Cine y TV

Nuclear Nomads: energía interminable, vidas agotables

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Kilian Armando Friedich creció en las proximidades de la Central nuclear de Cattenom, la segunda central nuclear más grande de Francia. Allí observó que como un sinfín de autocaravanas se alineaban en los descampados para proveer de trabajadores que iban y venían durante las paradas técnicas de la central, figuras que parecían desvanecerse con el cambio de turno y reaparecer días después, con las manos manchadas de polvo invisible. Las autocaravanas se convertían en pequeños hogares provisionales donde la vida transcurría entre herramientas, monos de trabajo colgados y calendarios con días tachados, como si cada línea fuera una cuenta atrás hacia otra estación, otra central, otro descampado idéntico.

Junto con Tizian Stromp Zargari y gracias a la financiación de la Universidad de Cine de Munich, Kilian decidió hacer un documental que capturara esa vida intermitente, ese desfile de trabajadores anónimos que se instalaban en los márgenes de las centrales nucleares, siempre de paso, como si sus propias existencias fueran tan temporales como las piezas que reparaban. Querían filmar el silencio de las noches, cuando las luces parpadeantes de las autocaravanas eran lo único que rompía la oscuridad, y registrar esas conversaciones a media voz, en las que los hombres hablaban de «dosis absorbidas» y «zonas de control» con la misma naturalidad con la que otros discuten el tiempo o el fútbol.

El documental, que participa en el Festival Artekino, no busca héroes ni mártires, sino retratar la monotonía de una vida donde el cansancio no se ve, pero se siente en cada movimiento. Kilian recordaba a uno de los trabajadores que conoció de niño, un hombre que bromeaba mientras decía: «Prefiero cambiar pañales en un asilo que seguir desmontando reactores». Esa frase, trivial y áspera, se convirtió en el corazón del proyecto Nuclear Nomads, un trabajo que se desliza por la pantalla con la fuerza de una confesión a media noche, de esas que se dicen con voz baja, casi murmuradas, porque no hay necesidad de gritar lo evidente.

La película, filmada durante el invierno, es un retrato áspero y al mismo tiempo hipnótico de la vida de cuatro trabajadores franceses de centrales nucleares con empleos temporales que viajan de central en central, limpiando reactores. Kilian y Tizian nos muestran gente con capacidad de acción, en el inicio de sus carreras profesionales, que no están resignados si no que asumen la racionalidad neoliberal del «lot of money in short time». Con una dramaturgia íntima, ambos directores filman a este grupo de operarios durante tres semanas, documentando las paradas técnicas y los días de espera, cuando las autocaravanas se llenan de humo de cigarrillos y la radio suena de fondo cubriendo los silencios incómodos. A menudo, la cámara se queda fija en los rostros de esos hombres y mujeres capturando las arrugas y cicatrices que no vienen de accidentes visibles, sino de las reflexiones sobre la «radiación absorbida» que tienen siempre presente.

Hay algo profundamente inquietante en la cotidianidad que los directores capturan. Un hombre se sienta a fumar mientras observa las torres de refrigeración; otro, al teléfono, pregunta con tono apagado si hay trabajo en Chinon. «Llamo para ver si no están buscando pintores para la central nuclear de Chinon», dice, como quien busca la respuesta a una pregunta sin importancia. Pero detrás de cada llamada, de cada desplazamiento, está esa sensación ineludible de que la vida, en este círculo, es algo que se gasta de manera desigual. Uno de los momentos más potentes de la película ocurre durante una conversación entre compañeros. «Mi trabajo es una mierda de verdad, preferiría cambiar los pañales a los abuelos en las residencias, pero por eso no te pagan 5.000€ al mes», dice uno de ellos, con una mezcla de sarcasmo y desesperanza. Porque el trabajo, aunque bien pagado, se vive como un préstamo que habrá que acabar devolviendo en cuotas de salud. Cada turno es una apuesta contra el tiempo, y la radiación, aunque invisible, está siempre ahí, como un impuesto silencioso que se acumula sin que nadie pueda evitarlo.

Los directores dejan que la cámara repose en esos momentos de verdad incómoda, sin adornos ni discursos heroicos. La única música que acompaña al documental son los sonidos sordos de los contadores Geiger, como una respiración mecánica que nunca cesa. Cada chasquido es un recordatorio de que algo invisible está presente, acumulándose en los cuerpos, en las ropas, en las herramientas. El silencio entre esos chasquidos se vuelve tan pesado como las pausas en sus conversaciones: «Hoy he recibido un milisiervert». No hay sorpresa, ni alarma. Solo la aceptación de que ese número, pequeño y abstracto, es la medida de sus días. Un milisievert más es solo una cifra alta, muy alta, que se suma a las demás, como el polvo que se acumula en las esquinas de las autocaravanas donde duermen.

Lo inquietante no es solo lo que dicen, sino lo que no dicen. Las paradas técnicas se sienten como treguas breves, pero nadie menciona lo que ocurre después, cuando vuelven a la carretera, a la próxima central, a otro descampado donde las autocaravanas ya esperan en fila. El trabajo es temporal, pero las marcas que deja no lo son. Y en esa contradicción, los directores encuentran la esencia de la película: una realidad que no se puede desmontar ni revisar, porque no hay manual de seguridad para las vidas que se gastan poco a poco, al ritmo de los reactores.

Visualmente, la película se balancea entre la belleza fría de las centrales nucleares y la precariedad de los descampados donde estos trabajadores estacionan sus caravanas. Hay planos de paisajes nocturnos atravesados por luces de neón, pero también de cocinas diminutas y sillas plegables. «Duerme bien», dice un hombre mientras cierra la puerta de su caravana, y la cámara se queda ahí, capturando el silencio que sigue. Los directores saben que no necesita enfatizar. La tragedia se encuentra en los detalles más mínimos: en la falta de espacio en las autocaravanas, en las llamadas a destiempo, en el repostaje de combustible,

Nuclear Nomads deja una impresión duradera, como el olor a buffet de comida asiática que se impregna en la ropa. Mientras el mundo sigue adelante, ellos permanecen allí, en la periferia de las centrales, habitando ese espacio donde la vida se mide en turnos, en kilómetros recorridos y en cuerpos que, tarde o temprano, empiezan a sonar como maquinaria gastada. Cada kilovatio que consumimos es un pequeño chasquido en el contador Geiger de alguien, una dosis más que se suma a esa cuenta que nadie revisa hasta que es demasiado tarde.

Puedes ver Nuclear Nomads de forma completamente gratuita en el canal de youtube de arte.tv

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