La realidad es ancestral, pero el vocablo es reciente y está en boga: empotrador. Aunque el término derrocha evocación más que suficiente, recomendamos a los neófitos que se dirijan a Google y tecleen dos palabras: «Tom» y «Hardy». Et voilà. Dudas despejadas respecto al término.
Pero sucede que esta expresión, habitualmente empleada por mujeres que hablan de un tipo de hombre con el que mantener relaciones sexuales festiva y despreocupadamente, se ha vuelto en su contra con una virulencia que trasluce algo más. Lo conocerá toda aquella que haya expresado públicamente su derretimiento por figuras como Don Draper: «Al final, siempre os enamoráis del chico malo», te escupen como una salmodia, probablemente el reproche más clásico de un género a otro desde que se inventaron las zarzuelas. No es un debate terminológico, sino la sempiterna diatriba remozada de modernidad: ¿tendrías la amabilidad tú, mujer, de decirme exactamente qué es lo que tengo que hacer para enamorarte o encamarme contigo? La búsqueda del Santo Grial de la seducción, las relaciones personales y la pareja. Como si alguien pudiera ejercer la portavocía de las preferencias del 49,5% de la población sin margen de error. Como si esta pregunta no fuera una cuestión envenenada desde el núcleo, que más que perseguir el objetivo que dice (esclarecer qué gusta y qué no) oficia de arma arrojadiza contra nosotras: dime qué tengo que hacer, para seguirlo a rajatabla, y si aun así no caes rendida podré volcar todo mi tormento y rencor en ti, porque me has estafado. Eso, o aludiré ceñudamente a la inherente contradicción femenina —que expresa el anhelo del bueno y se levanta la falda ante el malo— y acudiré al consuelo de la ola científica más reciente y más de moda —como la psicología evolucionista— que no maneje teorías parciales, sino absolutas, que a poder ser refieran al cerebro reptiliano. Y que de paso confirme que tú, mujer, declaras una cosa pero tus instintos biológicos son los que te hacen contradecirte.
Y en esas estamos, inmersos en la enésima vuelta de tuerca de la crisis de la masculinidad. Porque alguien les dijo —un ser incorpóreo mezcla de revistas de tendencias y consejos mal entendidos— que la hombría ya no funcionaba con nosotras. Que la masculinidad estaba en retroceso. Que había que ser sensible, atento, correcto y organizar el sepelio al ritual de seducción de apoyar los codos en las barras de los bares gesticulando a lo John Wayne. Una amalgama de directrices tan confusa que uno no puede menos que comprender el «desubique» masculino, inmerso en un marasmo de tips y listados de cómo comportarse como un hombre moderno, sin que la galantería resulte casposa ni la sensibilidad demasiado masticable. ¿Tenemos que empotraros siempre contra la pared con ojos candentes o susurrar a Neruda sobre el edredón? ¿Pegar un salto de dos metros porque ladra un perro me resta virilidad o queda compensado si me pongo crepuscular mirando al infinito bebiendo un whisky? ¿Me tengo que deleitar con el esfuerzo o evitarlo? Esto sin atreverse a poner un pie cerca del hastío, es decir, la controversia inagotable de cuáles de esas acciones comportan machismo y cuáles son territorio libre de él.
Los historiadores y sociólogos decretaron esta denominada crisis de la masculinidad a finales del siglo XIX en Estados Unidos, el XX en el continente europeo. Hay lecturas de antropólogos como Robert J. Corber, Diane Abbott o Michael Kimmel muy interesantes y clarificadoras. Pero lo es aún más comprobar cómo algo que tenía que ver con la defunción de una hegemonía de género, por la incorporación de la mujer al mundo laboral y el destierro de ciertos estereotipos y roles, ha llegado hasta nuestros días con un mensaje completamente transfigurado. Y bobalicón a rabiar: ¿hace falta acercarle la silla a la mesa en el restaurante o no? Lo que se decretó —más bien constató— es la pérdida de hegemonía, no que la hombría era el mal y había que replegarse. Porque, recordemos, los valores que hasta entonces se asociaban a ella datan de allá por el siglo XII, cuando en la corte de Leonor de Aquitania se buscó compensar a las mujeres por su condición subalterna. Y es eso lo que ha cambiado, no que la masculinidad tenga que ser liquidada. Ni que ya no nos guste.
