Teresa de Ahumada no puede apartar la vista de la biblioteca familiar que se alza frente a ella, recorriendo los títulos en diagonal, dejando que alguno le golpee, pero sin que las prisas le permitan interiorizarlos. De pronto se topa con un manuscrito de su propio padre. Obligada a esconder el Sánchez de Cepeda que de él heredó por lo que su probada ascendencia judía pudiera sugerir, Teresa evoca su figura: altiva, cansada, imponente. Lo recuerda llegando a Gotarrendura, después de un verano laboralmente agotador, para pasar allí el invierno a la tranquilidad de la lumbre y al amparo de las tierras y el ganado que los Ahumada han conseguido reunir.
En uno de esos inviernos nace la pequeña Teresa. Es curioso, quinientos años después de aquel nacimiento, un puñado de aldeanos todavía lucha para demostrar que fue en este pequeño pueblo de la Moraña donde nació la santa y no en la, por entonces, poderosa capital abulense, que es la teoría que se empeña en defender el Carmelo. De todas las borrosas y opacas pruebas me quedo con tres: no hay ni un solo escrito sincrónico que demuestre que nació en Ávila; sus nueve hermanos nacieron en Gotarrendura (donde también murió su madre); y, por último, en el sagrado libro de nacimientos del pueblo, las hojas coincidentes con la fecha natal de Teresa han desaparecido.
Pero volviendo a la escena con la que comenzó el artículo, Teresa es consciente de que hay algo que no funciona en esa autobiografía que con ahínco se empeña en escribir. Tiene cuarenta y seis años y, a pesar de que ha conseguido dirigir su vida hacia el recogimiento y la mística, no puede deshacerse de ese «dolor espiritual» que solo mitiga el increíble simbolismo que brota de su mente. Necesita algo más. Un empujón que haga del deseo un producto tangible.
Tiene un plan, pero sabe que ponerlo en marcha tiene un precio muy caro: la vida. Necesitará que esa fuerza esté de su lado, aquella con la que entra en contacto a menudo, haciendo que su vida se eleve hasta estados inconfesables que terminan en inmovilismo, parálisis e, incluso, desmayo. Pero, sobre todo, necesitará que el conocimiento que a sus espaldas cargaron aquellos innumerables libros que ahora contempla no le abandone. Tendrá que transmitir. Tendrá que llegar. Tendrá que encontrar la palabra exacta.
Se levanta y extrae de la estantería el manuscrito de su padre, un amasijo de organizaciones mercantiles. Lo firma don Alonso Sánchez de Cepeda, el hijodalgo que representaba el último eslabón de una exitosa cadena de mercaderes. Es, dada la muerte de su madre a temprana edad, el personaje familiar que más le ha marcado. Alonso nunca pudo superar la ascendencia judía del abuelo de Teresa, Juan Sánchez de Toledo, quien fue obligado a renunciar a su fe y a realizar pública penitencia durante siete viernes para obtener el perdón inquisitorial. Esto trajo consigo numerosas riñas entre padre e hija cuando ella intentaba por todos los medios ingresar en alguna orden religiosa mientras él lo prohibía terminantemente.
A pesar de todo, lo había amado con fuerza. Él estuvo allí cuando las infinitas novelas de caballerías que Teresa devoró siendo todavía una adolescente estuvieron cerca de hacerle perder el seso. Cuando, en edad adolescente, quiso pisar tierra musulmana para morir decapitada, mártir y cristiana, fue su padre quien lo prohibió. Él le quitó de la cabeza su obsesión por los perfumes y los aceites, enseñándole a buscar en su interior lo que no encontraba fuera. Él, con sus cuidados, hizo que pudiera superar una cardiopatía que la dejó paralítica durante años. Y, por supuesto, él acabó aceptando que entrara en su primer convento, entregando como dote unas tierras en… ¿adivinan? Sí, Gotarrendura.
Sabe que no habría salido con vida de todas aquellas encrucijadas sin él… pero ahora, tantos años después, Teresa se acuerda de su padre por un motivo bien distinto que más tiene que ver con el manuscrito que ha extraído del estante que con los favores paternales. Sus genes comerciantes habían desarrollado en ella una notable habilidad financiera que habría de utilizar por fin en beneficio de su fe. Guarda el escrito de su padre. Ahora coge el papiro recibido unas cuantas horas antes proveniente del Perú. Lo firma su hermano. Tiene que volver a leerlo para poder creerlo: su pariente ha decidido enviarle una cuantiosa cantidad de dinero desde la tierra de la plata, tal y como ella le había pedido. Teresa, que mantendrá correspondencia durante toda su vida con eminencias como el mismísimo rey de reyes, don Felipe II, escribe la carta más feliz de su vida agradeciéndole a su hermano la ayuda prestada. Cuando termina, devuelve la vista al cúmulo de libros que adorna la estancia. Ha llegado el momento de tomar esa decisión que, si todo sale como planea, le arruinará la vida.
