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El cosmos pertenece a los griegos (I)

"La escuela de Atenas", Rafael, 1510-12
La escuela de Atenas, Rafael, 1510-12

Una célebre anécdota cuenta que Tales de Mileto, padre de la filosofía griega, quiso darles una lección a quienes se reían de él por su aparente falta de ambición. Vivía entregado a la reflexión y despreciaba los bienes materiales hasta el punto de llevar una existencia rayana en la pobreza. Era, pues, objeto de burla para quienes no entendían que un hombre tan preparado pudiera pasar el día mirando al infinito, ocupación inútil que no le reportaba ganancia alguna. Un día, cansado de estas burlas, Tales pidió un préstamo. En una decisión difícil de comprender, compró todos los molinos de aceite en desuso que había por la región. El número de molinos fabricados superaba con mucho lo requerido por la producción habitual de aceitunas, así que había un buen número de ellos que permanecían abandonados; gracias a esto, pudo adquirirlos a bajo precio. Semejante extravagancia suscitó nuevas burlas. Pero Tales, debido a las predicciones que había elaborado gracias a sus conocimientos astronómicos, confiaba en que la temporada de la aceituna iba a ser excepcionalmente productiva. Acertó. La nueva cosecha fue tan abundante que, ante la falta de molinos disponibles, los fabricantes de aceite terminaron alquilando todos los que Tales había adquirido, pagando el precio que él tuvo a bien disponer. Tales reunió una pequeña fortuna. Habiendo demostrado a los incrédulos que si no utilizaba sus conocimientos para enriquecerse era porque el dinero no significaba nada para él, no porque no sirvieran para nada, retornó a sus habituales tareas contemplativas. Todos habían entendido que lo único importante en su vida era acumular nuevo conocimiento, por encima de cualquier otra utilidad que ese conocimiento pudiera proporcionarle.

Este relato pudo ser cierto, pero también pudo ser inventado para loar la admirable figura del primer gran filósofo occidental. Difícil precisarlo. Como fuere, ilustra muy bien la actitud de los astrónomos griegos con respecto a la de sus grandes predecesores, los astrónomos egipcios y babilonios. En aquellas grandes civilizaciones la astronomía había sido valorada como una herramienta para mejorar la vida, por ejemplo organizando la actividad agrícola para conseguir el mayor rendimiento de las cosechas gracias al poder de determinar de antemano la época del año más indicada para la siembra. En estas cuestiones técnicas, los astrónomos egipcios y babilonios habían alcanzado grandes progresos; conocían bien el cielo y podían predecir con una fiabilidad notable acontecimientos astronómicos que eran básicos para la elaboración del calendario agrícola. Sin embargo, nunca habían usado esos conocimientos para intentar elaborar un concepto general del universo. Su cosmovisión era de raíces mitológicas y, mientras pudiesen seguir organizando sus actividades de acuerdo a ese calendario, no necesitaban otra. Eran, ante todo, pragmáticos. Pero los griegos, emulando el ejemplo de Tales de Mileto, quisieron desde muy pronto trascender la mera utilidad práctica de la astronomía. Fueron los primeros en intentrar desentrañar cómo es de verdad el universo, iniciando un camino en el que descubrieron el poder de fascinación de una nueva ciencia, la cosmología. Aquel camino, que todavía hoy estamos recorriendo, está señalizado con letras griegas. Todo que hayamos conseguido en siglos recientes en cuanto al conocimiento del cosmos, que es mucho, se lo debemos a ellos más que a nadie.

Un avance sin precedentes

La verdad está enterrada en un lugar muy profundo. (Demócrito)

En la actualidad nos parece de sentido común el que la observación de los fenómenos celestes concretos, la astronomía, esté ligada a la explicación de las características generales del universo, campo de estudio de la cosmología. Después de varios milenios de experiencia, hemos comprobado que ambas disciplinas describen las mismas leyes físicas, por lo que no concebimos la cosmología sin la astronomía, como tampoco concebimos la medicina sin la anatomía. Para nosotros son dos caras de la misma moneda. En épocas remotas, sin embargo, no lo tenían tan claro. Y no podemos culparlos, dado que desconocían muchas de las leyes físicas que hoy consideramos evidentes. Cualquier cultura humana que ignora los misterios del universo tiende a elaborar una cosmogonía fantasiosa, repleta de imágenes mitológicas, con la que explicar de manera fácil y sencilla el origen y la estructura del cosmos. Incluso Egipto o Babilonia, que estaban muy avanzadas en la observación astronómica incluso antes de que la cultura griega hubiese abandonado la infancia, mantenían un concepto mitológico del universo a despecho de los muchos datos que acumulaban sobre el comportamiento de los astros. Descubrieron los ciclos que rigen los eclipses solares y lunares; también midieron los movimientos planetarios con gran precisión. Conocían bien los astros, pero no nos da la impresión de que sintieran la necesidad de construir una teoría unificada de los cuerpos celestes basándose en sus conocimientos astronómicos. Para ellos la astronomía no era una ciencia cuyo fin fuese explicar el universo como un todo, como tampoco la agricultura, por más que estudie el suelo, tiene como finalidad elaborar mapas del mundo. Así pues, su astronomía era una ciencia, pero la visión del cosmos era tarea de los sacerdotes y teólogos.