Espectro de la hombría vaciada
Seamos honestos: algo satisfactorio ha de tener este diálogo de sordos de la perenne guerra de sexos. Para comenzar, el hecho de que todos y cada uno de los individuos hallarán, con una simple conexión a internet, una hipótesis que arrope su idea de si la topología del varón macho está en crisis y qué hacer para conquistar a pesar de la paradoja de que ellas hagan ojitos a los moteros. Prenden como una llama en yesca seca, en formato estudio científico o las más risibles reseñas en publicaciones de tendencias (aplazando la lobotomía de los cursos de seducción oficiados por primates genuinos): «Los hombres que presentan la tríada oscura tienen mucho más éxito sexual que los demás», asegura una investigación y otras diez conjeturan en la misma dirección instantes después. «La ciencia explica cuáles son los comportamientos que más atraen a las mujeres», contraviene otro análisis, que afirma como «natural genéticamente» la atracción por el macho más dominante de la manada. Pero ¿saben lo que no es natural? Basar tu comportamiento en una teoría científica. Porque la ciencia también dice que la violencia es natural, y eso no significa que debamos aceptarlo.
Es cuestión de reconciliarse con el siglo en el que uno vive, tan absurdo como eso. No de tratar de redefinir la masculinidad saliendo por las calles con un farol como Diógenes y su búsqueda de el hombre, de patrón imposible. De vaciar la hombría de todo aquello heredado de la época en la que el varón se creía más fuerte y hecho a la imagen de Dios. Que la masculinidad, en suma, es algo que trasciende al individuo rudo, mutilado emocionalmente para el llanto, que emite alaridos inarticulados sin venir a cuento o da cachetadas en el culo a su secretaria. La caricatura es tramposa, cierto. Pero sucede que a veces no hay una forma más útil de perfilar la realidad que ridiculizarla. Y cuando nos escupen eso de que nos gustan «los chicos malos» también se parodia, porque se sobreentiende un espíritu masoca y una intención manifiesta de provocarse un daño emocional. O una estrechez de miras, que no sé que es peor.
No hay ningún secreto, así de tonta es la vida con sus obviedades tan evidentes que su sola formulación chirría: a muchas mujeres les gustan hombres muy masculinos, los mismos hombres que otras tantas juzgan completamente exentos de virilidad. Qué dilema, ¿no? Pero como nos atrae la réplica amorosa más que el azúcar a un oso, nos enredamos cuando algún apologeta profiere esos: «Lo que a las mujeres les gusta es….». Lo más sensato es huir. Porque lo que se avecina a continuación es una gilipollez espantosa, siempre. Provenga de boca de un hombre o una mujer.
Si hemos logrado —o estamos en ello, no todo es tierra conquistada— rescatar socialmente la dignidad la mujer, arrancándola de su atávico lugar de dependencia del varón, no parece muy sano incurrir en el error de nuevo pero cambiando el protagonista. Del mismo modo que ellas ya no se definen exclusivamente por su relación con el hombre —madre, esposa o hija— se antoja un despropósito que sea la mirada femenina la única encargada de redefinir la masculinidad. Determinar un patrón de conducta guiado por teorías científicas no parecía muy acertado, así que no digamos el hacerlo guiado con el único fin de encandilarlas, sexual o afectivamente, imitando un modelo de algo así como el «verdadero hombre» que en realidad no existe. Asoma algo de instrumentalización ahí, además.
El tema en torno a la crisis de la masculinidad está tan embarullado que al otro lado del océano crecen como champiñones los grupos de apoyo que asisten a los hombres en el trance. El escritor y guionista Shaun Zaken —quien sitúa su espectro de virilidad en algún lugar entre «Caitlyn Jenner and Tom Brady»—, asistió a uno de los más de veinte que existen en Los Ángeles porque sentía que su ansiedad e inseguridad respecto a su masculinidad se debía a que los roles y expectativas entre hombres y mujeres se han vuelto hoy más borrosos que nunca. «La virilidad es confusa en 2015. Con atletas convirtiéndose en chicas de portada, tipos duros mostrando el pecho en las películas, y la ropa interior masculina ofreciendo «levantadores de glúteos», es difícil determinar lo que significa ser un hombre hoy», escribía. Su tragicómica experiencia en estas reuniones semanales, donde el grupo ponía sobre la mesa sus frustraciones relacionadas con la seducción o con cualquier otra cuestión conectada con las mujeres, la resume con una conclusión: «Donde quiera que te sitúe el espectro de masculinidad, eso no te hace menos hombre».
