Este texto es un adelanto del libro Cansasuelos, editado por Libros del K.O.
El 7 de septiembre de 1944, los partisanos llegaron a una casa ocupada por nazis y mataron a dos de ellos. Los nazis empezaron entonces una cacería nocturna. Entraron en la primera casa que vieron, despertaron a un carretero llamado Raffaele Bartolini, que dormía con su mujer y sus cinco hijos, y se lo llevaron a rastras. De otras casas sacaron a Antonio Zuarzi, Corrado Zanini, Antonio Zanini y su hijo Mario Zanini, de diecisiete años. Pero cinco víctimas eran pocas para una represalia decente: los nazis solían matar a diez italianos por cada alemán muerto. Subieron a los cinco a un camión y, cuando ya amanecía, recorrieron el valle para ir agarrando a los hombres que encontraban por el camino. Levantaron a otros siete. Obreros que iban a la fábrica en bicicleta, campesinos que salían a trabajar en los campos, un molinero que llevaba grano al molino: Antonio Cioni, Gaetano Sordi, Lodovico Tovolio, Gualtiero Valdiserra, Albano Agnelli, Adelmo Rocchetta, Sisto Miglorio. Añadieron al grupo a tres prisioneros que tenían en un cuartel cercano: Gualtiero Bartolini, Antonio Bonini y un hombre sin documentos ni nombre conocido. Los nazis trajeron a los quince a este paraje cerca del río y les hicieron cavar sus tumbas. Antonio Zanini la cavó un poco mayor que los demás porque iba a ser también la fosa de su hijo. Luego alinearon a todos y los ametrallaron. Cuando acabó la guerra y vinieron a sacar los cadáveres, vieron que el padre y el hijo habían muerto abrazados.
Quince ametrallados no dejan marca en el paisaje. El sol del mediodía aprieta, cantan las chicharras, croa una rana de la laguna de San Gherardo, nos sentamos a la sombra de un fresno a comer un poco de pan con jamón y tomate. Dan ganas de siesta. Estamos a los pies de una muralla de piedra arenisca que se eleva trescientos metros sobre la vega del río Reno y se extiende durante quince kilómetros. Son los sedimentos acumulados en el fondo de un mar durante tres millones de años, luego alzados y expuestos a la atmósfera. Lo llaman el Contrafuerte Pliocénico. Aquí el mar se evaporó y quedó una montaña de sedimentos. Los ametrallados apenas dejan poso, por eso sus familiares colocaron un monolito, una placa, dos cipreses, ramos de flores. A sus catorce muertos y al decimoquinto sin nombre.
El camino sigue, el camino sube, el camino olvida, y desde los prados altos de Mugnano se abre la panorámica de las montañas boloñesas: un jardín. Vemos un oleaje suave de colinas, con sus tapetes de cultivos ocres y sus tapetes de praderas verdes, sus hileras de cipreses marcando los caminos, sus caseríos de color turrón aquí y allá. Los jardines tienen un truco sabio para que tanta geometría no empache: quedan manchas oscuras y salvajes, bosques desgreñados de arces, hayas y castaños, hundidos en las vaguadas o alzados en algunas cumbres. El jardín siempre es jardín por contraste. Y cuando entramos en el bosque, zas: un corzo en mitad del sendero. Nos mira un segundo, paralizado y tenso, y sale disparado ladera abajo con su culo blanco y sus orejas tiesas.
Ha sido tan emocionante, tan oportuno, tan útil para sentir que de verdad recorremos una cordillera aún salvaje en mitad de Italia, que he sospechado que el corzo trabaja para la oficina de turismo.
(S. me dice que no, que no puede ser un corzo municipal: de sus explicaciones sobre la política italiana deduzco que el ayuntamiento habría otorgado el concurso a algún empresario cuñado, que el empresario habría cobrado un dineral y que se estaría comiendo el corzo con salsa de arándanos, después de soltar en el bosque un gato gordo con cuernas de plástico).
