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El maestro don Andrés Amorós y las erratas de la vida

Detalle de portadata de Retratos, de Andrés Amorós. Imagen Fórcola.
Detalle de portadata de Retratos, de Andrés Amorós. Imagen: Fórcola.

Con los relatos en clave de Retratos, Andrés Amorós da una inesperada vuelta de tuerca a su memorialismo.

El catedrático de literatura emérito y prolífico escritor Andrés Amorós (Valencia, 1941) ha encontrado estos últimos años en la editorial madrileña Fórcola, reconocida por un ensayismo de gran rigor moral y alguna sutil pincelada «salonnard», el reducto adecuado para una saga de misceláneas que combinan los saberes humanísticos, la autobiografía intelectual y, como en su último libro, las semblanzas morales escritas con engañosa naturalidad. Sus Retratos (Historias verdaderas y fingidas) están inspirados en personajes de la cultura del último tercio del siglo pasado a los que trató de cerca, pero cuya identidad no desvela salvo en algún caso, y combinan experiencias vividas con elementos ficticios, si bien la predilección del autor por los amigos raros y excéntricos que lo son sin proponérselo, induce a pensar que poco de lo contado carece de base real.

En el Madrid vitalista de la transición, el joven catedrático que fue precursor de la admiración por Rayuela, la narrativa de Francisco Ayala, el teatro experimental y el ensayismo de los filólogos republicanos exiliados en los campus americanos, se distanciaría progresivamente de la vida académica para explorar la crónica periodística, la gestión cultural y la erudición entreverada con el saber popular. En su Diario cultural (1982) dio algunas pistas de su intimidad con algunos sabios del exilio interior o retornados de ultramar, pero Amorós siempre dispensó un trato deferente a sus mentores intelectuales. Sin embargo, la galería de tipos singulares reunida en Retratos puede considerarse el contraluz de Maestros y amigos (Semblanzas y recuerdos) (2020), una especie de santoral laico en que pasó revista a los referentes que marcaron su andadura intelectual, a saber, Dámaso Alonso, Américo Castro, Rafael Lapesa, el citado Ayala o el musicólogo padre Sopeña. No es por azar que el nuevo libro se cierre con un novelesco reencuentro en el lecho de muerte de su primer maestro, un modesto profesor particular que supo encaminar al joven Andrés hacia el estudio. 

Esta vez el autor se propone recrear el lado insólito, a veces trágico y casi siempre ridículo, de unos santos varones en la cumbre de su prestigio —una diseñadora de modas es la única mujer retratada y quizás por ello su rasgo más resaltado es su insobornable originalidad—. Esto explica que la técnica adoptada sea la del relato ejemplar, la narración aparentemente banal de una amistad, de una colaboración profesional o de un evento social en los que, de repente, surge un elemento disruptivo que define toda una vida o que la transforma irremediablemente. Ello permite extraer de estas estampas, escritas con sencillez de apunte al natural, variadas lecciones. La principal es que el gran peligro que acecha a las mentes más preclaras es la tentación de la vanidad. La segunda es que también acecha a los menos esclarecidos.

Unas veces el fantasma de la vanidad adopta la forma de una bella estudiante de un seminario de literatura que hace revivir en un viejo catedrático sus días de joven poeta enamorado o de una actriz surgida de una gigantesca tarta de cumpleaños que hace perder la chaveta a un comediante maduro. En otros lances más prosaicos, un renombrado concertista, un pintor de culto o los cantantes de un coro público creen que su virtuosismo los sitúa a un nivel excelso que les da derecho a toda suerte de subvenciones, enchufes y prebendas académicas. Y asimismo se da el caso de gentes de gran valía en lo suyo que se ven capaces de acometer cualquier empresa: el ingeniero que escribe un tratado de metafísica, el financiero que se autorretrata en un cuadro «pompier» con pose de literato o el respetado antropólogo convencido de que su magistral conferencia solucionará el problema vasco. 