Una idea que entronca con ese dicho de la sabiduría convencional de «el hombre de verdad nace, no se hace» y que dibuja la virilidad como un estatus social que el hombre se ha ganado históricamente —matando al mamut lanudo más carnoso—, pero que ahora se ha vuelto frágil. El trabajo académico también ha puesto sus ojos en esta realidad en esa pugna por definir qué significa ser un hombre en el contexto presente. El ya mencionado sociólogo Michael Kimmel —autor de una infinidad de obras, entre otras la Enciclopedia cultural del pene— lleva cuarenta años estudiando la crisis, y recientemente ha celebrado la primera conferencia internacional sobre masculinidades. Pero como es clásico en esta clase de encuentros, el resultado no es tan útil en cuanto a respuestas halladas como en la necesidad de formular adecuadamente las preguntas. Pueden encontrar una versión pueril y mucho menos matizada de este mismo asunto acudiendo a visitar la horda de reacciones recolectadas por el sociólogo de la Universidad de Berkeley Anthony Williams en Twitter, cuando dijo que «la violencia contra las mujeres es resultado de la fragilidad masculina». Asomarse al hashtag #MasculinitySoFragile y echarse a llorar es todo uno.
Porque todo esto deja bien claro lo despistadísimos que seguimos socialmente respecto al asunto central. Tanto como ese amigo que, cuando le conté que empezaba a pergeñar este artículo en mi cabeza, me instó a que nos dejáramos de «odas al chico malo» y patrones de masculinidad que «no nos vemos capaces de cumplir». Como si todo fuera una cuestión de expectativas. Ni odas ni elegías, está claro. Porque si él es capaz de hacer espectaculares y elaboradísimas ensaladas de rúcula, enfundarse leggins para ir a bikram yoga y no sentir amenazada su masculinidad ni su heterosexualidad por ello, es que quizá la masculinidad no se construya sobre la pureza de pensamiento o de acción —porque entonces no se salvaría nadie—, sino sobre la aspiración a ella. Que no tiene nada que ver con que todos puedan empotrarte. Ya dijo Einstein, y otros cien antes que él, que si juzgas a un pez por su habilidad para trepar árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil.
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Pues yo voy a decir una cosa. A las mujeres lo que os gusta es…
¡No, en serio! Lo único que quiero saber, sin importar mi lugar en el espectro de la masculinidad, es cómo hay que hablar a una mujer ¿Cómo se empieza? ¿Se dice «hola»? ¿Cuantas frases tengo que pronunciar antes del encamamiento? ¿Tengo que decirlas muy serio? ¿Hay que escupir de vez en cuando?
Si la autora tuviese a bien responder a estas dudas, por favor, deje su teléfono.
Es muy sencillo, así que le respondo yo. En la primera cita pregunte por la persona que ella mas ha amado y saque libreta y bolígrafo. Ella le contará una dramática historia sobre como él hacia que ella sufriera, cómo él pasaba de ella, como él solo «iba a lo suyo», y como él solo la trabaja como un objeto. Una vez haya anotado todos esos detalles sabrá exáctamente lo que debe hacer para que ella se enamore de usted. No trate de reinventar la rueda, haga lo mismo que el otro.
No es atracción, es manejar una relación corta, algo que no se puede hacer con un nerdo: lo tienes encima por meses.
Del mismo modo, de un modo totalmente natural las pu… chicas jóvenes se siente atraídas por miembros del sexo contrario con un aspecto externo de un mínimo neurológicamente sano, algo no que no abunda en estudiantes de carrera.
Detrás de la nueva masculinidad hay empresas que venden productos, sean de cosméticos, ropa, entretenimiento… Así que salvo que seas un capullo, mejor ser uno mismo, no tragarse las modas y no darle tantas vueltas a las cosas.
