Todos los años, en septiembre, ejecuto el acto supremo de mi sacerdocio. Es la tercera semana del curso, después de los idus de septiembre. La asignatura de Física de primero empieza a despegar. Les he contado qué es la física, qué magnitudes se emplean para medir la naturaleza y poco más. Llegamos entonces a las leyes de Newton. Es entonces cuando cae sobre mí la mayor de las responsabilidades que puede tener un profesor de Física ante alumnos que no han sido aún iniciados en los secretos de esa materia. Satisfechos los ritos preparatorios, hechas las imprecaciones (evocación a Galileo incluida), concitado el silencio para el inicio de la liturgia, me dispongo a que mis alumnos asesinen al Aristóteles que llevan dentro.
Matar la idea primitiva sobre cómo se mueven las cosas es un rito de iniciación mucho más trascendente para mis estudiantes que el que les pudiera proporcionar los misterios antiguos. En los misterios eleusinos, que se celebraban más o menos en la misma época del año que mi lección anual, los neófitos recibían una vivencia que trastocaba su noción de la realidad y del más allá, pero no obtenían ninguna orientación sobre el mundo del más acá. Dado que, previsiblemente, mis estudiantes pasarán la mayor parte de su vida mortal en este lado, les resultará mucho más útil abandonar la idea intuitiva, aristotélica, de cómo se mueven las cosas; e integrar en sus mentes la idea auténtica, la que funciona. Al menos, les será mucho más provechoso para su futuro profesional saber calcular con dos decimales de precisión cuánto tiempo tarda en caer algo que lanzas hacia arriba que sumirse en la (un tanto estéril, en la práctica) contemplación de la indemostrable comunión de los seres del universo.
Mi tarea no es en absoluto sencilla. Para trascender la noción infantil de que para que algo se mueva hay que estar aplicándole una fuerza todo el rato hay que emplearse a fondo. La explicación correcta, la de Newton, es totalmente contraintuitiva, por lo que no sorprende que durante miles de años nadie hubiera dado con ella. De hecho, para casi todos los intelectuales anteriores al siglo XVII resultaba ridícula. Solo cuatro heterodoxos pensaban de otra manera. Nada más inmediato aún hoy que para mover un vehículo hace falta aplicarle una fuerza constantemente. Avanzar en la bicicleta obliga a pedalear, y un coche gasta combustible.
La idea de que un cuerpo pueda seguir indefinidamente en línea recta sin una fuerza que le ayude a seguir moviéndose contradice la experiencia humana. Es lógico pensar que una bola que se desliza sobre el pavimiento se detiene cuando se le agota esa suerte de fuerza viva que le hemos proporcionado al lanzarla. Una flecha, por la misma razón, —razonaban los comentadores de Aristóteles, no él— se acaba cayendo al suelo, su lugar natural, porque va drenando la fuerza que le proporcionó la tensión de la cuerda del arco. La observación le confirmaba esas ideas. «No hay nada del cielo para abajo, que se mueva incansablemente sin un motor. Si los objetos caen al suelo cuando los soltamos es porque ese es su lugar natural. Si una flecha se mueve hacia arriba es porque genera un vacío en su cola que se van rellenando todo el rato, porque la naturaleza aborrece el vacío», hipotetizaba Aristóteles. «Arriba, en el mundo celeste, los astros se mueven en circunferencias, una figura perfecta», continuaba razonando. Tuvo que llegar Kepler para demostrar, con números, que la Luna y los planetas giran en elipses, una figura no tan perfecta. De hecho, una geometría inaceptable para alguien de mentalidad precientífica.
