerra de Bosnia, Rwanda, Sierra Leona, o la Civil Española, sin ir más lejos. Aunque esos horrores no les hayan sobrevenido a músicos famosos.
Un placer escuchar a Rhodes, sobre todo cuando habla de música.
Preciosa entrevista. Gracias.
Mucho para reflexionar
Renovador de la musica clasica en que sentido? Imagino que no lo dira en el sentido musical, porque movido por la curiosidad he visto interpretaciones suyas en Youtube y son bastante mediocres.
Que si, muy bonito eso de que un gafapasta que ha sido abusado sexualmente cuando era un crio decida aprender a tocar el piano de manera autodidacta. Y sin duda tiene aptitudes, nadie lo puede negar, pero de ahi a llamarlo renovador de la musica clasica hay un trecho. Mencion especial a esa interpretacion tan infantil que hace de las dinamicas en Beethoven y a la forma de atacar las octavas con nula profundidad.
Perdon por no acentuar, escribo desde un dispositivo movil.
Entiendo que se refiere a la manera de afrontar y presentar la música clásica, su didáctica nada encorsetada y su capacidad de renovar el público que acude a los recitales. Si en tu vocabulario entran expresiones como «atacar las octavas con nula profundidad» seguramente James Rhodes no sea para ti. Hay otros miles de intérpretes mas canónicos que han interpretado las mismas piezas que él, pero pocos que tengan su capacidad de salir del nicho y la autorreferencia. Y eso, unido a que es un intérprete decente, es lo que es renovador.
Decidme, por favor, que este tipo de comentarios no son patrimonio español.
Sí, creo que es el el comentario medio patrimonial. Así nos va.
Pero, ¿no se puede criticar, con menor o peor gusto, con mejor o peor acierto, o como a uno le parezca -dentro de los límites de la educación, por supuesto-?. ¿Te sentías cómodo con el Pravda, eso es lo que te gustaba?. Si un señor, en esta caso un músico, da una entrevista en un medio digital y sabiendo que, una vez publicada, habrá comentarios en abierto a su entrevista (hecho que él sabe antes de empezar la entrevista) pues se tendrá que aguantar con las críticas negativas (y no te preocupes que sabrá digerirlas sin despeinarse -si es que las lee-).
Y, no, no es patrimonio español. La mala leche o el atrevimiento desde la ignorancia es patrimonio universal, y si te vas a EEUU (media hora viendo la Fox para demostrarlo) te darás cuenta que, en concreto, en mala leche, EEUU es la primera potencia mundial.
De «decidme, por favor, que este tipo de comentarios no son patrimonio español» a «¿te sentías cómodo con el Pravda, eso es lo que te gustaba? Con dos cojones. Vamos, que nos va el ataque y si puede ser ad hóminem, mucho mejor. Tu comentario es la mejor respuesta, gracias.
Precisamente, a actitudes como la que has demostrado es a las que se refiere el entrevistado al hablar de ese elitismo absurdo que no hace más que alejar la música (clásica) de los que «no la merecen», y mientras tanto, se demuestra que hay varios caminos artisticos, que no tienen porqué ser divergentes.
Buenos días!
No he oído a James Rhodes y quizás no lo oiga en la vida, pero esta entrevista me da lo que pido a una entrevista. Enhorabuena, Kiko. Y el Sr. Rhodes merece todos mis respetos.
Pingback: Kiko Amat entrevista a JAMES RHODES | Bendito Atraso
La entrevista es interesante pero el entrevistador, aunque merece todo el crédito por la entrevista, podría ahorrarse sus reflexiones que no aportan nada en este caso.
Gustazo de entrevista, felicidades Kiko!
No puedo valorar a James Rhodes como intérprete. Mis conocimientos musicales son muy limitados.
Me encanta él como personaje, su discurso. Me han encantado el libro y la entrevista. Es un libro que va a acercar a muchos neófitos a la música clásica, y eso es genial, aunque nunca lleguen a valorar la profundidad de las octavas.
En un par de los comentarios que he leído se frivoliza sobre los abusos que sufrió James. Eso es propio de cretinos. Como el que dice que peor es lo que ocurre en Sierra Leona. ¿Desde cuándo la existencia de un mal justifica otro?.En esos momentos es cuando yo me pregunto de donde sale esta gente, y si somos de la misma raza humana.
He leído el libro de Rhodes y lo he disfrutado. Soy un modesto aficionado, muy modesto a la música clásica. Toco en una banda de pop. Y leo eso de «atacar las octavas» y confirmo que el bueno de James tiene razón: el mundo de la clasica es un mundo tomado por una banda de elitistas insoportables.
La música: tanta gente dedicando TANTO tiempo a hablar de lo que NO les gusta o no está bien. Y si os centráis en lo que sí?
He leído el libro hace muy poco, y la verdad me ha gustado mucho, entiendo que el mundo de la música clásica es también como cualquier otro, el del rock y demás. Para mi los indies son insoportables y eso que soy un flipado del rock y de la musical en general, pero creo que muchos de ellos se sienten especiales e inaccesibles. En mi opinión que lleve unos all start o unas gafas de pasta y que diga palabrotas, no lo hace ni especial ni mejor músico, estamos confundiendo peras con manzanas. Si me parece bien que la música clásica pueda abarcar a más púbico y que se rompan ciertos prejuicios y boberías varías respecto a la misma. A mi el libro me interesó y me gustó más que nada por el hecho de que para él la música ha sido por así decirlo una especie de salvación. En fin es curioso pero no deja de ser, para mi gusto, marketing musical, otra manera de presentarla, pero detrás de eso se supone que hay música y eso es ya otra historia bien distinta.
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«Supongo que eso sucedió cuando la música clásica, que no dejaba de ser folk de la época, que se usaba para fiestas y bailar y ligar y narrar historias del pueblo,
se convirtió en un capricho para nobles.»
wat
Todo lo bueno quiere ser controlado por alguna élite, el Rock y la música alternativa no se salva de eso……….
Llevo algo más de la mitad del libro. Es inteligente, adictivo y sobrecogedor. Pero hay algo que hace que no me crea a Rhodes. Lo siento.
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