A la salida del bosque, en la parte alta de las colinas, hay una casa con un jardín botánico. Antes fue la Ca Nova, un caserío destruido y abandonado durante la Segunda Guerra Mundial, ahora se llama Nova Arbora. Los propietarios actuales son un matrimonio de boloñeses que se marcharon de la ciudad a la montaña: Donatella y Giorgio. Compraron la finca, construyeron una casa nueva, utilizaron los escombros de la antigua para rellenar el terreno y crear una pequeña llanura. Levantaron muretes de piedra seca y Donatella cultiva allí un jardín con plantas medicinales, comestibles, venenosas, exóticas, autóctonas. Cultiva, también, las plantas que aparecían en los tratados de alquimia medieval y de las que se obtenían aceites, alcoholes y cenizas para producir medicamentos. Ya lo decía Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, alias Paracelso: la naturaleza está en bruto, sin terminar, Dios encomendó a los humanos que la perfeccionaran, y la alquimia consiste en separar lo falso de lo verdadero. Era un primer paso para avanzar en el pensamiento científico sin moverles todavía la silla a los dioses. El Creador hizo el universo imperfecto porque le dio la gana, para tenernos entretenidos; por tanto, es lícito que los humanos investiguen y alteren la Creación.
Donatella nos ofrece una jarra de agua con varias rodajas de limón ―esa fruta asiática con la que los árabes alteraron el Mediterráneo: ah, la globalización―. Ella sale mucho a pasear.
―Ayer vi en el monte una orquídea salvaje que jamás había visto. He llamado a un experto para que venga a examinarla. ¿Y si fuera una orquídea nueva? Me gustaría que le dieran mi nombre ―dice Donatella, cincuenta y pico, melena corta con pocas canas. Camina por el jardín observando lento y haciendo algún gesto rápido; señala, retoca, acaricia la mata de lavanda, las pimpinelas, el romero, como si los saludara, como si fueran nietos. En el borde de una charca hay un sapo gordo, amarillo, quieto. Donatella no saluda al sapo, deben de verse a menudo―. Ayer el perro se puso a ladrar como loco. Me acerqué a aquel claro, detrás de aquellos árboles, y vi jabalís: dieciséis jabalís. Vivimos dentro de una reserva natural y los guardas controlan el número de jabalís. Así que van a hacer una batida. Si mañana escucháis tiros…
No parece que a los jabalís vayan a darles el nombre de nadie. También están ya muy vistos.
En una mesa del jardín, sobre un mantel de hule con dibujitos campestres y frases en francés, hay un obús oxidado. No sé si a los obuses se les dan nombres, supongo que para eso tendrán que hacer algo especial, algo más importante que destruir una simple casa de los Apeninos. Recuerdo aquel simpático Little Boy con el que los soldados estadounidenses bautizaron la bomba atómica que lanzaron contra Hiroshima para matar a unas ciento cuarenta mil personas ―muerto arriba, muerto abajo, otra vez―. Al avión lo llamaron Enola Gay, el nombre de la madre del piloto, que así quedó unida a la mayor masacre instantánea de la historia. Y yo a veces no sé qué regalar a mi madre. Tampoco sé explicar características artilleras, calibres, milímetros, siglas, así que diré que el obús que está en la mesa parece una berenjena metálica con alerones.
―Esta casa la ocuparon los nazis, la usaron como cuartel ―dice Donatella―. En los terrenos de alrededor hay muchas trincheras, solemos encontrar bombas. Estamos en plena Línea Gótica.
La Línea Gótica fue una línea de fortificaciones establecida por los nazis en el invierno de 1943 para frenar el avance de los aliados hacia el norte de Italia. Construyeron fortalezas, trincheras y refugios en los montes Apeninos, de mar a mar, pero también les preocupaban los nombres. Hitler pensaba que la línea podía caer, que podía ser rebasada por tierra o rodeada con desembarcos, y entonces ya no les quedaría un nombre tan poderoso como Línea Gótica para la siguiente defensa. Así que le pegó un toque al mariscal Kesselring para que rebajara el tono, y este la rebautizó como Línea Verde. Curioso: un adjetivo que también hoy sirve para casi todo y no significa casi nada. La preocupación de Hitler por el desgaste de las palabras y sus consecuencias es una lección para periodistas.
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Ander Izagirre cruzó los Apeninos a pie, desde Bolonia hasta Florencia. Luego escribió un libro en el que hay nazis, centauros, un hombre volador con alas de madera, doscientos mil bárbaros traicionados por un cuñado, dos señores que leen a Tito Livio y se ponen a excavar en el bosque durante dos años sin decir nada a nadie, una hostalera que esconde a Garibaldi, un hostalero que devora a sus huéspedes; hay una historia de amor, hay neurología, hay alquimia; hay una competición entre un pene de bronce y un pene de mármol. Izagirre consiguió escribir un libro en el que hay todo eso y en el que no ocurre nada. Bueno, sí: un perro llamado Rambo tropieza con una señora de ochenta y dos años llamada Anna y la tira al suelo.
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