La eficacia del rito, el de la muerte del ser aristotélico interno en mis estudiantes, exige ceremonia. La mañana en que he de ejecutar el acto que cambiará su cerebro para siempre me revisto con el hábito que guardo para la ocasión. No es plan ir togado al aulario como hacía el hierofante de Atenas, pero me revisto de un polo de lana blanca merina, purísima, y con él recorro el paseo de adoquines de granito que conecta mi despacho con el lugar donde va a darse la transformación, el aula 24.7. Hago el trayecto con toda ceremonia, consciente de la importancia de mi tarea, intentando acercarme a la dignidad de los pastores sorianos que fotografió Jose Ortiz Echague. En esa época, las hojas de los árboles empiezan a sentir el otoño, y a esa hora el paseo central del campus tecnológico de Toledo bulle con estudiantes y profesores. Pero nadie es consciente de la trascendencia del rito que me dispongo a ejecutar, así que me deslizo sin que nadie se fije en mí, envuelto en el ruido del ambiente, pasando al lado de la higuera sagrada, hasta la puerta del edificio. Al llegar, subo los tres escalones, y penetro en el recinto. El aula está, convenientemente, en lo profundo, así que camino sin prisa sobre el suelo de lo que no deja de ser un santuario, el lugar en el que extirpamos la ignorancia de las mentes de los futuros adultos, un proceso difícil y doloroso. Ya en el aula, recorro ceremoniosamente el pasillo central flanqueado por las mesas donde ya están esperando la mayoría de los estudiantes. Algunos rezagados entran tras de mí y ocupan sus lugares. Subo a la tarima. Se hace el silencio. Les doy los buenos días, y comienzo la clase más importante del curso.
Lo que hace que una bola que rueda se detenga y que en la Tierra los cuerpos no se muevan indefinidamente una vez puestos en movimiento es, naturalmente, el rozamiento. Esto se aprecia muy bien en el curlin, esa fastuosa contribución escocesa al olimpismo en el que una persona muy reconcentrada empuja de rodillas una piedra de granito a ras sobre el hielo hacia una diana, variando la velocidad del trasto sin tocarlo gracias a que los otros miembros del equipo frotan el hielo por delante con escobas, presos de un frenesí que a mí me produce hipo de la risa. La piedra, una vez soltada, se desliza suave, y se mueve con más facilidad cuanto menos rozamiento sufra.
Dudo que Aristóteles pisara alguna vez un lago helado. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que a sus ideas sobre la física del movimiento de los cuerpos les faltaba algo. Lo primero, se habría dado cuenta de que sin una fuerza no se puede iniciar el movimiento. Aristóteles no se dio cuenta de que el rozamiento es una fuerza. Su marco mental no contenía lo que hoy aprende cualquier estudiante de bachillerato: flechas de longitud variable —vectores—, que son un objeto matemático cuya virtud es que sirven para hacer cuentas con lo que sea que actúe sobre un cuerpo. Sin esa estructura, en el sentido de Poincaré, el camino hacia la primera ley de Newton es tortuoso y poco convincente, mientras que con los vectores y una simple hipótesis todo encaja a la perfección. Basta con realizar un balance de fuerzas para saber si la suma vectorial de las fuerzas es cero o no. Si es cero, el cuerpo permanece en reposo si estaba inicialmente en reposo, o —y esto es lo crucial— se mueve en línea recta con velocidad uniforme si estaba en movimiento. Esta última parte es muy poco intuitiva a poco que se reflexione sobre ella. De hecho, a mí me sigue pareciendo magia.
En el espacio exterior no hay (apenas) rozamiento: el Voyager I, el objeto humano que se ha alejado más de la Tierra, no necesita un motor de impulso para «avanzar valientemente donde ningún ser humano ha llegado antes». Bastó con darle un pequeño gran empujón a once kilómetros por segundo cuando se puso en órbita para que, en ausencia de otras fuerzas opuestas, haya continuado su viaje. La contribución del viento solar es despreciable. La nave cuenta con unas pequeñas toberas para realizar pequeños ajustes laterales, y se le ha desviado de su trayectoria rectilínea uniforme para aprovechar el efecto de «honda gravitacional» de los planetas exteriores, pero lo que hará que algún día salga del sistema solar —a 15 000 millones de kilómetros del Sol— es el impulso inicial que le dio el cohete Titan III-Centaur.