(Diego, tú pagas y te irá mejor)
Respecto al tema de la masculinidad no puedo estar más de acuerdo. Cada uno trabajará con su concepto propio, y eso no le hará más o menos hombre, (siempre que él mismo se lo crea verdaderamente).
Ahora bien, encuentro un matiz importante, y viene a raíz de la parte del artículo con la que no comulgo. Una parte estimable de la autoestima personal (o así se considera en algunos círculos psicológicos) radica en el éxito sexual de cada cual.
Esa es una razón muy humana para saber qué «exige» mi potencial pareja sexual, para, en la medida de lo posible, adaptarme a ello, gustar. No me parece tan terrible.
En este contexto, y partiendo del hecho de que la gran mayoría de hombres ejercen de anzuelo (entran) y las mujeres hacen las veces de pez, escogiendo el anzuelo más sabroso (se me perdone la perversidad metafórica) para un hombre es importante ser escogido la mayor cantidad de veces posible.
Y lo siento, pero me parece muy pobre el manido argumento que resbala del artículo, sugiriendo que en esto del amor no hay patrones, que todo es magia y para gustos los colores. No jodamos hombre. Creo que todos estamos de acuerdo (y negarlo me parece no querer ver la realidad) en que hay una serie de factores que tienden a repetirse (en la gran mayoría de los casos) en lo que a atractivo (masculino o femenino) se refiere.
De esta forma, nadie se sorprende porque una chica guapa y delgada sea deseada, no digamos si tiene buena delantera o piernas largas. Así, no creo que nadie se sorprenda del éxito del malote estándar en el ámbito sexual, no digamos si encima es guapo, alto, musculoso, o Dios no lo quiera, rico.
Como dices, estudios lo respaldan (y sobre todo, observación y experiencia personal de cada cual) y me es indiferente que para explicarlo recurran a la psicología evolucionista (decir que está de moda no la invalida, en mi facultad también lleva un tiempo de moda decir que la tierra no es plana) o a estereotipos de atractivo trabajados detrás de las cámaras (veáse Hache, el Duque, Chuck Bass…).
Con todo esto en la mesa, no creo que sea tan difícil de comprender que aquellos hombres que no se ajustan al perfil de canallismo rebelde (o no son jodidamente guapos, que así yo también puedo ligar, incluso siendo informático) puedan pasarlo mal al comprobar que su forma de ser no encaja con lo que su hipotética pareja sexual encuentra atractivo por lo general.
Acepto aquello de que «siempre os vais con el malo» cansa. Cansa porque no es siempre, y cansa por repetitivo, pero no porque sea del todo mentira. Una verdad mil veces repetida, hasta hacerse pesada, no se convierte en mentira.
No creo que los ya nombrados gustos estandarizados de los hombres heterosexuales (tetas, culo, cara, piernas, labios) estén cargados de virtud, pero conozco a pocos hombres que se resistan a reconocer esos factores como atractivos, o que mientan reclamando otras cosas que acaban por ser secundarias, o directamente irrelevantes. Ahí es dónde creo, se genera más confusión y conflicto.
Siempre creí y con los años se ha ido afianzando esta opinión, que hay personas (hombres y mujeres) que atraemos irremisiblemente al sexo opuesto y parte del propio, sin despeinarnos ni hacer nada que nos parezca especialmente trabajoso.
