Una propuesta artística puede perder su carácter como tal debido a una falta de respeto grave y continuada de su creador hacia el espectador. Los años nuevos, serie de televisión de Rodrigo Sorogoyen que se ha estrenado en Movistar, comete este pecado.
Compuesta por diez capítulos, la serie relata la relación amorosa de dos personas entre los treinta y los cuarenta años. Cada episodio transcurre en la Nochevieja o la mañana del día siguiente de cada uno de los años de esa década. No hay nada que objetar a la interpretación de los actores (hasta el poeta Benjamín Prado hace un buen trabajo) ni a la ambientación de las escenas ni a la calidad y ritmo de la mayoría de los diálogos. El problema principal radica en que el director de la serie intenta dar gato por liebre. El responsable de los diez capítulos, en un exceso de ambición, hace todo lo posible para disfrazar de crónica realista sobre las relaciones amorosas de toda una generación (su generación) lo que no es más que un producto comercial que solo busca gustar y hacer caja. En el campo de la música, por ilustrar la cuestión con un ejemplo de fuera del sector audiovisual, los aficionados al rock auténtico detestan al grupo norteamericano Eagles. La razón es bien sencilla: camuflan con acordes rockeros y una estética rebelde y radical unas canciones que se basan en estribillos comerciales propios de la canción melódica o del pop más comercial y cuyas letras son insulsas y triviales. El grupo de Los Ángeles disfraza de rock genuino lo que no son más que hits de radio fórmula. En el legendario film El gran Lebowski (1998) su protagonista, The Dude, lo dice muy claro antes de que lo echen a empujones de un taxi: «I hate the fucking Eagles». Este grupo musical, a lo largo de más de cincuenta años, ha vendido muchos millones de discos en todo el mundo. Esto demuestra que su truco funcionó. Seguro que a Rodrigo Sorogoyen también le sale bien. Le deseamos lo mejor.
Fueron felices y comieron perdices
En una comedia romántica los personajes principales son, de forma invariable, un chico y una chica guapos y heterosexuales (sí, solo heteros) que se encuentran por casualidad, se gustan y, aunque unos minutos después se separen, sabes, como espectador, que algo queda de esa atracción mutua inicial. Sentado en tu butaca sospechas que algo queda por un brillo en los ojos de ella, por un gesto pensativo en la cara de él o porque simplemente quedan dos tercios de película. Más tarde, los protagonistas se van a enamoran y luego la relación se fastidiará, pero, acto seguido, tras unos momentos de incertidumbre y un poco de intriga, sus vidas se volverán a cruzar (también por casualidad) y triunfará el amor. La intriga es suave, leve, poco inquietante. Es así porque en una comedia romántica no hay sorpresas, sabes desde el comienzo cómo va a terminar. Por eso no hay lugar a spoilers. Este esquema, con mínimos cambios, se repite en todas las películas de este género. Las comedias románticas nos permiten creer que el mundo funciona bien, que todos tenemos nuestra media naranja y que el amor dura para siempre y da sentido a nuestra existencia. Una ficción de este tipo coloca en nuestra mente, aunque sea durante noventa minutos, que en lo que respecta al amor romántico hay esperanza. Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940) y Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) son comedias románticas y Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961) y las películas de Woody Allen no lo son.
En una comedia romántica, al igual que en una cinta de superhéroes, nos contarán historias de ficción que son del todo inverosímiles. Sabemos que, si un hombre intenta volar saltando desde la cornisa de un edificio, se matará; del mismo modo que tenemos claro que una relación amorosa enfrentada a muchas dificultades y al desgaste del tiempo acabará por fracasar. Pero en el cine nos gusta que nos engañen. Aun así, en las películas de estos dos géneros, a pesar de haber sido bombardeado con tantas falsedades, un espectador no podrá reclamar que se le ha estafado. En toda historia ficticia de género el espectador de forma implícita llega a un acuerdo con el director: acepta en las películas de la Marvel que los superhéroes tienen poderes sobrehumanos y que el amor, en el género romántico, es indestructible. El espectador sabe a lo que ha venido. Y esto vale para el cine como para el teatro, la televisión o la literatura. No se puede acusar de falta de honestidad a Cuatro bodas y un funeral (1994) o a Notting Hill (1999), obras maestras de ese genio llamado Richard Curtis.
Es fácil enamorarse de Ana. La protagonista de Los años nuevos es guapa además de buena persona (ayuda a una chica borracha desconocida en el metro); es poco constante y algo insegura, pero le gusta follar, le gusta mucho. A Óscar, el personaje masculino, también le gusta follar; es menos encantador, pero es médico y también buena persona (lleva a Valencia a un chico que no conoce de nada y que acaba de ser asaltado en la calle en plena mañana de año nuevo); Óscar es desconfiado y algo arrogante, pero es muy trabajador y se ve que acabará triunfando. Ana y Óscar, en los diez años que abarca la serie, como en un viacrucis sentimental, pasarán por todas y cada una de las estaciones de una comedia romántica: encuentro casual, enamoramiento, celos, ruptura, incertidumbre, reencuentro casual y final feliz.
