Edgar Alexander Pask nació en Derby el 4 de septiembre de 1912. Consiguió una beca para estudiar Ciencias Naturales en el Downing College de Oxford y continuó sus estudios de Medicina en Londres. Tras formarse dos años más como residente en el London Hospital, se incorporó en 1930 a trabajar en el único departamento de anestesiología que existía en Inglaterra, en Oxford, con el profesor Robert Macintosh.
Macintosh era un neozelandés que había pasado su infancia en Argentina y había sido un as de la aviación en la I Guerra Mundial. Se había hecho famoso por fugarse repetidas veces de los campos de prisioneros en Alemania tras haber sido derribado dos veces en el continente. Macintosh, que fue el primer catedrático de Anestesiología fuera de los Estados Unidos, envió a Pask al Royal Sussex Hospital para ayudar con los heridos evacuados de las playas de Dunquerque y posteriormente propuso a la Real Fuerza Aérea, la RAF, que le llevaran a trabajar con ellos en el Laboratorio de Fisiología que tenía el ejército en Farnborough. Allí realizó un amplio número de experimentos, singulares por el peligro que entrañaban y porque, al contrario que Sigmund Rascher y los otros médicos alemanes denunciados en Nuremberg, hizo los experimentos sobre sí mismo.
Los militares de la RAF tenían muchos problemas pero el principal es que el número de pilotos era muy escaso y perdían muchos no solo por las balas alemanas sino también por los ambientes hostiles en los que se movían si eran derribados. Como escribió Pask en su tesis que presentó después de la guerra, él «tenía cierta experiencia en la práctica clínica y experimental de la anestesia y creía que los métodos usados en dicha práctica podían ser empleados con utilidad en la solución de los problemas en consideración».
El primer problema eran los saltos en paracaídas desde gran altitud. Los americanos habían prestado a la RAF en 1941 una serie de aviones B17, las famosas «fortalezas volantes». Estos bombarderos volaban a gran altura y supuestamente podían lanzar sus bombas con exactitud, de día y desde esa distancia. Los tripulantes, no obstante, tenían que volar en una fina carcasa de aluminio, sin presurizar, a una altura superior al Everest y sufrían un frío terrible y una grave falta de oxígeno. En el vuelo a gran altitud, la hipoxia se desarrolla gradualmente, los pilotos sentían que se les iba la cabeza, fatiga, cosquilleos en las extremidades y náuseas. Al recibir el cerebro menos oxígeno de lo necesario, empezaban a sentir ataxia (dificultad para coordinar los movimientos), desorientación, alucinaciones, fuertes dolores de cabeza y un nivel reducido de consciencia. Si se prolongaba un minuto más aparecía la cianosis, la bradicardia, la caída de la presión arterial y la muerte.
Si el bombardero era derribado o tenía algún problema y los tripulantes tenían que saltar en paracaídas la situación era casi letal. Pask y otros cuatro jóvenes médicos realizaron diecisiete experimentos simulando ellos mismos que se lanzaban a gran altura, metidos en una cámara de descompresión y respirando mezclas pobres en oxígeno —menos del 7%— que les dejaban al borde de la asfixia. También lo probaron mientras estaban colgados de un andamio en un arnés de paracaídas. Los registros de los experimentos que se conservan recogen ansiedad, desvanecimientos, obstrucciones de la laringe y la faringe, charcos de sudor, calambres y pérdidas de memoria. Aquella información se usó para dar instrucciones a los pilotos que vieran su avión fatalmente averiado sobre la altura a la que tenían que descender antes de poder abandonar el avión con alguna posibilidad de salir con vida.
