Música

Sergei Rachmaninov: más allá de la dorada cumbre del erotismo fatal

Retrato de Sergei Rachmaninov, por Boris Chaliapin (1929)
Retrato de Sergei Rachmaninov, por Boris Chaliapin (1929)

Sobre el aire ofuscado de un rostro severo de figura altísima una diadema de cristal resplandece. La corona de heredero legítimo de los tesoros más valiosos del Olimpo musical llega para posarse muy tarde, tras los destrozos causados por la nueva objetividad y las vanguardias del siglo pasado. Modas auspiciadas por la originalidad a todo precio, por la pretendida autoridad del descubrimiento que queda en anécdota frente a la gran ola del sentimiento en la que hoy vivimos sumergidos, quizás por nuestra derrota frente a debilidad. Un retorno a la decadencia un tanto kitsch con la que hemos contemplado a Sergei Rachmaninov desde el retrovisor, dejando atrás sus dos metros de alma sombría entre la estirada vegetación de Beverly Hills, el barrio que le vio morir en marzo de 1943, tras épocas de frenzy y mientras se cuajaba la tragedia mundial. Una desorientación tremenda para este hijo de aristócratas, acunado con promesas de idilio, alianzas bucólicas de primer romanticismo en la bella creación de mundos paralelos; maneras de gran señor que prevalecieron en una juventud marcada por las dificultades financieras. 

Nacido en 1873 en una de las propiedades familiares esparcidas por la Rusia profunda, su padre despilfarró la fortuna familiar y fue vendiendo sus posesiones una por una hasta que el niño acabó viviendo en un pequeño apartamento de San Petersburgo bajo la tutela de su abuela materna. Una gran nube negra se asomo por el horizonte: dos de sus hermanas murieron y quizás fue el inicio, a la edad de diez años, de estudios musicales en el conservatorio de la ciudad, lo que hizo desviar su atención de los golpes del destino. Aun así, su recorrido académico fue mediocre y no consiguió aprobar el curso, falseando sus boletines de notas en una actitud definida por su mentor Rimsky-Korsakov como «un periodo de autoengaño y pereza puramente ruso» (My Musical Life, 1923). 

En otoño de 1885, su madre le mandó a Moscú, en plan reprimenda, para estudiar con el estricto profesor Nikolai Zvérev, donde coincidió con Alexander Scriabin. Más que un profesor, Zvérev era un mentor a la antigua, a la vez segundo padre, autoridad moral y un excelente pedagogo del piano. Sus clases comenzaban a las seis de la mañana y Rachmaninov las combinaba, entre horarios fijos de comida y cena, con los cursos en el conservatorio de Moscú. Esta disciplina espartana funcionó para el perezoso Sergei y hubo alquimia tanto con Zvérev en la pensión como con Siloti, un célebre discípulo de Liszt, en el conservatorio. Sus frutos revelaron que Rachmaninov no solo era un pianista sumamente dotado, sino que también poseía un oído muy fino para la composición, perfeccionada junto a dos maestros rusos: Arensky y Taneiev. En su graduación en 1892, se le condecoró con la gran Medalla de Oro en composición. Un honor debido, en parte, a la entusiasta reacción de Tchaikovsky a su ópera de un acto Aleko, compuesta en tan solo diecisiete días. 

El apoyo de Tchaikovsky fue fundamental en el ascenso a la fama del joven compositor. Con varias obras que forman parte del repertorio estándar bajo el brazo, como el Primer Concierto para piano op.1 o el celebérrimo Preludio en do sostenido menor op.3 no.2, Rachmaninov se lanza, en pleno auge creativo, a componer una sinfonía. Recordemos que este es el género musical por antonomasia; la prueba de fuego de un gran compositor. Para 1897 se programó la obra en San Petersburgo, dirigida por el compositor Alexander Glazunov. El estreno fue un absoluto desastre. Las malas lenguas hablan de un director de orquesta borracho. La ejecución fue tan mala que Cesar Cui, uno de los miembros del llamado «Grupo de los Cinco» liderados por Balakirev, escribió: «Si existiera un conservatorio en el infierno y uno de sus talentosos estudiantes fuera a componer una sinfonía programática basada en la historia de las diez plagas de Egipto, y si fuera a componer una sinfonía como la del señor Rachmaninov, entonces habría cumplido su tarea brillantemente y sería del deleite de los habitantes del Infierno».

