MacGyver fue el auténtico inventor del branded content en los contenidos televisivos. Fue un pionero. Nadie había hecho tanto, con el permiso de Eduardo Manostijeras, para promocionar la navaja multiusos del ejército suizo. El personaje interpretado por el entrañable Richard Dean Anderson demostraba en cada capítulo que con un chicle, una pizca de curry, cien gramos de harina, dos cucharadas de azufre, veinte centímetros de alambre, un poco de papel higiénico, todo bien salpimentado y nada removido, y, por supuesto, su fantástica navaja helvética, se podía fabricar una bomba atómica sin salir de casa. Y eso sin existir internet. Y quien dice fabricarla, dice desactivarla. Años más tarde, en un programa tan imprescindible como Bricomanía, nos enseñarían cosas menos útiles.
MacGyver era básicamente un paladín del siglo XX, un gentleman, buena persona, con buenos sentimientos, con bastante maña como comentamos y un pacifista empedernido enemigo de las armas. Por supuesto nunca hubiera ingresado en el cuerpo de Marines, ya que su perfil encajaba mucho mejor en el de un objetor de conciencia de los de antaño.
Capítulo aparte merece su peinado ochentero, imperturbable, blindado ante cualquier inclemencia o explosión nuclear intencionada o accidental. MacGyver, hoy en día, haría anuncios de ciertos productos capilares. Seguro. Nuestro chico trabajaba para la Fundación Fenix, que era como una ONG de las de ahora pero más desconocida y con menos glamur que la Fundación para la Ley y el Orden de El coche fantástico. Su objetivo: hacer el bien pero sin hacer daño a nadie. Pero lo que definiría mejor a MacGyver es que era el hombre que todas las madres querrían que se casara con sus hijas y que muchos padres, absolutamente inútiles con el bricolaje casero, invitaríamos a comer cada domingo sin rechistar. Pagando nosotros, oiga, y dejando que pusiera los pies en nuestro sofá preferido.
Para la historia de los fails de las series americanas quedará el memorable capítulo en el que se enfrentaba a unos temibles terroristas vascos. En ese capítulo, el director de ambientación y vestuario, de cuyo nombre nadie se acuerda y que seguro que salió la noche antes, debió pensar que el País Vasco era una región centroamericana por lo menos. No es broma. Los terroristas —malos, malísimos, hay que decirlo— y a los que veíamos en su base de operaciones donde MacGyver tenía que rescatar un pobre rehén, parecían más bien una panda de guerrilleros de las FARC que no un grupo de peligrosos maleantes saliendo ebrios de una herriko taberna del barrio más abertzale de Getxo. Hilarante.
Entre los consumidores de series de esa época recuerdo un encendido debate, y absolutamente estéril por otra parte, entre los partidarios del Equipo A y los de la serie que nos ocupa. Yo siempre defendí a MacGyver por que era mucho más realista que no la patraña de los soldados de fortuna. En MacGyver moría gente, mientras que en El equipo A un vehículo podía arder en llamas, o dar quince vueltas de campana sin trampolín, pero siempre veías a sus ocupantes salir indemnes. Eso era así. Acojonante. Parecía una mala campaña de la Dirección General de Tráfico. Dejando de lado la navaja y el alambre, la presencia de la muerte en MacGyver, esporádica, eso sí, le daba una cierta credibilidad al relato.
Supongo que para toda una generación, MacGyver era el súmmum de la masculinidad, en el sentido más casposo del término, porque nuestro héroe era el hombre que lo inventaba todo, que lo arreglaba todo y que lo solucionaba todo. Era muy aspiracional: todos los hombres queríamos ser MacGyver y ahora nos conformamos con montar una estantería Kallax de Ikea en menos de seis horas sin perder la poca dignidad que nos queda.