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Bill Russell y Wilt Chamberlain: la última lucha de gigantes

Bill Russell y Wilt Chamberlain. Foto cortesía de NBA.
Bill Russell y Wilt Chamberlain. Foto cortesía de NBA.

Russell llega al vestuario con su traje negro de todos los séptimos partidos. Siempre el mismo traje, la misma rutina. Cuando algún recién llegado le pregunta por qué esa manía, Russell le contesta con su aire circunspecto: «Porque soy el enterrador. He venido a enterrar a esos tíos». Su balance en estos partidos decisivos es 9-0. En sus doce años como profesional, ha ganado diez anillos. Si gana hoy, en Los Ángeles, ante los diezmados Lakers, serán once campeonatos en trece años, los dos últimos, además, ejerciendo de jugador-entrenador.

Ha sido, en cualquier caso, un año de mierda. Un año de lesiones, dolor y hospitalizaciones. Un año de sueños rotos: no hay rastro del mágico verano del 68, Robert Kennedy ha muerto acribillado, igual que Martin Luther King, los chicos negros que mandan a Vietnam siguen cayendo como moscas. Un año, además, de desamor. Las cosas con Rose no van bien y él sabe que sin Rose no es nadie y que no tiene sentido seguir en Boston más tiempo. Mejor volver a la California donde se crió, al calor de San Francisco.

La misma California que le recibe esta noche ansiosa de gloria. Los Lakers, encabezados por Jerry West y Elgin Baylor, están ante su sexta final de la década. Seis finales de la NBA desde que la franquicia dejara Minneapolis y aún no han conseguido ni una sola victoria. Seis finales y las seis contra Bill Russell y sus Celtics, siempre dispuestos a aguar la fiesta en el último minuto, sea con un robo de Havlicek, una canasta imposible de Jones o una exhibición de Russ, como cuando consiguió treinta puntos y cuarenta rebotes en el séptimo partido de la final de 1962.

Desde luego, Russell tiene motivos para estar tranquilo, incluso para disfrutar de la euforia ajena. El dueño de los Lakers, Jack Kent Cooke, convencido de que el título no va a escaparse —nunca, en la historia de la NBA, el equipo visitante se ha llevado el séptimo partido de una final— ha organizado una serie de eventos que resultan incluso cómicos. En cada asiento hay un flyer detallando las celebraciones del título: del techo caerán miles de globos amarillos y morados, la banda de la Universidad de South California entrará al parqué para tocar «Happy days are here again» y el mítico Chick Hearn entrevistará, por este orden, a Baylor, West y Chamberlain.

Russell se ríe por dentro pero se indigna por fuera, enseñando en el vestuario el flyer humillante a sus compañeros, apelando una vez más al orgullo verde de un equipo que envejece rápidamente y que ha vivido la peor temporada regular de los últimos quince años, sabedor de que todas las fuerzas había que reservarlas para ese último baile que son los play-off. Incluso Russell se ha sentado a sí mismo en el banquillo más de lo habitual para un hombre acostumbrado a jugar los 48 minutos de cada partido. Nadie daba un duro por ellos y han llegado hasta aquí. Ahora tienen la oportunidad perfecta de arruinar una fiesta más, como arruinaron antes las de los Knicks y los Sixers.

El discurso causa efecto y los de Boston salen a la rueda de calentamiento con los dientes prietos y la rabia encendida, más aún cuando comprueban que, efectivamente, en el techo, sujetados por unas inmensas mallas, esperan los miles de globos listos para la celebración. Russell indica unos ejercicios rutinarios y cuando ve que Jerry West se acerca para saludarle, le dice muy serio, con esa mirada que te atraviesa: «Jerry, ¿ves esos putos globos? Bueno, pues te aseguro que ahí van a quedarse esta noche».

«Nadie anima a Goliath»

Jerry West, en cualquier caso, no tiene la culpa de nada. Como mucho, de que la serie siga viva. Su nivel de juego está siendo espectacular, con una media de casi cuarenta puntos por partido, ensombreciendo a la supuesta estrella del equipo, Wilt Chamberlain, llegado ese mismo verano de Philadelphia después de tres galardones de MVP consecutivos. Chamberlain y West tienen muchas cosas en común: de entrada, su talento; después, su mala racha contra Russell y los Celtics y por último, las molestias físicas. Los dos están lesionados de mayor o menor gravedad: Chamberlain con un ojo inflamado y el tobillo destrozado, Jerry con una rotura de fibras que le obliga a jugar con el muslo vendado.