Fragmento principal de la máquina de Anticitera. Foto Museo Arqueológico de Atenas (DP)
Fragmento principal de la máquina de Anticitera. El estudio de los fragmentos sugiere que el mecanismo es una calculadora del calendario solar y lunar. Foto Museo Arqueológico Nacional de Atenas (DP)

Es verdad que la cosmología griega no siempre estuvo por completo desligada de la religión, o de la metafísica, si hablamos de la época platónica. Muchos astrónomos griegos y filósofos interesados por la cosmología albergaron creencias religiosas, aunque otros se mantenían dentro de una prudente ortodoxia sin gran fervor creyente y hasta los hubo ateos. Tampoco puede decirse que en Grecia no existiese un conservadurismo religioso que se opusiera a las nuevas ideas. Comprobaremos que lo hubo, aunque variaba de intensidad según la época y el lugar (recordemos que durante mucho tiempo Grecia fue una dispersa conjunción de ciudades-estado independientes). Aun así, los griegos revolucionaron la astronomía porque se atrevieron a utilizar sus observaciones empíricas como piedra de toque para revisar una y otra vez su visión del universo. No llegaron todo lo lejos que podían haber llegado porque, como en toda sociedad humana, los dogmas tendieron a imponerse con el tiempo. Pero allí ocurrió un fenómeno paralelo que jamás se había producido en Egipto o Mesopotamia: también la ciencia consiguió influir en la religión. Así se comprende por qué, de entre todas las civilizaciones antiguas, fuese la griega la que inició la revolución cosmológica.

Entre los siglos VII y III antes de Cristo se produjo, por efecto de esa nueva mentalidad, un periodo de florecimiento cosmológico sin precedentes, pasando los griegos de una concepción mitológica del universo a una concepción científica cimentada sobre datos observados en la realidad. Equivocaron su visión, hoy lo sabemos, pero. además de empequeñecer todo lo conseguido por egipcios y babilonios, esa visión imperó durante siglos y pasó mucho tiempo hasta que otros consiguieron superarla. Cuando aquella edad dorada terminó, el avance cosmológico se ralentizó hasta estancarse. Hubo un muy largo paréntesis; el Imperio romano hizo poco por resucitar el milagro astronómico griego y el cristianismo medieval se opuso ferozmente a cualquier idea cosmológica que contradijese las afirmaciones de la teología. Habrían de transcurrir casi dos milenios hasta que se diese el siguiente gran salto gracias a figuras como Copérnico, Galileo o Kepler. Ellos empezaron su camino donde lo habían dejado los últimos astrónomos griegos; es más, algunas de sus ideas, como las de Copérnico,  parecían novedosas pero ya habían tenido precedentes, aunque aislados, en la antigua Grecia. En fin; si consideramos el tamaño y la población de aquel mundo griego, los avances cosmológicos que produjeron pueden calificarse como milagrosos. La cosmología geométrica de los griegos fue la madre de las cosmologías copernicana y newtoniana, como estas dieron a luz a la cosmología de Einstein.

Del mito al hecho: un universo geométrico

Los primeros astrónomos griegos partieron, como mucho, del mismo punto en donde estaban los egipcios y babilonios por aquella misma época, el siglo VII antes de Cristo. Sin embargo, pronto se destacaron del pelotón, como ese ciclista al que nadie puede seguir mientras sube una carretera de montaña. ¿Qué fue lo que permitió a los griegos distinguirse tanto? ¿Acaso eran más inteligentes? No hay motivo para creerlo y sabemos bien que aquellas otras dos civilizaciones, mucho más antiguas, habían empleado en otros menesteres una inteligencia no inferior. ¿Eran más hábiles? Tampoco, y algunos sabios griegos llegaron a envidiar la precisión técnica de los mesopotámicos en cuestiones de predicción astronómica y confección del calendario. Pero en tal caso, ¿por qué fueron los griegos quienes revolucionaron con tanta rapidez la cosmología, cambiando para siempre la visión humana del cosmos? La respuesta reside en una sola palabra: geometría.