Rodrigo Sorogoyen es el director de películas como Que dios nos perdone (2016), El reino (2018), y As bestas (2022). Ha recibido varios premios Goya y un premio Cesar de la academia francesa a la mejor película extranjera. En la actualidad, junto con Albert Serra, es reconocido por la crítica como el mejor director joven del cine español. En Los años nuevos, queriendo mantener su estatus de cineasta de culto e Influido quizás por ese prejuicio tan español que entiende que todo lo comercial es de mala calidad, Sorogoyen acaba fabricando una historia que de tanto artificio es muy poco creíble. Como a las canciones de los Eagles, a la serie se le ve la trampa y el cartón. Si se pretende obtener los efectos comerciales que Nora Ephron1 saca a sus películas y al mismo tiempo parecerse a Ingmar Bergman, lo más probable es que al resultado se le vean las costuras y que un espectador mínimamente exigente salga del cine sospechando que su inteligencia no fue tomada en cuenta. Analizamos a continuación algunos de los principales defectos y artificios que hemos encontrado en la serie.
Sexo
Las relaciones sexuales entre Ana y Óscar son naturales y satisfactorias. Este asunto, a diferencia de otros como la familia, el trabajo o los celos, no es fuente de conflicto en la pareja protagonista. La serie nos hace ver que entre ellos, en el campo sexual, no hay cansancio ni prejuicios ni complejos ni dudas. Los protagonistas se dan placer utilizando un amplio abanico de posibilidades (coito, cunnilingus, masturbación, satisfier guiado por él y disfrutado por ella…) y todo funciona a la perfección. Los primeros capítulos nos muestran que los padres de Ana y de Óscar son modernos y liberales y que han educado a sus hijos en la idea de que el sexo es bueno y no fuente de culpa. Queda claro que los personajes no han sufrido la educación católica y patriarcal que inundó de problemas y desencuentros las relaciones íntimas en las generaciones anteriores.
En los dos primeros capítulos, el espectador asistirá a varias escenas sexuales directas y explícitas pero alejadas de lo erótico o pornográfico. Estos encuentros íntimos son filmados con maestría, transmiten sinceridad y demuestran lo enunciado en el párrafo anterior. Hasta aquí todo bien. La semilla de la sospecha se planta en la mente del espectador cuando en los capítulos tercero y cuarto (ya han transcurrido tres años de relación) todo sigue igual de bien. En ese momento, el espectador se da cuenta de que el mensaje del director y las otras dos guionistas es que los hombres y mujeres viven el sexo de la misma manera; que los manidos desencuentros en ese terreno de los que siempre se ha hablado eran fruto de la cultura y la educación recibida por las generaciones anteriores, que la biología no tiene nada que decir en esto del sexo heterosexual. Que a Ana solo deje de apetecerle cuando en el capítulo siete esté saliendo con un chico francés y haya tenido un hijo es muy significativo. En ese momento, ante la decepción de Ana por no sentir apetito, su hermana le dice algo tan ñoño y tan falso como que su falta de deseo se debe a que ahora está enamorada de su bebé de cuatro meses y que, cuando pase el tiempo, volverá a enamorarse de su pareja y lo del sexo se arreglará.
Las escenas sexuales citadas dan la razón a la psicoanalista Constanza Michelson que en 2019, en un artículo titulado El deseo en disputa, denunciaba que la cuarta ola feminista había reventado por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. Afirmaba Michelson que con la deconstrucción del esclavizador viejo esquema del amor romántico y con la liberación sexual, la relación íntima para la mujer había quedado anclada al imaginario del erotismo masculino y añadía que «el nuevo arreglo sexual sigue dándole la ventaja al varón heterosexual». Como dice Arias Maldonado en (Fe)Male Gaze (Anagrama, 2022) : «La opresión estaría causada por unas formas de relación erótica que las mujeres han hecho suyas aunque respondan a los deseos masculinos».
El problema viene de que, en palabras de Arias Maldonado, se desatienden las raíces biológicas de nuestra conducta sexual, tenidas por secundarias frente a su relativa plasticidad cultural. El deseo sexual y la práctica del sexo es diferente en el hombre y en la mujer y eso ha sido así desde siempre porque se debe a factores biológicos. La cultura, la educación y la civilización han modulado y atemperado esos deseos e instintos, pero siguen ahí.
Hombres y mujeres, en el campo del sexo, somos iguales y no lo somos. Tenemos el mismo derecho a disfrutar del sexo y a que su práctica nos permita ser personas completas y realizadas. Tenemos el mismo derecho a desvincular el sexo de la reproducción y de la culpa. Pero física y mentalmente no vivimos el sexo de la misma manera. Y esto será siempre fuente de conflicto. Los que aceptan esta situación y se adaptan a ella, consiguen llegar a un acuerdo de mínimos (o máximos) que permiten que el sexo sea satisfactorio para ambos. Pero querer hacer ver que el conflicto sexual entre ellas y ellos era algo cultural y que, en el siglo XXI, ya ha sido superado, tiene poco que ver con la realidad.