Cuando era joven, sí que recuerdo haber tenido que hacer algunas gansadas que no me convencían demasiado para que las féminas me hicieran caso, a pesar de mi más que evidente gancho con ellas. Pero el paso de los años te va dando una perspectiva y un sosiego que te aleja del hambre canina de la juventud y eso ellas lo notan. Y no hay nada que haga más irresistible a un hombre de por sí atractivo para una mujer que percibir que éste «pasa» de ella. Pero no en el sentido forzado o «borde» que a veces se revela para cualquiera como lo contrario de lo que se quiere aparentar, sino en el sentido de que ese hombre atiende amable, incluso simpático, mientras ella está ahí pero que cuando hace el gesto de irse o directamente se va, él se queda igual de tranquilo y sereno sin haberle echado ninguna florecilla y mucho menos preguntarle nada íntimo sobre sus circunstancias. Tengo 53 años aunque no aparento más de 40-42 y el trabajo es mío para ir sorteando insinuaciones a diario por parte de mujeres de cualquier edad y estrato social con parentesco o sin él. Debo, aunque va en contra de mi naturaleza tierna y empatía con los demás, moderar mis encantos con las señoras porque son automáticamente interpretadas como invitaciones a la aventura y el sexo desenfrenado. El entorno es un campo minado entre «hotwifes», «lolitas» y depredadoras varias. Me importa un bledo aparecer sensible o duro ante los ojos de cualquier mujer, me comporto cada vez con mayor despreocupación, es mucho más relajado y a mí me va perfecto porque soy muy vago. Me da igual que ellas piensen que no soy el macho alfa que aparento ser porque me da igual que se larguen decepcionadas. ¡Menudo despilfarro emocional y material es tener que estar siempre a la altura de las expectativas que tienen acerca de tí (y de ellas) o de la existencia en general!
Claro que para los que son como yo, es fácil decirlo. Soy el tipo de hombre que no vive pendiente de las mujeres aunque me gustan mucho, mucho… Siempre he preferido, a partir de los 21-22 años que fueran ellas las que se acercaran a mí y luego ya, escoger yo a quién dedicarle mi atención y excepcionalmente, mis favores.
Saludos.
Yo también llevo jugando al Second Life desde que salió. Está muy bien.
¿Verdad que sí…? ¡Ja, ja, ja…! Al final siempre tengo que acabar consensuando con la mayoría de la gente para no tener que acabar siempre a hostias.
Y es que sólo te puede entender el que está o ha estado en tu misma situación.
Jojojo… estaba pensando lo mismo..
Pues lo mismo para tí…
tu «evidente gancho» con las féminas no creo que te vaya muy bien con un maromo como el que esto escribe y a lo mejor te llevas de rebote un jab y otras lindezas de estas que me salen espontáneamente.. a ver cómo los «sorteas».. encanto, que eres un encanto.. Hay que ser payaso, con 54 años, carcamal flipao..
¡Ja! Está claro que he tocado nervio contigo. Tu envidia atroz te lleva a comportarte como el neandertal que eres, poligonero rapado al uno. Por lo menos, podrías (si supieras) camuflar tus celos con la elegancia con que lo hace más abajo, Alex.
¡Ale, a jugar al futbolín con la peña que aquí no se te ha perdido nada!
Yo te creo. Eso lo he visto yo con un amigo mio, que algo tiene que las atrae todas, aunque el es más de pareja, pero las veces que ha estado soltero, madre mía……, yo siempre he pensado que son las feromonas.
En cuanto al artículo, no me he enterado de nada.
Algo de feromonas debe de andar por ahí porque más de una me ha comentado que el aroma que perciben saliendo de mis fosas nasales las vuelve locas literalmente. La primera que me lo dijo, creí que me estaba tomando el pelo pero eran tantas las veces que me insistía «Échame aire por la nariz que lo huela» que ví que era cierto. La segunda ya no me tomó por sorpresa y la tercera menos. La verdad es que las tres tenían un olfato de perdiguero cosa que se evidenciaba en diferentes situaciones de la vida diaria.
Saludos.
¿Como cuando te tirabas un pedo? ¡Las debías dejar pero que bien jodidas a ellas y a sus olfatos!
Pues no, Meli F… No sé si decirlo pero… ¡lo voy a hacer! Se quedaban bien tapadas bajo las sábanas hasta que se desvanecía el olor y luego pedían más. Besos.
Soy el tipo de hombre que vive pendiente sí mismo. Es una labor que requiere un cuidado especial y una dedicación continua. En algunas ocasiones le concedo a alguna fémina el privilegio de mi atención. Como ya he mencionado soy un hombre vago y normalmente son ellas las que acaban marchándose principalmente porque descubren que el halo de misterio que me rodea sólo sirve para encubrir una inmensa nada que al poco tiempo de tratarme se revela de forma dramática. En mi propia arrogancia soy capaz de alardear de esta, por otro lado, tristísima situación, ya no con mis amigos puesto que no tengo sino en foros de Internet.
