Se repite incansablemente: estamos en la era de los bulos. La cosa tiene parte de verdad y parte de error. Sí, es evidente que estamos en la era de los bulos, pero lo cierto es que no ha habido era en que, con distinta potencia, los bulos no camparan a sus anchas. Ni siquiera hay que ser un erudito en historia del periodismo para saberlo: basta con ser un buen aficionado al wéstern —esos periodistas del salvaje oeste que publicaban lo que el pistolero más cruento mandaba que se publicase sin pararse a comprobar si lo que redactaban era verdadero (la última vez que me encontré con uno fue en Godless)— o al cine clásico, en el que nunca falta el periodista metomentodo que cuando no alcanza una información coge el camino más corto: se la inventa (el gran Tony Curtis en Sweet Smell of Success). González Ruano tenía una sección de entrevistas y cuando no lograba que lo atendieran —por ejemplo, las estrellas de Hollywood que paraban en Madrid rara vez le concedían un rato—, se inventaba la pieza para cobrarla. Desde que se publicaron las primeras gacetas —que adquirieron ese nombre por su precio: gaceta era la moneda veneciana que costaba el papel impreso, y no hay modo mejor de decirlo: el coste de la mercancía acabó bautizándola, es como si los periódicos de hoy se llamasen «2 euros de Sevilla» o «2 euros del país»— es complicado hallar publicación cuyo lema (por supuesto escondido) no haya sido: quien paga manda. Buena prueba de ello puede ser el hecho de los periódicos centenarios que aún hoy salen a la intemperie, como La Vanguardia o el ABC. El primero puede figurar entre los diarios de centro catalanista con todas las de la ley (la ley de la simplificación, quiero decir), pero alzó el brazo al modo fascista cuando tocaba y no había más remedio como el segundo —en su edición de Madrid, durante la guerra, incautado por los obreros— se aplicó en el canto de la revolución comunista. Esto puede trasladarse sin el menor apuro a las emisoras de radio. Lamento acumular obviedades, pero eran necesarias para recordar que si hay un bulo verdaderamente invencible que atraviesa las épocas es este: el del periodismo independiente.
La militancia aguerrida de tantos periodistas de hoy tiene de bueno que se ha perdido por completo el pudor de enseñar la camiseta que se defiende: hace años, al menos, había cierto esfuerzo por mantener el disfraz de la ecuanimidad aunque no colara. Hoy no hay necesidad. Se sabe qué va a decir cada cual mucho antes de que lo diga —porque, como se viene demostrando, lo que dice ni siquiera lo ha tenido que pensar, le venía ya dictado. Uno acepta que son necesidades que tienen los periodistas y ya está, pero que encima vengan a dar lecciones de honestidad. No sé, Rick, parece falso. Que uno de los cometidos de las distintas facciones del periodismo patrio consista en denunciar los bulos emitidos desde el otro lado de la cancha tiene su aquel, pero que pegada a la denuncia venga un sermón moral sobre la necesidad de decir verdad que está en la base de la profesión parece más bien recochineo o cinismo. La pega, naturalmente, viene de la falta de expectativas: en la mayoría de los casos no hay que leer la columna de X o de Y, ni ver el programa de Y ni de X, porque ya sabemos lo que van a decir o cómo van a tratar un tema cualquiera dependiendo de quién sea el afectado y si es de los suyos o no, y no perteneciendo uno a ninguna afición y careciendo de la condición de hincha, resulta más reconfortante no comprobar que, en efecto, X e Y escribieron lo que ya sabíamos que iban a escribir dependiendo de si tocaba defender al amo o afrentar al adversario. Ya saben lo que es un hincha: aquel que considera que si un defensa contrario le lanza una mirada torva a uno de nuestros delanteros en el área, es penalti indiscutible mientras que la patada con la que uno de nuestros defensas dentro del área le rompe por tres sitios la pierna a un delantero rival es un lance del juego.
