Lo peor que puede ocurrir a la hora de intentar explicar cómo interpretar determinada obra literaria a quienes no la han leído es que se dé el infortunado caso de que todo el significado de dicha obra dependa de un giro final del argumento. Porque evidentemente no voy a describir aquí ese giro final, para no arruinarle la experiencia a nadie. Aun así, hay muchas cosas que decir sobre La montaña mágica, la obra magna de Thomas Mann, que puso al escritor alemán en la senda del premio Nobel de literatura, por mucho que en el acto de entrega se atribuyese principalmente a otra de sus grandes obras, Los Brudenbrook.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que no se trata de una novela apta para quien espere un argumento dinámico, complejo y repleto de giros sorprendentes. La montaña mágica no ofrece al lector un vaivén de emociones ni tampoco le provocará grandes intrigas. La sinopsis argumental, para tratarse de una obra tan voluminosa, es abrumadoramente sencilla: un joven alemán de buena familia viaja a un lujoso sanatorio situado en un hermoso paisaje alpino, con la única intención de hacer una breve visita pero, una vez allí, es seducido por el ambiente de superficialidad e indolencia burguesa que caracteriza la vida social de los pacientes. Este es el resumen de la historia y excepto la parte final que no voy a comentar, no hay mucho más. Podemos deducir fácilmente que pertenece a esa clase de libros extensos en los que, por decirlo de manera simple, “no pasa nada”. Sépalo el lector para, a partir de ahí, decidir si le merece la pena sumergirse en él. Aunque teniendo en cuenta que es considerada una de las más grandes novelas del siglo XX, algo tendrá que merezca la pena. ¿Cuáles son los motivos de su enorme fama y prestigio?
El hechizo del monte de Venus
Pensemos primero en que otra traducción posible del título hubiese sido La montaña encantada; una variación sutil y aparentemente nimia, pero que destila mucho mejor la esencia del libro. Es la historia de un encantamiento, la modernización del viejo mito de las sirenas. El protagonista, Hans Castorp, planea una breve vacación en el sanatorio donde su primo intenta curar la tuberculosis con la beneficiosa influencia del aire de la montaña. Pero una vez en el sanatorio actúa sobre Castorp una suerte de hechizo —un insidioso proceso de anestesia— que le va alejando progresivamente de su existencia pasada. Los tísicos adinerados que conviven en el hospital y que se enfrentan a sus últimos tiempos —la tuberculosis provocaba a menudo la muerte— se entregan a un banal dolce far niente, ignorando el mal que les aflige y centrando sus atenciones y esfuerzos en romances fortuitos, cotilleos y toda una compleja red de superficialidades sociales. El desenlace fatal que, de vez en cuando, le llega a alguno de los pacientes es sencillamente ignorado por el resto: cuando uno de ellos muere, los demás fingen que nunca ha existido y no permiten que un inoportuno duelo enturbie el disfrute de sus mundanos placeres. En el sanatorio se produce una suspensión del sentido de la realidad: los males no existen si los ignoramos, aunque terminen conduciéndonos a la tumba.
Experimentar con la plasticidad temporal es uno de los grandes logros literarios del libro de Mann. En el balneario, el tiempo adquiere otra dimensión. No hay trabajo, ni obligaciones familiares, ni otro hábito que el propio de un hospital más parecido a un hotel que a un centro sanitario. Los días, las semanas y los meses transcurren exactamente iguales. Para los pacientes, las nimiedades sociales del lugar constituyen grandes acontecimientos, aunque su rutina, contemplada desde el exterior—a través de los ojos del lector—les conduce a malgastar lo que les queda de vida en un vacío sin significado. La obra de Mann es una reflexión sobre el tiempo; sobre su transcurso y sobre lo relativo de su valor dependiendo de en qué lo empleemos y cómo lo vivamos. En el propio libro se incluye una poderosa metáfora, en la que uno de los personajes está a punto de morir por congelación mientras camina por el monte: se describe su experiencia de manera parecida a caer en un profundo sueño. Empieza a dejar de sentir, empieza a perder la consciencia y a sentir confort en el entumecimiento hasta el punto de desear quedarse allí, sumido en esa cómoda anestesia, en ese dulce encantamiento, dormido… hasta que algo le hace despertar y descubre que no estaba quedándose plácidamente dormido, sino sencillamente muriendo. Este “sueño en la nieve” es una de las diversas apelaciones mitológicas ocultas de la novela, generalmente de raíces homéricas y germánicas.
