Política y Economía

Sobre la confianza

Funeral de la mafia siciliana, 1954. (DP)
Funeral de la mafia siciliana, 1954. (DP)

All the world is made of faith, and trust, and pixie dust.

Durante los últimos meses la confianza ha sido uno de los fetiches más utilizados en cualquier declaración sobre las negociaciones del rescate griego. Mientras Schäuble acusaba a Varufakis de «haber destruido la confianza existente», el mismo Varufakis hablaba de la confianza como la más «preciada moneda» de que disponían los griegos. Por su parte, Joseph Muscat, primer ministro de Malta, insistía en que Tsipras había creado un «enorme abismo de confianza» entre los socios europeos y el Financial Times advertía ya en febrero de que la falta de confianza «frenaba la carrera contrarreloj hacia un acuerdo». Y sin embargo, a pesar de todas las menciones, apenas se ha hablado de por qué nos es relevante la confianza y por qué habríamos (¡o no!) de preocuparnos por ella.

Por eso quizá valga la pena empezar por definir en qué consiste la confianza. Hace algo más de treinta años el sociólogo italiano Diego Gambetta, conocido por su investigación académica (y algún rifirrafe) sobre la Mafia, se propuso hacerlo editando un antológico volumen aptamente titulado Trust: Making and Breaking Cooperative Relations. Gambetta concluye en su ensayo de cierre que a su parecer la confianza es el nivel de probabilidad subjetiva con el que una persona cree que otra persona tomará una determinada acción, antes de que esa acción ocurra (y por lo tanto sin posibilidad de controlar lo que acabe pasando). Lo podríamos simplificar más aún: la confianza es lo que nos permite estar más o menos seguros de que la otra persona va a cooperar con nosotros en una situación en la que ganaría más engañándonos.

La confianza está íntimamente ligada a la cooperación, eso es evidente, pero ¿cuál de ellas aparece primero y facilita la otra? Friedrich Hayek opinaba que la confianza necesariamente aparece como consecuencia de la cooperación. Es el acto de comprar pan cada día en el mercado, por ejemplo, el que cimenta la confianza entre panadero y comprador, al comprobar ambos que el pan es bueno (y el dinero también). Hume también era partidario de esta postura. Para él era el interés mutuo de los dos individuos (y el ansia) el que permitía el acuerdo y la cooperación, para que luego «un sentimiento de moral concurra con el interés, y se convierta en una nueva obligación para la humanidad». El trabajo de Axelrod en teoría de juegos (me había propuesto no hablar de teoría de juegos y Grecia pero ha sido inevitable) también sugiere que, incluso en situaciones donde la confianza es prácticamente inexistente y la comunicación difícil, la cooperación puede surgir a través de señales aleatorias. Un caso clásico es el de las treguas implícitas y la estrategia del «vive y deja vivir» que utilizaron los soldados del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial. A menudo tanto soldados de guardia como patrullas decidían no abrir fuego contra soldados enemigos claramente expuestos. No se sabe con total certeza la motivación de los soldados (aunque hay varios estudios al respecto), pero la cuestión es que surgió una estrategia de cooperación implícita entre ambos bandos. Como recuerda Gambetta, el origen pudo ser bastante sencillo. Quizá fuera un soldado disparando por error a un objetivo claramente no humano, que se interpretó por el otro bando como una muestra de buena voluntad. O quizá fue el que ambos bandos dejaran de disparar (por necesidad) durante periodos determinados y predecibles como la hora de comer. Lo relevante es que incluso una señal aleatoria podría haber sido interpretada por el contrincante como una prueba de buena voluntad y correspondida con el mismo favor, dando inicio a un juego de cooperación repetida y a su vez a un aumento de la confianza.

Sin embargo, esto puede ser algo engañoso (y de hecho las premisas de Axelrod han sido criticadas por politólogos como Gelman). Partamos por un momento de los casos extremos. Si los soldados franceses sienten total y absoluta desconfianza por los alemanes, es probable que cualquier señal, aun siendo aleatoria, de buena voluntad se perciba precisamente como un error o como una trampa, y se corresponda con total suspicacia. En el caso opuesto, si un bando es el bobo del juego y tiene confianza ciega en el otro (y ellos lo saben), el otro bando tenderá a aprovecharse de esa total confianza para aumentar sus ganancias. Por lo tanto, sí que es necesario un cierto nivel de confianza preexistente para que exista la cooperación. Como mínimo, debemos tener confianza en que nuestro adversario, además de tener sus propios intereses va a seguirlos, lo cual supone confiar, como mínimo, en su racionalidad (que no es poco).