Los pecados de vanidad permiten al autor, siguiendo a sus modelos clásicos, convertir las pequeñas miserias humanas en estampas galantes. Es el caso de la historia vodevilesca del padre y el hijo seducidos por la misma señorita —que utiliza a ambos para propulsar su carrera académica— y que el autor resuelve con admirable delicadeza. En otra fe de erratas que deriva a la gravedad moral, el hijo de un eminente jurisconsulto que acaba de morir encuentra entre las páginas de un incunable una carta de amor que una amante ocasional dirigió a su padre. El autor es testigo de cómo el joven se ve obligado a reconsiderar la abrumadora figura paterna, sin que las flaquezas humanas de éste enturbien un ápice del amor filial, pero el extrañamiento no parece tener fin.

A veces el profesor Amorós se adentra en el terreno de lo chusco con el propósito de desfacer entuertos, de revisar sin prejuicio dudosos lugares comunes: la tacañería de un cómico famoso, el descaro de un escritor aventurero que en las tertulias radiofónicas estivales describe las puestas de sol en Polinesia desde un apartamento de la costa levantina o la curiosa estampa de un compositor de música dodecafónica que subsiste tocando el clarinete en la banda municipal (y a mucha honra, proclamaba Carmelo Bernaola, uno de los pocos citados por su nombre). En estos casos Amorós desmonta las maledicencias o concede el beneficio de la duda, pero insiste en la idea de que las apariencias engañan… incluso para bien. 

Así lo anuncia, en cierto modo, la portada del libro, que reproduce un conocido cuadro de Vermeer en que el maestro holandés aparece pintando en su taller a una joven modelo caracterizada como la musa Clío. La corona de laurel o algunos objetos decorativos diseminados por el taller, que simbolizan la dignidad del oficio de pintor, son un atrezzo inusual en aquella estancia, un trampantojo equivalente a las maniobras de distracción a las que recurre Amorós. El escritor procede a administrar con esmero la información sobre sus personajes, resaltando o silenciando detalles, inventándose otros, para que la identificación del modelo no sea tarea fácil, pero tampoco un enigma irresoluble o que conduzca a un malentendido, haciendo pagar a justos por pecadores. 

A riesgo de banalizar con el juego de los acertijos el mensaje del maestro Amorós que es, sobre todo, que la vida es un libro lleno de erratas que conviene apurar hasta la última línea, la identificación de algún personaje puede servir para perfilar un retrato de época. En el tardofranquismo, aún abiertas las heridas morales de la guerra, no era extraño que un universitario de mente abierta buscase la compañía de uno de los renovadores de la crítica de arte española, así fuese un tipo irascible que no dudaba en reconocerse un resentido. El injustamente olvidado Juan Antonio Gaya Nuño, que pese a alguna pista falsa es fácilmente reconocible en el retablo de maravillas de maese Andrés, había asistido al asesinato de su padre al comienzo de la guerra, alcanzado el grado de capitán republicano y seguido cautiverio en las cárceles franquistas, con una rebaja de pena obtenida por una gestión de su mujer poetisa con aquel sórdido jurista que fue subsecretario de Gobernación y al que apodaron «Blasputín». Una vez en la calle, destiló una importante obra como historiador, con logros como inventariar el «museo imaginario de la pintura española fuera de España», los principales casos de expolio en nuestro arte a lo largo de siglos, a menudo con la complicidad de las elites políticas. Sin renegar de su ideología, supo canalizar en la dirección acertada el resentimiento que le provocó la vida. »De ahí sacaba su fuerza aquel viejo cascarrabias», apostilla el retratista.

En aquellos días en que los hijos de dirigentes falangistas o requetés se reclamaban comunistas o simples opositores a la dictadura, sin romper los lazos familiares, era posible ser amigo de un crítico de arte represaliado por el franquismo y, a la vez, coincidir en una benemérita fundación dedicada al mecenazgo cultural con el jubilado fiscal y ministro de la Gobernación, don Blas Pérez, que lo había tenido en presidio por sus ideas. Sin duda es otra de las paradojas de este libro de Andrés Amorós que tanto enseña sobre el absurdo de la vida.

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