Cine y TV

‘Oh, Canada’, el abrumador peso de un pasado fingido

Oh, Canada. Imagen Avalon.
Oh, Canada. Imagen: Avalon.

Paul Schrader —Michigan, 1946— se convirtió en un icono del cine en 1976, cuando firmó el guion de Taxi Driver para Martin Scorsese—. Con setenta y ocho años y tras una impresionante carrera como guionista y director, sigue en activo gracias a su descubrimiento de una fórmula mágica que explota su fama «analógica» —como él mismo se refiere a sus éxitos del siglo pasado— en producciones independientes, de presupuesto modesto, pero que atraen suficiente atención como para hacerlas rentables. Así, lleva una década presentando películas austeras, que exploran los más recónditos rincones de la naturaleza humana y que suponen un soplo de sinceridad en el panorama cinematográfico. Su última aportación es Oh, Canada, que se estrena en cines el próximo 25 de diciembre y en la que consigue, una vez más, que asistamos fascinados a cómo un hombre revela su cara más oscura y secreta ante una pantalla —por partida doble, además.

Presentada en la sección oficial de Cannes, Oh, Canada plasma el rodaje de la última entrevista concedida por Leonard Fife —Richard Gere—, un documentalista comprometido que ha dedicado su vida a exponer las siempre incómodas verdades ocultas tras la historia oficial. Trabaja en Canadá desde que huyó de sus nativos Estados Unidos como protesta por el reclutamiento forzoso de jóvenes para la guerra de Vietnam. O, al menos, eso es lo que esa misma «historia oficial» cuenta de él. Golpeado por el cáncer y sabedor de que está ante las puertas de la muerte, asistimos a una postrera confesión —una oración, la llama él— en la que expone la mucho menos heroica realidad tras su fachada de icono rebelde. Una confesión que Fife hace, sobre todo, para su esposa Emma —Uma Thurman—, aunque necesite del intermedio de una cámara para lograrlo.

Las tres últimas películas del director de Michigan conforman una especie de «trilogía del hombre atormentado»: El reverendo —2017, con una nominación al mejor guion original para el propio Schrader —, El contador de cartas —2021— y El maestro jardinero —2022—. Consciente de que el vehículo para este nuevo film —una entrevista, una habitación cerrada, otro hombre angustiado— remite a buena parte a aquellas, ha optado por distinguirla montando un mecanismo mucho más complejo para ahondar en la mente de Leo Fife. Así, vamos a asistir a un laberinto de flashbacks con grandes saltos cronológicos adelante y atrás. Schrader confecciona un código específico para cada época que vemos, cambiando la textura de las imágenes, usando el blanco y negro o alterando el formato del fotograma.

La complejidad narrativa aumenta cuando se incluye a Gere interpretando al Fife de más edad en algunas escenas de su pasado, interactuando con los actores más jóvenes. Este recurso, muy chocante al principio, se usa con moderación y lo cierto es que ayuda a subrayar la subjetividad de lo que transcurre: la última actuación de un embustero, Fife, al que reconocemos como un actor de su propia biografía, convertido en el relator completamente no fiable de la misma. La confusión que le asalta en la vejez se mezcla con el complejo hilo de mentiras que ha compuesto como su vida, construyendo un mosaico de escenas de las que el espectador claramente debe desconfiar si quiere extraer la verdad. Una verdad que se aprecia, precisamente, por el proceso que nos lleva a descubrirla, a pesar de carecer de épica o belleza. 

Es impresionante que Schrader, en medio de todo este artificio, consiga entregar una película tan fascinante, que se sigue con interés de principio a fin, aunque deje un cierto regusto de insatisfacción al terminar.