Pitágoras. (imagen: DP)
Pitágoras. (imagen: DP)

La geometría era conocida en Egipto y Mesopotamia, por descontado, pero como sucedía con la astronomía, era sobre todo una herramienta con la que ayudarse a organizar la sociedad. La geometría era útil para construir, para dividir el terreno, para muchas otras cosas. Sin embargo, nunca consideraron usarla como base para un modelo del mundo. Los griegos, en cambio, se la tomaron más en serio como disciplina abstracta y estudiaron incluso aquellos asuntos geométricos que no parecían tener una aplicación práctica inmediata, aunque por lo general siempre terminaban resultando útiles de una manera u otra. Gracias a ese amor del estudio por el estudio y a —por supuesto— condicionantes sociales y culturales, desarrollaron una manera nueva de pensar. Sus progresos en geometría les condujeron a plantear una hipótesis revolucionaria y brillante, aunque hoy sepamos que era equivocada: que todo puede explicarse mediante la geometría. Concluyeron que el universo estaba regido por un orden predefinido que podía descifrarse en términos geométricos y matemáticos, más que por el inestable capricho de los dioses. Por primera vez en la historia humana, un grupo de pensadores acordó que el cosmos obedecía a leyes frías e impersonales, en este caso geométricas, en lugar de obedecer constantemente al dictado de la divinidad. Cosa distinta era la posibilidad de que los dioses hubiesen creado dichas leyes. Los griegos no abandonaron la religión, entre otras cosas, porque determinados fenómenos celestes, como los relámpagos, y muchos otros no celestes, como la propia vida, no podían ser encajados dentro de su nueva concepción geométrica del mundo y continuaban sin explicación científica. Sin embargo, en lo tocante a la forma general del universo, los griegos sí fueron modificando sus creencias de acuerdo con unos descubrimientos científicos que, de manera gradual, fueron asimilados dentro de algunas doctrinas religiosas. Un perfecto ejemplo es la aparición del pitagorismo, que consideraba la geometría como una expresión de la perfección divina y no encontraba conflicto alguno entre la ciencia cosmológica y la fe. Ya fuesen religiosos, agnósticos o ateos, todos los astrónomos griegos tuvieron en común una idea: la geometría como base irrenunciable sobre la que construir su visión del universo. Para ellos, la geometría desempeñaba el mismo papel que para nosotros la física.

La astronomía griega tenía sus limitaciones. No solo en el aspecto tecnológico, ya que nunca gozaron de la inestimable ayuda del telescopio, sino también limitaciones creadas por su propia forma de pensar. Algunos conceptos que hoy damos por supuestos y que hasta un niño (de nuestra época) puede entender, quedaban para los griegos a cientos, incluso miles de años de distancia en el futuro. La principal de aquellas limitaciones era la incapacidad para comprender que el cosmos estaba regido por fuerzas físicas. Para ellos, un universo como el de Isaac Newton no existía. Es más, resultaba inconcebible. No podían imaginar que los astros ejercen influencia sobre las trayectorias de los demás astros, creando una compleja red de interacciones gravitatorias. Si viajásemos en el tiempo y les mostrásemos la física newtoniana, chocaría tanto con su concepción geométrica del cosmos que la hubiesen rechazado con escandalizados aspavientos. Lo único que tenía sentido para ellos era la idea de que todos los astros se comportan siguiendo patrones geométricos preestablecidos e invariables. Sus astros eran como un tren que recorre los raíles por el mero hecho de que esos raíles están bajo las ruedas. ¿Qué motor —qué fuerza— impulsa al tren? Ninguno. No es necesario. Los propios raíles son los que obligan al tren a moverse. No sentían la necesidad de introducir en sus modelos una fuerza física universal para explicar los movimientos astrales, porque el movimiento era en sí mismo la fuerza.

Las ideas de los griegos eran erróneas en lo referente a los diferentes modelos del cosmos que propusieron, pero sin aquellos errores griegos no hubiesen existido los aciertos posteriores. De hecho, la cosmología griega llegó a estar más cerca de la actual que ninguna otra hasta por lo menos el siglo XVI. Sus estimaciones astronómicas llegaron a ser de una precisión pasmosa y estuvieron por delante de muchas civilizaciones y culturas de las que iban a existir durante los siguientes dos milenios.  A nivel estrictamente cosmológico, entre ellos y Copérnico casi no hubo nada.