Por lo demás, no se caen bien. «Nobody roots for Goliath», que decía Alex Hannum, el entrenador de Chamberlain en los Sixers. Pese a sus enormes estadísticas: sus cincuenta puntos por partido de la temporada 1962, su récord de rebotes en un partido, conseguido precisamente ante Russell en su año de rookie, con cincuenta y cinco capturas, e incluso su empeño en 1967 por ser el mejor asistente de la liga, Chamberlain se ha ganado fama de perdedor.

Y es que, efectivamente, si Russell es la imagen del ganador perfecto —añadan a sus diez títulos NBA, otros dos como universitario y un oro olímpico en Melbourne 1956—, Chamberlain representa la fuerza bruta que se desvanece en el peor momento. Hay algo injusto en esa consideración: Chamberlain ha sido campeón de la NBA haciendo de sus Sixers de 1967 uno de los mejores equipos de la historia. Además, en muchos de esos séptimos partidos ha dado lo mejor de sí mismo, solo para caer ante la apisonadora de los Celtics.

Cuando le preguntan al respecto, él solo se encoge de hombros: «Si yo soy un perdedor, ¿qué son todos los demás que juegan contra los Celtics?».

Es cierto: Chamberlain no mandó sus doscientos quince centímetros y ciento veinticinco kilos a luchar contra los elementos, pero en la memoria del espectador está demasiado reciente el apagón del año anterior, cuando aún estaba en Philadelphia. Los Sixers se enfrentaban por enésima vez a los Celtics —Russell y Chamberlain llegaron a competir entre ellos en ciento cuarenta y dos partidos oficiales a lo largo de sus carreras— y disponían de un 3-1 a su favor en la final de la Conferencia Este. Quedaban dos partidos en Pennsylvania y solo una victoria habría sido suficiente.

Sin embargo, de nuevo lesionado, Wilt jugó un enorme quinto partido aunque no fuera suficiente, decayó en el sexto y se hundió por completo en la segunda parte del séptimo encuentro, tirando solo dos veces a canasta en esos veinticuatro minutos, cortesía no exactamente de Bill Russell, que se puso a defender a Chet Walker, sino del fajador Wayne Embry, elegido como secante del todopoderoso Chamberlain. Esa derrota le pesó tanto que nada más llegar a su casa de Nueva York exigió el traspaso, cansado de tantas críticas. «Si no, me voy a la ABA», dijo, desafiante, y el comisionado hizo todo lo posible para que Sixers y Lakers se pusieran de acuerdo.

De hecho, no hace falta irse siquiera al año pasado para recordar la última vez que Chamberlain no estuvo a la altura de las expectativas. De nada sirve meter cien puntos en un partido si luego te quedas en menos de diez en el sexto de la final, el que te puede dar el título en Boston. El entrenador, Butch Van Breda Kolff, está que trina con él. Sus compañeros lo ven desde cierta distancia: a menudo falta a los entrenamientos, no da la sensación nunca de esforzarse al máximo… Todos le esperan en este séptimo partido, como decíamos, su 142º contra Bill Russell, el hombre que todo el mundo dice que le defiende de maravilla, como si no promediara casi veintinueve puntos y veintinueve rebotes contra él. Es una buena oportunidad para callar bocas. La última oportunidad, de hecho.

Red Auerbach y los Harlem Globetrotters

Porque Bill Russell se retira. Nadie lo sabe aún, solo él y sus sueños de California. En la franquicia, Red Auerbach está encajando bolillos para ver cómo superar la retirada de Sam Jones pero confía en que su estrella aguante al menos otra temporada. No lo hará. No más dolor, no más frío invernal, no más exposición constante a los medios. Russell lo ha hecho todo en su carrera como jugador: es impensable que nadie vuelva a ganar diez títulos —once, recordemos, si repite esta noche— y para cuando alguien lo haga, él ya será un venerable ancianito o estará dos metros bajo tierra.