En un reducido universo donde los tuberculosos intentan obviar la realidad de la muerte, Thomas Mann equipara su superficialidad a la no-vida. Como individuos están realmente muertos, porque han renunciado a sus aspiraciones tanto como a sus valores y sus significados. El libro introduce al lector ese mismo contexto social, haciéndole partícipe de las relaciones, las conversaciones, las miradas, dejando transcurrir página tras página en un vacuo encantamiento similar al de los propios pacientes. Más que ningún otro, La montaña mágica es un libro que necesita ser leído durante unas vacaciones, en una época de perezosa contemplación: tuve la suerte de leerlo por primera vez en verano y en un entorno campestre, lo cual ayuda mucho a sumergirse en esa atmósfera de haraganería rústica. De hecho, Thomas Mann obtuvo la inspiración de una visita real a un balneario y como escritor pareció quedar capturado por ese mismo encantamiento literario, ya que empezó a escribirla como novela corta pero terminó extendiéndose muchísimo más allá de lo previsto. El propio Mann dijo que La montaña mágica debía haber sido el contrapunto irónico al existencialismo romántico de otra de sus obras más célebres, La muerte en Venecia. Ambas historias describen el encanto intrínseco de una existencia hedonista y desordenada.
Innaturalismo alegórico
La descripción de cómo el abandono a los placeres captura la esencia de los individuos haciéndoles —literalmente— perder el tiempo hasta morir es el tema principal de la novela, pero no el único. En otros niveles de lectura existen todo tipo de referencias.
En una primera ojeada, el libro parece un mero ejercicio de retrato naturalista, pero esta impresión es más bien el resultado de un artificio puramente teatral. Los personajes aparecen reales precisamente por su caracterización arquetípica: cada uno de ellos encarna una forma de vivir y de pensar. Recogen ideas y perspectivas diversas de la época en que el libro fue escrito, pero también actitudes universales frente a la existencia. Los personajes son como títeres, fuertemente caricaturizados, en el escenario de madera y cartón del balneario y las montañas. Cada títere viste de un color llamativo, que representa su función en la obra. Es ya cosa del empeño literario de Thomas Mann el que estos títeres cobren vida propia y causen la impresión de ser individuos reales, pertenecientes al reino de lo natural y no al de la farsa.
Algunos personajes aparecen como expresiones de distintos esquemas de pensamiento filosófico y político; les vemos a veces enzarzarse en conversaciones de elevado timbre intelectual, hasta el punto de que parecen “olvidarse” del lector y perderse en sus propias disquisiciones para su propio deleite y para deleite del propio escritor. En este sentido, La montaña mágica es un hito de transición entre otras grandes novelas de Thomas Mann, un punto medio entre la narrativa directa, realista y fuertemente argumental de Los Brudenbrook (crónica de la descomposición de una familia burguesa) y la fuerte carga de abstracción simbolista de Doktor Faustus (la historia de un músico que, aparentemente inspirado por el propio Satanás, contrae la sífilis a voluntad para que la locura le otorgue mayor profundidad creativa). Estas tres grandes novelas son como tres escalones en la evolución literaria de Mann. Los Budenbrook es una novela naturalista, de causas y consecuencias cotidianas. La montaña mágica es solamente seminaturalista, porque el mundo de las ideas invade episódicamente el escenario natural de la novela. Y Doktor Faustus está ya repleta de alegorías, metáforas e idealizaciones de una trascendencia bíblica.