Todo esto lo hemos logrado a pesar de Aristóteles. Su idea de que bajo los cielos hay un movimiento natural de los cuerpos con masa (tierra y agua) hacia el centro de la Tierra, y hacia arriba de los que están compuestos de aire o fuego, resultó terriblemente inconveniente para el progreso humano. Aristóteles no encontró una hipótesis mejor para el movimiento, a pesar de que la trayectoria de un proyectil parecía refutarla sin remedio. Una vez que la flecha sale del arco, y ha cesado por tanto la fuerza que se ejerce sobre ella, debería caer, siguiendo la lógica aristotélica. Lo de que se crea un vacío en su culatín pienso que no se lo creía ni él. De hecho, esto se lo tuvieron que arreglar sus comentadores. Reconciliada la filosofía griega con la Biblia, no se podían permitir fallos como ese, así que Juan Filópono se inventó la teoría del ímpetu en el siglo VI después de Cristo. La teoría explicaba lo de los proyectiles diciendo que al lanzarlos les proporcionamos una cantidad de movimiento que van perdiendo según se desplazan hasta que se les agota y recobran su movimiento natural, hacia el centro de la Tierra. Un apaño poco convincente, pero mejor que la idea del «lugar natural» y del «aborrecimiento del vacío» del gran jefe.
En realidad, y para ser preciso, es el pensamiento aristotélico posterior, la escolástica, lo que hago que asesinen mis alumnos. No está claro si aquello que dijo Aristóteles sobre una bola que cayera en el vacío —eso de que en el vacío los cuerpos caerían a la misma velocidad independientemente de su masa— prefiguraba la inercia. Se ha entendido siempre como una reducción al absurdo con la que pretendía demostrar que el vacío no existe, pero la relativa oscuridad del texto ha dado lugar a especulaciones. Pero eso no es importante ahora. Solo lo comento para ahorrarme los ataques de una horda de filósofos ociosos incapaces de distinguir una revista cultural de una científica.
La teoría de la cantidad de movimiento aristotélica no puede explicar el curlin (ni el patinaje). Y mucho menos los viajes espaciales más allá del sistema solar. A Aristóteles le debemos mucho. El que estuviera equivocado en casi todo lo que dijo no es una razón para dejar de leerle. Su Meteorología es una sucesión de errores que hoy hace sonreír por su ingenuidad, y lo mismo su Física, sutil pero no logra trascender la palabrería. Se enreda en ella, y se acaba perdiendo. Pero eso no es óbice para despreciarle, aunque sí para colegir que no hay ninguna razón para pensar que el libro que va después de su Física en la compilación de sus obras, la Metafísica, tenga algún sentido. Dice mucho del estado de las ciencias y las humanidades actuales que en el primer ámbito no se estudie nada de lo que dijo el griego (prácticamente todas sus afirmaciones son demostrablemente falsas) mientras que en el segundo, sí. Es lo que tiene no querer aplicar criterios de demarcación, o negarse a aceptar las implicaciones de lo que dejó escrito Wittgenstein.
El mundo y las sociedades han cambiado tanto que el corpus de la sabiduría antigua hoy se da por superado en la adolescencia: hay más conocimiento del mundo en los libros de texto de primaria que en toda la ciencia escrita hasta el siglo XVII, y un niño de catorce años hoy ya sabe mucho más que el estagirita sobre el porqué de las cosas que ve en la naturaleza, desde la diversidad biológica o el cuerpo humano a las nubes. No en vano se dice que hay más científicos vivos ahora mismo que la suma de todos los que ha habido en la historia de la humanidad. No he hecho las cuentas, pero esa afirmación me parece verosímil. En el caso de la física, el progreso ha sido exponencial. La física no avanzó casi nada hasta que Galileo inventó el método hipotético-deductivo, convirtiendo a la llamada «filosofía natural» en un ciencia. De hecho, fue Galileo, no Newton, quien ideó un experimento muy ingenioso con un plano inclinado para demostrar el principio de inercia. Está explicado en cualquier libro de física; los detalles tampoco tienen importancia ahora. Solo apuntar que Galileo llegó a la ley de la inercia a partir de los resultados de un experimento, no sentándose a pensar mirando al horizonte, encadenando silogismos, o discutiendo con sus amigos como hacía Platón, el maestro de Aristóteles.