Me explico.Es lo que yo he deducido de su comentario.
Alex, te remito más arriba a mi respuesta a ¿»Ka-Boom»?
Prefiero no extenderme acerca de lo que yo he deducido de tu comentario.
El tema implicito de este artículo versa sobre que ya lo «másculino» y lo «fémenino» no son características exclusivas de uno de los dos sexos. La masculinidad y femenidad son constructos heredados de la naturaleza, mas hoy se han liberado del sexo. Es decir, hay mujeres masculinas y hombres femeninos.
Masculinidad atesora, por definición, cualquier ser humano con testículos. Otra cosa es atractivo sexual, que es un intangible con el que todo dios anda a vueltas en estos tiempos.
Estoy en desacuerdo con la autora, si que hay un secreto, cuidarse uno mismo y olvidarse tanto de los espejos, que mienten todos, como de las miradas de los demás, que son espejos.
Yo ya hace tiempo que dejé de preocuparme por qué piensan o sienten hacia mí las mujeres, creo que están casi todas jodidas de la cabeza, no tiene nada de machista porque, coño, pienso lo mismo de los hombres.
Y me va mucho mejor.
Una lástima que la autora no analice la culpa que el feminismo postmoderno tiene en esa supuesta ‘crisis’ del hombre y su ‘masculinidad’.
Respecto al atractivo que sienten las mujeres (sobre todo de jóvenes) hacia los chicos malos, cualquiera que no viva en una burbuja lo ha podido corroborar.
Estoy de acuerdo con lo que expones. No se si irá por ahí, pero creo que viene a cuento.
No hace mucho hubo cierto debate en las redes por un artículo de ‘Barbiehijaputa’ que venía a decir poco más o menos que abordar a una mujer desconocida es machismo del feo. Que los hombres deberíamos imitar a las mujeres en sus ancestrales técnicas de seducción y valernos de miraditas e indirectas de lo más difuso. Mi opinión al respecto, es que, de ser así, la especie se extinguiría, porque ni a mis más agraciados conocidos le abordan las mujeres razonablemente a menudo, y se ven forzados habitualmente a forzar la interacción y las circunstancias.
Es cierto que en un mundo en el que la liberación de la mujer (sexualmente hablando) fuera verdaderamente palpable, una mujer no debería de tener problemas en ir a hablar con un chico que la atrajera en un momento oportuno, incluso llegado el caso, ser directa con el en cuanto a sus intenciones. La realidad sin embargo se queda en buenas intenciones y meras palabras. Que sí, yo también tengo alguna amiga con los bemoles de abordar chicos que le gustan y enfrentarse al rechazo en vez de quedarse esperando, pero en comparación se trata de una excepción marginal.
Las intenciones igualitarias (del todo admirables) se quedan en palabrería cuando el empotrador (concepto que desprende un tufillo dominador y condescendiente) se hace tendencia o las mujeres siguen teniendo la violación como una fantasía recurrente según estudios. Por supuesto aquí encaja la historia del «chico malo», ese estereotipo Charlie Sheen, misógino y dominante que tanto éxito sexual suele acaparar.
Llegados aquí y partiendo del hecho de que la actividad sexual es algo a tener en cuenta en el concepto propio de masculinidad o feminidad, muchos se preguntan ¿en qué quedamos?.
¿Queremos un buen tío (no por ello aburrido, dejemos de lado manidos silogismos) respetuoso y atento? ¿Queremos un malote macho-alfa con tendencias narcisistas y dominantes que pase de mí? ¿Queremos un extraño mejunje de ambas? ¿Hasta dónde uno y hasta dónde otro?
De esta forma, (y por esa sana y humana intención de gustar) creo que muchos hombres pierden de vista el camino que hace su masculinidad plena. Lo que tradicionalmente se había considerado masculino (protección y/o dominación) ahora es machista y condescendiente, pero sin embargo sigue (a todas luces) resultando atractivo. Lo que tradicionalmente se había considerado femenino (delidadeza, dulzura, elegancia) ahora es machista, pero aún así se sigue vendiendo y buscando.
Por eso veo comprensible hablar de «crisis de la masculinidad» y relacionarlo con un cambio en el concepto de feminidad.