El segundo problema era la respiración artificial. Los pilotos que eran derribados sobre el Canal de la Mancha eran recogidos con lanchas rápidas pero a menudo estaban ya medio ahogados. Los tripulantes de las lanchas, que incluían personal sanitario, intentaban maniobras de resucitación, pero no era nada fácil en una lancha que se movía en mar abierto a toda velocidad. Los médicos solicitaban a los marinos que se detuvieran pero eso exponía a todos los de la lancha al fuego alemán y no era una petición muy popular entre los tripulantes. Pask decidió buscar otro método de resucitación que fuera más sencillo que el de Schafer, que era el que todo el mundo utilizaba en la época. Primero probaron en cadáveres y en voluntarios conscientes pero aquello no daba una idea clara, así que Pask dijo que lo anestesiaran con éter hasta que tuviera una apnea y entonces lo intubaran y lo fijaran a un tambor ahumado para medir los volúmenes de aire y, finalmente, con esa anestesia profunda, lo tirasen a una piscina. Pask, que fumaba dos cajetillas diarias, no lo pasó nada bien pero consiguió encontrar un nuevo método, el «tablero mecedor de Eva», rotar a los pacientes sujetos a una camilla, que daba mejores resultados y que fue rápidamente adoptado por el ejército y la marina.
El tercer tema importante para Pask fueron los chalecos salvavidas. La idea era buena, un piloto inconsciente que cayera en el mar podía ser mantenido a flote hasta que llegara el rescate. El problema es que muchos aviadores aparecían boca abajo y ahogados. Pask hizo que le anestesiaran, le generasen una parálisis farmacológicamente y le pusieran un tubo en la boca para que pudiera respirar y le fueran probando distintos tipos de chalecos y trajes de agua en la piscina. Uno de los más famosos era el chaleco Mae West, llamado así por los soldados que decían que una vez hinchado recordaba el poderío pectoral de esta actriz. Los experimentos eran dramáticos y se filmaron para poder mostrar a los aviadores que «algo se estaba haciendo». Tras cada experimento, tenían que llevar a Pask al hospital para que se recuperara y frecuentemente los diseños de chalecos no funcionaban bien y se hundía entero, lo que aumentaba el riesgo de aspirar agua, pero nunca dejó de hacerlo. Probaron los diseños con agua dulce y con agua salada y, para ver qué tal funcionarían en una mar agitada, fueron a unos estudios de cine, los Elstree Studios, que tenían una piscina que simulaba el oleaje en las películas de batallas navales y repitieron las pruebas.
El cuarto tema era la hipotermia. Los pilotos que caían al agua, en particular en el mar del Norte, solo aguantaban vivos unos minutos por la temperatura del agua. La hipotermia genera una excitación del sistema nervioso simpático: temblores, hipertensión, taquicardia, taquipnea, vasoconstricción y liberación de glucosa del hígado, las medidas primeras para conservar calor. Al poco tiempo se produce una confusión mental y los vasos sanguíneos se contraen aún más para intentar mantener el poco calor en los órganos vitales, cerebro y corazón. El sujeto tiene entonces una palidez extrema y los labios, oídos y dedos están azulados. Finalmente, cae el ritmo cardíaco y respiratorio y la presión sanguínea, surgen las dificultades para hablar, el pensamiento enlentecido y la amnesia, le resulta imposible manejar las manos y es posible que aparezca un estupor o un comportamiento irracional. Finalmente, fallan los órganos principales y el piloto muere.
Pask probó una serie de materiales y diseños para hacer un traje de vuelo que fuera confortable, mantuviera el calor y fuese estanco. Los probaron al típico estilo Pask: lanzándole en paracaídas al mar en invierno al norte de las Shetland. Vio que el traje era demasiado caluroso pero el experimento tuvo que detenerse porque los espectadores que le esperaban en un bote para sacarle del agua estaban muriendo de frío.