Quizá lo más grave de la teoría del movimiento de Aristóteles fue perseverar en la idea de que el movimiento de los cielos y de la Tierra sigue leyes distintas. Lo más revolucionario de Newton fue —y esto se dice poco— persuadirnos de que las leyes son las mismas: es la misma fuerza la que hace que la Luna caiga continuamente hacia la Tierra que la que afecta a la manzana que cae del árbol. Esto es tan importante que es difícil concebir el impacto que pudo suponer en las mentalidades ancladas en la visión medieval del universo, el del respeto a las doctrinas aristotélicas. Es, de nuevo, una idea radical y que parece magia.
Continuando con la magia, los misterios eleusinos fueron muy populares en la Grecia clásica. Todo griego tenía derecho a pasar por ellos, sin distinción de ciudadanía. Durante un tiempo ni siquiera hacía falta ser heleno, de hecho. Consistían, por lo que se ha podido deducir, en la ingestión de una bebida psicotrópica que revelaba que nuestras percepciones no dan cuenta de la variedad del mundo —que es mucho más de lo que vemos y oímos— y que todo está conectado entre sí. Lo mismo que refieren de los viajes de peyote y mescalina. Huxley lo cuenta en Las puertas de la percepción (1954). Los misterios se celebraban en la misma época que mi clase, hacia el equinoccio de otoño, a finales de septiembre. Eran considerados imprescindibles para la salvación de la humanidad, y aparecen recogidos en numerosas fuentes. Aristóteles mismo los cita cuando los compara con el teatro, otro rito capaz de hacernos ver nuestro interior y por lo tanto vehículo apropiado para la catarsis. Hoy, ahítos de cine y de series, las representaciones ya no nos impresionan tanto. Ni nos acordamos de la película que vimos el jueves pasado en Filmin gracias a la suscripción de regalo del Jot Down. Pero en época de Aristófanes aquella gente debía quedarse muy impresionada al ver desenvolverse sus dramas interiores en un espacio público. Y las iniciaciones, los cultos mistéricos, debían ser eso, pero a lo grande. Actos mucho más memorables que hacer el camino de Santiago, peregrinar a Las Vegas para escuchar en directo a Céline Dion, o viajar a Londres para ver actuar a Taylor Swift.
La llegada del cristianismo acabó con los misterios. Teodosio los prohibió en el 392. La idea del tiempo circular de los antiguos, el eterno retorno, los ciclos estacionales repetidos, era incompatible con el tiempo del cristianismo, que es lineal, y que cuenta con tres cosas muy diferentes. Tiene un principio: la Creación; un hecho crucial: la encarnación de Dios; y un final: la Parusía. Nada de ciclos que se repiten desde siempre.
El asesinato de Aristóteles en el aula lo ejecuto en tres tiempos: son tres las puñaladas que acaban con él. El golpe de la ley de la inercia es de naturaleza mortal, porque explica tantas cosas que el prestigio del profesor particular de Alejandro Magno queda muy deteriorado. La definición de masa tampoco es cosa menor. Sería de por sí otra herida mortal. Pero es que la tercera ley, inocentemente llamada de acción y reacción (Macaco la quiso ampliar, sin éxito, con el acción-reacción-repercusión de su canción más famosa, «Moving»), es capaz de acabar con cualquier esperanza en que se pueda contar algo relevante del funcionamiento del universo recurriendo tan solo al razonamiento puro, sin experimento alguno. La tercera ley de Newton es preciosa. Nunca una ley fue tan simple y clara, cantaba Macaco, y es verdad: dice que a cada fuerza que hagamos sobre un cuerpo le corresponde otra de igual magnitud y de sentido opuesto, una reacción que ejerce el cuerpo. El apéndice es vital, porque a menudo se entienden mal las repercursiones que tiene esta ley, y todo por ignorar esa parte.