Sería fácil caer en la tentación de etiquetar La montaña mágica como un primer ensayo del “realismo mágico” que hicieron célebre otros autores, pero resultaría también groseramente incierto. Hay, esto es verdad, alguna escena que puede ser calificada sin tapujos como realismo mágico; pero es más bien un recurso puntual con el que acentuar significados de la novela, no una verdadera esencia de la misma. Sería más certero usar una etiqueta como “realismo filosófico” o incluso “realismo metafísico”. En este libro, la magia es más un esquema literario que una temática en sí. Abundan, como ya hemos comentado, las referencias veladas a personajes y lugares mágicos de leyendas y mitologías tradicionales, pero son paralelismos muy ocultos en el trasunto del texto. De hecho, la vocación de aparentar un realismo que no es tal constituye uno de los propósitos literario evidentes de Thomas Mann en este libro. Busca eso que los críticos de cine llaman “suspensión de la incredulidad”: quiere que nos creamos a sus personajes, aunque podamos entrever que son sombras alegóricas y meros arquetipos. No quiere que el lector los observe con cinismo, aunque bien es cierto que aquí el escritor se trabaja menos nuestras simpatías —o antipatías, que literariamente lo mismo es— que en la más dramática decimonónica Los Brudenbrook o que en la propia La muerte en Venecia.
Thomas Mann, literato cambiante
Si algo define la obra completa de Thomas Mann es su carácter cambiante. Pero se trata de un cambio continuo, natural; una pura evolución. No le vemos saltar de un estilo a otro cual una liebre: su experimentación es resultado no del afán de romper barreras, sino de que las barreras caen por sí mismas ante el crecimiento de sus capacidades literarias o, más bien, de la creciente complejidad de sus esquemas de pensamiento.
Fue un escritor sumamente concienzudo —en ocasiones reflexionaba mucho tiempo sobre la manera correcta de expresar una simple idea—y muy consciente de las necesidades concretas de cada uno de sus trabajos. No podemos acusarle de ser un autor monotemático o uniforme. En cada novela acotaba o distribuía cuidadosamente sus prioridades, aunque por descontado hay preocupaciones del escritor que aparecen casi siempre reflejadas en sus escritos.
La filosofía, la metafísica, el arte (muy especialmente la música), la política y los condicionantes sociales de la burguesía eran varias de las principales preocupaciones literarias de Thomas Mann. Sin embargo, no basta con leer una de sus obras para componernos un esquema de sus ideologías: el pensamiento del escritor también evolucionó a lo largo de su vida, incluso en el ámbito político (empezó siendo un clásico defensor del conservadurismo alemán para, décadas más tarde, terminar convirtiéndose en una de las figuras alemanas más activamente preocupadas por el auge del nazismo, movimiento al que denostó fieramente). En La montaña mágica tenemos un buen resumen de sus preocupaciones metafísicas, por ejemplo, aunque sólo un barrido parcial de sus visiones políticas y sociales. También podemos entrever ciertas perspectivas morales, aunque de una manera más bien sutil y sin demasiada carga de compromiso. La montaña mágica fue inspirada por experiencias reales de Thomas Mann, pero es una de las novelas menos “personales” del escritor; quizá por esa visión irónica que el propio Mann quería expresar en la novela y que la aleja tanto de La muerte en venecia, donde sí son protagonistas algunas de las pasiones privadas del autor (como su homosexualidad reprimida y su secreta atracción hacia ciertos adolescentes —más bien niños— varones). La montaña mágica no es un lienzo autobiográfico como La muerte en Venecia, sino que pertenece a sus personajes, no a su autor. Es más, podría decirse que nos pertenece también a nosotros los lectores, ya que Thomas Mann procura volverse lo más invisible posible para que cada cual pueda procesa la novela a su manera, desde su propio punto de vista. Es, narrativamente hablando, una nivela “blanca”, inmaculada, una tabula rasa donde cada cual puede proyectar sus propias interpretaciones, necesidades y búsquedas. Por tanto podemos considerar que leyendo La montaña mágica capturamos tan sólo una pequeña parte de Thomas Mann, y desde luego —aun siendo probablemente su mejor novela—no basta para hacernos una idea exacta de su literatura.
Germanismo, europeidad y sincronismo
Thomas Mann es un escritor alemán. Pero, ¿es muy alemán como Juan Ramón Jiménez es muy español o como García Márquez es muy caribeño? Hay escritores cuyas temáticas y preocupaciones, por vocación o accidente, trascienden las fronteras y se transforman en vehículos literarios de universos que poco tienen que ver con las banderas. Es decir: ¿es Marcel Proust un escritor muy francés? Es bastante dudoso. Obviamente Francia y París condicionan su ser, su vida y su obra, pero esta última podría haber sucedido en Viena o Berlín. Ni siquiera está supeditada a lo europeo; también podría haber sucedido en Nueva Orleans, La Habana o Buenos Aires. Incluso, por qué no, en Pekín o Calcuta. Hubiese tenido, sí, otras texturas y giros; pero no se hubiese alejado demasiado de lo que conocemos. ¿Es Dostoyevsky tan ruso que no podamos concebir sus tragedias siendo escritas por un novelista de cualquier otro país? Desde luego que no: su obra no es sólo universal, sino universalizable.