Emergiendo de la cosmogonía mitológica: astronomía presocrática

Los números gobiernan el universo. (Principio pitagórico)

Si retrocedemos al punto inmediatamente anterior al nacimiento de la cosmología científica griega, encontramos, gracias sobre todo a los escritos de Hesíodo y Homero, una descripción del universo muy primitiva, no más avanzada que la de egipcios y babilonios. Los griegos de los siglos VIII y VII antes de Cristo concebían la Tierra como un disco plano rodeado por un río oceánico. No imaginaban que estrellas y planetas fuesen cosas muy distintas, salvo porque estos últimos no estaban fijos en el firmamento —el término «planeta» proviene de πλανῆται, «los errantes»— y su luminosidad variaba de forma evidente. Hasta aquí, no hay nada que cualquier otra civilización no hubiese observado antes. Los griegos, de hecho, todavía no habían descubierto algunas verdades astronómicas básicas, como la de que el lucero del alba, al que llamaban Héspero, y el lucero del ocaso, al que llamaban, Fósforo, eran en realidad un mismo astro, el planeta Venus. Tampoco disponían de un calendario satisfactorio; de sus problemas para conseguir una teoría definitiva para el cálculo de fechas podría escribirse no ya otro artículo, sino todo un tratado complementario. En fin, hay muchos ejemplos de sus desconocimientos. Antes de adoptar la geometría como modelo, vivían en un universo mágico.

Dentro de aquel mundo griego fueron los filósofos y astrónomos jonios, procedentes de la costa de la actual Turquía, los primeros en modificar ese concepto mitológico del universo, porque fueron los primeros en intentar darle una explicación racional a lo que veían. Ya hemos mencionado al pionero, Tales de Mileto (625-547 a.C.), que aprendió astronomía y geometría de fuentes egipcias y babilonias. Combinando esos conocimientos con hallazgos propios, asombró a sus contemporáneos con unos poderes proféticos que llegaban a parecer sobrenaturales. No cabe duda de que, por más que algunos pudieran haberlo menospreciado por su carencia de ambiciones materiales, se lo consideró un hombre genial ya en su tiempo. Recordemos la anécdota de las aceitunas, o aquella ocasión en que, según se cuenta, detuvo una guerra prediciendo un eclipse de sol. O cuando impresionó al faraón de Egipto al medir la altura de las pirámides realizando una comparación entre la sombra que estas proyectaban y la que proyectaba él mismo en determinado momento del día.

Tales de Mileto fue el primer griego que empezó a introducir modificaciones de base empírica en el universo heredado de la mitología. El modelo que propuso puede no impresionarnos a primera vista, porque se desviaba poco del mitológico, pero lo importante es que lo concibió desde una nueva mentalidad. Pensaba, sí, que la Tierra era una isla rodeada de agua, pero afirmó que esa isla flotaba en el agua sin una base firme; así conseguía proporcionar una explicación física, no divina, a los terremotos. También creyó que alrededor de la Tierra giraba una especie de alfombra redonda que cubría la luz del día, produciendo la noche, y que las estrellas eran agujeros en esa superficie opaca. Esta alfombra era una explicación física que difería mucho de «el mundo es así porque los dioses así lo han hecho». Tales había entendido la necesidad de buscar causas materiales para los fenómenos que observaba. Y todos los posteriores astrónomos griegos siguieron, de una manera u otra, su estela.

Ilustración del modelo del universo de Anaximadro. Imagen: Dirk L. Couprie (CC).
Ilustración del modelo del universo de Anaximadro. Imagen: Dirk L. Couprie (CC).

Un discípulo y amigo personal de Tales, Anaximandro de Mileto (610-547), utilizó un método deductivo parecido al de su maestro y reflexionó no solamente sobre las posibles causas de los fenómenos observados, sino también sobre las implicaciones secundarias de esas mismas causas. Por ejemplo, recogió la idea de que la Tierra flotaba sobre un océano sin una base firme, pero la puso en duda. Pensó que, estando sometido ese océano al castigo constante del sol, debía de haberse evaporado. Dedujo que la Tierra era una isla que ya no flotaba sobre el agua, sino en un espacio vacío. También sustituyó el círculo opaco que producía la noche por una bóveda semicircular. Desechó la idea de que la Tierra era plana, porque sus observaciones así lo contradecían y, aunque no acertó al proponer una nueva forma —la supuso cilíndrica—, sí usó métodos científicos basados en la observación empírica para calcularla. Su gran aportación, empero, fue la idea de que los astros estaban situados en diferentes círculos y esferas que condicionaban sus movimientos. Esto, que era una ampliación o refinamiento de la visión geométrica de Tales, creó un modelo cosmológico del que, al menos en lo fundamental, ningún astrónomo griego se iba a alejar jamás.