Es lo que le sucedió con Robert H. Goddard, uno de los padres de la era espacial estadounidense. Este hombre propuso un cohete de combustible líquido, además de toda la mecánica necesaria para poner cosas en órbita. Naturalmente que muchos otros habían pensado en los viajes interplanetarios, pero Goddard además de fantasear planteó una manera factible de hacerlo. Lo que sugirieron otros, por ejemplo, Verne, no hubiera funcionado. Goddard sabía cuáles eran los desafíos reales, los aspectos no resueltos de la física del problema, y se empeñó en aportar soluciones técnicas que la prensa ridiculizaba sin parar. El núcleo de las críticas era precisamente la tercera ley.
Es muy conocido (entre los que nos dedicamos a esto) cómo le despachó el New York Times en un editorial de enero de 1920. Dijeron que Goddard ignoraba la necesidad de tener algo mejor que el vacío contra lo que empujar. Que carecía de conocimientos a nivel de bachillerato. Le acusaron, directamente, de no entender la tercera ley de Newton. Lo cierto es que un cohete funciona perfectamente en el espacio, porque precisamente por la tercera ley, la fuerza con que escapan los gases por la tobera ejercen una fuerza opuesta sobre el cohete. No hay que empujar contra nada para moverse en el vacío. Esto no tenemos por qué suponerlo, porque hemos mandado a gente a la Luna, y la física es una ciencia experimental, a pesar de lo que digan algunos que trabajan en teoría de cuerdas. Eran los críticos de Goddard los que no entendían bien la tercera ley, en casi todos los casos por ignorar la última parte de su enunciado.
La tercera ley de Newton es el hachazo final contra Aristóteles. Si estoy de pie en patines sobre un lago helado y lanzo una flecha, me voy a mover hacia atrás como reacción al impulso que lleva la flecha. Como se ve en decenas de vídeos en Twiter, si vas en moto y eres tan idiota como para darle una patada a un coche que te ha adelantado mal, el coche no la absorbe, sino que te va a devolver con la misma fuerza y es probable que te vayas al suelo por ignorar la última parte de la ley, la de que la reacción la hace el coche sobre ti.
El Times se retractó, por cierto. Pero no lo hicieron hasta 1969, cuando los primeros astronautas llegaron a la Luna. Siguiendo esa tradición socarrona angloamericana que a mucha gente todavía le cuesta pillar, el periódico publicó cuarenta y nueve años después una corrección diciendo que sí, que después de todo parecía que el hombre tenía razón y los cohetes sí que pueden funcionar en el vacío. Pero a Goddard las burlas le habían amargado las décadas de los años 20 y 30, y además ya se había muerto, en 1945, así que la nota solo ha servido como aviso a navegantes de que no hay que fiarse demasiado de lo que diga la prensa. Bueno, ni de nadie. La física es lo que es gracias a no fiarse de lo que especulan los demás en sus ensoñaciones en la ducha, sino a realizar experimentos para ver por uno mismo lo que pasa. El papel lo aguanta todo, pero las medidas no mienten: cualquiera puede repetirlas y ver si le sale lo mismo.
Ya acabo. Debo confesar que el asesinato anual de Aristóteles, que llevo veinte años ejecutando, no es en absoluto popular, y dudo que los estudiantes que lo presencian sufran algún género de epifanía. Desde luego, nada comparable a las alucinaciones lisérgicas de los misterios. Salvo que la chavalada venga ya colocada de sus casas para aguantar mis lecciones, no nos acercamos ni de lejos a la experiencia eleusina de que vivimos sumidos en la Matrix de las hermanas Wachowski y que hay un mundo ahí fuera al que no podemos acceder salvo que nos desconectemos por un rato de nuestros sentidos.