Hay un montón de lugares comunes en el periodismo que son pura filfa retórica. El más importante es el que lo vincula a la información de manera primordial, hasta el punto de que el nombre de las facultades de Periodismo se subieron al pedestal de las ciencias —o sea, del saber— con el muy discutible nombre de Ciencias de la Información, como si una cosa y la otra fueran lo mismo. Pero la información está por todas partes sin que su presencia implique la aparición del periodismo: el prospecto de un medicamento es pura información, y no hay en él asomo de periodismo. Buen periodismo sería masticar esa información, deglutirla, sintetizarla y canalizarla para llegar a la opinión pública, y al hacerlo no sesgar un átomo de las líneas esenciales de la información detallada que se ha deglutido: decir que el medicamento ayuda a mejorar las digestiones pero no olvidarse de mencionar que sube la tensión arterial, por ejemplo y por inventar. Un medio podría decidir que lo que importa de ese prospecto es el aviso de que hace crecer la presión arterial a niveles peligrosos y otro que lo que debe destacarse es que el fármaco sería capaz de aliviarle la ansiedad a un madridista después del último 0-4 padecido en el Bernabéu. Quiero decir: periodismo es jerarquizar. Y es ahí donde se notan los colores de la camiseta que lucen los distintos periodistas afamados que más o menos padecemos: siempre cargan de un solo lado, si una investigación pone contra las cuerdas a uno de los suyos con pruebas aparentemente irrefutables, van a fijarse en el pasado del juez, que una vez presentó un libro de los enemigos del encausado, y al hacerlo, al fijarse en ese detalle que se agiganta, se jibarizan los pecados de aquel a quien por contrato o simpatía han ido a defender. Las mismas cosas son juzgadas con distinta opinión —entendiendo por esta lo que significa: efecto de formarse un juicio— dependiendo de quien las protagonice. Si el que se ve involucrado es un ministro socialista en una trama de corrupción lo hizo a título personal, pero hace años los ministros conservadores involucrados involucraban también a toda la organización: y ahí se deja ver que no creen en ninguna reinserción ni en que personas distintas no pueden cambiar los pecados pasados de organización ninguna. Cuando no se aplica la socorrida ley del silencio estirando el apagón hasta que no sea posible aguantarlo: recuerden el caso del terrorismo de estado sacado a la luz por Ricardo Arqués y Melchor Miralles, hicieron falta muchos, muchos reportajes para que los medios afines a los gobiernos de Felipe González se hicieran eco de ellos. Tenían esa información guardada bajo siete llaves en los cajones y no la sacaron hasta que no pudieron aguantar más, porque ya había sido descubierta por los medios enemigos.
Otro lugar común, que es hasta lema de la Asociación de la Prensa de Madrid, asume que sin periodismo no puede haber democracia como sin democracia no puede haber periodismo, lo que en mi opinión es algo peor que una barbaridad: una injusticia para toda esa cohorte de periodistas que practicó el oficio durante la dictadura o que hoy mismo hace lo que puede en Rusia, Venezuela o donde quiera que la democracia brille por su ausencia y el periodismo antigubernamental es declarado enemigo público y sus practicantes considerados delincuentes, si no están presos o ajusticiados. Diría que, en el fondo, es prácticamente lo contrario de lo que el lema enuncia: que allá donde no hay democracia, es tan valioso hacer periodismo contra la versión oficial que parece de veras insultante que una Asociación de Periodistas asentada en una democracia venga con lemas cursis a no reconocer esa valentía.
La tragedia del fango en Valencia ha sacado a la luz una guerra bastante estúpida —perdón por la redundancia— de periodistas profesionales contra buleros entregados al clickbait. Eso en apariencia. Porque luego te enteras, si te hiciera falta, que los supuestos periodistas profesionales tardan media hora en obedecer el mandato del amo y publicar ilegalmente un email para dar cobertura a un político, dado que sólo si un documento —que debería haberse mantenido en secreto— ve la luz en la prensa puede utilizarse contra el enemigo. Y te encuentras con que los supuestos periodistas profesionales repiten como papagayos las consignas que le imponen desde los despachos de sus señoritos y sus señoritas. Y no les importan a supuestas periodistas profesionales que se les note la color de sus camisetas y entran con todo, y una altivez moral que yo no sé de qué fármaco sacan, a desmentir a otros porque lo que han dicho no se corresponde cien por cien con la verdad de los hechos, pero se olvidan en el mismo párrafo o los mismos renglones de acordarse de que aquello de que se les acusa tiene un ochenta por ciento de verdad, y se agarran al otro veinte por ciento para seguir su guerra. No pongo nombres propios porque dentro de quince o veinte años nadie recordará los nombres de las estrellas del ahora, de los todólogos del momento, de los opinadores de pingües ganancias. Lo sé bien, no por mí, de quien nadie se acuerda ahora mismo, o sea que ni te digo dentro de quince años, sino porque estuve trabajando para uno de los grandes de la televisión como Jesús Quintero, y hoy un documental sobre su vida y su personalidad no suscitó el menor interés (también es cierto que era bastante flojo), y las líneas que ocupa el hombre en las historias de la televisión hacen referencia solo a sus silencios y shalalá. Y si Jesús Quintero apenas es recordado, no te digo lo que quedará de toda esta mugre del ahora.