Durante el siglo VI, la visión geométrica de aquellos dos astrónomos de Mileto fue convertida en institución por otro jonio, Pitágoras (572-497), a quien se recuerda especialmente por sus logros en matemáticas y geometría —quién no conoce su famoso teorema sobre el triángulo rectángulo—, además de por liderar una corriente religiosa que consideraba la geometría y las matemáticas como expresiones de la perfección divina. También fue muy importante su aportación a la cosmología. Tomando como base las ideas de Tales y Anaximandro, imaginó un universo con la Tierra en el centro y los demás astros girando a su alrededor en círculos. Esto, por un lado, se ajustaba a los datos que él conocía y se podía deducir intuitivamente de la observación del firmamento. Le agradaba pensar que las órbitas de los astros eran círculos inmaculados porque consideraba que el dios creador, siendo un geómetra, habría utilizado formas perfectas en la construcción de su maquinaria celeste. Este modelo geocéntrico estaba destinado a ser el hegemónico durante dos mil años, dificultando la aparición de alternativas, aunque esto no es culpa de Pitágoras. Sí, tal vez fue un iluminado; sabemos que además de científico ejerció como líder de una secta, la hermandad pitagórica, que lo veneraba como a un ser superior y se regía por extravagantes reglas. Pero su hipótesis geocéntrica tenía sentido si consideramos los datos astronómicos de los que disponía. Gracias a su modelo, de hecho, se realizaron extraordinarios avances. Dedujo que Héspero y Fósforo no eran dos astros separados, descubriendo el planeta Venus. También supuso que la Tierra era esférica. Es verdad que algunos defienden que estas ideas fueron propuestas por Parménides, contemporáneo de Pitágoras aunque varias décadas más joven, pero, como sucede siempre con Pitágoras, resulta difícil decir con seguridad qué ideas fueron suyas y cuáles le fueron atribuidas por sus devotos seguidores o por cronistas posteriores.

Sí sabemos que, con el tiempo, Pitágoras abandonó su Jonia natal y se estableció en las colonias griegas de Italia, la llamada Magna Grecia, donde tuvo discípulos como Filolao (470-380), que se hizo notar por algunas aportaciones muy originales. Estudiando el modelo de Pitágoras, lo cotejó con sus observaciones de los astros y llegó a conclusiones que demuestran la apertura de miras de la cosmología pitagórica. Dedujo que la Luna brilla porque refleja luz que recae sobre ella, no porque tenga luminosidad propia, y observó también que siempre ofrece la misma cara a la Tierra. Trazó una analogía con los demás astros y dedujo que el sol tampoco brillaba por sí mismo sino porque reflejaba el fulgor de otro astro, el «fuego central», que era el verdadero centro del universo. Como también la Tierra ofrecía siempre la misma cara a dicho fuego, este no podía ser visto por los humanos; el mundo conocido para Filolao —el Mediterráneo y sus alrededores— estaba todo él sobre la mitad de la Tierra opuesta al fuego central. La otra mitad, suponemos, debía de ser un erial calcinado. En su muy personal cosmovisión había, sin contar las estrellas, diez cuerpos celestes: el fuego central, la Tierra, el Sol, la Luna, los cinco planetas conocidos en la antigüedad (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno) y el misterioso planeta Antichthon, la «Anti-Tierra», situado en órbita opuesta a la Tierra y que tampoco podía ser visto. Ese planeta fantasma debería ser asunto para alguna buena historia de ciencia ficción y, en cierto modo, lo ha sido en diversas ocasiones.

El fuego central y la Anti-Tierra no fueron ocurrencias caprichosas de Filolao. Por extraño que nos parezca, se basó en observaciones empíricas para conjeturar la existencia de ambos. Un buen ejemplo: su en apariencia extravagante modelo cósmico conseguía explicar ciertos mecanismos de los eclipses lunares que nadie hubiese podido interpretar de otra manera, ya que no se conocía el fenómeno de refracción de la luz. Así pues, su modelo no era una locura (aunque no fuese aceptado por todos los demás griegos porque contenía muchas más imperfecciones que el también imperfecto modelo geocéntrico de su maestro Pitágoras). Con todo, es de valorar que se atreviese a introducir un concepto tan revolucionario como el de que la Tierra no es el centro del universo. Nunca llegó a comprender que en realidad gira alrededor del Sol y no del fuego central, pero eso no debería restarle méritos. De hecho, si con mirada moderna pensamos en el «fuego central» como en una estrella, podemos considerar su modelo como la primera descripción de un sistema solar, en este caso binario. Algo que se adelantó a su tiempo. Aparte de todo esto, la mayor aportación de Filolao, o por lo menos la más aceptada entonces, fue la de sustituir la bóveda celeste —la superficie semicircular en la que estaban fijas las estrellas— por una esfera. Durante siglos, de hecho, el término «universo» iba a ser sinónimo de todo aquello que está dentro de la esfera celeste de Filolao. Los griegos, desprovistos de telescopios, no tenían forma de saber que existían las galaxias.