No obstante, algún año creo percibir un destello en los ojos de un alumno. Me da la impresión de que sí, que lo he conseguido, que ese estudiante ha logrado matar a su Aristóteles interno; que ha comprendido las leyes de Newton; y que se da cuenta de las implicaciones profundas de una propiedad casi mágica del universo, la de que las leyes de la física sean las mismas en todas partes del universo y en toda su historia. Gracias a eso podemos saber qué les sucede a las estrellas de otras galaxias cuando se les agota el helio, qué pasó en los primeros instantes tras el Big Bang, o de qué está hecho el Sol. Y ese destello en los ojos del alumno, conseguido sin que yo haya tenido necesidad de drogarle, justifica las horas que me he pasado pensando en cómo contar mejor la asignatura para volver más listos a mis estudiantes.
Estimado, gracias a Usted finalmente puedo abandonar sin sentido de culpa a Aristóteles, un antiguo que me escandalizó cuando muy suelto de verbo y conceptos (todos con lógicas retorcidas y por tales casi impenetrables) afirmó que las mujeres son hombres mal logrados cuando es exactamente al revés; mas, ¿cómo no podría haber reverenciado a alguien que empezaba diciendo en una de sus tantas fatigas litrarias que…”Todos los hombres tienden por naturaleza al conocimiento, y es una señal evidente el goce que ellos prueban debido a las sensaciones, ya que estas, aun dejando de lado la utilidad que representarían son amadas de por sí, y sobre todo aquellas que se manifiestan a través de los ojos. De hecho nosotros preferimos, por decirlo de alguna manera, la vista a todas las demás sensaciones, y no solo cuando miramos con una intención de práctica utilidad, sino también cuando no pretendemos cumplir ninguna acción posterior; y el motivo está en el hecho de que esta sensación, más que en las otras nos hace adquirir conocimientos presentándonos con inmediatez una multiplicidad de diferencias. Es un actitud natural, ya que todos los animales están dotados de sensibilidad, mas de tal sensibilidad en algunos de ellos no nace la memoria”. Su relectura aún me sigue emocionando, pero ahora lo reelere con mayor ternura permitiéndome cada tanto reírme a carcajadas y, en especial modo no ser tan serio y quisquilloso como él. Son como los primeros amores que no se pueden olvidar y menos matar pues sus viejas y amarillentas cartas de amor son de una ingenuidad y sinceridad conmovedoras. Muchísimas gracias por su valentía y pragmatismo.
Estimado:
Dejando de lado la enorme profesionalidad y pasión (tanto docente como disciplinaria) que se desprende de su artículo (le felicito y ojalá abundasen más los docentes como usted que hacen de su enseñanza algo más que un mero trámite burocrático) tengo que expresar una pequeña queja. La queja no es, desde luego, física. Pero sí filosófica. Creo, y se lo digo con todo respeto posible, que su artículo abunda constantemente en falacias de hombres de paja con la figura de Aristóteles. Presentar a tal autor como el convidado de piedra de una filosofía ingenua e infantil es, permítame, cuanto menos discutible. Que sus teorías físicas han sido superadas eso nadie lo duda (no se entiende tal beligerancia), pero concluir de ahí que como sus ideas científicas han sido superadas sus ideas filosóficas son irrelevantes o igualmente desechables es un non sequitur bastante importante. Despachar la metafísica y la física de Aristóteles con un simple plumazo irónico puede ser un buen recurso estilístico para un artículo, pero desde luego no es para nada justo y riguroso con el verdadero estado de la cuestión.