Buena parte de los méritos del film recaen en su estrella indiscutible, un Richard Gere con quien Schrader ya colaboró hace casi medio siglo en la infravalorada American Gigolo. El cineasta es un maestro para hacer que nombres de peso —Ethan Hawke, Oscar Isaac, Joel Edgerton— se comprometan en producciones que difícilmente pueden garantizar su habitual caché. Incluso cuando exagera un tanto en su afán por transmitirnos la angustia vital que lo atenaza, Gere hace que nos sintamos fascinados por este hombre avergonzado por la culpa, que nos revela en su forma más débil y dependiente, ansioso por tener una oportunidad de redención. Schrader afirma que ofreció el papel al actor a modo de regalo: esta es la primera vez que vemos a Gere actuar como un anciano a las puertas de la muerte. De hecho, el director ha bromeado con el hecho de que resultara mucho más difícil envejecerlo que mostrarlo algo más joven —Gere tiene setenta y cinco años y en varios flashbacks aparenta estar en la sesentena.

Su contrapartida juvenil tiene algo de menos éxito en su encarnación. Lo cierto es que Jacob Elordi, conocido por Euphoria, Saltburn y Elvis, parece una elección ideal para el papel de un Fife que se las da de intelectual rebelde, pero es incapaz de alcanzar un compromiso real, con unos ideales primero y después con su mujer o, de modo especialmente doloroso, su hijo de corta edad. A Elordi, sin embargo, se le nota en muchos momentos incómodo en el papel, como si no terminara de entender lo que se pide de él. Quizá la diferencia física entre ambos actores —Elordi es notablemente más alto que Gere— jugara en contra de una mayor identificación con el personaje.

El resto del elenco gira alrededor de ellos dos, como utilería en la vida del protagonista y con muy poco espacio para el desarrollo propio: la siempre hipnótica Uma Thurman tiene algunos primeros planos contrapuestos a los de Gere muy potentes y cercanos al estilo expresionista que tan caro es al director; mientras que nos quedamos con ganas de saber más de las motivaciones de Michael Imperioli —Los Soprano— o Victoria Hill —una habitual de Schrader, con apariciones en El reverendo o El maestro jardinero—, los antiguos estudiantes de Fife que hacen la entrevista y deciden, en último término, convertir la muerte de su mentor en un espectáculo. O del destino de la mujer de Fife, interpretada por la exmodelo Kristine Froseth, que hace una aparición breve pero muy sólida.

El título de la película, Oh, Canada, es el que Russell Banks quería para la novela que, por motivos editoriales, apareció publicada como ForegoneLos abandonos en su edición en castellano— y que la película adapta. Schrader ya llevó otra obra del autor a la pantalla —la impresionante Aflicción, con ese sorprendente Nick Nolte— y desde entonces ambos creadores mantuvieron una gran amistad. Aunque Banks no tiene excesivo predicamento en nuestro país y sus obras se editan al ritmo de sus adaptaciones cinematográficas, es un autor relevante en Norteamérica, cuya obra se centra en las dificultades que encuentran las clases populares al enfrentarse a los retos del mundo contemporáneo. Durante el covid, muy duro para ambos, Schrader y Banks mantuvieron una amplia correspondencia alrededor del guion de esta película, ya que buena parte de la historia que vemos está basada en las experiencias del escritor en Florida y Cuba y sus tormentosas relaciones sentimentales. La película está dedicada a él debido a su fallecimiento el año pasado a causa de un cáncer.

En la novela, el «war draft» o reclutamiento forzado para ir a la guerra de Vietnam por medio de una lotería, uno de los sucesos más traumáticos para la generación que lo vivió, tiene un papel de más peso que en el film. Hay mucha controversia al respecto, pero se calcula que no menos de treinta mil jóvenes norteamericanos abandonaron el país para evitar ser llamados a filas. El método que aparece en la película para intentar escapar de esta macabra lotería fingiéndose homosexual es completamente real: hay testimonios de peso —como el del cómico Chevy Chase— que atestiguan que era utilizado de forma recurrente. Es posible que la sensación de insatisfacción que deja la película tenga que ver con la falta de tratamiento de este tema fascinante, que sobrevuela todo el metraje sin llegar a tratarse en realidad.

Oh, Canada resulta una coda a esa informal trilogía previa de Schrader, un añadido algo artificioso, pero poético y descarnado, un aviso para no mitificar a nuestros héroes y, en tiempos de apariencias y bulos, al menos, ser sinceros con nosotros mismos.

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