Anáxagoras, representado con ropajes medievales en "Las crónicas de Nüremberg" (1493)
Anáxagoras, representado con ropajes medievales en Las crónicas de Nüremberg (1493)

Las hazañas de la astronomía jonia incluyeron también a Anaxágoras (500-428). Defendió que la Tierra era plana y eso le condujo a realizar algunos cálculos erróneos estimando, por ejemplo, que el diámetro del Sol era de poco más que cincuenta kilómetros. En otros aspectos, sin embargo, demostró poseer una intuición admirable y una gran inteligencia. De hecho se acercó a la verdad todo lo que podía concebirse dado el desarrollo del saber astronómico de su generación. Supuso que el Sol era una esfera de hierro al rojo vivo y que por tanto emitía luz propia, contradiciendo a Filolao, aunque esa idea no fuese del todo nueva. Más interesante es que también describiese los meteoritos como fragmentos de hierro al rojo que caían del cielo, una definición que, en esencia, aunque sepamos que únicamente un pequeño porcentaje de meteoritos está hecho de hierro, era la correcta y la que manejamos hoy. Además, fue el primero en ofrecer una explicación más o menos certera para el fenómeno de los eclipses. Otro hallazgo consistió en afirmar que la Luna estaba compuesta de un material similar al de la Tierra. En cuanto a las estrellas, las describió como «piedras de fuego». Todas estas ideas eran muy brillantes, pero resultaron escandalosas. Sobre todo en Atenas, donde Anaxágoras se había establecido y donde, por lo que parece, estaban menos predispuestos que en su Jonia natal a aceptar tanta especulación revolucionaria. Aquellas afirmaciones implicaban negar la condición divina del Sol y la Luna, lo cual le conllevó afrontar, ya en edad avanzada, un grave y lamentable proceso inquisitorial en el que se lo acusaba de impiedad. Se le pidió la pena de muerte. Gracias a la sentida defensa pública que hizo uno de sus antiguos alumnos, el respetado estadista Pericles, la ejecución fue conmutada por el destierro. Pero se dice que Anaxágoras, después de verse juzgado por sus ideas científicas, se sentía tan decepcionado con la raza humana que, una vez en su exilio cerca de Mileto, se dejó morir de hambre.

Otro jonio, Enópides (siglo V; fechas de nacimiento y muerte inciertas), determinó un hecho tan importante como que la eclíptica, el camino que el Sol recorre por el firmamento, no está en ángulo recto con la línea del ecuador. Esta oblicuidad, producto de que la Tierra tiene un eje de rotación inclinado con respecto a su órbita alrededor del Sol, es responsable del ciclo climático de las estaciones. Hay que decir que, según la fuente, algunos atribuyeron este descubrimiento a Anaxágoras o Anaximandro. En cuanto a Metón de Atenas (siglo V, fechas también inciertas), se preocupó por el asunto del calendario. La irregularidad de los ciclos cósmicos desesperaba a quienes intentaban elaborar un calendario exacto. Metón entendió, como otros antes que él, que un año solar no equivale de manera exacta a doce meses lunares o sinódicos. Esto había frustrado a muchos estudiosos porque, sobre el papel, la idea de que un año estuviese compuesto por doce meses exactos era muy bonita, pero en la realidad —como si todo fuese una broma de los dioses— el año solar equivalía aproximada pero no exactamente a esos doce meses lunares. Investigando en pos de una solución, Metón descubrió que, tomando como base del calendario un ciclo de diecinueve años solares, la discrepancia, aunque no desaparecía, sí quedaba muy reducida. A falta de mejores opciones, asumió ese margen de error como un mal menor. No se lo puede culpar y bastante hizo con proponer ese ciclo metónico que mejoró mucho el cálculo de fechas. Fue una herramienta no del todo exacta pero muy útil para la confección del calendario, empleada con profusión hasta que otros consiguieron proponer otra más exacta, un siglo más tarde..