Pondré solo un breve ejemplo: lo que es una visión «ingenua» como comenta usted es sostener que entre el principio de inercia newtoniano y el principio de movimiento aristotélico hay un «épico enfrentamiento» en el cual la física moderna ha «desbancado» al Estagirita. La realidad es mucho menos épica, más prosaica y debe ser mucho más matizada. El principio de movimiento aristotélico es una tesis metafísica, un corolario fundamento en la distinción entre acto y potencia (parte, no de la física sino de la filosofía de la naturaleza). El principio de inercia, por el contrario, es un principio de la ciencia natural. Sus dominios de aplicación son diferentes: la ley de Newton nos dice, por ejemplo, que el movimiento rectilíneo uniforme continúa siempre que no lo impidan fuerzas externas. Pero no nos dice por qué lo hace. En particular, no nos dice si existe algún motor de algún tipo que garantice que un objeto obedece a la Primera Ley y que, en ese sentido, sea responsable de su movimiento. Uno podría preguntarse qué clase de «motor» podría tener un objeto que obedece al principio de inercia si no es una «fuerza externa» del tipo que Newton pretendía descartar. Uno también podría preguntarse si tal motor, fuera cual fuera, realmente tiene algún propositivo explicativo en el movimiento de tal objeto. Son dos posibles preguntas.
No pretendo extender el debate, solo indicar que falsar la teoría de los «lugares naturales» de Aristótles, no es ni mucho menos arugmento suficiente para desbancar toda su filosofía de la naturaleza y toda su metafísica. La aceptación del principio de inercia newtoniano no implica el rechazo del prinicipio de movimiento aristotélico y tampoco es necesario que los aristotélicos de hoy en día adopten un enfoque instrumental o antirealista de las leyes de física para conciliar ambas posiciones. Se puede considerar que se están dando descripciones de la naturaleza a diferentes niveles y que, por tanto, el desbanque del principio newtoniano sí, desbanca, la teoría de los lugares naturales, pero ni mucho menos es evidente que desbanque los principios del movimiento expresados por el Estagirita (si no, no se entendería, como a día de hoy hay una amplia gama de físicos neoaristotélicos, que desde luego aceptan todos los descubrimientos y avances científicos).
Y es que descubrir, falsar, experimentar y aplicas leyes naturales es trabajo científico. Pero reflexionar el por qué de tales leyes lleva, inevitablemente, a consideraciones filosóficas. Se entiende el argumento del autor respeto de la superación de Aristóteles en lo concerniente a la primera cuestión. Pero no se entiende, ni se argumenta ni se justifica respecto de la segunda. Para contraargumentar filosofía, hay que hacer filosofía. Y por lo tanto, una cosa es el principio de inercia y otra son las consecuencias e interpretaciones filosóficas del mismo (que las hay, son muchas y muy variadas y muchas muy discordantes entre sí). Usted aniquila tal distinción de un plumazo para concluir que «el principio de inercia desbanca a Aristóteles de un plumazo».
Simplemente desde todo el respeto a su profesionalidad pero indicando que se han confundido los niveles del debate, le hago esta consideración.
Un saludo muy cordial.
¿Lo de que la física newtoniana es histórica y universal, sin citar a Khun y sí a Wittgenstein, no suena a estas alturas a boutade? Y éso sin entrar en lo de si Ramsés II no pudo morir de tuberculosis…qué mejor no entro,no vaya a ser que me salte el sokaliano de turno.
En fin, Aristóteles tenía la vocación de ser humano completo, un ser racional. El niño medio de hoy se da con un canto en los dientes si la sociedad lo considera productivo, que es para lo que queda el conocimiento, para ser efectivo y eficiente. El hombre moderno,muy listo él, ha cambiado los fines por los medios.
En fin,muy divertido el texto.
Qué alarde de erudición. Está muy bien concebido y es muy original. A mí me gusta y lo he disfrutado mucho pero no sé si el público en general puede entender estas cosas tan sofisticadas. Creo que tiene un nivel muy por encima del que la gente es capaz de entender. A ver, que es un lujo leer estas cosas, pero si el autor quiere tener éxito y vender muchos libros tendría que bajarse un poco de su torre de marfil y rebajar un poco el nivel. Está muy bien escrito, eso sí, pero el nivel académico es estratosférico, al alcance de muy pocas personas. Y menos hoy, que la gente ya no lee.
No está bien juzgar el pasado