Pocos meses después, cansada del libre albedrío al que se ha lanzado la orden del Monte Carmelo, Teresa fundará el primero de una red de conventos que vertebrará la reforma de los Carmelitas Descalzos, encargada de acabar con el viejo orden y, a su vez, de convertir la vida de la fundadora en una persecución constante. Entre otras cosas, la nueva mentalidad es condescendiente con los conversos (por ti, abuelo). Lejos de atemorizarla, esta nueva singladura le entusiasma («He cometido el peor de los pecados, quise ser feliz»).
El ascenso de una rockstar
Teresa espera, junto al pequeño patio del convento de San José, la llegada de su ilustre invitado. Ha tenido tiempo suficiente para dejar el puchero a punto pero ahora siente los dolores ocasionados por esa enfermedad congénita que le acompañará siempre. No obstante, el gozo que le produce la llegada de aquel hombre aplasta cualquier síntoma nocivo.
Exactamente un minuto después de tomar la decisión de reformar la orden carmelita, Teresa explota en todos los sentidos. Lo primero que aflora en ella es un extraordinario monstruo literario. Las copias de su primera obra, Camino de perfección, escrita para ser leída a las monjas del convento como si de un juego se tratara, se multiplican a lo largo y ancho de Castilla. Los lectores, lejos de ver en la obra un simple tratado de ascética, se percatan de que el autor de aquella obra exhibe un estilo nunca antes visto: es capaz de convertir el mensaje en actitud. Para colmo, el genio es una mujer.
No podemos olvidar que se trata de una época donde a la mujer apenas se le deja pensar, con un patriarcado asfixiante. De pronto, por los mentideros más eruditos, la voz de alarma corre como la espuma: alguien está poniendo la religión y la literatura de la península patas arriba. No puede tratarse de una mujer.
Más tarde, el éxito inicial de Camino de perfección se dispara con la aparición de otras obras maestras como Las moradas o la versión teresiana del «Cantar de los cantares». Especial repercusión tiene el primero. Las Moradas, también llamado Castillo interior, se convierte en una obra maestra del simbolismo, una metáfora en sí misma que hace temblar el trono alegórico de Dante. Es tan tremendo el éxito de la obra, que incluso el mayor intelectual de la época, Fray Luis de León, lo convertiría en su libro de cabecera (como decíamos ayer, quizás imitar el estilo de la santa fuera el motivo por el que más tarde tendría, como ella, problemas con la autoridad).
El segundo aspecto que detona el anonimato de Teresa es el interés social que despierta su nombre allí donde es pronunciado. Son numerosas las visitas que recibe al día, y pronto se desvela la admiración que su obra religiosa y su obra literaria despiertan en maestros como el ya citado Fray Luis, el padre Gracián, Francisco de Borja (más Borgias no, por favor) o Pedro de Alcántara.
Pero todos los nombres se retiran de su cabeza al verle entrar por el patio del convento. Es él, tan hermoso como siempre.
Fray Juan de la Cruz se emociona al volver a verla. Hay una conexión extraña entre ellos. Ella lo admira por su origen extremadamente humilde, por su paisanaje, por su gusto por la poesía y por su manera de entender el espíritu. Ambos se sientan para conversar, visiblemente nerviosos. Pero ella lo tiene perfectamente estudiado. Dirigirá la conversación hacia los versos de Garcilaso, una pasión que ambos comparten. A partir de ahí, que la tertulia se propague por donde pueda.
Juan también admira a su anfitriona, especialmente, por su personalidad… pero también por su belleza. Y es que Teresa siempre fue una mujer muy hermosa. Llegó a afirmar: «En mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos: decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa. En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, solo Dios sabe». Célebres fueron también sus contestaciones a los piropos recibidos, todas ellas pícaras e ingeniosas. Maximiliano Herráiz nos recuerda dos. La primera cuenta cómo un albañil que participaba en la construcción de uno de sus conventos le vociferó: «¡Qué lástima, una mujer tan guapa y que sea monja!». Ella, sin dejar de admirar la obra, replicó: «A ti te da igual porque nunca me hubiera casado contigo». La segunda ocurre durante la compra de unos terrenos para la Orden en Valladolid. Teresa escucha como el notario susurra: «Por un beso de esta mujer me daría por bien pagado». Ella se acerca: «Béseme». El notario obedece: «Nunca una escritura me ha resultado tan barata».
No ha terminado la reunión y Juan de Yepes ya se ha dejado subyugar por la personalidad arrolladora de aquella mujer. Su plan de retirarse con los cartujos a El Paular se esfuma con cada palabra que paladea. Para entonces, Teresa ya se ha metido en el bolsillo al mejor aliado posible.
Con el apoyo del futuro San Juan de la Cruz, Teresa funda diecisiete conventos, completa su obra en prosa y se adorna con una corta pero intensa colección de poesía. Para entonces, sus frases ya se utilizan como refranes populares en todos los hogares españoles. Los conventos por los que difunde su palabra recogen sus enseñanzas, guardan copias de sus libros y dejan claro que «Teresa estuvo aquí», como si de una estrella del rock se tratara.