Recuerda su segundo año en la Universidad de San Francisco, cuando ganó el título de la NCAA, promedió veinte puntos y veinte rebotes y aun así los blancos que decidían esas cosas no le eligieron ni como mejor pívot de California. Hay mucho odio interno en Russell, pero no parece que Chamberlain sea uno de sus objetivos. Desde que Wilt llegara a la liga en 1959, la comparación entre ambos ha sido inevitable. El defensor que gana títulos frente al atacante que gana partidos intrascendentes. Si para Chamberlain eso no era justo, para Russell tampoco: «No es una cuestión de Wilt ni de los Sixers ni de los Warriors. Cuando ganas diez títulos quiere decir que les has ganado a TODOS».

De sus primeros años en la liga quedan las cenas de Acción de Gracias juntos. A la televisión estadounidense le gustaba programar un buen Sixers-Celtics en día familiar y, si se jugaba en Philadelphia, ahí iba Russell a casa de los Chamberlain a tomarse su pavo, echarse su siesta, bromear con la madre de Bill y sonreír asintiendo cuando esta le decía: «No seas muy duro hoy con mi chico».

En parte, a cada uno le habría gustado ser el otro en algunas cosas y su oportunidad tuvieron: cuando, en 1956, no estaba claro si los Celtics conseguirían a Russell en el draft, los Harlem Globetrotters llamaron a su puerta. Había algo halagador en la oferta —nadie dudaba de que en los Globetrotters estaban algunos de los mejores jugadores del mundo y desde luego los mejores jugadores negros del mundo— pero también algo que le limitaba: decir que sí, renunciar a triunfar en el mundo de los blancos y en la ciudad más blanca de la Costa Este suponía un nuevo acto de resignación que no podía admitir.

Chamberlain, por su parte, sí que aceptó. Abandonó la Universidad de Kansas un año antes de licenciarse, de nuevo con un montón de récords en el bolsillo. Como la NBA no le admitía aún, se fue un año de gira y llegó a jugar en la URSS y a conocer a Nikita Kruschev. La experiencia fue tan gratificante que de vez en cuando, incluso como jugador profesional, aprovecha para escaparse unos días y jugar unos amistosos con sus antiguos compañeros. «Me lo paso tan bien que a veces me dan ganas de quedarme ahí y no volver a la NBA», dice, en un reflejo de lo que es su actitud ante el deporte o al menos ante la competitividad en el deporte.

Porque igual que Russell pudo en parte ser Chamberlain, Chamberlain pudo haber sido Russell si hubiera caído en las redes de Auerbach cuando el técnico de Boston se fijó en aquel gigante de 2.10 que asombraba en su instituto de Philadelphia. «Vente a una universidad de Nueva Inglaterra y te ficharemos con nuestra opción territorial en el draft». Chamberlain lo pensó y dijo que no. Aquel tipo no le entró nunca por lo ojos. Con el tiempo, llegó a negarse a pronunciar su nombre: «el hombre que no me gusta» le llamaba, sin más. Ningún entrenador le sacó tanto de quicio como el que tuvo enfrente durante la mitad de su carrera.

No, él era hombre de espectáculo, de fantasear con una pelea en Las Vegas contra Muhammad Alí y aparecer ya retirado en películas de Schwarzenegger. Cuando sus problemas con los tiros libres se hicieron crónicos, los Sixers le pagaron un psiquiatra. «Fui un mes solo. Cuando lo dejé, el psiquiatra lanzaba tiros libres mucho mejor que yo».

La lesión de la discordia

Y aquí estamos, diez años después de la llegada de Chamberlain a la liga, trece después de la llegada de Russell. En Los Ángeles, séptimo partido de una serie que podría estar acabada si Sam Jones no hubiera anotado, desequilibrado y en el último segundo, una canasta que igualaba la eliminatoria a dos. «Pensé en tirar con efecto y bombeado para que Bill cogiera el rebote si fallaba», afirmó… solo que Bill no estaba en la cancha, el que estaba era Chamberlain, que se quedó a milímetros de taponar el balón antes de que este tocara el aro, volara por el aire y acabara entrando en la canasta.