Analizando el tema con mayor profundidad, Rachmaninov se vio envuelto en las disputas internas entre los músicos de San Petersburgo y Moscú, enzarzados en una antigua batalla por renovar el lenguaje musical auspiciado por Rimsky-Korsakov, jefe de filas de los compositores de la renombrada ciudad de Leningrado. Frente a ellos, la escuela de Moscú buscaba desprenderse de las antiguas formas, abriendo la puerta del modernismo con obras como esta Primera Sinfonía, que posee un lenguaje armónico avanzado para su época e incluso para las composiciones que le siguieron. Y uno se pregunta qué habría sido de Rachmaninov si el estreno de la sinfonía no hubiese sido un desastre. Quizás hubiese evolucionado hacia otro tipo de música menos conservadora y más corrosiva. Quizás le hubiese dado mayor confianza en sí mismo y rebajado un poco su legendaria autocrítica. La historia, pese al éxito popular que no cesa, dicta sentencia con etiquetas anacrónicas, condenando al compositor a una brillante estrella de la lejana constelación posromántica, solapando de mala leche las casi idénticas fechas de nacimiento con un Schönberg, para regocijo de los apóstoles de la Segunda Escuela Vienesa. 

Tras el fallido estreno de la Primera Sinfonía, Rachmaninov cayó en una profunda depresión y durante tres años no fue capaz de componer prácticamente nada. Fue el doctor Nikolái Dahl quien curó al joven desdichado a través de unas sesiones de hipnoterapia. Se cuenta que Dahl le repetía durante días las mismas palabras al Rachmaninov arrellanado y somnoliento : «Va usted a empezar a escribir su concierto muy pronto… Va a trabajar con mucha facilidad… El concierto será de excelente calidad». El resultado fue su celebérrimo Segundo Concierto para Piano op.18 (1900), una obra que rivaliza y quizás supere en notoriedad a todos sus compañeros de género, incluido el Emperador de Beethoven. ¡Menudo comeback! Rachmaninov nos ofrece, dentro de las formas clásicas del concierto, sus preciadas dotes de melodista, envueltas en una elegante decadencia kitsch fin de siècle. A ello hay que añadirle la perfección formal del conjunto, la maestría de la escritura pianística, y sobre todo cómo el solista no ejerce supremacías contra la orquesta, sino que forma parte de su tejido musical, al servicio del conjunto. Una sinfonía con piano «obbligato» a la manera de un Brahms. Su permanente éxito le brindó a Rachmaninov una fama que fue más allá de la música seria, filtrándose en el cine y en la cultura popular. 