Por supuesto, esto es independiente de que la confianza pueda aumentar a través de las interacciones repetidas, lo cual es evidente. Y sin embargo, su debilidad es que en la práctica es imposible llegar a la confianza plena porque para eso habría que observar todas y cada una de nuestras interacciones futuras. Es un tema tratado a menudo en literatura. En la épica hindú Mahabharata, durante una de las batallas clave, el héroe Yudhisthira le dice a su enemigo Drona que su hijo ha muerto. Drona, ante la impecable reputación de Yudhisthira, famoso por jamás haber contado una mentira, no tiene más remedio que creerle. Afectado por la pena y tristeza, baja la guardia y es asesinado por sus enemigos. La noticia, por supuesto, era falsa. Yudhisthira se revela como paladín de la ética consecuencialista aprovechándose de su reputación para mentir una vez a cambio de lograr un bien mayor (ganar la guerra). Otro ejemplo, como nos cuenta el propio Gambetta, lo encontramos en Otelo. Cuando Otelo, preso de la paranoia, quiere comprobar la fidelidad de Desdémona, no pide una prueba de su fidelidad (¡porque es imposible!) sino de su infidelidad. Algo tan inocuo como un pañuelo perdido que aparece cerca de las habitaciones del supuesto amante de Desdémona sirve para sembrar la duda y desencadenar la tragedia. En ese sentido la falta de confianza es una profecía autocumplida porque es capaz de generar sus propias pruebas para la sospecha. Parte de la culpa la tiene nuestra propia naturaleza humana. Como ya mostraron Kahneman y Tversky en los años setenta, los humanos procesamos información nueva de acuerdo con nuestras teorías preexistentes, tendiendo a buscar la confirmación de nuestra hipótesis, no su falsación.

Además de desencadenar tragedias interpersonales, la (falta de) confianza también es clave para explicar el desarrollo de la cooperación a mayor escala, como en el caso de las sociedades y las instituciones. La mafia siciliana es un caso paradigmático. Cuenta Gambetta que en Sicilia se da la situación de que el Estado es tan débil que no es capaz ni de monopolizar la violencia ni de impartir justicia. La consecuencia es que si dos individuos quieren participar en una transacción, por ejemplo la venta de un caballo, el Estado no puede participar como garante o árbitro del intercambio. Dado un nivel inicial muy bajo de confianza, la suspicacia es reina: el comprador teme que el caballo sea un mal caballo y el vendedor teme que el comprador reniegue de su promesa de pagarle. Es ahí donde aparece la figura del mafioso, que por un módico precio puede garantizar que la transacción sea «honesta» y no haya engaños. Vemos, por lo tanto, la aparición de un monopolista privado como árbitro para las transacciones en sustitución del Estado. Hay quien diría que no constituye un problema insalvable (no es raro que un Estado comience sus andaduras como un ente patrimonial), en un argumento similar al que encontramos en la relación entre corrupción y desarrollo económico: los sobornos actuarían como «lubricante», permitiendo que las transacciones ocurran, frente a la alternativa de que no haya ninguna transacción.

Y sin embargo, cuando la justicia se convierte en bien privado, los problemas no tardan en aparecer. Primero, el mafioso puede excluir a parte de la población de la cobertura de sus servicios. Segundo, el mafioso tiene un interés claro en perpetuar el nivel de desconfianza que impide que las transacciones se lleven a cabo con normalidad. En otras palabras, el mafioso puede tanto garantizar que el caballo que se vendía en el ejemplo previo sea de buena calidad como luego facilitar que el comprador le venda un caballo enfermo a otro individuo que no forma parte del grupo y no ha pagado los servicios del mafioso. Es más, es la manera de publicitar sus servicios y mostrar los beneficios de ser «miembro» del club de protección. El resultado es un círculo vicioso de desconfianza que impide el desarrollo de un sistema de gobernanza justo y efectivo. Como decía el economista Albert Hirschman, la confianza es una de esas habilidades que se refuerza con el uso, pero que también se atrofia con el desuso (¡y más aún si lo opuesto se incentiva!), como el habla de una lengua extranjera.

A pesar de todo esto, hay motivos para la esperanza, tanto si hablamos de mafias como de negociaciones complicadas o peleas familiares. Aun en las peores circunstancias, los humanos tenemos cierta tendencia tanto a cooperar como a confiar. Una y otra vez, tanto en experimentos como en la vida real, hemos comprobado que las personas están a menudo dispuestas a sacrificar sus ganancias para hacer cosas como hacer cumplir un código ético o castigar a aquellos que no contribuyen a la provisión de bienes públicos. Por motivos diversos que se merecen su propia entrada, a lo largo de nuestra existencia en este planeta los humanos hemos desarrollado una serie de preferencias prosociales que nos han permitido construir las instituciones y sociedades en que vivimos, protegiéndonos de nuestros peores instintos y reforzando (con éxito variable, eso sí) los buenos. Y esas preferencias que nos permiten cooperar y confiar están, por ahora, aquí para quedarse.

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4 Comments

  1. Interesante artículo, enhorabuena. También vale decir que la confianza crece lento y desparece rápido. Es un bien frágil que debe cuidarse como costillas a pulmón.

  2. Un artículo muy interesante. Cervantes en El Quijote mostró un ejemplo magistral sobre la confianza, donde un hombre casado con una mujer que le era absolutamente fiel, una mujer a la que no se le podía reprochar nada porque era obediente y sumisa a todos los deseos de su marido, además de poseer un sinfín de virtudes que la convertían en una persona en la que se podía confiar en ella completamente, decidió poner a prueba dicha confianza e hizo que su mejor amigo intentase acostarse con ella, pero sólo hasta que accediese y entonces, si así realmente pasaba, no hacerlo y saber el marido su flaqueza y falta de honradez, y si no accedía, estar completa, absoluta e indiscutiblemente seguro de la misma. Se puede intuir fácilmente qué sucedió al final.

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