Curiosamente el tratamiento que la serie da al sexo de pareja, a pesar de su falsedad, agrada a todo tipo de espectadores, tanto a hombres y como a mujeres y Sorogoyen lo aprovecha comercialmente. Ya ocurrió con la serie de novelas Cincuenta sombras de Grey (E. L. James, 2011). Aquella trilogía fue consumida por muchos millones de lectoras en todo el mundo y, de entre ellas, un tanto por ciento muy alto se definía como feministas. La protagonista de las novelas se sometía al hombre y disfrutaba practicando todo lo que él le pedía. La lectora vivía, por persona interpuesta, la placentera fantasía de sentirse bien incorporando el papel de la mujer complaciente que además goza con la misma intensidad que el hombre las prácticas amatorias que él impone. En la serie que nos ocupa ocurre algo del estilo.
Además de esta visión masculina del sexo, la serie ofrece una interpretación demasiado simple a la relación entre el sexo y el amor (lo que ocurre en el último capítulo lo confirma). No es verdad que la duración y la intensidad del deseo sexual y del amor coincidan casi de forma matemática. Si es cierto que esta idea tiene hoy mucha aceptación en nuestra sociedad, pero ese entendimiento mayoritario no la convierte en verdadera. De hecho, la culpa de muchas separaciones viene de aceptar que cuando el deseo sexual falla estamos ante un síntoma del final del amor y que es la hora de que cada uno se vaya por su lado. No es así de fácil.
Romper la cuarta pared y otros recursos
La cuarta pared es el muro imaginario e invisible que separa a los actores de los espectadores en una obra de teatro o en una película. Se empezó a utilizar en el siglo XVIII por Diderot cuando, como crítico teatral, pedía a los actores que interpretaran sus papeles como si ese muro existiera y nadie fuera capaz de verlos trabajar. Romper la cuarta pared es un recurso narrativo en que uno o varios actores toman conciencia de que lo son, dejan de interpretar su papel, pasan al mundo real y se comunican de tú a tú con los espectadores. El uso que Woody Allen hizo de esta herramienta en La rosa púrpura del Cairo (1985) es uno de los más conocidos y recordados.
Romper la cuarta pared se utiliza, en la mayoría de los casos, como una manera de dar verosimilitud y realismo al argumento. En la serie, en todos los capítulos menos en los dos últimos, Ana y Óscar, elucubran sobre la relación amorosa de parejas con las que se cruzan. Todas esas parejas son diferentes: unas veces son ancianos, otras adolescentes. Hay parejas homosexuales, de mediana edad, divorciados y vueltos a casar… Sorogoyen, poniendo en comparación, mediante este recurso, la relación amorosa de los protagonistas con toda esta variedad de parejas de otras generaciones y condición, procura, además de un barniz de realismo, conseguir que la relación de Ana y Óscar se erija en el retrato indiscutible y único de la relación amorosa de los hombres y mujeres de su generación, los que durante los últimos diez años se han hecho adultos, han formado parejas y han entrado en el mercado laboral. Sorogoyen podía habernos contado solo la historia de amor de una pareja, pero no hace eso. En su ambición, pretende retrata a toda su generación y para ello, entre otros, usa este recurso.
Otros trucos para dar categoría de cine de calidad a una simple y estereotipada comedia romántica son los siguiente: el abuso de los primeros planos (a veces tan cercanos que solo un cuarto de la cara del personaje ocupa la imagen) y de los prolongados silencios entre los personajes; difuminar la imagen para volver a la nitidez en pocos segundos y transformar deseos o imaginaciones de los personajes en escenas sin advertir al espectador de que es solo en la mente del personaje donde transcurre la acción.
Coda
La gran verdad de las relaciones amorosas es que, en una gran mayoría, terminan mal. Hoy, en España, hay más divorcios que matrimonios. Si a eso añadimos que la mayoría de las parejas no se casan, pero se separan igual, el panorama es desolador. Por eso no es realista ni verosímil lo que Sorogoyen nos cuenta en Los años nuevos.
Para quien esté interesado en la relación entre el amor y el sexo y su evolución a lo largo de las últimas décadas, recomiendo leer los libros de la socióloga Eva Illouz y de la sexóloga Sylvia de Bejar. Y, sobre todo, que disfruten de la serie de Rodrigo Sorogoyen siendo conscientes de que es meramente un producto para el entretenimiento y de que el amor y el sexo no tiene nada que ver con lo que en ella se cuenta.
Notas
(1) Nora Ephron es guionista y directora de comedias románticas como Cuando Harry encontró a Sally (1989) Sleepless in Seattle (1993) y You got an E-mail (1998)