El quinto y último problema en el que trabajó Pask es el más surrealista: los famosos puros de Winston Churchill. Churchill —que fumaba entre ocho y diez puros al día— no podía dejar el tabaco ni cuando viajaba y eso se convirtió en un problema cuando tuvo que hacer largos vuelos para reunirse con otros líderes mundiales con el objetivo de coordinar el esfuerzo bélico. Para evitar los cazas alemanes, el avión del primer ministro, a menudo un bombardero American Liberator, viajaba a gran altitud, lo que requería usar máscaras de oxígeno a todos los tripulantes. El problema es que con la máscara era imposible fumar un buen habano y Churchill pidió una solución a la RAF que, a su vez, se lo encargó a Pask. La leyenda dice que hicieron para él un agujero en la máscara que le permitiera fumar, pero no parece ser cierto, pues un buen fisiólogo como Pask sabría los riesgos de combinar fuego y oxígeno en la proximidad de la nariz del primer ministro.
Cuando Edgar Pask murió en 1966, con solo cincuenta y tres años, entre sus posesiones se encontró una máscara de goma verde, de un aspecto extraño y degradándose a ojos vista. Era una máscara del ejército americano con la marca «BLB» y fabricada en torno a 1942. El uso del oxígeno como terapia para los enfermos aquejados de una insuficiencia respiratoria se conocía desde hacía tiempo pero su aplicación era problemática, así que se usaba una tienda que cubría al paciente y la mayor parte de la cama. El problema es que eso hacía más difícil la observación y el tratamiento del paciente y gastaba mucha cantidad de un gas —el oxígeno— que era caro. Tres médicos de la Clínica Mayo, Walter Boothby, Randolph Lovelace II y Arthur Bulbulian inventaron la máscara «BLB» (las iniciales de sus apellidos), que cubría solo la nariz y permitía que los pacientes hablaran, comieran y bebieran al mismo tiempo que recibían oxígeno. Los tres eran reservistas del ejército en la II Guerra Mundial e introdujeron la máscara para uso de los aviadores para evitar el problema de la hipoxia por el vuelo a gran altitud. ¿Por qué Pask guardó aquella vieja máscara? ¿Es posible que fuera un recuerdo de aquella ocasión que estuvo con Winston Churchill, usaron la máscara BLB de las que había en el avión y consiguió que el primer ministro siguiera fumando sus marcas favoritas de habanos, los Romeo y Julieta y los Aroma de Cuba? ¿La verdad? Nunca lo sabremos.
Para leer más:
Enever G (2011) Edgar Pask and his physiological research – an unsung hero of World War Two. J R Army Med Corps 157(1): 8-11.
Wesh P (1995) «A Gentleman of History». Cigar Aficionado. Enlace
«Edgar Pask». Anaesthesia Heritage Centre. Enlace
«The bravest man in the RAF never to have flown an aeroplane». Newcastle University. Enlace
Maravilloso, articulo, muy bien escrito y con una carga divulgativa notable.
Pingback: El más valiente de la RAF no pilotó ningún avión
Buenisimo articulo
Me encantan los artículos sobre la historia de la segunda guerra mundial y lo mucho que se estudio para salvar vidas
No habría estado de más alguna coma de vez en cuando. Se hace incómoda su lectura, a pesar de su indudable interés. Gracias por el artículo.
Tomo nota. Gracias por el comentario.
No existe ningún avión llamado «American Liberator», es un B-24 Liberator estadounidense.
De nada.
Leyendo el artículo no he podido evitar hacer asociaciones con los Mad Doctors del cine. Así, los alemanes que utilizaban cobayas humanas serían tipo Hannibal Lecter. El protagonista de esta historia me ha recordado a Seth Brundle, el científico de La Mosca.
Igual el principal problema de los pilotos de la RAF era el fuego en la carlinga, ahí está ese libro estupendo: «El último enemigo» de Richard Hillary – Cómplices Editorial. Particularmente, he leído todo el artículo esperando «el nudo», ese momento «alto» y he llegado al final del mismo «sin despegar». Un tipo que experimentaba él mismo en plan kamikaze… Bueno, ¿y?.
Supongo que hay aspectos de la Segunda Guerra Mundial que no son conocidos porque directamente son… aburridos.
Fantástico artículo, homenaje a las personas k están en la sombra y k cn pocos medios trabajan arriesgando hasta su vida para que otros puedan mejorarla.gracias