En fin, ni siquiera podemos decir que es lo nunca visto, porque aunque parezca cosa nueva, el signo de los tiempos —y la vicepresidenta del Gobierno ha dicho en el patético congreso socialista sito en esta ciudad de Sevilla que los bulos se cargan la democracia, eso sí, entendiendo siempre por bulo lo que les afecte a ellos, lo que publiquen The Objective, ABC y El Mundo, los medios simpatizantes no publican bulos, pueden equivocarse, pero no bulear—, la verdad es que es historia antigua, y el arte de correr rumores falsos para que el foro se espantara ya se practicaba en Roma, y más cerca hay un libro imprescindible, Falsedad en tiempos de guerra de Arthur Ponsonby, que demuestra cómo en las temporadas de tensión política es práctica habitual poner a danzar a la mentira para que vaya conquistando simpatizantes y, por decirlo poéticamente, llenar de mierda al enemigo. En el fondo nada la evidencia de que las convicciones ideológicas han pesado siempre menos que la simpatía y la antipatía: la dialéctica amigo/enemigo que describió tan bien Carl Schmitt, y que no porque el hombre fuera nazi convencido vamos a desestimar para entender el funcionamiento de esas alturas donde nos entretienen.
Así que nada de «lo nunca visto», aunque al menos tiene de bueno que arrastra por los suelos otro bulo legendario del periodismo: que perro no come perro. El caso ha venido a demostrar que no sólo «perro come perro», sino que en ocasiones urgentes, como la que se ha dado, lo único que come el perro es perro, y que si la jauría tiene que sacrificar a alguien para seguir con su jueguecito, pues se sacrifica y ya está. Le ha pasado a Iker Jiménez, director y presentador de Horizonte, a quien han apodado «El Rey de los Bulos». El hombre parecía que se lo ponía fácil a sus altaneros rivales, aplastados por la evidencia de que Jiménez no sólo tiene una audiencia que ellos no, sino que además puede lucir galones: cuando ellos repetían como papagayos las consignas gubernamentales según las cuales la pandemia COVID no iba más que a rozarnos, Jiménez dedicaba horas a entrevistar a científicos y avisar de que se nos echaba encima una catástrofe. Y no era futurología: era una simple lectura de las evidencias que nos llegaban de China e Italia. Un acierto que difícilmente se le va a perdonar nunca, claro.
Ahora con lo de Valencia, el hombre ha demostrado también que no fue su programa el único que habló de cadáveres en el parking de Bonaire. Un reportero de la Sexta conectando en directo dijo que la policía ya había empezado a retirar cadáveres. En el programa de Iker Jiménez se cometió el error de leer un tuit de alguien que decía haber escuchado a unos policías hablar de que el parking era un infierno y podía haber setecientos cuerpos. Inmediatamente el presentador dijo que estarían encima de la cosa a ver si podían aclarar qué pasaba. Luego puso un tuit, fuera del programa, diciendo que había muchos muertos. Y eso es todo. A partir de ahí, cuando se vació el parking y no se encontró muerto alguno, le cayó a Jiménez el diluvio universal como si él y solo él se hubiera inventado el desastre, cuando todos o casi todos los medios se habían hecho eco de los peores pronósticos, afortunadamente desmentidos por la realidad. Lo cierto es que el único que pidió perdón fue Jiménez, los demás se limitaron a borrar o esconder lo que habían publicado y habíamos leído. Pero el apodo de «El rey de los bulos» se lo ha llevado él, no los muy doctos profesionales que no importa que hace años, por ejemplo, cuando lo del fake del caso Arny se lo tragaran y llevaran dolor a quienes lo padecieron y siguen dando lecciones hablando «del marco mental» y no sé qué más basura retórica.
Este afán por desacreditar a unos profesionales cuya más evidente debilidad es fiarse demasiado de quienes pueden saber mucho de lo suyo —coches, armas, métodos de defensa— pero no tienen la menor idea de deontología, tiene un inocultable cariz político y no entiende de matices. Sin embargo, a pesar de sonoros titulares y hasta de intervenciones parlamentarias citando al periodista como representante del bulo, la propia hinchada del periodista no lo ha abandonado. Espero que sea porque no sólo ofrece versiones que por lo menos dudan de los dictados oficiales, como en estos días tensos en los que ha quedado claro que cuando la catástrofe se cierne sobre parte del territorio nacional, somos puro Tercer Mundo, incapaces de recomponer, con un ejército de más de cien mil efectivos de los que solo hay ocho mil desplazados al lugar del crimen, en menos de un mes lo que la riada destrozó en unas horas, (los voceros gubernamentales y los voceros conservadores están de acuerdo en que sí hay Estado y funciona porque se han devuelto luces a muchos municipios, se han reestablecido carreteras quebradas, vías de tren: de la gente que sigue teniendo que vérselas con el fango o desplazarse cada día para conseguir un plato de comida caliente no hablan, de quienes para obtener la ayuda que merecen tienen que conectarse desde un ordenador y llenar unas cuantas pantallas de datos, ni mú). El suyo es un programa donde a menudo he oído hablar de libros de los que ni idea, sin ir más lejos la otra noche hablaban de un boxeador literato que practicó de manera involuntaria un audaz vanguardismo y de un policía que fue el primero en infiltrarse en una banda juvenil. Otras noches le he escuchado a Soto Ivars recomendar libros, como Rabia de Stephen King, que leí en su momento y me pareció una novela extraordinaria, y luego me asomé a páginas de internet para ver cómo desaparecían uno tras otro a precios desorbitados los ejemplares disponibles de esa novela. Quizá eso es lo que no le perdonan, que los programas literarios que tienen en la televisión pública son incapaces de vender un ejemplar de nada —relegados como están a horario de santa misa—, y el programa de Iker Jiménez agota un libro si hablan sobre él durante quince o veinte minutos sin camelos de recursos y musiquitas dulces para acompañar la imagen de un autor o de una autora paseando con su librito en una mano y la mirada perdida en el, mira por dónde, horizonte.