Thomas Mann es un caso intermedio, probablemente debido a esa tendencia de su obra a evolucionar. Es a un tiempo localista y universal, como Cervantes. El autor de Don Quijote fue un hombre excepcionalmente viajado y sobre todo experimentado para lo que era común en su tiempo: lo había visto todo y lo había vivido todo. Aun así, su literatura está profundamente anclada en lo español y su sentido de pertenencia e identidad cultural es tan fuerte que impregna su significado como escritor, algo que no sucede con algunos de sus contemporáneos, como Shakespeare, cuyo anglicismo se limita a un virtuoso uso de su idioma natal, pero poco más.
De manera similar a cómo Cervantes nunca deja de ser español, Thomas Mann rara vez deja de ser alemán en sus escritos, aunque La montaña mágica “casi” es una de esas raras veces… y sólo porque su germanismo (o su germanidad, por aclarar que no hay implicaciones políticas y raciales de por medio) está soterrado, que no ausente. Incluso en este libro donde Mann trata de transparentarse frente al lector termina emergiendo esa gravedad luterana tan distinta, por ejemplo, de la solemnidad magnífica pero tan criollamente pretenciosa de Borges. Mann es grave porque es muy alemán, como son graves Goethe, Bach y Durero. Precisamente por ser tan alemán —o quizá a pesar de ser tan alemán—su literatura está también férreamente enraizada en lo europeo; el surgimiento de la figura literaria de Thomas Mann es inconcebible fuera de Europa, cosa que no ocurre necesariamente con otros célebres literatos del viejo continente.
Y también es un escritor muy de su tiempo. Su literatura siempre tiene un ojo puesto en lo que está sucediendo en su Alemania y en su Europa. Esto no es algo exclusivo de él, por descontado; hay muchos escritores voluntariamente entroncados con su actualidad política y social circundante. Pero Mann, de entre los grandes literatos de principios del siglo XX, es uno de los que más dejaron a sus obras de ficción implicarse de los avatares del momento. Aunque, una vez más, La montaña mágica sólo muestra leves indicios de esta tendencia, que se acentuaría hasta lo abrumadoramente evidente en Doktor Faustus. Pero ni siquiera cabe preguntarse si Thomas Mann ha quedado política y socialmente obsoleto por ello, y no ya por la intemporalidad intrínseca de las obras maestras, de los grandes creadores y del talento en sí, sino por lo mucho que aún nos afecta la realidad en que él vivió y que a él tanto le preocupó. Europa, lo queramos o no, aún no se ha recuperado completamente de sus traumas y las voces de quienes fueron contemporáneos aún tienen mucho significado: Thomas Mann todavía nos habla, no es un incomprensible eco del pasado ni somos aún ajenos a su contexto.
Por último, y aunque este artículo coincida —fatalmente— con el fin de la época veraniega, recomendar que la lectura de este clásico de la literatura universal tenga lugar en un periodo de vacaciones; a poder ser en un entorno campestre —o playero—lo menos urbano posible y lo más alejado de nuestro propio entorno habitual. Al igual que las sinfonías deben escucharse en un auditorio y que las grandes películas deben contemplarse en pantalla grande, La montaña mágica debe ser leída en un tiempo y lugar que deje en suspensión nuestra conexión con la vida cotidiana. A grandes libros, grandes disposiciones.
Y hay que leerlo del tirón porque como pares, como yo y alguno más que conozco, no puedes retomarlo y lo dejas para intentarlo desde el principio en otra ocasión.