Su contrapartida fue el foso cada vez más profundo que se cavaba entre el público y la inteligentsia musical de su tiempo. El crítico Paul Rosenfeld, en un artículo en The New Republic, definió el concierto como «un lúgubre banquete de mermelada y miel». La revolución modernista de Schönberg, Debussy y Scriabin se llevaba a cabo al mismo tiempo que Rachmaninov ensalzaba la figura del pianista romántico y virtuoso heredado de Liszt, acechado por visiones de muerte (el tema del Dies Irae es muy recurrente), fatalidad de la Cuarta Sinfonía de Tchaikovsky (1877) y un orientalismo sensual. ¡Ay, si Rachmaninov hubiese escrito este concierto veinte años antes! Seguramente estaríamos ante otra manera de ver las cosas. Su anacronismo para la gran mayoría de críticos musicales era un pecado mortal. Tampoco contribuyeron sus palabras al respecto: «Me siento como un fantasma vagando por un mundo que se ha vuelto ajeno. No puedo desechar la vieja forma de escribir y no puedo adquirir la nueva. He hecho un intenso esfuerzo por sentir la manera musical de hoy, pero no viene a mí» (Entrevistado por Leonard Liebling en The Musical Courier, 1939). En la actualidad, su figura sigue siendo polarizante. La mezcla de erotismo y fatalidad no se le perdona. Alfred Brendel, el gran pianista austriaco, afirmó hace unos años en una entrevista para la cadena ZDF de la televisión pública alemana, que «Rachmaninov formaba junto a Puccini y Léhar un Triángulo de las Bermudas donde es mejor no entrar», y que su lugar en la música para piano es irrelevante. Curiosamente, en el libro de conversaciones entre Martin Meyer y Brendel, publicado en la editorial Musicalia de la Fundación Scherzo bajo el título El velo del orden (2006), Brendel afirmó haber tocado su segundo concierto en público, aunque solo fuera, en sus propias palabras, «a titulo informativo»… 

Rachmaninov no tiene miedo de ser abiertamente pasional, aunque la ejecución de la partitura siempre fue sobria en sus manos. Su música lo demuestra a raudales, enfatizando la melodía, la línea vocal envuelta en unas armonías oscuras, aunque no exentas de un clímax luminoso que siempre llega. La tarea suprema del músico será construir esa tensión para descargarla en un punto culminante desde donde uno contempla, en la caída, el universo. Para Vladimir Ashkenazy, uno de sus más grandes intérpretes, la belleza de Rachmaninov reside precisamente en este descenso desde las alturas para volver a hundirse en las tinieblas del gloom & doom. Una estética representada en las colecciones de piezas para piano como son los Preludios op.23 y op.32, así como en los dos cuadernos de Études-Tableaux op.33 y op.39, su música más radical para el medio. Tomando a Chopin y Liszt como modelos a seguir, Rachmaninov presta del polaco la escritura de veinticuatro preludios en todas las tonalidades mayores y menores, y del húngaro la referencia extramusical en piezas de gran dificultad técnica. Es bien sabido que el ruso era muy discreto transmitiendo sus fuentes de inspiración, aunque tenemos prueba de que varios cuadros del pintor suizo Arnold Böcklin (1827-1901) tuvieron una influencia decisiva en la composición de varias obras, entre ellas el poema sinfónico La Isla de los Muertos, escrita en Dresde en 1909 bajo el título del cuadro del mismo nombre o la pintura El retorno (Die Heimkehr, 1897), material para el imponente Preludio en si menor op.32 n.10. 

Tras una estancia de tres años (1906-1909) en la ciudad alemana para empaparse de la cultura emergente de la época, —donde también escribe su lírica Segunda Sinfonía—, Rachmaninov prepara la tournée americana con el segundo concierto para piano como tarjeta de visita y a su vez trabaja en la que quizás es su obra más conocida, el Tercer Concierto para piano en ré menor, op.30. Considerada como el Everest del género, sus dificultades técnicas son legendarias en la unión de armonías cada vez más oscuras con un piano que canta e intenta mantener el vuelo como un águila sobrevolando el infierno. Ofrece también al intérprete una ocasión para hacer gala de su virtuosismo, sin por ello caer en pirotecnias vacías y carentes de emoción. Rachmaninov la presentó por primera vez en noviembre de 1909 en Nueva York bajo la dirección de Walter Damrosch, con una acogida bastante fría por parte de los críticos. Valoraciones que le hundieron en una melancolía que perduró durante todo la gira, yendo de una ciudad a otra sin tener tiempo para descansar, anhelando el retorno a su patria. Lo único positivo fue el encuentro, en enero de 1910, con el flamante director de la Filarmónica de New York, Gustav Mahler, cuya dirección impresionó a Rachmaninov. Tal y como confirió a su biógrafo Oskar von Riesemann, «Mahler se consagró al tercer concierto hasta que el acompañamiento, que es bastante difícil, fuese tocado a la perfección. Según Mahler, el menor detalle de una partitura tiene su importancia, ¡una actitud muy rara entre los directores de orquesta!» (Rachmaninoff’s Recollections, 1934).