Uno que prácticamente aprendió a leer con los periódicos… y que al cabo de muchos años, se retiró de la prensa impresa asqueado de algunos asuntos que usted menciona en su esclarecedor artículo.
Y ahora… ¿Donde informarse?
En la bendita duda de todo y de todos los que pretenden informarme. Se pisan muchas mierdas pero en el contraste y muy al fondo, se esconden algunas apariencias de la verdad.
¿Un artículo sobre bulos que no menciona el último más conocido? Un bulo de MAR (sobre el novio de Ayuso y la Agencia Tributaria) que se tragó El Mundo, ha dado lugar a la desestabilización del Gobierno : investigación del Fiscal General, dimisiones, culpabilidad precisamente del que desmonta el bulo, etc etc.
Señor Bonilla, es muy astuto al eludir todo eso; su artículo tiene cierto sesgo, un tufillo político
Seguramente lleva toda la razón del mundo. Imposible librarse del tufillo. Su comentario, que le agradezco, también lo tiene. Sea como fuere, la desestabilización supuesta del Gobierno, que no tengo claro que esté tan desestabilizado, no procede de la mentira de MAR utiizando sus canales habituales y utilizando esos métodos que lo han consagrado como tramposo sin escrúpulos (figura por otra parte que ha existido siempre en el periodismo), sino de la respuesta con que se le desmontaba el embuste: se filtró un documento que de ningún modo podía ser publicado. En cualquier caso, gracias.
Disculpe, ¿cual es exactamente ese bulo?
Se puede plantear de otro modo.
Todo trabajador paga sus impuestos bajo la atenta mirada de la agencia tributaria y la seguridad social. En teoría abona anticipadamente su asistencia médica no una, sino varias veces. Sin embargo, si un día enferma y se descubre, por ejemplo, que padece cáncer, tiene que esperar medio año o más hasta que le operen. Ha estado pagando por nada, pues si quiere anticipar la operación ha de ir por lo privado, volviendo a pagar lo que ya había pagado. ¿Qué ocurre con las personas que no pueden afrontar tales gastos? Que son obligadas a jugársela. Muchas morirán. Esto viene sucediendo hasta el día de hoy.
Eso sí, para olimpiadas, para regar de dinero las respectivas federaciones deportivas, que son todas privadas, para la f1, para llenar los bolsillos de los respectivos comisionistas, hermanos e hijos de tales o cuales cargos, para subvencionar la sanidad privada, para dilapidar dinero en gastos publicitarios en tales y cuales medios afines y demás gastos faraónicos, para eso sí fluye el dinero público.
¿Por qué no está esto claro? ¿No será porque los medios privados de comunicación sacan buena tajada?
¿No deberían los presidentes de todas las comunidades autónomas estar en prisión preventiva? Las listas de espera significan robo y homicidio, sin necesidad de añadir protocolos de la vergüenza. Esa es otra: se impidió el acceso a atención médica a personas en condición de vulnerabilidad extrema y dependencia. ¿No deberían los jueces siguen sin investigar la realidad de la sanidad pública ser apartados de su profesión? ¿Y no deberían ser expulsados directamente los jueces que investigan a otros jueces? ¿No habría que confiscable todo medio de comunicación que no se haya hecho eco de la circunstancia?
¿No sería aconsejable una buena revolución? ¿No sería justo encarcelar a todos los cargos electos y a los jueces que los han amparado? ¿En qué perjudicaría a la sociedad?
El Sr. Bonilla (Bonilla a la vista) marcándose un «Salvar al soldado Jiménez» con un… ~si ya sabemos que todos son iguales~ continuista del ~solo el pueblo salva al pueblo~, muy en la línea actual de la revista, continuista de su paisano Bradomín.