Son Celtics y Lakers dos equipos rotos, al límite. Russell ha perdido buena parte de su explosividad y su rapidez. Tiene treinta y cinco años y las rodillas destrozadas. Su labor en ataque consiste en poco más que subir al poste alto y dividir los balones entre Jones, Havlicek y Sigfried o Bryant. Wilt tampoco es el hombre que corría los cuatrocientos metros en cuarenta y nueve segundos, sino un pivot más lento, de movimientos algo torpes por sus problemas en las articulaciones.

Cuando llegan al descanso, la ventaja, casi inapreciable, es de Boston, 56-59. Es en el tercer cuarto cuando todo se desmadra: Jones comete su cuarta falta, igual que Russell, igual que Chamberlain minutos después. West tira del carro, por supuesto, pero no puede con todos y en defensa se le ve cojear ostensiblemente. Aparece entonces un invitado sorpresa: Don Nelson, el ala-pivot suplente de los Celtics. Nelson, un tío con pinta de leñador que después revolucionaría el juego como técnico de los Warriors, con su baloncesto rápido y lleno de talento, es poco más que un complemento en el equipo, pero cuando Russell le da la oportunidad de consagrarse en el mismísimo Forum de Inglewood no desentona: doce puntos casi seguidos disparan a los de Massachusetts, 76-91 al final del tercer cuarto.

Quince puntos en la NBA de los sesenta, la de contraataques y bandejas vertiginosas no son tanta diferencia. Los Lakers se aplican en defensa, Sam Jones comete su sexta falta cuando quedan siete minutos y todo el Forum se levanta para aplaudirle. La ventaja sigue siendo de doce puntos (89-101), pero los Celtics parecen fundidos y West se lanza a su milagro personal: anota una suspensión, fuerza una falta y defiende como puede. Coloca el 94-103 en el marcador y en la siguiente jugada los Celtics fallan de nuevo. Chamberlain va a por el rebote y al pisar se tuerce la rodilla. El gesto de dolor es inmediato.

El pabellón cesa su rugido. Los Lakers están remontando, quedan menos de seis minutos pero The Big Dipper arrastra la pierna como un alma en pena. Los árbitros detienen el juego, Chamberlain intenta volver para un ataque más pero inmediatamente pide el cambio con 96-103 en el marcador. En su lugar sale Count, un pivot blanco muy alto y con muy buena mano. El desastre no se consuma. Incluso con Count en pista la remontada angelina continúa: 98-103, 100-103 y 102-103 después de canasta del propio Count desde cinco metros.

La euforia puede respirarse y los globos de celebración vibran en el techo. Incluso la banda de la USC vuelve a colocarse en orden para salir al parqué en cuanto acabe el partido. Wilt Chamberlain pide volver a la cancha. Es la estrella, no puede soportar ver todo esto desde el banquillo. Van Breda Holff, intuyendo quizá que la hora de su revancha ha llegado, se limita a decirle: «Se nos está dando bastante bien sin ti, así que vamos a dejarlo así». Wilt maldice mientras sus compañeros pierden hasta tres oportunidades de ponerse por delante.

A falta de menos de un minuto y medio, Havlicek apura la posesión y está a punto de perder el balón: West lo puntea y llega de milagro a las manos de Nelson, más allá del tiro libre. Tiene que lanzar si no quiere que se acabe la posesión, así que tira el balón hacia arriba y que sea lo que Dios quiera: la pelota bota en el aro de nuevo, como en el tiro de Jones del cuarto partido y , para desesperación local, vuelve a bajar con nieve directa hacia la canasta. 102-105.

El partido, mentalmente, está acabado. Chamberlain, que fue decisivo en el primer partido con una canasta en los últimos segundos, sigue maldiciendo a su entrenador. West está agotado y obcecado y Russell decide retirarse a lo grande con dos rebotes y un tapón marca de la casa. Los Celtics ganan de nuevo. Undécimo título en trece años, décima victoria en un séptimo partido. Los putos globos, efectivamente, se quedan ahí arriba mientras la banda se limita a guardar los instrumentos en sus fundas.