Yo tampoco me he enterado de lo que dice el artículo: eso de ir desde Leonor de Aquitania a Einsten pasando por Caitlyn Jenner en tres párrafos me ha dejado atónita. Pero lo que me ha sugerido, aunque quizá no era lo que se pretendía, es que los hombres están empezando a sentir ahora el tipo de presión social que las mujeres llevan siglos aguantando, en lo que se refiere a tener un determinado aspecto, comportarse de una determinada manera y estar sujetas a determinadas ideas preconcebidas y estereotipos. ¿A que es duro, eh?
Como todo en una medida razonable, a mí me parece bien que se empiece a repartir la presión y que no sólo se nos etiquete a nosotras. Está bien que se hable del macho, el motero, el chico malo, el chico bueno, el amigo del alma, etc. También nosotras hemos sido toda la vida la zorra, la estrecha, la bruja, la facil (por no decir otra cosa) etc. Y es muy duro, se pasa muy mal, sobre todo cuando se es joven y no se tiene la perspectiva necesaria para reconocer las etiquetas por lo que son: ideas preconcebidas en las que no solo no es necesario encajar, sino que cuanto más se ignoren, mejor.
Pues eso, que ahora os toca a vosotros ser etiquetados y tratar de superarlo, si podéis. Bienvenidos a nuestro mundo, queridos hombres. ¡Suerte!
Esta terminología proviene de la malquerencia hacia las mujeres. Es un lenguaje procaz en grado sumo, que parece queda pijo entre ciertas «elites» .
Ante todo buen artículo, pero creo que, como ha dicho alguien ya, confunde 2 conceptos: «la masculinidad» y «lo que le gusta a las mujeres». Respecto a la idea de masculinidad es algo que ha ido cambiando con el tiempo. Algo normal, por otra parte. Se podría decir que cada época ha tenido su concepto de masculinidad (se ha dicho ya muchas veces que los romanos, o parte de ellos, tenían relaciones homosexuales sin que se cuestionase su «hombría» por ello, cosa impensable en nuestra época). Hasta hace nada ningún hombre que no quería hacer dudar a nadie sobre su masculinidad se depilaba, ninguno, salvo por trabajo (deportistas, bailarines, actores…). Hoy en día, con el concepto ya viejo de «metrosexualidad» hay hombres que no es que se depilen, es que pasan más tiempo arreglándose que muchas mujeres. Esto sumado a las «nuevas ideas» que se han ido (más o menos) asentando (esa amalgama dicha por la autora) del «nuevo hombre», más sensible, sin miedo a llorar…. ha contribuido a «alimentar» esa confusión. Porque es mucho más fácil que «ser hombre» signifique A, que no A,B,C,D…. Confusión que ya se irá aclarando. Simplemente lo que empieza a quedar claro es que ser hombre no significa A,B,C o D, no es una cuestión de cómo tiene que ser un hombre, hay muchas maneras de comportarse como hombre, y todas válidas.
Respecto a la cuestión de «lo que le gusta a las mujeres», como ya se ha dicho, la respuesta fácil es que cada mujer es un mundo con gustos diferentes. Eso, que en última instancia, es evidentemente verdad, no es «totalmente» verdad. Puesto que tanto hombres como mujeres, en cuanto a que animales sociales, estamos influidos por un sinfín de conceptos sociales. Hay cánones de belleza (también marcados por las respectivas épocas) y «modelos de hombre (y mujer)» más atractivos que otros. Pasa que los hombres somos más predecibles y la frase de «qué es lo que le gusta a los hombres» se puede resumir, en primera instancia, la simple, en que «un buen cuerpo» y la misma frase desde la perspectiva femenina es más compleja. Por eso es normal que haya más «inquietud» entre el hombre, porque «la tecla» no es tan obvia. Pasado ese primer filtro, ya sí que queda el gusto de cada cual y aquello de que cada mujer es un mundo.
A mi mujer le peto el bul cosa bárbara; y ella a veces me penetra el ojete con un cipote de plástico de esos, y oye, tan ricamente. Bo que pasa.
No es que me interese, pero cuenta, cuenta.
Iba no del todo mal, no del todo, hasta que en el último párrafo te caes equiparando masculinidad y heterosexualidad, pena.