El caso de Demócrito (460-370) es muy especial. No ya porque se lo haya incluido muchas veces en el grupo de los presocráticos pese a ser contemporáneo de Sócrates (470-399) y también pese a que su forma de pensar tuviese poco que ver con la mayor parte de los presocráticos. Digamos mejor que Demócrito se sale de la lógica de la cosmología griega si la contemplamos como una disciplina desarrollada a lo largo de una línea temporal. Fue una rareza anacrónica. Quizá su carácter anómalo se debió, entre otras cosas, al hecho de que no fue un astrónomo especializado sino un matemático y un filósofo especulativo en la acepción moderna del término. Desde su peculiar posición, realizó la improbable hazaña de elaborar dos hipótesis universales, dos, que sorprenden por su aspecto moderno. No en vano, Carl Sagan dijo que «de todos los filósofos griegos, Demócrito es el que con más claridad nos habla a través de los siglos» y que «sus argumentos no eran los que utilizaríamos hoy, pero eran elegantes, sutiles y derivados de la experiencia cotidiana, y sus conclusiones eran fundamentalmente correctas». Resulta fácil estar de acuerdo con Sagan.

Demócrito es célebre, sobre todo, por su exposición de la teoría atómica. Parece ser que el principio fundamental de esa teoría —que todo en el universo está compuesto de átomos— lo aprendió de su misterioso maestro Leucipo, pero lo que nos ha llegado es la visión de Demócrito. Provisto de una gran mente analítica, perfeccionó la idea hasta crear un modelo felizmente similar, por lo menos a nivel general, al que se descubriría mucho más tarde, en la era moderna. En parte, podemos considerar ese parecido como una casualidad, porque si profundizamos en el modelo atómico de Demócrito descubriremos que, en lo funcional, no tiene nada que ver con el atomismo moderno, ni aun en sus fases iniciales durante el siglo XIX. Aun así, carecería de sentido negar que su aportación fue genial y que los fascinantes paralelismos que pueda contener su hipótesis con la teoría atómica moderna se deben a su prodigiosa inteligencia. Pues bien, Demócrito también tuvo intuiciones geniales en cosmología. Algunas de sus ideas ya habían sido expresadas por otros, como que la Luna está más cerca de la Tierra que el Sol, y que el Sol está más cerca que las estrellas. Pero le distinguió el ser capaz de imaginar un universo completamente distinto al aceptado por sus contemporáneos, ya fuesen geocentristas pitagóricos o partidarios del modelo neopitagórico de Filolao. Demócrito pensó, para empezar, que la Tierra no tenía por qué ser el centro del universo. Todo un atrevimiento, como ya hemos visto, pero algo que también se le había ocurrido a Filolao. Lo más chocante, porque no ha sido demostrada hasta hace muy pocos años, es que Demócrito pensó que el cosmos debía de estar repleto de planetas similares a la Tierra, y que algunos de esos planetas tendrían cerca un sol, mientras que otros tendrían cerca dos o tres soles. Que algunos planetas tendrían una luna, otros ninguna, y otros tendrían varias. Que esos múltiples planetas serían diferentes en tamaño y también en las características físicas de su superficie, siendo algunos aptos para la vida porque estarían rodeados por una atmósfera respirable, mientras que otros no. Estas intuiciones, sin duda, resultan proféticas hasta niveles abrumadores. Es verdad que acertó en lo fundamental como podía haberse equivocado, ya que sus modelos eran especulativos y no era capaz de defenderlos con datos —este detalle lo distinguió de los astrónomos presocráticos, cuyos modelos sí intentaban tener respaldo empírico—, pero aun así resulta indiscutible que Demócrito fue un genio, que su capacidad de análisis era descomunal y que dio un paso de gigante que otros podrían haber seguido si se hubieran despojado de prejuicios (por desgracia, ningún otro griego llegó a continuar su estela). Por su concepción del cosmos decimos que Demócrito fue el primer mecanicista, el primero que supo presentar razonamientos poderosos para explicar el atomismo y el materialismo. También era ateo; no creía que la divinidad gobernase el mundo o tuviese algo que ver con su diseño. Supo prescindir de la religión, de la metafísica o de la ética a la hora de intentar explicar el universo. No usó el método científico para llegar a muchas de sus conclusiones cosmológicas, pero eso nos dice incluso más sobre su prodigiosa intuición, y hace que nos admire comprobar que fue un pionero cuya reconocimiento sería más y más universal cuanto más importante se tornase ese método científico que él apenas utilizó.

(Continúa aquí)

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16 Comments

  1. Javier

    Genial artículo, gracias. Espero ansioso la segunda parte.

    • walcopz

      refrescantes cronicas gracias y,,, don Democrito es una buena longitud de oh…… nuestra particula cataleptica, abur……..