La pelea que duró veinte años

El esfuerzo de West tiene la recompensa del MVP de la final, la única vez en setenta años de NBA que un jugador del equipo derrotado consigue el galardón. El esfuerzo de Wilt no encuentra recompensa alguna: su propio entrenador le acusa de haberse borrado cuando vio que los Celtics iban a ganar el partido e incluso Bill Russell hace sangre con unas declaraciones impropias: «Para marcharse así de un séptimo partido de una final uno tiene que tener la pierna o la espalda rotas. Si no vas directo al hospital no tiene sentido que salgas de la cancha. Esas lesiones que se pasan a los tres minutos no son propias de campeones».

De todas las críticas, esta es la que Chamberlain no va a perdonar. Aquel hombre había estado en su casa, con su familia, compartiendo el pan y la mermelada con su madre y sus hermanos… y ahora, ya retirado, ¿viene con estas? «Es un hombre infeliz», resume Wilt. «Lo ha ganado todo y aun así sigue siendo un hombre infeliz». Durante veinte años no se cruzan palabra alguna. Matarse durante diez temporadas para acabar separados por un micrófono…

Los Lakers perdieron aún otra final en 1970 ante los Knicks. Wilt tuvo que esperar hasta 1972 para ganar su segundo anillo, aunque lo hizo a lo grande, batiendo el récord de victorias en una temporada: sesenta y nueve, récord que estuvo en vigor hasta que llegaron los Bulls de Jordan, Pippen y Rodman. Después de una última temporada en Los Ángeles, el gran gigante decidió retirarse en 1973, dedicarse a la buena vida y engrosar el número de mujeres con las que se acostaba hasta llegar a veinte mil, según su propio recuento de 1991.

Russell se convirtió en el ganador huraño que no consiguió éxito alguno como entrenador de otras franquicias y Chamberlain, en el perdedor inquieto que siempre tenía una sonrisa para el que se le acercara. Sus caminos se volvieron a juntar en 1989, cuando Bill le pidió perdón por aquellas declaraciones. Desde entonces, en plena expansión mundial de la NBA, se dedicaron elogios y piropos y aparecieron ante las cámaras varias veces como grandes amigos: Russell, alto y delgado, barba canosa; Chamberlain, aún fornido y con gafas de sol a los casi sesenta años.

Todo acabaría el 12 de octubre de 1999, cuando Chamberlain no despertó de su último sueño, víctima de un ataque al corazón. Su sobrino, cuando fue a recoger la casa, se encontró una agenda con las llamadas pendientes para el día siguiente. El segundo de la lista era Bill Russell. Sus conversaciones sobre los viejos tiempos y su común desdén hacia Dennis Rodman les habían unido más que nunca. Solo la salud y quizá los excesos les separaron demasiado pronto.

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9 Comentarios

  1. Precioso artículo lleno de recuerdos.
    Sólo una pequeña apreciación, la final del 71 fue Bucks-Bullets, no Bucks-Lakers como se afirma

  2. Guillermo, es Melbourne 1956 y no Montreal 1958

  3. Antonio Morillo

    Además de interesante, el artículo está muy bien escrito y eso, en los tiempos que corren, debería ser una constante pero es algo fuera de lo común. Felicidades.

  4. Buen articulo Guillermo; hoy le he pegado una nueva leida y he visto las correccciones que has hecho de los datos que han sido mencionados por otros lectores; Chamberlain y los Lakers jugaron tres finales mas luego de 1969; la de 1970 (p. vs Knicks); la que ganaron en 1972 (tambien ante los Knicks) y la de 1973 (otra derrota contra los Knicks)…tampoco mencionas la anecdota que marca hasta que punto llego esta rivalidad, una de las mas grandes de la historia del deporte: Chamberlain, en plan provocador, anuncio a los 4 vientos su nuevo contrato con Phioladelphia de 100.000 dolares de la epoca, para que al otro dia Russell anunciase su nuevo contrato con los Celtics de 100.001…jajajaj…saludos desde malaga!!!

  5. buen articulo Guillermo; solo te falto decir que los Lakers perdieron otra final en 1973, ante los Knicks…

  6. Precioso artículo, sólo un apunte; el entrenador era Kolff con K, no con H.

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  9. Común desdén hacia Dennis Rodman… cómo no les voy a amar a ambos…

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