Años atrás dudaba de su integridad como persona, desconociendo si aquel avanzado y particular sentir era obra de Dios o del Diablo. Pero aquellas dudas han dejado paso a un éxito casi sin precedentes. Intenta no caer en la cuenta de que se ha convertido en el referente espiritual e intelectual del país mientras se refugia, como siempre, en los restos de esa biblioteca que nunca le abandona.
El ocaso de un mito
Alba de Tormes. 1582. Después de una cruenta persecución, Teresa agoniza al amparo del duque más importante del reino. Ha sido engañada, vilipendiada, perseguida y masacrada. Apenas siente parte alguna de su cuerpo, ese que será troceado y repartido tras su muerte, generando una devoción tal que hasta el dictador Franco utilizará una de sus manos como amuleto hasta el mismo día de su muerte.
Ya no tiene un libro a su alcance («lee y conducirás, no leas y serás conducido») y nada de lo quede por llegar será esperado.
Ni siquiera recuerda cómo fue denunciada a la Inquisición, una de las veces por la célebre princesa de Éboli (con quien, por cierto, se llevaba a matar). El tribunal llegó a juzgarla pero nunca se atrevió a proceder con su encarcelamiento. Sí se atrevió a examinar su biblioteca (otra vez su biblioteca) para requisar algunos libros. «Cuando se quitaron muchos libros de romance, yo lo sentí mucho», dijo al respecto. Poco después le obligarían a reescribir su obra. Ella obedeció, pero guardando las copias originales que, por suerte, todavía se conservan cinco siglos más tarde.
Tampoco recuerda cómo los carmelitas calzados, los jesuitas y toda clase de nobles intentaron paralizar su reforma, obstaculizando las obras y encareciendo los terrenos. Durante una de las fundaciones, Teresa y sus siete acompañantes, todas ellas monjas, son apedreadas. Los receptores de la obra teresiana son conminados a quemar las copias recibidas, bajo pena de persecución eclesiástica. Todo vale con tal de hacer que baje de su pedestal. «Son tiempos recios», había dicho en cierta ocasión. Y vaya si lo eran. Intentan que se exilie a América (estuvo muy cerca de hacerlo) para después recluirla en Toledo. Pero nada puede con ella, su nombre traspasa fronteras y en Europa se erige como la mujer que se sobrepuso al machismo reinante («basta ser mujer para caérseme las alas»).
La única maquinación que no soporta es la de su propio cuerpo, que ya desde la niñez se empeñó en no alcanzar la dimensión de su alma. Debido a que su muerte se produce el día que entra en vigor el nuevo calendario gregoriano, Teresa muere la noche del 4 de octubre y es enterrada al día siguiente… 15 de octubre. La estrella se ha apagado.
A pesar de todas las atrocidades que tuvo que aguantar dentro del mundillo eclesiástico, será canonizada cuarenta años más tarde con el nombre de Santa Teresa de Jesús. Debido a su condición de mujer, se responsabilizará de sus infinitos conocimientos únicamente a la gracia divina, olvidando el influjo de esa hermosa biblioteca que tanto necesitó. Solo será nombrada doctora de la Iglesia en 1970, casi cuatrocientos años después de su muerte.
En el mundo de las letras, el reconocimiento es inmediato. Cervantes, Góngora, Quevedo y Lope ensalzan su figura con poemas y obras de teatro memorables. Más tarde, en 1968, es nombrada patrona de los escritores en castellano. El mundo por fin es consciente de que una mujer fue capaz de cambiar el estilo y el hábito españoles con la única ayuda de la palabra, esa que con tanta maestría utilizó. Ya lo había adelantado ella en una de sus innumerables conversaciones con Dios: «quién tuviere entendimiento… y letras… y nuevas palabras…».
No eran nuevas, Teresa, pero eran las exactas.
Su cuerpo, masacrado, recortado, fragmentado, repartido y usado como amuleto por los herederos de aquellos que la despreciaban. Su brazo incorrupto -que, en realidad, es un pellejo alargado y reseco, como el lagarto que encontramos en las botellas de licor de los restaurantes chinos- situado bajo la cama mientras el Sátrafa defecaba ‘heces en forma de melena’. Utilizada y despreciada. En resumen, una Heroína.
¿Podrias recomendar algún título (suyo o más reciente) para que legos como yo nos introduzcamos en su obra?
Tu reseña, fantástica, un placer de lectura y descubrimiento, gracias!
Delicioso relato. Enhorabuena al autor.
Y uno entra a currar a un sitio gris un sábado a las 07:00 am, y empieza el día leyendo esto y el sitio es menos gris, y le ve al día trazas de recomponerse.
Gracias.
Una alegría compartida se transforma en doble alegría, gracias por el fantástico texto.
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Fantástico, enhorabuena al autor