  2. Juan Carlos Sánchez

    Es muy reconfortante para los seguidores de Demócrito y Epicuro, que se puedan disfrutar de artículos como éste.Es hora de que la civilización actual empiece a reconocer a los verdaderos científicos, que nos mostraron su futuro y coincide con nuestro presente.

  3. Roberto

    Me gustó mucho, pero quedé con más dudas que antes.

    Sabía de la teoría atómica de Demócrito y le encuentro sentido en su contexto, porque es ir un poco más allá de especulaciones que rondaban el mundo griego (¿qué pasa si divido algo una y otra vez?). Pero no entiendo cómo llegó a la idea de «muchas clases de Tierras», por muy filósofo especulativo que fuera. ¿Seguía una serie de deducciones más o menos arriesgadas o solo lanzaba ideas «de la nada»?

    Saludos y felicitaciones.

    • E.J. Rodríguez

      Hola, Roberto:

      Primero aclarar que las obras de Demócrito no nos han llegado directamente, sino a través de las referencias y citas de terceros (en este caso Diógenes Laercio, Aristóteles o Aquiles Tacio por ejemplo), pero conocemos su forma de pensar por esas referencias y también porque su hipótesis cosmológica se deriva directamente de su teoría atómica.

      Demócrito pensaba que los astros se habían formado por el colapso (o agrupación) de los átomos que al principio flotaban libres en el espacio. Atraídos por determinados “vacíos” y chocando entre sí, esos átomos generaban vórtices (o remolinos) que a su vez atraían a nuevos átomos. Finalmente conformaban masas grandes, los distintos astros (estrellas, planetas, etc.) que eran esféricos por efecto de ese movimiento circular de los átomos al unirse. De esto se deduce que no necesariamente hay una única Tierra, un único Sol, o un único sistema de órbitas, sino que puede haber muchos otros astros similares originados de la misma manera y que conforman sus propios sistemas de órbitas, ajenos al nuestro. Esto era la primera descripción de una galaxia en el sentido moderno del término.

      Demócrito no creía en la creación divina y por tanto la Tierra no ocupaba un lugar especial en su visión del cosmos por el hecho de que la habitase el hombre. Si la Tierra, el sol o la luna se habían formado por la unión de los átomos, en muchos otros lugares del espacio habría sucedido lo mismo, y ni la Tierra ni el sol tenían por qué ser el centro del universo. Como verás, sus hipótesis eran especulativas pero también muy razonables y consistentes. Espero esto lo aclare un poco.

      Un cordial saludo.

  4. Roberto

    Muchas gracias. Ahora entiendo «de dónde se agarró» para formular esas ideas. Mi respeto por él aumenta (ya me gustaba por su idea de los átomos).

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  8. José Piernagorda Priego

    Cuando intentas justificar la genialidad griega frente a la inteligencia babilónica y egipcia recurres al apoyo en la geometría. Sin embargo, también el uso instrumental de la geometría se da en estas culturas, con lo que podrías haber incurrido en un círculo vicioso (suponer como argumento lo que se pretende demostrar). La diferencia fundamental entre la manera de abordar estas disciplinas se encuentra (y lo mencionas) en el carácter especulativo y no utilitarista de los griegos frente al pragmatismo oriental. Resolver esta diferencia cae más en el campo de la antropología cultural que el de la filosofía.

  9. einbeck

    Fantastico! Saludos

  10. Francisco

    Se debe aclarar que Demócrito no fue un «científico» como los actuales pues en esa época los saberes no estaban divididos como hoy. Los filósofos reflexionaban sobre la realidad cabal. Además la mayor parte de los fragmentos que se conservan de Demócrito (los apócrifos y los que no son) apuntan más a la ética que a la física o las ciencias. En ese sentido Demócrito se asemeja a Epicuro.

  11. Francisco

    Muy buen artículo. Pero no concuerdo con que Demócrito fuera una rareza o anacronía si se asume que los fragmentos éticos, que conforman casi la totalidad del corpus democriteano disponible, no es apócrifo si no realmente de Demócrito, podemos darnos cuenta que asume una posición bastante osada y más afín a los llamados «sofistas» enemigos acérrimos de Platón/Sócrates y la cofradía socrática, por lo que se entiende su exclusión y el silencio. Por esto, podríamos decir que estaba en el bando equivocado, pero no que fuese una rareza. Hay que tener en cuenta que por ahí (creo que en la obra de Laercio) se menciona que Demócrito era alumno de Protágoras, lo que fuese o no posible o cierto, algo nos quiere indicar sobre su relación con este grupo.Por otro lado, todos sabemos que el mote de «presocrático» es bastante arbitrario.

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