Muy buen artículo. Pocos libros me han marcado tanto y en tantos sentidos. Sobre tu primer párrafo, cabe decir que no sólo es una novela para lectores de final epatante pero tampoco para enemigos de la «novela de ideas» (y recordemos el artículo de Rosa Montero, porque representa una opinión bastante generalizada), porque este libro no es posible sin la cháchara y la reflexión. Hay quien cree que puede sortearse y seguirse la trama, pero, en mi opinión, la trama es la digresión y sólo en ella avanza. Y explico por qué: es en las opiniones cambiantes del protagonista, su diferente manera de exponerlas (y, sobre todo, su manera de enfrentarse a la influencia de las opiniones ajenas), donde vemos sus estados de ánimo, su creciente vulnerabilidad, sus diferentes expectativas y, en general, cómo empieza siendo una persona y acaba siendo otra.
¿Cuantas Clawdia nos encontramos a lo largo de la vida?.
Maldita sea, unas cuantas.
Lo leí en unas vacaciones, en la playa. Me enganchó y no podía dejar de dedicarle dos horas al menos al día, pero la sensación que se me quedó fue la que tienen los personajes que leer este libro es una pérdida de tiempo, sobre todo por el volumen desórbitado. Te «encanta» en el sentido que no da crédito uno cómo se puede escribir y escribir sin freno paa no decir nada. La verdad que le tengo rencor a este libro por haberle dedicado tanto tiempo.
Una de las grandes novelas europeas de todos los tiempos. Yo tardé 10 semanas en terminarla, pero sólo por Settembrini, mereció la pena.
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Efectivamente me lo he leído (terminé hace 5 minutos) en medio de unas vacaciones… 3 semanas intensas me ha llevado y aunque he sentido placer y ansiedad, sospecho que será un libro a digerir con el tiempo….
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La leí muy joven, con sólo diecisiete años. Y la volví a releer a los treinta y tantos. Me encantó de joven e incluso me marcó. De mayor ya no tanto. Pero en los dos casos saqué la conclusión de que una de las mejores cosas que se pueden hacer en la vida – cuando se puede- es perder el tiempo. Ahora que llegan los agobiantes calores veraniegos del sur, yo lo que quiero es arrebujarme en una manta de piel tendida al sol en una chaise longe, en un buen hotel de los Alpes o los Pirineos. ¿Qué más se puede pedir?
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Lo leí con 20 y lo releí sobre los 40. Mann es de los autores que más me han marcado…y, esta novela creo que consigue lo que Davos a Castorp: envolverte en una especie de duermevela donde solo deseas vivir lo metafísico. Tanto me ha marcado su obra que no dudé en llamar a mi hijo Thomas.
Lo leí con 20 y lo releí sobre los 40. Mann es de los autores que más me han marcado…y, esta novela creo que consigue lo que Davos a Castorp: envolverte en una especie de duermevela donde solo deseas vivir lo metafísico. Tanto me ha marcado su obra que no dudé en llamar a mi hijo Thomas.
Felicidades por su artículo.
Excelente análisis. Te felicito. Destaco la última parte, pues me parece que la obra, a la vez que anclada en su tiempo, es llamativamente contemporánea. Describe la Europa de preguerra que casi no resulta extraña ni lejana. El mundo en el que se desarrolla, el tipo de relaciones sociales, los elementos culturales, a más de 100 años parecen actuales. ¿Será porque apela a ciertas cuestiones ‘eternas’ del ser humano? ¿O porque, contra una primera intuición, el mundo realmente no cambió tanto? Es una pequeña reflexión que me quedó flotando.
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Tardé en leer esta novela como dos años. Al final, el último tercio me llevaría dos meses. Alternaba La Montaña Mágica con otras lecturas más ligeras. Es decir, estuve dos años en el sanatorio….Recomiendo leerla así. La impresión que causa esa lectura pausada es, creo, la que persiguió el autor, o no la persiguió: él mismo tardo mucho en escribirla. Yo también terminé “encantado” (muy buena precisión la de sugerir “encantada” y no “mágica”)
La leí con 55 años. No es una novela que se pueda entender a la primera si uno es joven, pero ya maduro, creo que la “sentí” plenamente.
Uno de mis libros más importantes, cuatro años después de terminarla, awuí edtoy de nuevo leyendo cosas dobre ellas. Creo que “la petite tache humide“ ha vuelto y me pude reingresar en el sanatorio…