La revolución bolchevique de 1917 marca un antes y un después en la obra de Rachmaninov. El marco de vida aristocrático se ve ultrajado por la histórica tentativa de praxis marxista: el amparo de Nicolas II, la experiencia del idilio reflejada en los lienzos de Borisov-Musatov, los sueños de Un Amor de Turgéniev durante una pausa compositiva por la eterna campaña rusa… todo el mundo espiritual de la aristocracia rusa explota frente a una revolución incomprensible para la clase. ¿Porque acaso no existe mayor oposición, mayor violencia en el movimiento marxista, para que todo esos mundos claudiquen y sus habitantes escapen al fervor de los entusiastas antes de darles caza en sus fugas y sean asesinados, en el espejo de una imagen donde se refleja la familia Romanov al completo, garantía obsoleta de su bienestar, esperando sentencia? Ante una invitación venida de Escandinavia para dar una gira de recitales, Rachmaninov no duda en llevarse a su familia, después de la terrible experiencia de ver su amada propiedad de Ivanovka saqueada e incautada como posesión comunal del Partido Socialista Revolucionario, jurando no volver más a su país. Será la santificación del eterno exilio, la toma de la difícil decisión de dedicarse casi exclusivamente a su actividad como concertista y director para dar un sustento a su familia, dejando la parte compositiva, sin duda la más importante hasta ahora, para la época de veraneo. 

Desde su llegada a América en 1918, Rachmaninov entra de lleno en una cadencia infernal de recitales (alrededor de setenta por estación) y adquiere en su desencanto el famoso aspecto definido en la jerga anglosajona de gloomy. «Un ceño fruncido de dos metros y medio», diría de él Igor Stravinsky, su vecino en Beverly Hills. Sergei vivía en el desgarro del exilio. Hubo un intento de volver a su adorada patria en 1921, pero fue un fracaso. Entonces buscó por todos los medios reconstruir las condiciones del pasado en un presente donde en su apartamento de Riverside Drive y más tarde en Los Ángeles, tan solo se hablaba en ruso; el servicio era ruso; los invitados, exiliados rusos. Un anillo se cerraba en torno a su coraje. Utilizando sus armas después de la guerra, encontró un oasis de paz en la Villa Senar, cerca de la ciudad suiza de Lucerna, en el corazón del Lago de los Cuatro Cantones. Fue allí donde escribió sus tres últimas obras: la Rapsodia sobre un tema de Paganini para piano y orquesta (1934), la Tercera Sinfonía (1936) y las Danzas Sinfónicas (1940), concluyendo su labor creadora con el escueto número de opus 45. Si tomamos en cuenta su triple perfil como pianista virtuoso, director de orquesta y compositor, unido a las circunstancias históricas, el resultado es para enmarcar, porque no solo fue un ejemplo de ejecución para el resto de intérpretes, sino también de coraje en el enorme gesto de valentía y sinceridad a la hora de coger pluma y pentagrama en una época a la sombra de las vanguardias, que han envejecido mal, mientras su música ha prevalecido, ¡y de qué manera! Junto a Bruckner, estamos hablando del compositor más grabado y programado de la actualidad. Por fin, al éxito popular se le ha añadido el entusiasmo de la crítica musical. 

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2 Comentarios

  1. Pingback: Sergei Rachmaninov: más allá de la dorada cumbre del erotismo fatal - Multiplode6.com

  2. Escuchar el segundo concierto para piano en vivo con Lugansky como su intérprete acerca musicalmente a lo que bien se describe en algunas líneas de esta informativa biografía musical de Rachmaninov, algo así como una enérgica nostalgia…gracias por el artículo!

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